Cuando se detuvo el carruaje, don Mariano conoció en el rostro del criado que salió a abrir la portezuela que nada halagüeño había acaecido en su ausencia.
—¿La señora… ?—preguntó con sobresalto.
—La señora se encuentra en cama.
—¡Oh, debía suponerlo!… ¡Cómo había de tener fuerzas la pobre para resistir este golpe!
Las caras de los otros servidores que halló al paso estaban de la misma suerte, graves y taciturnas, lo cual aumentó extraordinariamente su agitación. María le seguía. Cuando llegaron a la habitación de doña Gertrudis observaron que dentro había algunas personas, las cuales, al verlos, vinieron hacia ellos en ademán de detenerlos.
—Pero qué, ¿tan mala está?—exclamó el infeliz don Mariano con voz ronca y ya temblorosa.
—No está muy mal—dijo una señora oficiosa—, pero no conviene que ustedes entren así de golpe, porque una emoción fuerte le puede hacer daño. Ha tenido algunos ataques desde ayer noche y se encuentra bastante débil. Déjenme ustedes que la prepare.
La señora fue, en efecto, a decir a doña Gertrudis que su hija estaba libre y que no tardaría en llegar a Nieva.
—¡Mi hija está ahí!—gritó la enferma con maravilloso instinto de madre y de mujer histérica—. ¡Sí, está ahí!… , ¡la siento!… , ¡la estoy viendo!… ; ¡ven, ven, hija mía!…
Y al mismo tiempo hizo un esfuerzo supremo para incorporarse. María entró en la alcoba, y poniéndose de rodillas al lado de la cama, besó respetuosamente las manos que su madre le tendía.
—Perdóname, mamá; perdóname el disgusto que te he dado… Te has puesto enferma por mi causa, pero el Señor querrá sanarte pronto…
—No, hija mía; no tengo de qué perdonarte; has hecho lo que Dios te ha ordenado. Me he puesto mala… , es verdad… , pero es porque no tengo tanta virtud como tú para sufrir los dolores que Dios nos envía… Tú eres una santa… Ya me pondré buena… , no pienses en mí… Lo que ahora me asusta es no haberme muerto viéndote marchar de aquel modo… ., entre soldados… ¡Pobre hija mía!… , ven, dame un beso.
Cuando María entró en la alcoba estaban en ella Marta y Ricardo; la niña sentada cerca de la cabecera y Ricardo a los pies de la cama. El joven marqués, al saber en la Fábrica la prisión de María, había solicitado del coronel que se le relevase en la guardia aquella noche, y otorgada su petición, corrió a casa de Elorza cuando ya don Mariano y su hija estaban fuera del pueblo. Doña Gertrudis se hallaba padeciendo un ataque fortísimo, del cual se temió que no saliese. Volvió en sí, pero fue para caer en seguida en otro. ¡Qué noche tan angustiosa! Don Máximo y la señora de Ciudad se quedaron con la pobrecita Marta para velar a la enferma. Ricardo tampoco quiso dejar la casa. La niña, haciéndose cargo de que de su actitud dependían tal vez la salud y la vida de su madre, se mantuvo firme, no cesando de moverse en torno del lecho, entrando y saliendo en la alcoba centenares de veces. Apenas don Máximo emitía una orden, ya se estaba cumplimentando con admirable exactitud. Se agotaron multitud de remedios que exigían mucho esmero y cierta costumbre: sinapismos, sanguijuelas, fricciones en las sienes con varios líquidos, etcétera. Marta no consintió que ninguna criada pusiera la mano en su madre: todo lo hizo ella sin precipitación, sin ruido, como si en toda su vida no hubiese hecho otra cosa. En algunos momentos de respiro se sentaba al lado del lecho y contemplaba fijamente con ojos ansiosos el rostro de la enferma. La alcoba estaba débilmente esclarecida por un quinqué que ardía a media mecha en la sala. Un fuerte olor de drogas y medicinas partía de los frascos acumulados en la mesilla de noche; pero Marta no se mareaba con ningún olor, ¡tenía la cabeza firme!, y su salud, jamás alterada, era la envidia de todos los de casa. Ricardo también se sentaba a veces a los pies de la enferma. La niña apenas veía más que su silueta dibujada sobre el hueco claro de la puerta; pero esta silueta le causaba gran consuelo. Ya no estaba sola; Ricardo no era un extraño. Alguna vez, cuando la enferma pedía algo, los dos se levantaban presurosos a dárselo; mas al coger un frasco, si sus manos se tocaban, Marta retiraba la suya velozmente, como si hubiese tropezado con una víbora, y dejaba hacer a su amigo. Ambos guardaban silencio. Marta, olvidada de sí misma, no pensaba más que en su madre. Ricardo, más egoísta, pensaba en María. Toda el alma de la niña estaba pendiente del ser querido que respiraba agitadamente a su lado, y sin equivocarse un punto, con la exactitud de un cronómetro, contaba los latidos de su corazón y observaba los movimientos de su pecho. Don Máximo y la señora de Ciudad cuchicheaban en la sala como si se estuviesen confesando. La señora le explicaba al anciano médico el carácter y temperamento de cada una de sus hijas; la conversación era larga. En el espacio de nueve horas le dieron cuatro ataques intensos a la enferma, que la dejaron a tal punto postrada, que el médico temió seriamente un mal resultado. No obstante, después del cuarto, quedó relativamente bien, y pasó el día bastante tranquila. El peligro, a pesar de esto, aun continuaba.
Pasados los primeros momentos de efusión, María llamó a su hermana aparte, a un rincón de la sala.
—Oye, ¿mamá se ha confesado?
—No.
—¿Y por qué no has mandado llamar a un sacerdote?… ¿No veías que estaba en peligro?
La verdad era que Marta apenas se había acordado de tal cosa. Además, tenía mucho miedo de asustar a su madre, y que esto le hiciese daño. En el fondo también a ella le causaba gran terror aquella escena imponente y procuraba alejarla de su pensamiento. María la reprendió duramente su negligencia, haciéndole ver la terrible responsabilidad en que incurría si su madre hubiese muerto. Marta comprendió que tenía razón y bajó la cabeza. Enviose a llamar acto continuo al confesor de doña Gertrudis, y María se encargó de prepararla. ¡Caso raro! Doña Gertrudis, que durante su vida había pedido infinitas veces que le trajesen un confesor, sintiose sobrecogida, llena de espanto, cuando su hija le manifestó que debía disponerse. Quizá consistiera en que cuando ella lo pedía abrigaba el convencimiento de que no había peligro de muerte, mientras que ahora comprendía que las cosas se habían puesto verdaderamente graves. De todos modos, las palabras de su hija le causaron profunda impresión, y resistiose cuanto pudo a recibir al cura, pretextando que se sentía mejor; que cuando hubiese peligro ya lo llamaría ella misma… María se opuso a esta dilación y se vio en la dura necesidad de manifestar claramente a la enferma la gravedad de su estado. Doña Gertrudis se sometió, reflejando en el rostro gran abatimiento.
Cuando llegó el sacerdote dejáronla sola con él, y salieron todos de la sala. Marta se fue a llorar a su cuarto para no entristecer a su padre. Este hizo lo mismo para no asustar a sus hijas. María aguardaba a la puerta la señal de haberse terminado el piadoso acto. Al fin, el cura abrió la sala, y con la máscara de tristeza que necesitan ponerse todos los que presencian diariamente escenas de muerte, bajo la cual se oculta una indiferencia que es lógica consecuencia de tal costumbre, dijo a los que aguardaban:
—Pasen ustedes; ya hemos concluido.
—¿Qué tal?—preguntaron.
—Bien… , bien… , bien… La pobrecita se encuentra tranquila… Yo creo que el recibir a su Divina Majestad le vendrá bien, lo mismo para el alma que para el cuerpo.
—Es verdad… , tiene usted razón, señor cura—dijeron algunas señoras.
—He visto en mi familia un caso muy notable de lo que puede la fe—manifestó una de ellas—. Mi tío Pepe se encontraba enfermo del pecho; tísico confirmado. Le habían visto una infinidad de médicos y había tomado más medicamentos que puede llevar un carro. Pues bien, a él se le antojó que mientras no se dispusiese a bien morir no sanaría. Hizo llamar al cura, se confesó, recibió el Viático y hasta se empeñó en que le pusieran la Extremaunción… Pues desde entonces, yo no sé lo que fue, pero es lo cierto que quedó más tranquilo y empezó a mejorar… , a mejorar… , a mejorar… , en fin, hasta ponerse como ustedes le ven ahora.
Las demás mujeres confirmaron esta opinión. Cada cual contó su caso en apoyo de ella y el cura resumió todos los turnos manifestando que nada tenían de particular aquellos milagrosos efectos, dada la presencia en el cuerpo del enfermo del Señor de cielos y tierra, en cuyas manos está la salud de todos los mortales.
A las diez de la noche trajeron el Viático a doña Gertrudis con todo el aparato que merecía tan solemne acto. La casa de Elorza se pobló de caras extrañas. Una muchedumbre, compuesta en su mayoría de gente artesana, invadió la escalera, los pasillos y hasta la habitación de la enferma, con hachas de cera en las manos. El cura, con el monaguillo delante y la sagrada bolsa colgada sobre el pecho, atravesó por el medio y se introdujo en la alcoba. Don Mariano había huido a esconderse. María, con un libro devoto en la mano, leía a su madre las oraciones que suelen decirse antes de la comunión. Marta estaba arrimada a la pared, lívida, desencajada, mirando la augusta ceremonia cual si tuviese delante alguna terrible visión. Una de las mujeres que penetraron en el cuarto le alargó un hacha encendida y ella la tomó sin saber lo que hacía. Cuando el sacerdote mostró la Sagrada Partícula hubo necesidad de advertirle que se arrodillase. La escena era triste e imponente para cualquiera, cuanto más para una hija. Las luces de cera chisporroteaban lúgubremente en el silencio de la alcoba y arrojaban trémulos y amarillos reflejos a las paredes. La voz del cura al levantar la Hostia era aún más lúgubre que el chisporroteo de las hachas. La enferma, desmejorada por la enfermedad, se había puesto terriblemente pálida por la emoción: se incorporó lo que pudo y sostenida por María, con las manos cruzadas sobre el pecho, abrió la boca para recibir el Cuerpo de Jesucristo. Después los circunstantes se fueron retirando lentamente y en la escalera se oyó el repique vibrante de la campanilla del sacristán anunciando que el Señor se alejaba de la casa. Quedaron solamente los íntimos. Un grupo de señoras invadió el cuarto de la enferma para felicitarla y enterarse de su estado. Doña Gertrudis dijo que se hallaba más tranquila, y apretando la mano a su hija María le dio las gracias por haberle procurado la dicha de comulgar. Era de esperar la mejoría. Todas las señoras la encontraban muy natural y aseguraron a la enferma que no tardaría en ponerse buena.
—Dios todo lo puede, doña Gertrudis. Cuando se tienen arregladas las cuentas con el Señor, no hay miedo que suceda nada malo. Nada; eso no es nada, señora. Ya verá usted cómo se cura en seguida.
—Yo tengo ofrecida una misa al Santo Cristo de Tunes para el día en que la señora se levante—dijo Genoveva, la doncella de María.
—Mujer, ¿por qué no la has ofrecido al Eccehomo de la Merced?—preguntó con sorpresa una vieja planchadora de la casa, que siempre había encendido la lámpara del dicho Eccehomo y cuidaba del aseo de su capilla, llegando a considerarla como propia.
—¡Ay, mujer!, porque el Santo Cristo de Tunes es más milagroso.
—¡Serán cuernos para él!—exclamó vivamente y con ojos iracundos la planchadora.
Prodújose un furioso altercado entre ambas, hasta que María, escandalizada, les hizo callar, advirtiéndoles que el de Tunes y el de la Merced eran un mismo Señor, aunque cada cristiano era libre para tener más fe en la imagen que quisiera.
Por último, se fueron retirando las señoras, quedando solamente dos, la viuda de Delgado y una de sus hermanas, a pasar la noche con las niñas. Don Máximo se fue a descansar un rato, prometiendo venir pronto. El confesor no quiso dejar la casa porque no encontraba nada bien a su penitente, y se tumbó en un sofá. Ricardo también continuaba allí.
A las dos acaeció lo que don Máximo temía. Repitiose el ataque, y por desgracia con tal violencia que faltó poco para que la infeliz señora se quedase en él. Marta, con el peligro, recobró la actividad que había perdido ante la lúgubre ceremonia de la comunión; preparó todos los medicamentos, dio fricciones con un cepillo a la enferma en los pies, la sostuvo incorporada largo rato para que no se sofocase y ejecutó cuanto don Máximo había prescrito en los casos anteriores. Todos los que tocaban a doña Gertrudis le hacían daño; sólo las suaves manos de Martita tenían el privilegio de moverla a un lado y a otro y colocarla en las posturas más cómodas sin causarle dolor. Por fin se consiguió que la enferma volviese en sí y hablase; pero don Máximo al llegar, llamado apresuradamente por los criados, halló el pulso tan débil que no pudo reprimir un leve gesto de susto. Marta sorprendió aquel gesto, y llamándole a solas al pasillo se abrazó a él sollozando:
—¡Don Máximo de mi vida, por Dios, cure usted a mi madre!… ¡Sí; mi madre se muere… , sí… , se muere!… Yo le he visto a usted hacer un gesto…
—No llores, chiquita—dijo el anciano médico apretándole la cabeza contra su pecho—; no hay motivo aun para alarmarse… Yo haré lo que pueda y más de lo que pueda para salvarla.
—¡Sí, sí, don Máximo… , hágalo usted por cuanto más ame en este mundo!… , ¡por la memoria de su esposa, a quien usted quería tanto!
—Nada, déjate de llorar ahora; lo que importa es que vayas a darle la cucharada de quinina a tu mamá. Después le pondremos un reparo sobre el estómago.
El bueno de don Máximo procuró consolar a la niña, ocultándole el funesto presentimiento que abrigaba y se puso a dictar las medidas que su pobre ciencia cuanto rico deseo le sugerían. Pero no logró detener la marcha presurosa de la muerte, que a carrera desatada se venía hacia el lecho de la pobre señora. A las cuatro de la mañana observaron que hablaba con más dificultad; la pronunciación era arrastrada y un poco estropajosa. Casi todas sus palabras se dirigían a María, preguntándole y haciéndole repetir infinitas veces los sucesos de la noche anterior, prodigándole elogios desmesurados por su fortaleza y felicitándose de tener una hija tan buena.
—Hija mía… , pide a Dios por mi salud. Dios no puede… negarte nada.
María, comprendiendo que su madre se moría, repuso:
—Mamá, lo que más importa es la salud del alma… Si Dios quiere llevarte, que te sorprenda en su santa gracia…
—¿Pero… me muero… , hija mía?
—Dios solamente puede decirlo… ¿Quieres que entre el señor cura para reconciliarte?
—Sí… , que entre… , hija mía… , que entre…
El cura entró y estuvo unos instantes a solas con la enferma. Las personas que había en la sala guardaban triste silencio. Don Mariano, reclinado en un sofá, con la mejilla apoyada en una mano, cerraba los ojos, dando señales de profundo abatimiento. Después que el cura hubo terminado, volvieron a entrar Marta, María, Ricardo y don Máximo. El estado de doña Gertrudis iba siendo cada vez más grave. Empezó a manifestarse en ella una inquietud de mal agüero: movía la cabeza de un lado y de otro como si no hallase sitio donde colocarla, como si buscase ya la almohada donde había de reposar eternamente. Las manos vacilantes tomaban y soltaban las ropas del lecho incesantemente, mientras sus ojos también rodaban sin parada por las órbitas, clavándolos de vez en cuando en el techo de la estancia. Parecía que no encontraba persona en quien fijarlos. Al poco rato, Martita advirtió que tenía las manos frías y lo manifestó en voz alta, de un modo sencillo, sin comprender la infeliz lo que aquello significaba. Don Máximo volvió la cabeza para ocultar la emoción. El sacerdote dejola caer sobre el pecho.
—Me encuentro… muy bien… ahora—dijo a María llevando la mano de ésta a los labios—. En cuanto sane… , iremos las dos… a Lourdes… , ¿no es… verdad?… Es muy… bonito… aquello… , muy bonito… , muy bonito… ¡Si supieras… lo que estoy… viendo ahora!… La Virgen… la Virgen que viene… rodeada de estrellas… Ponedme… el vestido de terciopelo… para recibirla… Vamos… , pronto, pronto… ¿No veis que ya entra… por la puerta?… ¡Ay qué pesados!… Buenos días, señora… Tengo una hija que se… parece mucho a vos… Tiene el pelo rubio y los ojos azules… , ¡muy hermosos!… , ¡muy hermosos!
Un leve ronquido empezó a salir de la garganta de la enferma, que exhalaba más que profería las anteriores palabras: era un ronquido seco y agudo que se fue señalando cada vez más. El confesor, al oírlo, hizo una seña a María y ésta tomó rápidamente un Cristo de plata que colgaba de la pared, y lo puso en las manos de su madre, diciéndole:
—Mamá, acuérdate de Dios… Acuérdate de lo que padeció este Divino Señor por nosotros…
—Yo… no me muero—dijo la enferma.
—Sí, mamá… sí… , te mueres—repuso la joven con el rostro encendido, llena de sobresalto y congoja, temiendo que no estuviese bien preparada—. Arrepiéntete de los pecados que hayas cometido… ¿No es verdad que te arrepientes y pides perdón de ellos al Señor?…
—Sí… , sí—murmuró la enferma.
—Diga usted conmigo el credo—manifestó el confesor tomando un tono más solemne—. Creo en Dios Padre… , todopoderoso… , creador de cielo… y de la tierra.
Doña Gertrudis repetía borrosamente las palabras del cura, y como si no se fijase en lo que hacía. Miraba al techo con singular insistencia, mientras las facciones de su rostro se descomponían precipitadamente. Un círculo azulado se iba dibujando en torno de los ojos, y la nariz se afilaba de modo extraño. Cuando el cura hubo terminado, volvió de nuevo a dirigir la palabra a María.
—La verdad… es… que no tengo sombrero… para hacer… el viaje a Lourdes… Los que tengo… son… muy antiguos… Hazme el favor… de escribir… a Luisa… y que me envíe… uno, de novedad… Tú también… necesitas un vestido… Encárgalo… , hija mía… , encárgalo.
—Mamá, deja las vanidades del mundo… Acuérdate de Dios… Mira que vas a comparecer muy pronto a su presencia…
—No… , no… , yo no me muero…
—¡Ay mamá, por la Virgen Santísima te pido que pienses en que vas a morir!… ¡Piensa en tu salvación!
—Ya pienso… , sí… , ya pienso—dijo la enferma maquinalmente.
El cura se puso a rezar por un libro la recomendación del alma en latín. Todos se arrodillaron. Entonces la moribunda preguntó levantando un poco la cabeza:
—¿Por qué os arrodilláis todos?
—Para encomendarte a Dios, mamá—repuso María.
Y levantándose y acercando el rostro al de su madre, siguió en voz baja:
—Di conmigo, mamá: Jesús…
La madre replicó torpemente:
—Jesús.
—Jesús mío.
—Jesús mío.
—Por vuestra sacratísima pasión.
—Por vuestra sacratísima… pasión.
—Por los innumerables dolores que habéis sufrido…
—Por los… innumerables… . dolores…
—Que habéis sufrido—repitió María.
—Que… habéis sufrido…
—Perdonadme mis pecados.
—Perdonadme… mis pecados.
—Y salvad mi alma.
—¡Quita, quita!—dijo la moribunda separando con mano vacilante a su hija—. No; yo no me muero… , estoy buena… Ven acá, Martita… ¿No es verdad… que no me muero… , hija mía?
—No, mamá—respondió la niña apretándole las manos—, no te apures, mamita, no… Te has de poner buena pronto y saldremos a dar nuestros paseos en carruaje como antes… Ahora el tiempo está bueno…
—Sí, hermosa, sí… , saldremos… Mira… , incorpórame… un poco… Estoy mal en esta postura.
Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se clavaron en ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró hasta lo más hondo del corazón de la pobre niña, y dando un grito espantoso, desgarrador, la dejó caer sobre la almohada. La cabeza de la señora de Elorza se desplomó como si estuviese descoyuntada, con la boca entreabierta y los labios rígidos. Y aun desde la almohada siguió dirigiendo a su hija, con sus grandes ojos vidriados, la misma fija y aterradora mirada.
—¡Madre de mi alma!—gritó la niña abrazándose inmediatamente a ella—. ¡No me mires así, por Dios!… ¡Mamita mía, no me mires así! ¡Ay, no me mires así!… ¡Ay por Dios, que me das miedo!… ¡Mamita, mamita!… ¡Ay, Dios mío! ¿Qué es esto?
Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, el rostro encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija del cadáver.
—¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!
—Sí la tengo… , sí… , ¡aquí está!… ¡Mamá… , mamita!… ¿No es verdad que estás aquí?… ¡Responde!, ¡habla!… ¡Dame un beso, por Dios, mamita!… ¡Déjame, papá!… Déjame… , ahora me lo va a dar… ¡Espera un poco, por Dios!… ¡Déjame, papá del alma!… ¡Déjame que me dé un beso!…
La niña se había abrazado con fuerza incomprensible al cadáver de su madre y lo cubría de vivos y sonoros besos. Don Mariano, exaltado de un modo terrible, casi loco, tiraba de ella brutalmente, como si de arrancarla de aquel sitio dependiese la salvación de todos. María, de rodillas en un rincón del cuarto, elevaba los ojos y las manos al cielo, pidiendo la gloria eterna para la difunta.
Al fin, consiguieron arrancar a Marta de allí, trasladándola a otra habitación. Sin saber lo que hacían, le causaron un gran daño. La infeliz no había desahogado bastante su dolor. Con la emoción se le habían cortado las lágrimas y no volvieron a aparecer. Pálida, completamente demudada, los ojos fijos en el vacío, ni escuchaba lo que le decían ni quería tomar nada de lo que le daban para calmarla. No hacía otra cosa que repetir sin cesar en voz baja y enronquecida:
—Mamá… , mamá… , mamá…
El cura se acercó a ella y le dijo:
—Hija mía, cálmate, cálmate. Esta es una prueba que Dios te envía para que demuestres tu resignación. Lejos de rebelarte contra su voluntad, debes darle las gracias porque se ha acordado de ti.
—¡No diga usted necedades, hombre de Dios!—exclamó la niña con voz colérica y arrojando sobre él una mirada de desprecio—. ¿Me ha de querer Dios por llevarme a mi madre?… ¡Pues tiene gracia el cariño!… ¡Tiene gracia el cariño!… ¡Tiene gracia el cariño!…
Y estuvo repitiendo la misma frase algún tiempo con acento irritado. Cuando se hubo calmado un poco, el sacerdote volvió a decirle:
—Hija mía, debieras tomar ejemplo de tu hermana, que sintiendo su desgracia tanto como tú, está dando pruebas de resignación y fortaleza cristianas. Ella no se rebela; acata los designios del Altísimo y contribuye con sus oraciones al mayor bien y gloria de la que acaba de expirar.
Marta comprendió que el sacerdote tenía razón. Se arrepintió de su cólera y bajó la cabeza murmurando:
—¡Oh, mi hermana es una santa!
—Tú también puedes serlo, hija mía. El camino de la perfección está abierto para todo el que quiera seguirlo…
La niña recibió los consuelos del sacerdote y los de las demás personas que la acompañaban, sin contestar ya una palabra. Continuaba del mismo modo pálida, descompuesta, los ojos fijos y sin mover un dedo siquiera. Aquella inmovilidad llegó a inspirar temor, y fueron a avisar a su padre. Al entrar don Mariano en la habitación, Martita sintió una sacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus brazos sollozando fuertemente. Estaba salvada.
Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano y Martita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos se pusieron a dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver y funeral. María seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidas de la aurora sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta en el cielo. Las hachas de cera, que ella misma había cuidado de colocar en torno del lecho mortuorio, ardían melancólicamente, rompiendo con su cruda luz amarilla la tibia claridad que envolvía la estancia. Nadie osaba distraerla de su devota meditación. Los que penetraban en la sala y la veían en aquella actitud murmuraban entre sí palabras de sorpresa y se retiraban silenciosamente, conmovidos y admirados.
Por fin, toda la gente de fuera se fue retirando, y la misma María se encerró en su cuarto a descansar, que harto lo necesitaba después de la amarga serie de peripecias y los grandes trabajos que había padecido en el espacio de algunas horas. A la del mediodía, reuniéronse en el comedor el padre y sus dos hijas, para dar comienzo a la triste comida, que todos los que hayan experimentado una desgracia de familia recordarán con horror; comida en que las lágrimas se mezclan a los manjares y los sollozos llenan los largos intervalos de silencio. En esta primera refacción apenas se habla. Ninguno se atreve a levantar los ojos para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigen miradas furtivas y dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir de este mundo para siempre ha dejado vacío. Los manjares se tragan maquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo va más veces a los ojos que la servilleta a los labios. El choque de la vajilla hiere cruelmente los oídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y sin aliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquella brutal necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener para un acto tan miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de sus melancólicos pensamientos.
Levantáronse de la mesa con el mismo silencio. María tornó a encerrarse en su cuarto. D. Mariano acompañado de Martita se fue también al suyo. Ambos se sentaron en un sofá y se mantuvieron estrechamente abrazados una gran parte de la tarde. Las caricias que mutuamente se prodigaban iban convirtiendo su dolor desesperado en un sentimiento tiernísimo que se deshacía en llanto. Alternativamente se consolaban. La niña aseguraba que desde el cielo su madre velaría por todos y prometía ser buena siempre y juiciosa y no dar ningún disgusto a su padre. Éste la apretaba contra su corazón y bendecía a su mujer por haberle dado unas hijas tan buenas y hermosas. Cuando llegó un criado a avisarles que había señoras de visita, sintieron malestar inconcebible, una impresión desagradable, como si les sacasen de aquel dolor melancólico y tierno para hundirlos otra vez en la desesperación.
Don Mariano adivinó el motivo de aquella visita. Se quería distraerlos para que no percibiese el ruido que habían de hacer los hombres al sacar el cadáver de casa. Y en efecto, un grupo de señoras y algunos caballeros procuraron con repetidas instancias llevarlos a las habitaciones interiores; pero fueron inútiles sus gestiones por lo que se refiere a don Mariano: antes rogó encarecidamente a sus amigos, y en tono que no daba lugar a réplica, que le dejasen solo, como así lo hicieron, llevándose consigo a Martita.
A solas con el dolor, el señor de Elorza sintió más vivo su desconsuelo y más profunda su desgracia. En la juventud apenas hay una que no sea reparable. Las pasiones, los sentimientos son más intensos, pero también más fugaces. Se vive de lo porvenir, y al través de las más negras y furiosas borrascas, nunca deja de lucir algún punto luminoso que nos promete consuelo. Mas en la edad en que se hallaba nuestro caballero no existe la esperanza, no existe lo porvenir. Cada desgracia que se experimenta es un nuevo dolor que viene a agregarse a los pasados, esperando los que llegarán más tarde. Los afectos mueren, como los cabellos caen, no encuentran substitución. Don Mariano, con los ojos cerrados y la cabeza tristemente doblada sobre el pecho, dejó volar el pensamiento por todos los sucesos de su ya larga existencia, y en todos ellos, prósperos o desdichados, veía la imagen de su esposa, de la inseparable compañera de su vida. La veía despertando en su corazón juvenil una pasión tierna y ardorosa a la vez; bella y pura como un querubín, con el rostro fino y ovalado y ojos azules que le miraban con amor.
Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajar por los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después, recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor. Él la cuidaba con esmero, procurando por cuantos medios estaban en su mano hacerle más llevaderos los dolores, y ella agradecía sus sacrificios viendo en él una Providencia que se los mitigaba con sus caricias. Después de transcurridos muchos años y cuando ya nadie hacía caso de los males de la buena señora, todavía don Mariano era quien más la compadecía aunque fingiese mirar sus achaques con desdén. Ella lo comprendía perfectamente y le seguía reservando en su corazón el mismo puesto privilegiado que en la juventud. La armonía de sentimientos generosos y tiernos en ambos, el cariño que tenían depositado en sus hijas, la profunda estimación que se profesaban y el recuerdo, siempre presente, de sus apasionados amores, habían compenetrado de tal suerte su existencia que ninguno de los dos la comprendía sin tener el otro a su lado. Era la unión íntima perfecta y absoluta ordenada por Dios, y que los hombres pocas veces obedecen.
Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de su cuarto, le hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en el vacío. Sí; no cabía duda; se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano se arrojó de bruces sobre el sofá y hundió el rostro en los almohadones para reprimir los gritos.
—¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!… Te llevan… , te llevan para siempre… ¡Ay, qué horror!…
Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damasco y su atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de los gemidos. Después sintió una gran curiosidad, una de esas terribles curiosidades que suelen fascinar en tales momentos y dejar señal indeleble en la memoria del que las ha satisfecho. Atendió con cuidado y no tardó en escuchar el sordo rumor de la muchedumbre y más tarde el canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi debajo de los balcones. Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción una de las cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una barca sobre la muchedumbre. El cielo estaba nublado y tenía un color gris que sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud se extendían por todo su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca se alejaba, se alejaba llevándose para siempre su tesoro, precedida de una gran cruz de plata en medio de dos cirios encendidos.
Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurando palabras incoherentes. No supo el tiempo que estuvo así. La luz también fue huyendo, dejando el cuarto en la sombra, y todo quedó en silencio… Todo, menos su pensamiento, que le hablaba sin cesar, y el pecho, que se rompía en sollozos.
Y así estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Al cabo notó que la puerta del cuarto se abría suavemente. Volvió la cabeza y vio a su hija María, que vino a sentarse silenciosamente a su lado. Pero él, como si presintiera un nuevo dolor, no le preguntó nada, no le dijo nada. Contentose con apretarle la mano y cerró de nuevo los ojos.
—Papá—pronunció la joven después de largo rato de silencio—, hemos padecido una desgracia inmensa, una de esas desgracias que hacen levantar los ojos al cielo hasta a los más descreídos en demanda de consuelo. Sólo Dios tiene la clave de ellas, conoce su porqué y sabe enderezarlas a un resultado ventajoso para nosotros. Esta desgracia me ha afianzado en una resolución que hace ya algún tiempo tenía tomada: la de consagrarme a Dios para siempre… Conozco por mil señales que Él me llama, y sería en verdad muy ingrata si no atendiese a su llamamiento… Yo no sirvo para el mundo… Todas sus diversiones me causan tedio; así, pues, no hago ningún sacrificio encerrándome en un convento… Además, desde allí puedo mejor pedir por vosotros y seros más útil que aquí… La idea de matrimonio, que tú me has insinuado, repugna a mi corazón, en el cual ha echado por fortuna raíces otro amor más puro, que es inmortal… Esta resolución no debe cogerte de sorpresa… Yo creo que no debes sentirla… En este momento solemne en que la desgracia pesa sobre ti tal vez te servirá de consuelo el saber que vas a tener una hija asegurada de todo engaño, de toda traición, que vive feliz sirviendo a su Dios y pidiendo por vosotros…
María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre la interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de silencio sin que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la joven le preguntó tímidamente:
—¿No me dices nada, papá?
—Nada—repuso éste sin mirarla.
—¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito?
—Sí.
—¡Oh, ya lo sabía!… Tú eres muy bueno… y bastante piadoso… Tú no eres como otros padres ciegos que prefieren entregar sus hijas a los peligros del mundo a dejarlas para siempre esclavas de Señor, recogidas en una santa casa… Gracias, papá, gracias… Yo temía, la verdad, temía que no te pareciese bien mi resolución… Pero Dios te ha tocado en el corazón… Ahora te dejo… me está esperando Marta… Adiós, papá… déjame darte un beso… Adiós.
Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorza continuó inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija, sentado, con las manos enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho.
El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueron apagando lentamente. Un dolor inmenso, agudo, cruel palpitaba sólo en aquella estancia, y unos ojos fijos, atónitos, sin lágrimas, reflejaban los átomos de claridad que aún vagaban perdidos por el ambiente.
¿Cuánto tempo permaneció así?
Los pajarillos que vinieron a posarse a la madrugada sobre los hierros de los balcones acaso pudieran dar respuesta. Pero la palidez de unas mejillas, el lívido círculo que rodeaba ciertos ojos y las profundas arrugas que surcaban una frente la daban, sin duda, más exacta.