Capítulo XIII En que se narran los trabajos de una Virgen cristiana

El comandante general que la vacilante república española tenía en la provincia de… era bastante bárbaro (dicho sea sin ánimo de inferirle agravio, pues todo hombre tiene derecho a ser lo bárbaro que juzgue conveniente dentro de la sana moral y las buenas costumbres). Lo primero que hizo, así que tuvo noticia por un soplo de que los carlistas de Nieva preparaban una algarada (así la llamaba él) e intentaban nada menos que apoderarse de la Fábrica de armas, fue llamar al comandante Ramírez y decirle:

—Necesito que antes de una hora salga usted con dos compañías y acompañado del inspector de policía para Nieva; y en cuanto llegue usted allá me prenda usted y me traiga amarrados codo con codo, ¿lo entiende usted bien?, amarrados codo con codo, a todos los individuos que van apuntados en ese papel.

—Está bien, mi general.

—Para custodiarlos no hace falta más que media compañía. Usted, con lo restante de la fuerza, se pone a las órdenes del coronel director hasta que yo disponga otra cosa.

—Está bien, mi general.

Cuando el comandante Ramírez, después de hacer su saludo, salía por la puerta del despacho, el brigadier volvió a llamarle.

—Oiga usted, Ramírez, ¿cómo le he dicho que trajese a los presos?

—Amarrados codo con codo, mi general.

—Perfectamente. Vaya usted con Dios.

La noche en que las dos compañías llegaron a Nieva era la señalada por los amigos de don César para dar el grito de guerra y apoderarse de la Fábrica. La conspiración estaba bien tramada. A la una de la madrugada debían reunirse cincuenta hombres en la huerta de un rico hacendado carlista y otros cincuenta en la bodega de otro para proveerse de armas y uniformes. A las dos en punto marcharían todos hacia la Fábrica, cuya guardia, encomendada a la sazón al joven marqués de Peñalta, no pasaba de veinticinco hombres, y la atacarían ostensiblemente por las puertas, mientras otros escalarían por detrás las tapias. Una vez dentro, se apoderarían rápidamente de los fusiles construidaos, cargándolos sobre mulos, que también estaban preparados, pegarían fuego a los talleres y se saldrían a toda prisa de la población. Para cuando fuesen atacados contaban llevar ya quinientos o seiscientos hombres bien provistos de armas y municiones. Don César no dudaba del buen éxito de su atrevida empresa; pero el maldito soplo tradicional en todas las conspiraciones habidas y por haber, vino a dar al traste con los proyectos del bravo caballero.

A las once de la noche el comandante Ramírez y el inspector de policía tenían presos ya a todos los individuos de la junta y a diez o doce de los más caracterizados carlistas de Nieva, los cuales, amarrados y custodiados por media compañía, según las prevenciones del comandante general, esperaban debajo de los soportales del Ayuntamiento la orden de marcha. La única mujer que iba entre ellos era María. En vano don Mariano, con lágrimas en los ojos, suplicó al jefe de la fuerza que le permitiese llevarla en un coche. El comandante Ramírez manifestó que sentía muchísimo no poder complacerle y que lo único que en su obsequio haría era llevarla suelta y aguardar unos instantes a que le trajesen calzado fuerte y ropa de abrigo, exponiéndose por ello a incurrir en las iras del general, que era… (Aquí el comandante Ramírez hizo uso del adjetivo que ya hemos tenido el honor de emplear.)

Al fin se dio la orden y el teniente emprendió la marcha con los presos. Don Mariano no quiso dejar a su hija. Aunque no llovía en aquel momento, la noche estaba muy húmeda y el piso, según acusaban las polainas de los soldados, verdaderamente asqueroso. En la villa se hallaban ya casi todos al corriente de lo que pasaba, y muchos bultos negros, silenciosos, ocupaban los balcones, sacándose los ojos para ver cómo desfilaban los presos. Al pasar por cierta calle una voz irritada de mujer gritó desde un balcón:

—¡Infames, ya las pagaréis todas en el infierno!

Los soldados levantaron la cabeza y tornaron a bajarla, prosiguiendo silenciosamente su marcha, cuyo rumor acompasado infundía tristeza y miedo. Todos ellos sentían sobre sus roses una continua descarga de miradas de odio, que, a pesar de no merecer, recibían con la resignación del que está avezado a padecer injusticias. Pronto dejaron las últimas casas del pueblo y entraron en la carretera, cuyo primer trozo estaba guarnecido de altos álamos.

El cielo seguía negro y espeso, envolviendo en tinieblas a la tierra. Apenas se percibían los bultos de los árboles cercanos y los de tal casa que otra de labranza construida al borde de la carretera. Los pies de los viajeros no producían el ruido seco que cuando caminaban por el empedrado de la villa, sino un chapoteo aún más triste. El teniente, que era un mancebo de veinte años, bastante simpático, dio la orden de colocarse en dos filas, dejando a los presos en el medio. Después se acercó a ellos, y, preguntándoles si se les ofrecía algo, disculpose con frases corteses de llevarlos atados; pero ya debían tener noticia de que el general era bastante… (El joven teniente hizo uso del mismo adjetivo que su comandante y que nosotros, los primeros, hemos echado a volar.) Los presos murmuraron las gracias encerrándose en un silencio digno. Al poco rato comenzó a llover fuertemente. Don Mariano, que no había cruzado la palabra con su hija, abrió el paraguas apresuradamente para taparla y la estrechó largo rato contra su corazón, murmurándole en el oído:

—¡Hija mía, qué trago tan amargo me haces pasar!… Embózate bien… ¿Tienes frío? ¡Oh, me las pagará ese bruto!… Iré a Madrid a ver al ministro de la Guerra y conseguiré mandarlo a un castillo. ¿Te entra el agua por algún sitio, corazón mío? ¿Quieres mi impermeable?… ¡Mandar traer atada a mi hija!… ¡Ah, grandísimo puerco! ¿De qué cuadra te habrá sacado este gobierno de sainete?… Si te pones enferma, le mato irremisiblemente… Pero a ti, mentecata, ¿quién te ha metido en estos líos de conspiraciones sin mi permiso?… ¡Si no te hubiese dejado arrastrar tanto los zapatos por las iglesias, a estas horas no estaría pasando tales amarguras! ¿Qué tienes tú que ver con los carlistas ni con los republicanos?… Una niña bien educada se está en su casa quietecita, cuidando de las camisas de su padre y haciendo calceta… , ¿estamos?… , y haciendo calceta… ¡Canalla! ¡Miserable! ¡Mandar traer atada a mi hija!… ¡Si le veo no respondo de no echarle las manos al cuello!…

—Cálmate, papá… , cálmate, por Dios… Voy perfectamente… Cuando se sufre por Dios, el sufrimiento se convierte en placer. Nunca me he sentido tan bien como en este momento… y es porque advierto en mi alma el consuelo de haber hecho algo por restablecer a Jesús en su santo reino… Lo único que me hace padecer es verte disgustado… ¡Ay, papá, cuánto daría porque tu fe fuese tan viva y ardiente como la mía, para que despreciases todos los dolores de la tierra y marchases tranquilo y contento como yo marcho adonde Dios quiera llevarme!

Don Mariano sintió que un torrente de palabras irritadas y coléricas se le agolpaban a la garganta, pero no pudo darle salida. Lo único que hizo fue echarle el impermeable encima a su hija, dejando escapar una especie de gruñido de elocuencia conmovedora.

Cesó de llover al fin. Sintiose un leve soplo de viento ábrego y la espesa capa del cielo comenzó a enrarecerse despidiendo tenue y escasa claridad, que hizo resaltar las siluetas de los soldados y los árboles y los enormes bultos de las montañas que cerraban el valle. El silencio en la comitiva era sepulcral. Los presos no cambiaban entre sí palabra alguna, devorando su rabia y tristeza. En la campiña tampoco se escuchaba ninguno de los gratos ruidos que acrecientan el misterio de la noche y llenan el alma de suave melancolía. Sólo al pasar por delante de alguna casa se oía dentro el gruñido amenazador de un perro que protestaba contra el desfile de la tropa a hora tan inusitada y tal vez que otra el no más dulce murmullo del sargento Alcaraz, que maldecía de la noche, de su suerte y de la madre que le había parido.

El viento siguió soplando cada vez más vivo; un viento tibio y húmedo que los presos encontraban asaz siniestro. Los árboles que bordaban las orillas de la carretera se retorcieron angustiados, dejando caer toda el agua de que estaban cargados. En la escasa claridad del cielo comenzaron a resaltar los bultos de grandes nubarrones negros que rodaban velozmente por la atmósfera cual si viniesen perseguidos de cerca por algún monstruo de la noche. Detrás de estas nubes no se percibía el azul oscuro del firmamento, sino un espeso manto gris que parecía impenetrable. No obstante, el viento, cuyo ímpetu iba siempre en aumento, logró desgarrarlo, al fin, por algunos sitios, formando gratos agujeros, en el fondo de los cuales se percibía el suave fulgurar de alguna estrella. Las grandes nubes negras venían a taparlos; pero el manto se desgarraba por otros parajes a toda prisa y las diminutas estrellas tornaban a hacer guiños amables a la tierra. Al cabo, una gran luz argentada bañó súbitamente toda la campiña. La luna había aparecido entre dos nubes, bella y esplendorosa como una virgen que abre las ventanas de su aposento. Mas apenas hubo echado una mirada curiosa a nuestra comitiva, cuando los nubarrones se estrecharon, poniendo venda a sus ojos y dejando a la tierra triste y sombría. De nuevo volvió a aparecer en lo alto y otra vez tornó a ocultarse, mirando resbalar por delante de sí una legión presurosa de nubes de todas formas y tamaños que volaban a regiones desconocidas. En el espacio de media hora presentose y ocultose un número incalculable de veces, ofreciéndose a los ojos de los viajeros como un navío presto a sumergirse en aquel océano inquieto y tenebroso.

Por último, sosegó la tempestad del cielo. Poco a poco habían ido desapareciendo detrás de las montañas los espesos nubarrones que manchaban la faz del firmamento. Unos cuantos que habían quedado rezagados y que a largos intervalos, cruzando por delante de la luna, sumían a la tierra en las tinieblas, también traspusieron los picos de las montañas. Y quedó el firmamento sereno y límpido, desplegando su oscuro manto tachonado de estrellas. La luna trazaba un círculo luminoso a su alrededor, en el cual, como reina orgullosa, no permitía brillar ningún otro astro. El dilatado valle pareció estremecerse suavemente de placer al sentir el beso de la luz. Y de sus bosquecillos de naranjos, y arroyos sosegados y blancos caseríos esparcidos aquí y allá dejó escapar millones de reflejos que se perdieron con dulce misterio en el aire. En ciertos parajes se extendían grandes sábanas argentadas donde se percibían con admirable claridad las siluetas de los árboles y vallados; en otros se acumulaban las sombras protegiendo el sueño de las plantas. El anchuroso valle así iluminado ofrecía un aspecto de lago dormido.

Después de caminar bastante tiempo por el medio, nuestra comitiva tocó en las montañas que lo cercaban. Era necesario trasponerlas para entrar en la campiña que rodea a… La carretera penetraba por los sitios más accesibles, ciñendo el costado de uno de los montes con declive bastante pronunciado. El horizonte se estrechaba de modo extraordinario. Al comenzar la subida, el teniente mandó hacer alto delante de un enorme mesón situado al pie de la carretera, y haciendo llamar al dueño le obligó a levantarse y a servir vitualla a la tropa. Los presos entraron en la casa y descansaron buen rato. Y otra vez emprendieron la marcha subiendo con calma el áspero repecho.

La briosa vegetación del valle había desaparecido. Los montes, que se cerraban cada vez más, dejando apenas paso a la carretera, estaban vestidos únicamente de helecho. De vez en cuando se tropezaba con el agujero de alguna mina de carbón, abierta sobre el camino. Don Mariano no pudo resistir a la tentación de hablar del ferrocarril de Nieva, y se acercó al teniente mostrándole por dónde iba el trazado de Sotolongo y explicándole ampliamente las ventajas que llevaba sobre el de Miramar. El piso estaba bastante más enjuto a causa de la pendiente, y la luna seguía desde lo alto esclareciendo la ruta, posando su dulce y tranquila mirada sobre los viajeros. Oyéronse los acordes de una guitarra. ¡Cuándo dejó de sonar la guitarra en una marcha de soldados españoles! Y una voz de timbre varonil, con acento del Mediodía, cantó:

Como cosita propia
te miraba yo,
te miraba yo;
pero quererte como te quería,
eso se acabó,
eso se acabó.

Cuatro o cinco soldados esparcidos en distintos puntos acusaron también su origen meridional, gritando al concluirse la estrofa: «¡Olé, olé!» Aquella canción, nacida en el ardiente suelo de Andalucía, fue una varilla mágica que ahuyentó la tristeza de los corazones. Las montañas severas, poseídas de súbito enternecimiento, hicieron resonar la voz del soldado, conduciéndola muy lejos al través de sus gargantas y quebraduras. Entabláronse animadas conversaciones en la tropa que se suspendían cada vez que el soldado andaluz lanzaba al aire una copla. Los presos continuaban en su obstinado silencio.

Todos marchaban perezosamente, con la boca entreabierta, gozando, sin darse cuenta, del cambio favorable que la noche había experimentado. De pronto, al salvar una de las numerosas revueltas de la carretera, en el sitio más fragoso de la divisoria, oyose el disparo de un fusil. Un soldado vino a tierra. Casi al mismo tiempo el grito formidable de ¡Viva Carlos Séptimo! fue lanzado al espacio. Al levantar la cabeza vieron todos no a mucha distancia y en pie sobre una de las rocas que dominaban el camino, a un hombre de grandes bigotes blancos vestido con zamarra y boina. Los presos reconocieron inmediatamente en él al presidente de la Junta, don César Pardo. El teniente ordenó en batalla a la tropa temiendo una emboscada, y mandó hacer fuego; pero la descarga no dio resultado. Disipado el humo, tornaron a ver a don César cargando tranquilamente su arma. Al dispararla, gritó otra vez con más fuerza:

—¡Viva Carlos Séptimo!

—¡Mal rayo te parta, viejo zorro, me has destrozado un brazo!—exclamó el sargento Alcaraz llevando la mano a la herida.

—¡Segunda fila, apunten, fuego!—dijo el teniente.

Tampoco se consiguió nada. Don César disparó de nuevo, gritando:

—¡Viva la religión!

Entonces el teniente ordenó con voz colérica:

—¡Fuego a discreción!

Un tiroteo incesante partió de la media compañía formada en batalla. Pero el solitario enemigo ni huía ni caía. En pie sobre la roca, sin intentar siquiera guarecerse detrás de alguna piedra, seguía cargando y disparando su arma, repitiendo siempre con voz terrible:

—¡Viva Carlos Séptimo! ¡Viva la religión!

Raro era el disparo que no ocasionase alguna baja en la tropa. La luna iluminaba su rostro altivo y feroz surcado de arrugas.

—¿Me conocéis?—gritó sin dejar de hacer fuego—. Soy don César Pardo, cristiano viejo y carlista de los pies a la cabeza.

—¡Eres un ladrón!—contestó un soldado.

—Oye, chiquito; te tiembla mucho el pulso y tus balas pasan muy lejos.

—¡Allá va ésa!

—¡Nada… , no has acertado!… Si trajese diez hombres conmigo, ¡cómo correríais todos, falderillos!

—Haced lo que queráis, muchachos… ¡A matar ese perro!—gritó el teniente en el colmo de la irritación.

Los soldados se lanzaron veloces a la montaña y se pusieron a treparla con la agilidad de gatos monteses. La rabia de que estaban poseídos redoblaba sus fuerzas. Pero al mismo tiempo el teniente, que había arrebatado el fusil a uno de los soldados, disparó sobre don César y le volcó.

—Basta, muchachos… , volveos… , ya cayó el milano—tornó a gritar con acento de triunfo.

—¡No tiene más que una pata herida!… ¡Todavía le queda el pico!—repuso el cabecilla con voz ronca.

Y, en efecto, con el muslo atravesado consiguió incorporarse y cargar su fusil, que disparó inmediatamente sobre los que subían. Éstos lanzaban rugidos de cólera mientras se iban agarrando a los helechos o hincaban las uñas en el musgo para trepar más presto.

—¡Venid, venid, cobardes!—decía don César trasportado también por el furor—. Venid a aprender a pelear… ¿Veis cómo se bate un oficial carlista?… ¿Veis cómo vale por cincuenta republicanos?… Contad mañana vuestra hazaña al general Bum Bum que os ha enviado… ¡Que os den la cruz laureada, valientes! ¡Allá va ese tiro por don Carlos!… Ya sé que lleváis una niña presa, bravos soldados de la república… Allá va ese otro por doña Margarita… ¿Te ha sabido mal la peladilla, muchacho?… ¡Oh, me alegro que ya estéis aquí! ¡Viva Carlos… !

No pudo acabar. Un soldado, que había llegado a la cima, le puso el cañón del fusil en la frente, y le deshizo la cabeza, diciendo:

—¡Muere, cochino!

Lo mató sin hacer caso de las voces de sus compañeros, que gritaban:

—¡Déjamelo a mí; déjamelo a mí!

Al llegar con las mejillas pálidas y los ojos inyectados, todos dispararon sobre el cuerpo inanimado del terrible cabecilla, que pronto quedó espantosamente destrozado. Una vez concluido aquel acto de barbarie, engendrado por la cólera, los soldados quedaron silenciosos. Calmada la irritación, se hicieron cargo de que habían luchado contra un hombre solo y no quedaron satisfechos de sí mismos. A su despecho se sentían poseídos de admiración.

—¡Tenía agallas el viejo!—dijo uno, limpiándose unas gotas de sangre que le habían saltado a la cara.

—¡Bien reñido estaba con la vida!—manifestó otro.

—La verdad es, muchachos, que uno por uno este viejo se hubiera tragado a la media compañía con trapos y todo—concluyó por apuntar un tercero, sin que nadie protestase.

En la tropa habían resultado cinco heridos. Colocáronlos como pudieron en andas improvisadas y emprendieron nuevamente la marcha. Lo mismo los soldados que los presos caminaban silenciosos y tristes, profundamente impresionados por el trágico suceso que acababa de ocurrir. El cielo seguía tan plácido y sereno como antes, y en medio de él la luna, que acababa de alumbrar con su luz tibia y poética aquella lucha desigual, seguía esparciéndola sobre la comitiva, que ascendía lentamente por la carretera y sobre el lívido y destrozado cadáver que dejaban atrás, encima de la roca. Las luchas, las alegrías, los dolores de estos pobres diablos que nos movemos por la tierra, ¡qué valor tienen, qué significan ante la paz augusta de los cielos! Para ellos lo mismo pesa la caída de un imperio que la de una hoja, lo mismo suena el suspiro de una niña enamorada que el estertor de un moribundo. «La naturaleza es sorda—dijo el gran Leopardi—y no sabe compadecer.»

Pero María caminaba con los ojos clavados en el firmamento, mirándolo de un modo muy diverso. Allí donde el poeta no encontraba sino una voluntad ciega incapaz para el bien, la piadosa niña veía un Dios providente y misericordioso, tan misericordioso como terrible, que acogía en su seno a los buenos y mandaba a los malos a penar eternamente; un Dios que, como nosotros, se ablandaba con las súplicas y las lágrimas. Sintiose conmovida pensando en la suerte que correría ante la justicia divina el alma del que acababa de expirar, y por un movimiento vivo y espontáneo de su corazón, dijo con alta y sonora voz:

—Por el alma del difunto don César Pardo: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.»

Los presos contestaron rezando con fervor. Algunos soldados hicieron lo mismo. Después siguieron caminando en silencio, sin que se escuchase más que el ruido de su fatigosa respiración, y tal vez que otra las quejas de los heridos, no muy bien acomodados en sus parihuelas. Salvaron, al fin, el punto más alto de los montes divisorios y comenzaron a bajar hacia el extenso valle de… Rayaba ya el alba en los confines del Oriente. El oscuro azul del cielo por aquel lado se desvanecía en una claridad pálida y triste que borraba también el centelleo de las estrellas. Los viajeros sintieron un vientecillo fresco y desagradable. Muy pronto se extendió una gran franja dorada sobre las colinas de Levante, y la comitiva pudo contemplar a su placer el dilatado valle que tenía a los pies. Algunos jirones de niebla se alzaban lentamente del fondo de los arroyos que lo surcaban, y allá, al Occidente, una gran cortina de montañas negras, en cuyas cimas aun blanqueaba la nieve, cerrábalo bruscamente arrojando sobre él un manto de sombra. A pesar de esta sombra, los ojos de los viajeros, conocedores del terreno, distinguieron en la misma falda de la negra cortina la aguja de la torre de la catedral. Los presos y sus custodios llegaron al llano y atravesaron el valle de un cabo a otro, empleando en ello mucho tiempo, a causa principalmente del cuidado que exigían los heridos. Por último, tocaron a las ocho de la mañana en las primeras casas de los arrabales de…

Los habitantes de la capital habían tenido noticia del repentino golpe que su gobernador militar había dado a los carlistas de Nieva, y una gran muchedumbre, reunida en las calles, esperaba impacientemente para ver desfilar a los presos. Estaba compuesta en su casi totalidad por lo que durante el período revolucionario se llamó pueblo soberano, esto es, por todos los pilluelos y ganapanes de la ciudad, a los cuales se agregaban algunas personas dignas, aunque ociosas, y casi todas las comadres de los arrabales.

Al ver de lejos la comitiva, la multitud se agitó tempestuosamente, y hubo un sordo clamor general:

—¡Ya están ahí, ya están ahí! Dicen que tenían preparado para esta noche el asesinato de todos los liberales de Nieva. ¡Ah, tunos! ¡Gracias que han caído antes en la ratonera!

—Hay que desengañarse—manifestó un gordo y colorado caballero de aspecto bonachón—, todos los carlistas son unos pillos o unos tontos. Yo no emplearía con ellos otros medios que el exterminio… , ¡el hierro y el fuego!

—Vamos a cantarles el trágala cuando pasen—dijo un chico desarrapado a otros dos elegantes que le acompañaban.

La gente avanzó cuando ya los tuvieron cerca, poniéndose los que pudieron en pie sobre el pretil de la carretera. Al ver los heridos y al tener noticia por las breves palabras de algún soldado del incidente de don César, los curiosos ciudadanos se creyeron en el caso de indignarse, y contentándose al principio con manifestarse unos a otros sus pensamientos hostiles, concluyeron por vomitar furiosas injurias contra los presos, apostrofándoles en voz alta, como si todos hubieran recibido de ellos algún agravio. De esta suerte continuaron escoltándoles por las calles de la población, creciendo siempre su furor e indignación, hasta querer pasar a vías de hecho. Los presos caminaban con la cabeza baja y el rostro encendido.

—¡Ah, hipócritas, comesantos!—les decía uno—. ¡Cuándo será el día en que os vea ahorcados!

—¡Míralos cómo bajan la cabeza esos malditos! ¡Si nos tuvieran entre sus uñas ya estarían más contentos los muy arrastrados!

—¡Gritad ahora viva Carlos Séptimo, tunantes!

Pero con quien más se ensañó el furor popular fue con María. Ni su juventud, ni su belleza, ni su debilidad fueron parte a librarla de feroces y asquerosos insultos.

—¿Quién es la mujer que viene entre ellos? Dicen que es una santa.—¡Sí, una santa que anda suelta!—¡Oye, muchacha, si buscas novio, aquí tienes uno!—¡Qué falta de algunas docenas de azotes!—¡Mira qué ojillos hipócritas pone la pendanga!

Comprenderáse fácilmente en qué estado de aturdimiento, furor, angustia y exaltación pondrían al noble don Mariano Elorza estas groseras frases que se veía obligado a escuchar. En su impotente rabia mordíase las manos y se tapaba los oídos, temiendo que la sangre le cegase y llegase a cometer algún delito que comprometiera la vida de su hija.

Como ya dijimos, la muchedumbre, no contenta con prodigarles injurias, trató asimismo de arrojarse sobre ellos brutalmente. Un chicuelo dio la señal lanzándoles un pedazo de naranja. Otros muchos siguieron su ejemplo, y cayó sobre los desgraciados una granizada de proyectiles más sucios en verdad que mortíferos. Sin embargo, un tallo de berza lanzado con fuerza vino a dar en el rostro de María y la hizo sangrar por los labios.

¡Oh!, entonces el furor del infeliz don Mariano estalló terrible y alborotado como el del mar en momentos de borrasca, como el de un volcán en erupción. Su atlética figura cayó sobre el grupo de curiosos que tenía más cerca y lo deshizo del primer empuje, volcando a los hombres por el suelo cual si fuesen de paja. Los que quedaron en pie huyeron, sin esperar la segunda arremetida. El señor de Elorza quiso internarse por la muchedumbre, pero encontrando resistencia por lo apretada que estaba, echó las manos al cuello al primer ganapán con quien tropezó, y lo hubiera asfixiado seguramente a no haber intervenido los soldados, que sujetaron por detrás al irritado padre. Su ira entonces se deshizo en palabras desbordadas y frenéticas que impusieron silencio a los rumores de la plebe.

—¡Canalla!, ¡vil canalla!, ¡cobardes, miserables!… Si no me sujetasen, os iría arrancando la lengua uno a uno… Habéis herido a mi hija… ¿No sabíais que era mi hija, pillos? ¡Aquí demostraréis vuestro valor! ¿Por qué no vais a Navarra a combatir con los hombres armados, y atacáis ahora a los indefensos?… ¡Porque sois unos cobardes… , una chusma indecente, que se debe esparcir a latigazos!… Si hubiese entre vosotros alguna persona digna de medirse conmigo, que salga para que le escupa en la cara… ¡Déjenme ustedes, déjenme ustedes, por Dios, matar a alguno de estos granujas que han herido a mi hija! ¡Déjenme ustedes, señores; por Dios, me dejen ustedes!…

Don Mariano forcejeaba por desasirse de los brazos de los soldados. Los curiosos, que habían retrocedido ante su empuje, viéndole sujeto y repuestos del susto, volvieron hechos basiliscos, arrojando espumarajos por la boca.

—¡Este vejestorio está insultando al pueblo!—¡Es un carcunda rabioso!—¡Vaya una vergüenza que así se insulte al pueblo!—¿Por qué no matáis a ese bribón?—¡Matarlo, sí; matarlo!—¡Matarlo! ¡Matarlo!…

Y la muchedumbre se fue acercando, aunque lentamente, a la tropa como un océano de olas hinchadas y amenazadoras, y hubiera dado buena cuenta de don Mariano y los presos a no haber impedido el teniente tal acto de barbarie, gritando con voz entera:

—Compañía… , preparen… , ¡ar… !

Entonces las olas hinchadas se deshincharon como por ensalmo. La voz del teniente fue el… Sed motos prestat componere fluctus de Neptuno. El pueblo soberano volvió grupas, y diciendo para sus adentros, ¡sálvese el que pueda!, se dio a correr en todas direcciones, cayendo aquí y levantándose más allá. Y es fama que su majestad corrió tanto y tan bien que en menos de tres minutos desaparecieron de la puntería de los soldados.

Gracias a ello los presos continuaron tranquilos hasta la cárcel, donde preventivamente los alojaron en una gran sala bastante sucia, con pavimento de madera agujereado de los ratones por no pocos sitios. A María se le concedió un cuarto independiente, de relativo aseo y comodidad.

La hora designada para comparecer ante el Consejo de guerra fueron las doce, y cuando sonaron se les trasladó perfectamente custodiados a un salón bien decorado del cuartel, donde aquél se hallaba reunido. Los oficiales que lo componían estaban sentados detrás de una larga mesa, vestida de damasco encarnado, debajo de un dosel de terciopelo que, en otro tiempo, cuando no estábamos en república, había servido para dar realce y prestigio al retrato del monarca. Se hallaban presididos por el gobernador militar, quien se había empeñado en llevar de un modo rápido y violento el asunto. Quería escarmentar duramente a todos los conspiradores, o lo que es igual, no dejar títere con cabeza, según sus propias palabras. Era un hombre rechoncho, con grandes mofletes y exiguo bigote; gran traza de lo que ya hemos dicho y con nosotros el comandante Ramírez y el teniente de la escolta. Los demás oficiales no ofrecían absolutamente nada de particular en sus rostros: facciones abultadas, ojos negros, bigotes retorcidos, perillas puntiagudas, fisonomías vulgares en un todo, aunque varoniles. Se comprendía a primera vista que les venía muy ancha la toga. Cuando los presos llegaron, las puertas y los alrededores del cuartel estaban invadidos por numeroso público, no tan grosero y soez como el de la mañana. Lo componían personas de más categoría, estudiantes en su mayor parte, hidalgos y empleados. Este público guardó prudente y compasivo silencio al verlos entrar.

Fueron introducidos uno por uno en la vasta sala del Consejo. El capitán que hacía de fiscal les fue tomando declaración con los documentos justificativos de la delincuencia a la vista. Los individuos de la junta carlista de Nieva fueron deponiendo como mejor les convenía, negando la mayor parte de los hechos, afirmando sagazmente otros y haciendo, en fin, todo lo posible para salir absueltos. El mofletudo general se enfureció no pocas veces durante el curso de las declaraciones, cortando la palabra al fiscal para apostrofar duramente a los conspiradores y amenazarlos con fusilarlos interinamente si no declaraban todos los pormenores y ramificaciones de la conjuración; pero no consiguió gran cosa con sus bravatas. Cuando tocó el turno a María sonrió sarcásticamente, y dijo con burda ironía:

—Tenga usted la amabilidad de acercarse, señorita, y de contestar a las preguntas que este caballero capitán va a dirigirle.

—¿Cómo se llama usted?—dijo el fiscal.

—María de Elorza y Valcárcel.

De, dee, dee—murmuró el general—. ¡Siempre los mismos humos aristocráticos!

—Se le acusa a usted de servir de intermediaria en la correspondencia entre el marqués de Revollar, ministro y consejero del Pretendiente, y el cabecilla don César Pardo, desterrado hace poco tiempo, por virtud de sentencia firme del Consejo de guerra, reunido en catorce de marzo. Además, se le acusa a usted de haber asistido y tomado parte en varias reuniones que los conspiradores de Nieva han celebrado con asistencia del mismo fugado cabecilla y de otros varios reos políticos. En estas reuniones usted ha usado de la palabra alentando a la rebelión y suministrando ideas para que lograse éxito feliz. Se dice que usted ha bordado el estandarte para los facciosos y que ha ocultado boinas y polainas en su casa y también que ha facilitado dinero a los conjurados…

El fiscal dejó de hablar. Hubo unos instantes de silencio. El general dijo con impaciencia:

—¡Vamos… , conteste usted! ¿Son ciertos los hechos de que se la acusa?

María, con la mirada serena, clavada en el rostro ceñudo del presidente, y con tono firme y reposado, respondió:

—Todo cuanto acaba de manifestar el señor fiscal es la pura verdad, y de ello me felicito ardientemente. Es verdad que he servido de intermediaria en la correspondencia entre mi noble tío el marqués de Revollar y el bravo don César Pardo (que Dios tenga en gloria). Es cierto que he asistido a reuniones donde se conspiraba contra el impío gobierno que hoy existe y que he procurado con mi torpe palabra alentar a los conjurados al combate, y es cierto igualmente que he bordado el estandarte y otras prendas para los defensores de la fe. También es verdad que les he facilitado el dinero que pude, pero no es exacto que haya ocultado solamente en casa de mi padre boinas y polainas; he ocultado también armas, fusiles con sus bayonetas y municiones.

Los oficiales del Consejo quedaron estupefactos. El mismo general, a pesar de su temperamento colérico, permaneció algunos instantes suspenso ante la audacia de aquella niña. Mas si la conociesen, como nosotros la conocemos, es bien seguro que no hallarían motivo para asombrarse tanto. La primogénita de la casa de Elorza había entrado en la conspiración carlista completamente persuadida de que realizaba una obra grata a los ojos de Dios y con el propósito firme de no retroceder ante ningún peligro. Su fe ardiente y todopoderosa buscaba los medios de servirle, y además el prurito de imitación de que ya hemos hecho mérito la impulsaba a remedar la conducta de aquellas santas vírgenes que desafiaron el poder de los más crueles tiranos y dieron ejemplo glorioso de constancia en tiempos de persecución. Sabía de memoria las vidas de Santa Leocadia, Santa Bárbara, Santa Julia, Santa Eulalia y otras ilustres mártires de la fe cristiana, y su firmeza era para ella un ejemplo y un incentivo más en el camino de santidad que había emprendido. Innumerables veces se había representado escenas de martirio de las cuales era protagonista y en las que siempre salía vencedora: bien así como muchos hombres aficionados a las peleas se imaginan luchar con una docena de campeones y hacerlos correr ignominiosamente, y otros enamorados de la oratoria se representan dirigiendo su voz a las muchedumbres, conmoviéndolas y arrastrándolas a su talante. ¡Con cuánta admiración había leído la fuga de la santa doncella de Mérida desde la casa de campo de sus padres hasta la ciudad, donde se presentó voluntariamente ante el gobernador Calfurniano a confesar su fe y a pedir el martirio! En el viaje que acababa de hacer desde Nieva había recordado muchas veces los detalles de aquella memorable fuga, queriendo hallar en él cierta analogía con el de la santa. Ahora que se veía en presencia de jueces severos y enojados, notaba aún más determinada la semejanza, lo cual alentábala no poco a persistir en su propósito de mantenerse firme ante el peligro.

El general, que no tenía noticias muy exactas de lo que había sucedido a Santa Eulalia con Calfurniano, creyó buenamente que aquella mocosa quería burlarse y exclamó dando un tremendo puñetazo sobre la mesa:

—Oiga usted, señorita, ¿sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que soy el gobernador militar de la provincia y que nunca he tenido afición muy decidida a las bromas? ¿Sabe usted a lo que se expone al querer burlarse del respetabilísimo consejo de guerra que en este momento presido? ¿Sabe usted que me están dando intenciones de mandarla a usted a la cárcel y encerrarla en un calabozo y tenerla allí a pan y agua hasta que se pudra?… ¿Lo sabe usted, eh?… , ¿lo sabe usted?… ¿Eh?… , ¿eh?…

—Sé perfectamente—repuso María en tono firme, aunque modesto—que estoy en presencia de un consejo de guerra; pero aunque me hallase frente a un batallón de soldados que me apuntasen con sus fusiles, diría lo mismo, sin quitar ni añadir una letra. No acostumbro a faltar a la verdad, y tratándose de actos que pueden prestar algún servicio a la causa de Dios sería indigna de llamarme cristiana si renegase de ellos en presencia de nadie.

—¿Y qué es lo que usted llama causa de Dios, bella señorita?—preguntó el general con aparente calma, mientras por sus ojos pasaban relámpagos de ira.

—Llamo causa de Dios a la que en estos momentos representa el rey legítimo y católico en torno del cual se agrupan todos los que se escandalizan de ver perseguida la religión y vejados sus ministros, los que lloran al leer las infames blasfemias proferidas en el Congreso y repetidas diariamente por los periódicos, los que no quieren ver entronizada la impiedad en España, la tierra católica por excelencia, favorecida siempre por Dios con una sola fe y un solo culto.

El general se puso más rojo que una guindilla; temblaron sus labios, agitados por la cólera; iba a proferir alguna gran atrocidad, pero al fin, dominándose, dijo enderezando sus palabras hacia el fiscal:

—Continúe usted el interrogatorio, señor capitán.

Primera vez en su vida que al general le quedó una barbaridad entre pecho y espalda. El fiscal, en quien tal vez por ser el más joven, la fuerza de atracción de los sexos no había perdido aún su influjo, prosiguió, dulcificando cada vez más la voz y la sonrisa que contraía su rostro:

—Bien; puesto que usted ha tenido la franqueza de confesar que ha intervenido en la conspiración, esperamos que siga siendo tan franca y nos declare todas las circunstancias de ella y los nombres de las personas que han tomado parte.

—¡Oh!, no… , eso no puede ser. Yo declaro y confieso mis actos, pero no puedo confesar los de los demás. Aunque ellos me otorgasen permiso, bien pueden ustedes estar seguros de que no lo haría, pues me parece pecado dar a los impíos armas para matar a los buenos cristianos…

—¡Esto ya no se puede sufrir!—vociferó el general montando en cólera—.Vamos a ver, señorita: ¿usted cree que yo no dispongo de medios para hacer que usted cante de plano? Diga usted prontito lo que sabe, pues de otro modo vamos a estar mal… , ¡vamos a estar maaaaal!…

—Señor presidente, me hallo resuelta a no decir una sola palabra que pueda comprometer a mis amigos los piadosos y leales defensores de la fe de Jesucristo. Haga usted de mí lo que quiera, en la inteligencia de que aceptaré con gusto cualquier ocasión de padecer algo por el que tanto padeció por nosotros.

—¡Rayo de Dios!—gritó el general, dando otro terrible puñetazo sobre la mesa—. ¡Esta chiquilla ha concluido con mi paciencia!… A ver, ordenanza, que conduzcan inmediatamente esta joven a la cárcel y la pongan incomunicada hasta nueva orden…

Los oficiales del consejo, comprendiendo que aquello era dar una campanada sin resultado alguno, se lo hicieron presente al gobernador en voz baja, y éste un poco calmado también lo comprendió.

—Tienen ustedes razón—dijo en voz alta—. Todas las noticias que esta chica puede dar las conocemos nosotros, y algunas más. No quiero que esos papeluchos carlistas digan que nos hemos ensañado con una mujer… Oiga usted, ordenanza, vea usted si anda por ahí el padre de esta joven y hágale usted entrar.

A los pocos instantes entró don Mariano.

—Me veo en el caso de decirle a usted, señor de Elorza—manifestó el general encarándose con él—, que tiene usted una niña muy mal educada, y que gracias a que no figura usted como carlista y a nuestra benevolencia, no adoptamos con ella las medidas de rigor que merece por su atrevimiento. Puede usted llevársela cuando quiera a casa, respondiéndonos antes de que no volverá a meterse directa ni indirectamente en conspiraciones o en cosa que lo valga… , ¿estamos?… Cuide usted más de ella si no quiere exponerse a disgustos mayores y no la deje andar tan suelta como hasta ahora.

Faltó poco para que don Mariano lo echase todo a rodar, lanzando algún insulto a la cara de aquel soldadote; pero las amarguras que desde la noche anterior venía padeciendo le tenían muy abatido. Por otra parte, temió comprometer gravemente la situación de su hija, y viéndola libre no quiso perderla de nuevo. Reservándose, pues, in pectore, para tiempos mejores el derecho de exigir al gobernador cumplida satisfacción de sus groseras palabras, dio la caución que se le pedía y salió inmediatamente de la sala y del cuartel con María, yendo a alojarse a casa de unos parientes. Por la tarde se trasladaron a Nieva, llegando a su casa cuando ya cerraba la noche.

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