Capítulo XV Gocémonos, amado

En la pequeña y linda iglesia de las monjas Bernardas de Nieva había gran movimiento. El sacristán, ayudado de tres monagos, las dos demandaderas de convento y un marica de la población, célebre por su pericia en vestir los santos, armaban un trajín insoportable sacudiendo con zorros y plumeros los retablos de los altares. No tenían escrúpulo en colocarse de pie sobre ellos y hasta encaramarse sobre los mismos santos, cuando así lo requería la necesidad de quitar el polvo a alguna moldura o poner un cirio en el paraje designado. La madre abadesa desde el coro, con la frente pegada a las rejas, dictaba sus órdenes como un general en jefe, con vececita delgada y áspera.

Aquí un candelabro; allá un ramo de flores; subir un poco más esa lámpara; poner derecha la corona a esa Virgen…

En lo interior del convento también reinaba agitación. Un grupo de monjas contemplaba, desde la puerta de una celda, cómo otra compañera daba la última mano al pobre lecho que estaba arreglando, después de haber colgado el crucifijo reglamentario sobre la cabecera. Una gran bandeja de plata descansaba sobre la mesa, también reglamentaria, de pino. Cuando la monja dejó lista la cama, salió de la celda, dirigiendo breves palabras a las otras al pasar. Después volvió con un lío de ropa en la mano, que todas se apresuraron a tomar en las suyas abriéndolo, extendiéndolo y dándole mil vueltas. Era un hábito completo de novicia; la túnica de franela blanca, la toca de lienzo, los zapatos, el rosario, la cruz de bronce, etc. Las monjas contemplaba con afán cada uno de los objetos como si se tratase de algo que jamás hubiesen visto, emitiendo en voz baja muchas y diversas opiniones.

—¡Ay! este rosario me parece que tiene las cuentas más gordas.—No, hermana, tome el suyo y verá cómo son iguales.—Voy a ver por gusto… Es verdad, son iguales… , ¡qué tonta!—La franela está demasiado tiesa.—Es que no la han mojado bien.—La toca está planchada.—¡Jesús mío, qué puntadas!… ¡Esto no es coser, es hilvanar!… —¿Quién ha hecho esta túnica?—La hermana Isabel.—¡Pues se ha lucido!—No diga eso, hermana, que tal vez ella lo haría peor.—¡Yo, peor!… ¡Anda, anda! Nunca en mi vida hice una chapucería semejante.—¡Cuántas habrá hecho, hermana!—¡Nunca, nunca!—repitió la monja en tono colérico—. A los siete años ya sabía yo coser mejor.

En aquel momento apareció la superiora en el pasillo. La monja que había reprendido a su compañera se destacó del grupo para decirle:

—Madre, la hermana Luisa acaba de jactarse de coser mejor que la hermana Isabel y se ha impacientado mucho porque le dije que no debía hacerlo.

—¿Es verdad, hija mía?—preguntó en tono severo la superiora.

La hermana Luisa bajó la cabeza.

La superiora meditó unos instantes; después le dijo:

—Hija, ya tiene bien sabido que aquí nadie debe jactarse de hacer nada mejor que otra… Debes creerte la última, porque acaso lo serás… Hace tiempo que vienes siendo poco humilde y es necesario que empecemos a corregirte ese vicio… Por lo pronto, ve a pedir perdón a la hermana Isabel de tu falta y en seguida enciérrate en la celda a rezar un rosario a la Virgen… Después, cuando esté en el locutorio con la novicia, te presentarás allí y te pondrás de rodillas para que la gente vea que estás castigada.

La hermana Luisa inclinó aún más la cabeza y se alejó con paso precipitado. La monja triunfante sonrió con el borde de los labios.

A la misma hora los criados de la casa de Elorza iban y venían de un lado a otro con diversos objetos en la mano. Pedro, el viejo cochero, daba cera a la carretela de lujo, mientras dos mozos de cuadra limpiaban los caballos. Martín, el cocinero, preparaba un espléndido refresco. Las doncellas subían y bajaban desde el piso principal al cuarto de la señorita María, que estaba lleno de gente, a pesar de no haber aún sonado las diez de la mañana. Las quince o veinte damas, que apenas podían revolverse en aquel sitio, hablaban a un tiempo, como es natural, haciendo de aquel silencioso y elegante retiro un insufrible gallinero.

De pie, en medio de él, se hallaba la primogénita del señor de Elorza, a medio vestir, y en torno suyo unas cuantas señoras, algunas de ellas de rodillas, que la estaban aderezando lo mismo que si fuese una Virgen de madera. Reinaba gran emoción en todas. Ya le habían puesto un precioso vestido de raso blanco guarnecido por delante desde el pecho hasta los pies con una franja de azahar. Una la estaba calzando en aquel momento con diminutos y elegantísimos zapatos de la misma tela, mientras otra cosía precipitadamente algunas flores que se le habían caído. Por la parte de arriba le estaban poniendo una guirnalda de azahar en la cabeza: había gran marejada con tal motivo. Amparito Ciudad sostenía que la guirnalda era demasiado grande y que no dejaba ver bien el hermoso cabello de su amiga, mientras las demás creían que no había necesidad de aligerarla. Después de vivo altercado se convino en adoptar un término medio, quitando algunas florecitas a la guirnalda, aunque pocas. Se oían frecuentes exclamaciones de las que no tomaban parte en el tocado.

—¡Ay, qué valor se necesita, Dios mío!

—¡Esta sí que es verdadera vocación!… ¡Una chica tan joven y tan guapa!

—No se habla de otra cosa en la villa… ¡Todo el mundo anda revuelto con el dichoso monjío!

—¡Dichosa ella, querida! Yo no sé si tendré valor para ver la ceremonia.

—Pues yo, aunque me cueste una enfermedad, la he de ver.

Algunas derramaban ya lágrimas llevándose el pañuelo a los ojos; otras se contaban al oído los preparativos para la fiesta y las circunstancias que habían acompañado a la determinación de la joven. Se hablaba mucho de una carta que ésta había escrito al marqués de Peñalta despidiéndose de él y disculpándose. Algunas compadecían a Ricardo, mientras otras murmuraban que no le faltaría novia para casarse. Después de todo, si Dios la llamaba a Sí por ese camino, ¿había razón para apartarse de Él porque un muchacho estuviese enamorado de ella? ¡Si lo dejase por otro!… Pero siendo por Dios, no había motivo para quejarse. Este era el mismo argumento que resplandecía en la carta de la señorita de Elorza. Escrita y remitida a Ricardo quince días antes de aquel en que estamos, decía así al pie de la letra:

«Mi querido Ricardo: Aunque hace ya tiempo que nuestras relaciones amorosas se han roto tácitamente y por virtud de providenciales circunstancias más que por iniciativa de mi voluntad, juzgo obligatorio el darte algunas explicaciones acerca de la resolución que he tomado y que tú conocerás seguramente. No puedo ni debo olvidar que has sido mi prometido con el beneplácito de mis padres y el cariño sincero de mi corazón.

Antes de renunciar para siempre al mundo, debo manifestarte que no tengo absolutamente ninguna queja de tu conducta para conmigo. Has sido siempre bueno, leal y cariñoso y me has estimado en más de lo que merezco. Hasta tal punto es así, que por ningún hombre de este mundo te cambiaría si hubiese de quedar en él, y me juzgaría muy dichosa llamándome tu esposa, si no me juzgase mucho más siéndolo de Cristo. La preferencia que establezco no puede ofender ni aun disgustar a un joven tan bueno y tan piadoso como tú. De aquí en adelante ya no existe el amor terrenal entre nosotros; sólo queda una amistad pura y suavísima, amándonos en el sagrado corazón de Jesús. No te olvidaré en mis pobres oraciones. Olvídame tú cuanto te sea posible. Eres bueno, eres noble, hermoso y rico; busca una mujer que te merezca más que yo te merecía, y cásate y sé feliz. Yo rogaré siempre por vosotros.

Adiós.

María.»

—¿Podía haber píldora mejor dorada? No, no; Ricardo no tenía derecho a quejarse.

Mientras el grueso de las señoras ponía interminables glosas a este documento, las que vestían a la nueva prometida de Jesús andaban cerca de concluir su tarea y daban la última mano al tocado con la misma complacencia que un artista da las últimas pinceladas a un cuadro, alejándose y acercándose infinitas veces para hacerse cargo del efecto que produce. Aquí un alfiler; el cuello un poco más abierto para dejar ver la hermosa garganta de alabastro; algunos rizos sobre la frente saliendo al desgaire por entre las flores de azahar; pegar un botón que ha saltado…

María ayudaba con vivos movimientos a sus nuevas camaristas. Todas admiraban su serenidad. ¡Y, en efecto, la joven desposada no podía mostrar un rostro más jovial en aquellos momentos! Advertíase, no obstante, cierta agitación en aquella alegría. Sus movimientos eran demasiado vivos y resueltos, como si tratase de ocultar el leve temblor de sus manos y el estremecimiento que corría por todo su cuerpo. ¿Era un estremecimiento de placer?

¡Oh, sí, María sentía un inmenso placer!

Las rosetas encarnadas de sus pómulos así lo decían; el brillo inusitado de los ojos también lo pregonaba. Tenía los labios secos y las ventanas de la nariz sonrosadas y más abiertas que de ordinario. La cándida frente estaba surcada por una leve y prolongada arruga que anunciaba el vivo deseo, el ansia inquieta y sensual que debajo de ella se ocultaba. Era el ansia henchida de gozo del glotón que se encuentra frente a su plato favorito después de largo ayuno. Por aquel rostro encendido, brillante, pasaba una muchedumbre de soplos cálidos, cargados de congojas, sobresaltos y anhelos voluptuosos, en revuelta y vaga confusión. Iba a ser la esposa de Jesucristo y encerrarse para siempre entre cuatro paredes, pasando toda la vida en misterioso coloquio, cuyas dulzuras aun no había gustado por completo. Una gran curiosidad la dominaba, la irritaba en grado indecible. Siempre le había fascinado aquel coro del convento de San Bernardo, donde la media luz que penetraba por las altas claraboyas dormía con místico sosiego sobre los sillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una figura blanca y silenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era un temblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada en aquel fantástico recinto. Las monjas con sus blancas y esbeltas figuras le parecían seres sobrenaturales, ángeles bajados a la tierra casualmente y que no tardarían en remontar vuelo. Fijose particularmente en una porque era joven y hermosa. Cuando la veía entrar en el coro no apartaba de ella los ojos. La belleza severa y correcta de aquella religiosa y su mirada límpida y firme le causaban una impresión que no se explicaba. En su pecho nació cierta inclinación extravagante hacia ella y vivo y ardiente deseo de ser su amiga o más bien su discípula, de postrarse ante ella y decirle: «¡Enseñadme, dirigidme!» ¡Oh, si le permitiera darle un beso por pequeño que fuese! Cierta tarde le acometió una tentación inmensa de pedírselo. El templo se hallaba desierto. Echó una mirada hacia atrás y vio que la hermosa monja penetraba en el coro y se arrodillaba cerca de la reja; y sin reparar en lo que hacía se dirigió a ella, diciéndole con voz temblorosa: «Madre, ¿me deja usted una mano para que la bese?» La monja le hizo una seña graciosa de que no podía ser, pero levantándose le tendió el crucifijo de su rosario con sonrisa tan dulce y protectora que María, al besarlo, sintiose profundamente conmovida.

Siempre que entraba en la iglesia del convento sentía la misma embriaguez, una especie de somnolencia voluptuosa que penetraba en su ser como una caricia. De aquel coro venía un murmullo lánguido y tierno que le llamaba, invitándola a dejar los placeres del mundo por otros más dulces y misteriosos que había comenzado a gustar sin conocerlos aún enteramente. Jesús le había ya otorgado valiosos regalos en sus oraciones, pero no se entregaría por completo, bien seguro, no se olvidaría en los brazos de la esposa, no se daría todo Él con el amor infinito, inmortal que pedía con ansia, sino dentro de aquel recinto silencioso y poético donde ningún ruido podía turbarlos.

Había llegado por fin el día de satisfacer su anhelo. Dentro de una hora estaría en aquel coro misterioso que tanto le había hecho soñar, y cruzaría con su flotante túnica al través de los rayos tibios de luz de las altas claraboyas. Sentía impaciencia por que el momento llegase. Estaba nerviosa, inquieta, pero risueña. Nunca se encontró más satisfecha de sí misma. Las amigas no se cansaban de exaltar su virtud y heroísmo; la villa la contemplaba con asombro, y en torno de ella no se escuchaban más que lisonjas y frases de admiración. María se hallaba realmente sobre un pedestal. Y, como todo el que se encuentra bajo las miradas del público, nuestra joven procuraba ocultar las emociones de su alma mostrando un semblante sereno y alegre. Era su día, era el día de la gran batalla, y componía las arrugas de la frente y la expresión de su mirada lo mismo que un general cuando suena la hora del ataque.

No obstante, de vez en cuando dirigía miradas de sobresalto a uno de los rincones del gabinete. En aquel rincón, sentada, con las manos en el rostro, estaba su hermana sollozando. Al fin, no pudiendo contenerse, dejó plantadas a las camaristas, y se fue hacia Marta, y bajando el rostro hasta tocar con el de ella, le dijo:

—No llores, querida mía, no llores más… No nos sucede ninguna desgracia para que te aflijas tanto… Piensa, al contrario, en el gran favor que Dios me otorga al llamarme a ser su esposa… ¡Debieras alegrarte, pichona!… Vamos, no llores más, ¡mira que me estás quitando el valor!…

Y mientras esto decía, besaba el rostro terso y sonrosado de su gentil hermanita. La niña respondió entre sollozos:

—¡Ay, María, te pierdo para siempre!

—No, querida, no… Me verás muchas veces… y hablarás conmigo.

—¡Qué importa!… , te pierdo, hermana mía…

Y Marta no sabía salir de ahí «¡te pierdo, te pierdo para siempre!» No sabía salir porque era lo único que en aquel instante llenaba su corazón, un corazón que jamás se equivocaba. Acostumbrada a dejarse dictar creencias y opiniones, Marta aceptaba sin rebelarse la de que su hermana obraba bien al encerrarse en un convento. Pero era señora absoluta de su corazón. Allí no mandaba nadie. Y el corazón le decía que ya no tenía hermana; que todo el amor, toda la ternura de María iba a evaporarse muy presto, como una esencia divina, en las profundidades de un nosequé misterioso y vago totalmente incomprensible para ella.

Cuando el tocado estaba a punto de terminarse, penetró en la sala un joven con la violencia de un golpe de viento. Era aquel pollo del pelo por la frente, que poco a poco se había hecho indispensable en todas las fiestas, solemnidades, ceremonias y regocijos de la villa.

—Mariíta, el secretario del señor obispo me manda a decirle que Su Ilustrísima está ya dispuesto y que sale al instante para la iglesia.

—Bien; yo no tardaré en salir.

—Dejo ya la tribuna de los músicos preparada. He avisado a don Serapio y al organista… ¡Preciosa, Mariíta, preciosa!… Fíjese usted en las colgaduras azules que hice poner en el retablo de la Virgen…

—Gracias, Ernesto, muchas gracias, se lo agradezco a usted en el alma.

A una señal de María todas las señoras se levantaron y se precipitaron detrás de ella por la escalera, sin dejar por eso su charla mareante. La joven fue derecha al cuarto de su padre y se encerró en él durante largo rato. Nadie supo lo que pasó dentro. Los que a la puerta esperaban oyeron sollozos, frases confusas pronunciadas en tono colérico, ruido de sillas. Las señoras, que aguardaban en la antesala, decían en voz de falsete a las que entraban: «Se está despidiendo, se está despidiendo de su padre… Don Mariano no quiere ir a la ceremonia.»

Después apareció otra vez María, risueña y serena como antes, diciéndoles:

—Vamos, señores; en marcha.

Con la misma serenidad atravesó los grandes salones de la casa sin dirigir una mirada a los muebles, y bajó por la anchurosa escalera de piedra sin notar vacilación alguna en sus lindos pies vestidos de raso blanco.

Y sin embargo, ¡cuántos recuerdos quedaban a su espalda! ¡Cuántas horas de luz y de alegría! La charla de sus labios infantiles, suave como el gorjeo de un pájaro; el canto un poco ronco, pero aun más tierno, por eso mismo, de su padre, al dormirla entre los brazos; los sueños, las frescas carcajadas de la adolescencia, el hermoso sol de las mañanas de abril que la bañaba en su cuarto, las caricias incesantes de su madre, el calor del hogar en suma, ese calor que no se compra con los tesoros de la tierra, todo quedaba detrás de ella impreso en las paredes, empapado en los muebles. ¡Y ella lo dejaba sin lágrimas!

A la puerta esperaba una magnífica carroza abierta, tirada por cuatro caballos blancos. Pedro había demostrado su gusto poniéndoles grandes penachos azules y adornándose él mismo con una librea de idéntico color. En aquel día todo debía ser azul, como emblema de pureza y virginidad. Hasta el cielo, por mayor gala, se había vestido de azul y se mostraba límpido y hermoso. María montó en el carruaje con la señora de Ciudad, su madrina, y las otras se despidieron hasta luego, tomando apresuradamente el camino de la iglesia.

Reinaba extraordinaria agitación en la villa. La toma de hábito de la señorita de Elorza, aunque esperada desde hacía algún tiempo, no por eso dejaba de impresionar profundamente. ¡Una joven tan rica, tan bella, tan lisonjeada por todo lo que el mundo tiene de risueño y apetecible! Interminables comentarios se hacían por aquellos días en las tertulias de las tiendas.

—¿Pero no decían que estaba ya arreglada la boda con el marquesito?—Nada, nada, ya no hay boda; el marquesito se ha quedado con un palmo de narices. La niña, después del extraño suceso de su prisión y la muerte de su madre, volvió con más fuerza que nunca a sus aficiones piadosas: es una vocación decidida, no hay que darle vueltas. Unos la juzgaban de un modo y otros de otro; pero en general María excitaba vivas simpatías, y en mucha gente, sobre todo entre la plebe, ejercía cierta fascinación, como todo lo que es extraordinario y hasta cierto punto maravilloso. Pasaba por una santa. El apagar todo el esplendor de su hermosura, riqueza y talento en las soledades de un claustro era el complemento único de su fama, la última firma echada en el expediente de su canonización popular. Todas aquellas mujerzuelas que se codeaban sin piedad para verla cruzar hacia la iglesia se creerían defraudadas si se hubiera casado prosaicamente y la viesen de bracero con su marido, precedida de una niñera con tierno infante en los brazos.

La plaza estaba llena de curiosos. Cuando la joven subió al carruaje, y Pedro, chasqueando la lengua y el látigo, hizo arrancar a los caballos, alzose un gran rumor en la muchedumbre, que llegó a los oídos de María como un coro de lisonjas. La gente se apartaba precipitadamente dejando paso. En presencia de aquel aparato, que sólo alguna vieja había visto en otra ocasión, los pacíficos habitantes se hallaban sobrecogidos de respeto y excitados a la par por una gran curiosidad. El coche empezó a caminar lentamente, rompiendo las apretadas filas de los curiosos. Los caballos piafaban impacientes, sacudiendo los penachos azules como si les corriese prisa llevar la desposada a los brazos del Esposo místico. Era una procesión regia. Y en verdad que María, por su gallarda presencia, mereciera ser reina. Así como estaba, espléndidamente ataviada, con sus ojos azules y profundos, que brillaban de emoción, y las mejillas de leche y rosas levemente coloreadas, era una figura de singular belleza, que ofrecía muchos puntos de semejanza con la Virgen rubia de Murillo que vemos en el Museo de Madrid. Las mujeres de la villa no podían reprimir el entusiasmo y le prodigaban en voz alta mil adjetivos a cual más lisonjero.

—¡Mírala, mírala qué preciosa va, mujer del alma!

—¡Si apetece comérsela a besos!

—¡Y qué traje tan rico lleva!

—Dicen que ha venido ex profeso de París. No ha querido vestirse de tisú. Las casullas que se habían de hacer de él las regalará por separado, y el vestido quedará para la Virgen del Amor Hermoso.

—¡Es que yo no he visto criatura más linda!… ¡Parece un ángel!

La carroza seguía su carrera majestuosa, y la joven sonreía dulcemente a la muchedumbre. Desde dos o tres casas dejaron caer sobre ella un diluvio de flores, cuyos pétalos multicolores esmaltaron un instante la tela blanca del vestido: algunos quedaron enredados en el cabello. La gente aplaudía.

—¡Mujer, la vocación de esta niña edifica!

—¡Ay, dichosa de ella!… , ¡quién estuviese en su lugar!

—Y aquí no pueden decir que ha sido obligada… Sé yo que su padre se ha puesto furioso cuando lo supo y trató de disuadirla por todos los medios…

—Vamos, entonces se casa con Jesucristo a disgusto de la familia—manifestó un joven que escuchaba la conversación.

Las mujeres se volvieron airadas a confundir al impío, que se alejó riendo.

Y la carroza seguía marchando bajo un sol radiante, que hacía centellear los cristales de los balcones, reverberando en el blanco caserío de la villa con transportes de felicidad. El firmamento mostraba sus purísimos senos sonriendo a todos los deseos de dicha, a todas las aspiraciones placenteras de los mortales, hasta a las de la hermosa virgen que iba por su voluntad a perderlo de vista y a hundirse para siempre entre las sombras del claustro. El carruaje cruzó por delante del palacio feudal de los Peñalta, cuyas vetustas paredes, manchadas a trechos de musgo, arrojaban sobre la calle un manto de sombra.

¡Qué haría a estas horas Ricardo!

María no se dijo esto; no. Pasó sin dirigir siquiera una mirada furtiva a los góticos balcones, con la misma sonrisa serena y protectora. La sombra, no obstante, le produjo un leve temblor de frío.

A la puerta de la iglesia esperábanla todas sus amigas, que habían llevado consigo a Martita. El templo rebosaba de gente, que se apretó para dejarle paso. En el altar mayor la recibió el obispo de… , que había venido adrede para darle el hábito. Hincose de rodillas y oró breves instantes. El rumor confuso de la gente se apagó, reinando un silencio ansioso.

El prelado comenzó a decir con voz clara y solemne:

—Sé, querida hija, que habéis formado resolución de encerraros para siempre en esta santa casa con propósito de ser toda la vida esclava del Señor… Sé también que vuestra voluntad es firme, y que habéis sabido resistir, no sólo a las vanas seducciones del mundo, sino también a aquellos goces honestos que la bondad de Dios nos permite… Pero la vida, hija mía, en el seno de la mortificación y penitencia suele ser más larga que en el tumulto de los placeres, y mientras nuestro espíritu resida aprisionado en la carne, somos el blanco de graves e incesantes tentaciones…

El anciano obispo hablaba con extraordinaria calma, haciendo largas pausas al final de los períodos, lo que prestaba a su discurso gran majestad. Su voz era dulce y clara y sonaba en la nave silenciosa del templo como una música suave. Entretúvose a trazar con terrible exactitud los pormenores de la vida religiosa, desplegando ante la vista de la joven todo el aparato de mortificación que arrastra consigo; los placeres del mundo, olvidados por entero; los sentidos, contrariados; los afectos terrenales, hasta los más puros, reprimidos. Y eso no un día, ni un mes, ni un año solamente, sino todos los días, todos los meses y todos los años hasta la hora de la muerte, buscando siempre con afán el dolor como otros buscan el placer. Mas después de pintar el cuadro sombrío de la mortificación, pasó a expresar con elocuencia los puros y vivos goces que dentro de ella se encuentran. ¡Abandonarse en los brazos de Dios como el niño en los de su madre, para que haga de nosotros lo que quiera! ¡Hallar a Dios en el fondo de las amarguras y dolores, unirse a Él!… , ¡poseerlo!… ¡Y ser la criatura predilecta, en quien su infinita Grandeza se recrea!… ¡Vivir eternamente unida a Él!… ¡Ser su esposa!… ¿No es bastante recompensa para los pequeños dolores que en una vida tan breve podemos experimentar?

Comenzó la profesión de fe. El obispo preguntaba, leyendo por un libro, si estaba pronta a dejar la vida del mundo y el comercio de las criaturas para consagrarse exclusivamente al servicio de Dios. María contestaba que había escuchado la voz del Señor y corría presurosa a su llamamiento. El prelado tornaba a preguntar si había meditado bien en su resolución, si la había tomado por algún respeto mundanal, herida de algún desengaño pasajero. María respondía que venía por su libre voluntad a confiarse y reposar en el seno del Amado de su alma. Todos los ejércitos de la tierra no la harían retroceder, porque su Dios la había hecho firme e inexpugnable, como la montaña de Sión.

Por encima de la cabeza de los fieles apareció una gran bandeja de plata, la misma que pocas horas antes estaba en una de las celdas del convento, y en ella el hábito de novicia bernarda. El prelado lo bendijo.

Dejáronse oír las notas agudas y gangosas del órgano y se puso en marcha la procesión. María delante y a su lado la madrina y Marta; detrás el obispo y en pos de él la clerecía. Parte de la gente los siguió y parte se quedó en la iglesia. Cerca de la puerta de ésta se hallaba la del convento por donde penetraron, internándose en un largo y sombrío claustro, iluminado a trechos por alguna viva raya de sol, que las molduras de los arcos dejaban pasar. Al fin de una de las galerías estaba ya una puerta abierta y guardándola, silenciosas, inmóviles, veíanse dos figuras blancas de monja, con sendas hachas de cera en las manos. Tornó a hincarse de rodillas la desposada, y levantándose al instante, estrechó vivamente entre los brazos a su hermana. ¡Era el último abrazo que le daba! Cuando quiso desprenderse tenía a Martita tan fuertemente colgada del cuello, que fue necesaria la intervención de algunas señoras para lograrlo. Abrazó igualmente a todas sus amigas que lloraban a lágrima viva, mientras ella, dando ejemplo de sublime serenidad, entró alegre y sonriente en la casa del Señor, escoltada por las dos monjas.

Las puertas se cerraron. Aunque era en el mes de agosto, Marta y las amigas sintieron frío repentino en el claustro y corrieron a refugiarse en la iglesia, donde don Serapio, acompañado del órgano, degollaba la hermosa plegaria de Stradella.

Esperose algún tiempo, con grandes ímpetus de curiosidad. Nadie atendía a la cascada voz del fabricante de conservas. Los ojos de la muchedumbre estaban fijos, clavados en el coro de las Bernardas, escrutando por entre sus rejas la portezuela del fondo.

Al fin apareció. Venía igualmente escoltada por dos monjas. El traje de novicia la hacía un poco más vieja. Sin embargo, estaba hermosa, ¡muy hermosa!, porque lo era realmente aquella santa y extraordinaria criatura. La gente la devoraba con los ojos y se repetía en voz baja: «¡Viene sonriendo, viene sonriendo!»

¡Ah, sí, la nueva esposa de Jesucristo sonreía, esperando el dulce premio de su sacrificio! Pero el anciano que en el mismo instante paseaba solitario por uno de los salones de la casa de Elorza… , ¡ése no sonreía! Y el joven que a la misma hora se hallaba cruzado de brazos, con la cabeza inclinada sobre el pecho, frente a un retrato de mujer, ¿acaso sonreía?… No, no; tampoco sonreía.

El prelado vino a la reja y dijo a la novicia:

—Ya no te llamarás María Magdalena, sino María Juana de Jesús.

La novicia fue a postrarse delante de la abadesa, y besó con respeto el crucifijo de su rosario. Después fue abrazando una por una a sus nuevas compañeras. Mientras duró esta escena, muchas de las señoras del concurso vertían lágrimas.

El obispo dijo la misa solemne, y al concluir, todas las religiosas, incluso María, comulgaron. Don Serapio apenas cerraba boca. El órgano chilló, silbó y roncó con más brío que nunca, estimulado quizá por la competencia. Parecía que don Serapio y él habían trabado un pugilato tremendo, un duelo a muerte, cuyas estrepitosas consecuencias recaían sobre las orejas de los fieles. Pero el órgano se reía con todo descaro del fabricante. Cuando se hallaba más extasiado, dejando resbalar por la garganta alguna complicada fioritura o fermata, un mugido horrísono se la estropeaba sin piedad, dejándole perdido y anegado para un buen rato. Volvía a sacar la cabeza el fabricante con una nota tierna y de efecto seguro… ¡Zas!, el órgano, como una fiera encarnizada, caía sobre ella y la desbarataba. Así estuvo jugando mucho tiempo, hasta que, harto de divertirse y embriagado por el triunfo, soltó de improviso y simultáneamente todas sus voces, que clamaron en el silencio de la iglesia con grito monstruoso e insufrible. El fabricante quedó asfixiado en aquel bramido diabólico y no volvió a aparecer.

Reinaron algunos instantes de silencio, que fue turbado por cierto triste chirrido. Era la cortina del coro que se extendía. Ya no se vio más. Las luces comenzaron a apagarse y la gente a desfilar a toda prisa. Las amigas íntimas se fueron al locutorio a dar la enhorabuena a María.

El locutorio era una pieza cuadrada y bastante obscura, cortada por una doble reja de hierro. La novicia apareció acompañada de la superiora… , ¿sonriendo tal vez?… Sí, sonriendo.

—¡Qué ejemplo nos has dado de valor y de virtud, María!—le dijo una.

La joven alzó los hombros, en ademán de arrojar de sí la gloria que le echaban encima.

—¡No dejes de pedir por nosotras!

—Sí, pediré, querida… Nosotras—añadió con un poco de énfasis—tenemos la obligación de pedir por los que se quedan en el mundo.

—¡Si supieras cómo lloraban los criados hace un momento!

—¡Pobre gente!… Les quiero yo mucho a todos.

—Aquí tienes a Marta, que quiere despedirse.

—Acércate, Marta… ¿Te vas conformando ya?…

—¡Qué remedio tengo, María!—repuso la niña pugnando por reprimir los sollozos.

—No, hermana mía; es necesario que te resignes con gusto, agradecida al Señor, por el favor que me ha dispensado… Serás buena siempre, ¿no es verdad?… Consuela a papá… No olvides aquellas oraciones que te he dado, ni dejes de leer los libros que te dije… Ven a oír misa todos los días… Procura siempre ser formal y humilde…

¡Ah!, no; Martita no procuraría, no procuraría. Cuando se nace honrada y humilde no hay necesidad de procurarlo. Podía estar tranquila sobre este asunto la esposa del Señor.

El estrecho cuarto donde las dos monjas se hallaban cerca de la reja parecía, por lo feo y obscuro, un calabozo. Sus túnicas resaltaban como dos manchas blancas detrás del negro enrejado.

Las amigas dirigían todas, alternativamente o a la vez, la palabra a María con cierta mezcla de admiración, de lástima, de curiosidad y cariño. Lo que más dominaba era la curiosidad. Se le hacían mil preguntas impertinentes y muchos encargos ridículos de oraciones, medallas, etcétera. Algunos pollos de los antiguos tertulianos de la casa de Elorza se habían deslizado en la concurrencia y contemplaban con grandes ojos abiertos y pasmados a la nueva religiosa, sin atreverse a dirigirle la palabra. Pero ella se mostraba serena y amable y les llamaba por sus nombres con cierta condescendencia protectora, dándoles recuerdos para sus familias. El más osado fue el ceremonioso mancebo del pelo por la frente, quien, abriéndose paso y llegando muy sofocado a la reja, dijo a la novicia, dándole ya su nuevo nombre:

—Hermana Juana, tengo que pedirle un favor… , que me envíe como recuerdo un poquito de azahar de la corona que llevaba…

—Si la madre consiente… —murmuró María dirigiendo la vista a la superiora.

Ésta hizo una seña con la cabeza y el ramito de azahar fue liberal y graciosamente otorgado.

En aquel instante entró la hermana Luisa, aquella monja castigada por su vanidad, y se puso de rodillas; pero ni el más leve soplo de rubor pasó por su rostro. La costumbre de ejecutar tales actos los priva de todo mérito.

Siguió la conversación versando sobre fiestas, novenas que se preparaban, la marcha del vicario que iba nombrado canónigo de la catedral, la persona que le sustituiría, etcétera. Insensiblemente todas fueron bajando el tono de la voz hasta convertirse en un cuchicheo monótono y triste. Más que de enhorabuena parecía una visita de pésame. Continuábase alabando el valor de María y su virtud. ¡Ay Dios mío, el considerar que está una encerrada para siempre y llevando una vida de tanto trabajo!…

La superiora, mirando para ella, exclamaba con cierta sonrisilla no muy tranquilizadora:

—¡Pobrecita!, ¡pobrecita!

Mas la joven, volviéndose con uno de esos arranques graciosos tan propios de su carácter, respondía:

—¡Riquita!, ¡riquita! digo yo, madre.

Poco a poco los muchachos se habían ido acercando a las muchachas, y sin respetar lo sagrado del recinto ni hacer caso de las cruces severas colgadas de los muros, comenzaban a decirse cositas más o menos picarescas al oído:—¿Cuándo sigue usted el ejemplo, Fulanita? La verdad es que si todas ustedes hiciesen lo mismo, ¡qué sería de nosotros!—Pues no dejaría usted de estar linda con el hábito.—Oiga usted, Amparito, si usted se metiese monja, yo quisiera ser vicario.—Pues yo quisiera que usted fuese un poco más formal, Suárez.—¡Cuántos ratos de compañía había de hacerle!… Lo peor es la reja… ¿No se quita la reja para el vicario?… —Calle usted, malvado; mire que es pecado hablar así en este sitio.

Rosarito y su novio se habían apoderado de un rincón y se comían con los ojos, diciéndose sólo de vez en cuando alguna palabra insignificante que la inflexión de la voz y el temblor de los labios hacían subir a la categoría de sentencia sublime. Sólo las viejas y algunas chicas que no habían logrado emparejarse, seguían charlando con las monjas. Al fin, la superiora se levantó de la silla y María siguió su ejemplo.

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