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Alfredo de Musset, en la introducción al hermoso y siempre sugestivo poema Rolla,preguntaba con ansiedad: Qui de nous, qui de nous va devenir un Dieu? Este problema de la aparición del Mesías en las modernas sociedades, escépticas y desalentadas, lo ha resuelto, en opinión del Sr. Lagarrigue y de algunos pocos adeptos más, Augusto Comte, mediano pensador y, según dictamen general, excelente persona. En otra carta-folleto anterior á la que hoy me remite el señor Lagarrigue, y que, si no me equivoco (pues no la tengo á la vista), estaba dedicada á Juan Valera, el ferviente positivista nos suplicaba al autor de Pepita Jiménez y á mí que nos declarásemos partidarios y predicadores del altruísmo y ó religión de la Humanidad, y difundiésemos su evangelio en España. A mí, además, me aconsejaba el Sr. Lagarrigue que renunciase al cultivo de la novela, ó siquiera al método con que la cultivo, al realismo en el arte, condenado por la moral positivista, Y me recomendaba que, desenvolviendo mis aptitudes religiosas, siguiendo las huellas de Santa Teresa, pero con resultados más fecundos, propagase la buena nueva anunciada por Comte en ciudades, villas y aldeas, sin curarme de la mofa ni de la indiferencia del auditorio.

Respetando y aun agradeciendo, por lo que significa, el consejo del Sr. Lagarrigue, no puedo negar que, en lo concerniente á Valera, me hizo gracia.

Sólo imaginarse á nuestro don Juan oficiando de predicador y tomando un púlpito en cada dedo, en vez de contar los salados y verdes chascarrillos con que entretiene al final de las sesiones hebdomadarias en la Academia Española, es para traer el aura de la risa á labios menos risueños que los míos. ¡Juan Valera, el escritor de corte más volteriano, el mayor descreído porque hasta en arte y letras practica mucho más de lo que cree—hecho un San Pablo y llamando á la humanidad á vivir para los demás, señalándole con unción, y como radiante faro, el eterno progrese de las generaciones futuras!

Por lo que á mí toca, no negaré que experimento en grado altísimo la necesidad religiosa. A vueltas de mis estudios, de mis distracciones, de mis viajes, de mis aficiones artísticas, á veces paganas, mi fondo creyente resurge á cada paso, y llegan días en que necesito iglesia, como necesitaría, en lo material, el agua para la sed. No puede serme indiferente cuestión tan grave como la que nuestros progenitores llamaban con gráfica expresión «el negocio del alma;» y cuando encuentro personas á quienes jamás se les ha ocurrido pensar seriamente en tal problema, me asombro y las considero faltosas de un sentido espiritual, á modo de ciegas de nacimiento del espíritu. No diré que no sea fácil, engolfándose en los negocios mundanos, divertir muy á menudo la mente de lo que suele entenderse por idea religiosa; sólo afirmo que me parece inconcebible no meditar alguna vez sobre ella.

En este concepto ha visto bien el Sr. La garrigue, y hasta podría aseverar que, efectivamente, si yo hubiese nacido en época de gran impulse religioso, acaso me alcanzaría el fervor para desear el inefable don de la santidad, que disto muchísimo de poseer, y á que el distinguido chileno me juzga capaz: de aspirar; aunque la santidad á que él se refiere no es la que á mí me enamora. Cuando en el regazo de Isabel de Hungría florecían las encendidas rosas de la caridad; cuando Clara cruzaba con el viril rodeado de milagrosa luz por entre las hordas infieles, yo, al ejemplo y á la veneración de aquellas hembras singulares, lograría quizás ofrecer á Dios lo que de Él he recibido.

Nunca podré resignarme á no haber vivido quince días siquiera en las Catacumbas entre las Cecilias y las Priscas, ó en la Edad Media, á la sombra de un claustro ojival, calado como un encaje. Mi imaginación me pinta estas cosas tan lindas, que por momentos la vida moderna llega á parecerme aborrecible, prosaica y gris cual una sesión del Parlamento inglés. Y hay días en que por tedio del presente y nostalgia del pasado, me refugio en algún pueblo viejo, como Toledo, Medina del Campo ó Alcalá de llenares, y allí me dedico á fomentar la ilusión de retroceso, pasándome las horas muertas en capillas solitarias, cruzando por las naves de las oscuras catedrales, sentándome en algún rincón, sobre el duro banco de lustroso roble, para gozar reposadamente la vista del retablo ojival ó barroco, donde el oro ya palidece y las místicas figuras nimbadas desde la penumbra me sonríen...

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