Carta XI Bayonetas, cañones. la exposición por fuera

7 de Junio.

Cada día que pasa aumenta la animación de esta, ciudad, y descargan los trenes en su seno mayor número de forasteros venidos de las cinco partes del mundo, y más aún de América que de Europa.

Ya puede decirse á boca llena que la Exposición no fracasa; y también puede afirmarse que será muy difícil en lo sucesivo mejorar el programa de las Exposiciones, encontrando después de la torre Eiffel alguna novedad estimulante, algún signo peculiar que distinga á un Certamen entre todos los que en el mundo han sido.

La barca de la Exposición navega, pues, en mares bonancibles, á pesar de las amenazadoras nuevas que estos días corren sobre la visita de Humberto de Saboya, rey de Italia, á Guillermo de Hohenzollern, emperador de Alemania. Parece que los dos soberanos, al reunirse, no tuvieron ojos ni pensamiento más que para los respectivos ejércitos. Del alemán se asegura (y lo confiesan y reconocen los franceses mismos) que es un modelo de perfección; que allí un regimiento ejecuta las maniobras como podría ejecutarlas un solo hombro: que el armamento, los uniformes las fornituras y hasta los semblantes, respiran coquetería marcial: que la enorme cadena de hierro cuyos anillos eslabonan cerca de un millón de vidas humanas, funciona como si la animase un mismo soplo de vida, y fuese algún animalazo fantástico semejante al galápago ó tortuga que con los escudos formaban las legiones romanas.

El joven Emperador, caliente de sangre y ansioso de respirar el olor de la pólvora, no ve las santas horas de echarse al campo, de jugar á los soldados en gran escala, y de ganar aquella cruz de hierro que en buena lid conquistó su excelente padre.

Hay mucho de simpático en esta impaciencia del mozo arriscado, que arde por ceñirse la espuela y señalar con altos hechos su pase por el trono, á fin de no dejar en la Historia la vergonzosa página en blanco de los reyes haraganes. Continuador de una dinastía de guerreros, Guillermo está embriagado con el recuerdo de las victorias del gran Federico, y el sencillo lecho de campaña que usaba su abuelo se le figurará preferible á los salones del palacio de Berlín. No es maravilla, no, que ansíe por el día de la primer batalla, como las niñas bonitas sueñan con el primer baile. Pero Humberto, ya todo encanecido, curtido por la edad, entristecido por la crítica y angustiosa situación de su reino y por la melancolía de su disensión con el Pontificado, ¿que ilusiones llevará á la lucha? ¿Recobrar el pedazo de tierra prometida que le detenta Francia?

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No soy enemiga de la guerra. Al contrario, juzgo que os un factor importantísimo de la civilización; que sin las guerras médicas no hubiera llegado la cultura griega á su apogeo; que sin las púnicas no hubiera prevalecido el mundo latino sobre el africano—y apenas significa y representa este suceso en el desarrollo histórico!;—que sin las germánicas y coloniales romanas, el Cristianismo no se hubiera extendido tan rápidamente; que sin las de la Reconquista no existiría España, y sin la de la Independencia no tendríamos Edad Moderna, propiamente dicha, aquende el Pirineo. Mas si aplaudo la guerra, desconfío de la paz armada hasta los dientes, que, á manera de inmóvil coloso de acero relleno de balas, pesa hoy sobre Europa.

Durante los ocios de la paz, no sólo pierde la profesión militar su razón de ser, sino que se convierto en el más prosaico de los oficios. Basta ver en las capitales de provincia (de España hablo) á los oficiales de las distintas armas cómo se vuelven al cabo de poco tiempo de cuartel, descanse y vida doméstica. Lo primero que hacen es aborrecer su oficio; no querer ponerse jamás el uniforme; dejarse crecer el pelo y la barba, con manifiesto descuido: criar panza, casarse, cargarse de hijos y adoptar el tipo del ciudadano pacífico por excelencia. El pundonor quisquilloso, la galante caballerosidad, la resolución, la energía que la profesión militar lleva consigo, todo lo echa el oficial español en el desabrido pudiere te de la familia modesta, y se convierte en algo semejante á hortera ó canónigo, que se come tranquilamente su paga desde el sombrío coro de alguna arrinconada catedral. Los actos del servicio, aun los más insignificantes, como es alumbrar en una procesión, molestan; y pone el grito en el cielo si el Ministro del ramo, en use de un derecho indiscutible, le traslada de una guarnición á otra. Olvidado de la galanura y elegancia marcial, va sucio, derrotado, sin botones y con el galonaje color de desteñido cobre; y, por último, sólo se acuerda de que abrazó lo que nuestros abuelos llamaban «la nobilísima carrera de las armas» el día que tocan á cobrar; el día en que cae del cielo—mal ganado—el garbanzo maldito.

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De aquí procede que nuestros escritores militares se pregunten (como el eminente especialista Barado en el último número de la notable Revista La España Moderna); «¿de qué provienen esa indiferencia, ese despego hacia las clases militares que se echan de ver en nuestra patria?» Provienen—responderíamos al distinguido oficial—de que está en nuestra conciencia que el ejército cuesta, los ojos de la cara, y en un trance crítico de ningún apuro nos sacaría. Será un antemural (bien aportillado) para las instituciones: lo que es para el país, es un cense y una superfluidad que ni siquiera se puede calificar de hermosa. El mismo Barado se encarga de decirnos que los batallones, por economía, se encuentran reducidos al estado de esqueletos: que sus plazas son nominales, y que, en cambio, de la plantilla de oficialidad nada se suprime, por no disgustar á los suprimidos: lo cual, según donosamente agrega el escritor, es lo menos que podía suceder.

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Pero volviendo á Italia y Alemania, se me dirá, y con razón, que si nuestro ejercito nos arruina y está además pésimamente organizado, hallándonos todos persuadidos de que cualquier guerra pararía en el mayor desastre, las dos naciones aliadas, en cambio de sus sacrificios, poseen una constitución militar de primer orden. En Italia recorrerán los campos gavilla de aldeanos famélicos, que antes de emigrar lanzan el grito de la desesperación: «¡Pan y trabajo!» En cambio esperan almorzar dentro de poco laureles y gloria.

Sí: no niego que el ejército alemán es en su género modelo; reconozco la marcialidad de sus oficiales, la perfecta instrucción de sus soldados; sólo pregunto: ¿es natural, en el siglo en que vivimos, que se reúnan dos poderosos Monarcas para tratar únicamente de hazañas bélicas, ni más ni menos que si el uno fuese Agamenón, rey de reyes, y el otro Aquiles, hijo de Peleo? ¿Se concibe que, en vez de pensar en los adelantos literarios y científicos, recorrer los museos y los hospitales, comunicarse el progrese de las artes en sus respectivos dominios, presentarse los ciudadanos que son honra del siglo en que viven, estudiar de mancomún las necesidades de los pueblos y el estado de la política interior, no hagan más que revistas y revistas, desfiles y desfiles, visitas y visitas de cuarteles?

¿Cuándo se acabará la incertidumbre de Europa? ¿Cuándo se despejará el horizonte y vendrá el suspirado desarme, que devuelva los brazos á la agricultura y el dinero á las arcas del Erario? Llegue enhorabuena el conflicto; descargue la nube, resuélvase el problema, y sonría otra vez el sol. Razón tienen los fueristas bascos: en tiempo de paz, es risible oir el redoble del tambor y el sonido de la corneta; en tiempo de guerra, es indigno ver á nadie que no sea soldado, porque, en peligro la patria, todo varón debe empuñar el fusil.

A los franceses no les ha caído en gracia el viaje del monarca italiano. Se les figura una protesta, más ó menos explícita, contra el éxito de la Exposición. se han desquitado ridiculizando algunos pormenores de la hospitalidad alemana, riéndose de los menus de los festines regio-imperiales, comentando la amazona de paño blanco y el chambergo con plumas de la Emperatriz. Los Holienzollern, en efecto, son una raza de soldados: la economía, la sencillez, la modestia, constituyen en ellos una tradición, legada por el célebre Federico, que echaba mangas nuevas, botones y remiendos á las casacas militares. No habrán ofrecido á Humberto un hospedaje refinado; en cambio le han hecho testigo del delirante entusiasmo de un pueblo que tiene la fortuna de amar sus instituciones, que no cesa de vitorear á su Emperador apenas pone el pie en la calle ó se asoma á los balcones de palacio.

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Aquí hay humor y gente para todo: París es tan vasto, que en él cada cual puede encontrar vado á sus aficiones y satisfacción de sus caprichos. En una de mis últimas cartas habló del banquete de los legitimistas ó Mancos, presidido por el príncipe de Valori: después he visto que los orleanistas no se quedan atrás. Con motivo de haber celebrado los condes de París sus bodas de plata (atroz galicismo ó germanismo y candorosa costumbre que va aclimatándose mucho en todas partes), magníficos presentes y vagones de ramilletes de rosas han sido enviados á Sheen House, actual residencia de los «príncipes».

Uno de estos ramilletes de flores simbólicas he admirado ayer, cuando me dirigía hacia la Exposición con ánimo de verla por fuera, pues la visita por dentro debe reservarse para cuando todas las instalaciones se encuentren completas (y he de advertir que no lo están todavía). Exterior como interiormente, esta inmensa aglomeración de edificios causa vértigo.

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Desde las plataformas de la torre Eiffel se dominará perfectamente la totalidad de la. Exposición, toda la Explanada de los Inválidos, el Campo de Marte y el parque del Trocadero. Como sólo una vez piense ascender á la torre, ese día la describiré, antes que se disipe la impresión que haya experimentado; por hoy me contento con subir á la galería circular del palacio del Trocadero, desde donde puede otearse todo, excepto la Explanada de los Inválidos.

Lo primerito que atrae nuestras miradas ¿qué ha de ser sino la torre? En medio de su inmensidad, la pirámide de hierro es majestuosa, proporcionada, elegante: su misma férrea caparazón tiene esbeltez. No; ya dije que hoy no quería hablar de ella.

Allá abajo rueda la gran cascada, y de tazón en tazón viene á parar en el pilón donde se aplana y reposa. La cascada es antigua ya, y si alguna caída de agua pudiese ser de mal gusto, ésta lo sería. Se asemeja á una decoración de ópera, y contribuyen á la semejanza los cuatro avechuchos de dorada fundición que la guarnecen. A uno y otro lado de la fuente se extiende el Parque, transformado en Exposición de Horticultura. Por allí anda también mi antiguo conocido el acuario, ni mejorado en tercio y quinto, y la futura Exposición geológica, que será indudablemente muy curiosa, pero que hoy por hoy se hulla en el estado de la inocencia. El Parque comunica con el puente de Tena y va á desembocar en el inmenso y grandioso Campo de Marte.

En él se ven desde luego los pabellones pertenecientes á la opulenta Compañía petrolera internacional; luego la Exposición particular de la sociedad electricista; y al extremo de la vasta construcción destinada al material de navegación y salvamento, el soberbio panorama de la Compañía Transatlántica.

Merece que nos detengamos en él. Panorama y diorama nos muestran en todo su esplendor la poderosa flota de la Compañía que realiza hoy las empresas atribuidas á los navegantes fenicios. Quien recorre el pabellón del Campo de Marte, puede forjarse la ilusión de estar á bordo de uno de eses hermosos vapores que han unido á Europa con América. Se visita el puente, el entrepuente, el sellado; se cruza por entre la arboladura; se ven las cámaras de los pasajeros de primera, el fumadero, el comedor; se conoce el navío en construcción Turena, lo mismo que si nos embarcásemos en él. Por lo que toca al pabellón en sí, dicen algunos que es una bonita obra arquitectónica; que se desarmará y se lo llevarán para armarlo otra vez en Nueva York. Confieso que este género de edificios en que domina el hierro me parecen todos de un carácter utilitario incompatible con la estética. Sólo la torre... ¡Ea! No, no hablemos todavía de ella.

Lo que llama la atención alrededor de la torre, es la especie de mascarada arquitectónica, conocida por Historia de la habitación humana, que comprende desde las ciudades lacustres y las cavernas de los trogloditas, hasta los palacios del Renacimiento italiano. Quizás diga algo, más adelante, de esta reconstrucción poco feliz: sólo de pasada la nombro ahora, al tratar de la Exposición por fuera.

Entre las descomunales patazas del coloso, como para quitar el aspecto industrial á los montantes de hierro que sostienen su mole, se eleva, hasta la altura de unos doce metros, la bella y artística fuente monumental, que, coronada por el arco en que se basa la torre, aparece en toda su elegancia. Es obra de un alumno del célebre ó ilustre Carpeaux; mide nueve metros de elevación y doce de diámetro, y comprende once figuras colosales: abajo, cinco que figuran las partes del mundo; más arriba, cuatro que sostienen un globo terráqueo circundado de una atmósfera de nubes, y sobre el globo, otras dos, airosas, esbeltas, lanzadas ¡como se dice en jerga de taller, que representan á la Noche intentando sujetar al Genio de la luz. Las cuatro figuras que soportan la esfera son la Historia, Mercurio con su caduceo y el saco de dinero (símbolo de la Exposición y del río de oro que trae á París) el Sueño y el Amor (éstos sí que no entiendo el papel que componen, pues aquí difícilmente queda tiempo de dormir, y supongo que ni de flirtear lo tendrán las hermosuras internacionales que vagan por estas arboledas y jardines).

A los pies de la torre, como tapiz oriental á los de un negro gigantazo, se extiende un parque á la inglesa, con colinitas, saltos de agua, arroyuelos, frescura y sombra; pero todo salpicado de pabelloncitos é instalaciones. Allí se desparrama el pabellón de la Compañía de Suez y Panamá; el de la Exposición brasileña; la Exposición de cervezas de la casa Tourtel; enfrente, los pabellones de Venezuela y Bolivia; no lejos, el de Chile; luego, el Palacio de los niños, paraíso de la chiquillería, con su indispensable teatrillo en miniatura. Bajando hacia el Sena y volviendo á pasar por delante de Venezuela, se llega á Méjico, construcción extensa que hace frente; á los edificios de la Manutención y la Aduana. Al otro lado del Parque, más pabelloncitos aun: la cervecería del ferrocarril, el pabellón de las Manufacturas del Estado, el de la Compañía del Gas, el de la sociedad telefónica, el finlandés, el noruego, el sueco, la oficina donde se ve la talla del diamante, el teatro de las Folies parisiennes—y, por último—justo es que le otorgue especial mención—el pabellón de la Prensa.

Aseguro que después de rondar todos estos edificios, se queda uno más molido que si le hubiesen dado una soberana paliza: digo, supongo yo que después de una paliza debe de quedarse muy molido quien la sufra, y sé por experiencia que recorrer el parque de la Exposición es un ejercicio de los más fatigosos. Buena parte de las construcciones que he citado no encierran nada que reclame mi atención: este vistazo rápido es lo único que les debo; pero al dárselo, entre el calor y el cansancio de la viajata en ziszás por estas enarenadas calles, estoy que se me puede recoger con cucharilla.

Ea hermosa herradura que forman los dos palacios gemelos y el de la Exposición, encierra un deleitose jardín, mitad inglés y mitad francés, salpicado de algún pabelloncito de industrias bonitas que confinan con el arte, verbigracia, las lozas, los mármoles, las maderas recortadas para construcción. La calle grande, resguardada por toldos, ofrece un refugio contra la lluvia y el sol: esta callo rodea la segunda fuente monumental, cuyo tazón descansa en un navío (la galera de Lutecia), y en la proa ó rostro de este navío se afirma en orgullosa y retadora actitud, dispuesto á entonar un cántico de victoria, el gallo galo.

Del centro del navío surge una estatua de Francia iluminando al mundo, en la cual todos ven reminiscencias de la célebre Libertad de la bahía de Nueva York. Alrededor de Francia se agrupan la Ciencia y la Industria, el Arte, la Agricultura, el genio de Francia, muchos geniecillos portadores de cuernos de Amaltea, varios cañaverales, la Envidia, la Pereza, y en el tazón inferior los ríos de Francia, con infinidad de tritones. No diré que esta fuente, de noche y con luz eléctrica de colores varios, no resulte decorativa y grandiosa; pero tanta comparsa de figurones y tanta balumba de atributos me obligan a recordar, por contraste, aquella joyita del arte llenamente, aquella fuente cilla de las Tortugas, que se encuentra en una solitaria plazoleta de Roma, y que por su admirable sencillez recrea los ojos, pone en equilibrio el espíritu y embelesa el alma. Hoy se ha perdido el secreto de las fuentes: no llegaremos nunca en ese á nuestros predecesores.

De los dos palacios gemelos, el uno es el de Bellas Artes (donde me detendré largo rato), y el otro el de las Artes liberales, donde se junta todo el material pedagógico y científico: tipografía, librería, material escolar, elementos necesarios para la pintura y la fotografía, instrumentos y aparatos de cirugía y medicina, chismes de los que se sirven los ingenieros, y planos de la sección antropológica y de la historia retrospectiva del trabajo. Este palacio—lo adivino—no ha de robarme mucho tiempo. Cada cual es como Dios le hizo, y á mí me falta la casilla de las máquinas, instrumentos y planos.

Dando la vuelta á los dos palacios de las Artes, encontramos hacía el segundo el pabellón de Nicaragua y el del Salvador; y subiendo hacia la escuela militar, nos salen al encuentro el del Uruguay, el de Santo Domingo, el del Paraguay, el de Guatemala y el de la India inglesa. Ante la fachada que mira al Sena, el pabellón de Mónaco y el de la pintura al pastel, y después otro mayor, el de los acuarelistas. Desde éste—haciendo case omiso de cinco grandes pabellones industriales—llegamos á la galería Rapp, y entramos en el Palacio, propiamente dicho, de la Exposición. Su redonda y majestuosa cúpula sería de gran efecto si la torro Eiffel no se comiese y no anulase todas las construcciones que tiene próximas. Además, la variada decoración de la cúpula misma me parece muy discutible desde el punto de vista del buen gusto. Su fondo es de pizarra, con oscuros reflejos metálicos, y los adornos de cobre, plomo y cinc resaltan en demasía. La portada carece de novedad y de severidad real; el balcón que la corta por medio contribuye á hacerla más mezquina; su tímpano es aplastado y pobre, y los dos figurones que á ambos lados la guarnecen, tienen el aspecto más industrial posible.

En las dos callos exteriores que orillan el palacio, pabellones y más pabellones, restaurarles y más restauran es, donde, á pretexto de servirle platos exóticos y con mucho color local, le sangran á uno bonitamente la bolsa: el rumano (que es la novedad de esta Exposición), el ruso, el bazar marroquí, la típica y célebre calle del Cairo, siempre atestada de gente, siempre animada. Al salir de ella y volver al jardín interior, á cualquiera menos á mí se le ocurriría consagrar enfáticos elogios á la Galería de las Máquinas, que á todo el mundo admira por la audacia de su construcción y su magnitud, como que es una superficie de cincuenta mil metros cuadrados, cubierta, sin ningún punto de apoyo; ni pilares, ni columnas, ni arcadas, ni nada, en suma, que pueda sostener la nave colosal. Para mí esto es un problema científico magistralmente resuelto, pero comprendo que no sé apreciarlo; que no lo admiro ni lo estimo á proporción de lo que debe de valer.

No me determino á describir detalladamente el palacio de la Agricultura ni la Explanada de los Inválidos, únicos puntos culminantes de la Exposición por fuera que no he pintado todavía. De esta última algo diré. Para ir á la Explanada de los Inválidos he tomado, no un asnillo egipcio enjaezado con terciopelo rojo, sino el camino de hierro de cintura que rodea á la Exposición.

No ostenta la Explanada grandes palacios de hierro, sino mucho pintoresco pabelloncito, mucha aldehuela exótica, habitada por indígenas; el palacio argelino, el palacio tunecino, la Exposición colonial y varios estanques, donde navegan en piraguas neocaledonios y haitianos legítimos. El Tonkín, el imperio annamita, Cochinchina, se encuentran representados por numerosos obreros; un teatro asiático, que da tres funciones diarias; diferentes pagodas de bulbosas cúpulas, y un templo donde el ídolo de Buda cierra los ojos por no marearse con tanta actividad, lo más opuesto á sus soñolientas doctrinas. ¿Y qué más merco o citarse cu la Exposición por fuera? La puerta de la Exposición militar, que representa una fortaleza del siglo XV, con sus dos torreones redondos y almenados, y su puntiagudo techo, flanqueado de torrecillas.

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El día mismo en que me dí el formidable pasco de recorrer toda la Exposición, después de haberla contemplado á vista de pájaro desde la galería circular, supe que por la noche se celebraba un banquete, al cual no pude asistir por bailarme muy fatigada, pero al cual asistí otros años, y, por lo tanto, debo consagrarle una memoria.

Yo no sé si en América existen sociedades de Folk-Lore, ó ciencia popular, para hablar en cristiano: en el viejo Continente, á causa de su misma vejez, la idea del Folk-Lore, sajona de origen, ha prendido y arraigado de tal suerte, que van tomando carta de naturaleza en nuestros idiomas neolatinos las palabras folklórico, folklorístico, folklorista, cuyo sentido ya comprende todo el mundo.

Tienen por objeto las sociedades de Folk-Lore recoger, archivar e interpretar, si es posible, las preocupaciones, supersticiones, creencias, mitos, leyendas, consejos, refranes, tradiciones y cuentos que el adelanto de las sociedades y la mano niveladora de la civilización van extinguiendo y borrando por todas partes. Creen los fundadores del Folk-Lore que en esto terreno de aluvión donde ha ido depositándose lentamente el remanse de los siglos pasados y las edades desvanecidas, se encuentran los gérmenes de la vida histórica de las naciones, la clave de su arte, de su literatura, el fondo mismo de su carácter. Ayudadas por el movimiento regionalista y localista que hoy se manifiesta enérgicamente en Europa, las sociedades de Folk-Lore han adquirido en pocos años extraordinario vuelo, y cundido por los más remotos países.

No existían en España más que dos de estas sociedades cuando fundó yo en mi tierra el Folk-Lore Gallego, que ha sido de los más activos, y tal vez algo útil para la cultura regional. Porque el Folk-Lore que parece una reunión de curiosos impertinentes dedicados á estereotipar cuentos de viejas, en realidad guarda estrecha conexión con varias ciencias, de las que más camino llevan andado en el presente siglo—etnografía, lingüística, mito grafía, antropología.—Por ese no me sorprendió poco ni mucho, al llegar á París, encontrar establecido un Folk-Lore bajo el gracioso título de sociedad de Ma mère l'Ole (como si dijésemos, Sociedad de Maricastaña ó del Rey que rabió por gachas) y ver que en el seno de esa sociedad figuraban sabios de tanto nombre como Renan, Mortillet, Sebillot, el príncipe Rolando Bonaparte y otros muchos á quienes sin eluda me parezco, ya que no en los conocimientos científicos, en no importárseme un bledo que me acusen de ir con el cuévano recogiendo las trapeterías y las telarañas del pasado.

Digo, pues, que esta sociedad de Ma mère l'Oie, con la cual llevo hace años cordial relación, celebra todos los meses una comida, á que he asistido diferentes veces, y que la galantería de mis colegas en saber popular:me obligó siempre á presidir. Verificábanse los agapes en un restaurant; pero hace dos años, deseosos los folkloristas de instalarse mejor, se convinieron con uno de los muchos círculos que en París existen, llamado el Cercle Saint-Simon, el cual se ofreció á darles, mediante un razonable subsidio, casa, luz, biblioteca, periódicos y local para el acostumbrado banquete. Apenas acomodados en el Cercle, me convidaron los folkloristas á asistir á la primera reunión gastronómica.

Aquí entra un curioso incidente. El mayor núcleo de socios del Cerele Saint-Simón se compone de protestantes; ignoro si calvinistas, luteranos ó evangélicos, pero protestantes al fin. Sabedores de que los folkloristas habían convidado á una dama, muchos socios, con la clásica intolerancia y la poca cortesía de los puritanos, elevaron una protesta. Aquí del apuro de mis anfitriones. ¿Iban á desconvidarme? ¿Se malquistarían con la sociedad? En esta duda estaban cuando mi anciano y respetable amigo el conde de Puymaigre, el eminente autor de La corte literaria de D. Juan II, rey de Castilla, el traductor del Víctorial, a quien la Academia Española nombró socio correspondiente el año pasado, intervino en la cuestión, mostrando un ardor y una vehemencia caballeresca propia de edad más lozana que la suya. ¿Cómo se entiendo? ¿soñar siquiera en rendir el pabellón ante gente necia y descomedida, cuando estaba de por medio una señora? ¿No sabían quién era yo? ¿Ignoraban mi representación literaria, mis servicios al FolkLore, etc., etc.? En suma, tanto dijo el simpático Néstor, que la asamblea de los argivos aplaudió, y quedó resuelto el incidente, derrotando el saber popular á la Reforma.

Yo me enteró de la polémica cuando ya estaba sentada á la larga mesa de cincuenta cubiertos, teniendo á mi derecha al príncipe Rolando Bonaparte y á mi izquierda al docto euskarófilo Juliano Vinsen. Renan, no se sí ocupado ó indispuesto, no había podido asistir. El príncipe, deseoso de dar color local al banquete y de relacionar á nuestros paladares con los platos de su tierra, contribuía con una provisión de bollos de harina de castaña, quesos de oveja, empedrados de higos, tortas de maíz y cebada, roscos más duros que las paredes de la habitación prehistórica, y otros manjares corsos que, sin pecar de maliciosa, bien puedo figurarme que no gustaron tanto á los comensales como el Jerez, el Valdepeñas rancio y el San Vicente que les ofrecí yo, deseosa de lucir los chispeantes, los dorados, los incomparables vinos de la patria española.

En Francia es costumbre aneja cantar á los postres, y esta costumbre no la perdonan los folkloristas. Yo vale tener buena ni mala voz; no hay que disculparse con que se carece de afinación, ó de oído, ó de conocimientos en el solfeo, ó de humor, ó de todas estas cosas juntas; y sólo se exime uno del canticio apelando, como yo, á recitar una poesía, que ha de ser popular y en dialecto. Cantaron, pues, ó recitaron por turno los cincuenta comensales, cada uno las canciones ó las baladas de su país. Un japonesito, que parecía una figura de barro cocido, nos narró no sé qué historieta amorosa, en su lengua por supuesto, con lo cual dicho se está que nos quedamos en ayunas y que él pudo muy á su sabor llenarnos de desvergüenzas, aunque no lo creo, pues con sus ojuelos oblicuos y su cabecita de calabacín parecía excelente persona, y mostraba hallarse muy confuso é intimidado. Un bajo-bretón no sólo nos cantó una leyenda preciosa, sino que bailó la célebre danza popular de Los zuecos de la Reina Ana, Un inglés nos ofreció un canto bárdico del país de Gales. Un normando entonó alegres estribillos, que olían á manzana en flor y sidra fresca. Por último, un negro haitiano nos hizo oir una nana ó canto de cuna, que á todos nos agradó mucho por su inocente gracia criolla.

Aquella mesa era abreviado trasunto ó, mejor dicho, profecía de la Exposición universal. Tocios los países, todas las razas, todas las lenguas se reunían en torno de la mesa cosmopolita, al amparo de la vieja tradición y de la joven fraternidad de los pueblos. Al empezarse los brindis, el más caluroso y entusiasta fué para Galicia; amabilidad que agradecí mucho en nombre de ella y en el mío propio.

Las conversaciones merecían que las hubiese apuntado un taquígrafo. A mi lado se hablaba de cráneos, conversación de molde para cortar el apetito á quien no sea un sabio de tomo y lomo, cual el ilustre Mortillet. Los cráneos de mi tierra, del Occidente de España, eran cabalmente lo que traía á aquellos insignes prehistoriógrafos vueltos tarumba. De las demás regiones españolas habían logrado juntar una mediana colección, suficiente para discernir el tipo étnico; pero de mi país no andaba por los Museos antropológicos ni una mala calavera. Yo me sonreía, pensando cu el supersticioso respeto con que el gallego mira los cementerios, las sepulturas y todo lo que podemos llamar la religión ancestral ó culto de los antepasados. ¡Conseguir un cráneo gallego! Empresa muy difícil. «¡Y decir, exclamaba Mortillet, que tenemos cráneos de malgachos, de peruanos, de lapones, de samoyedos, de aztecas, y no podemos lograr un cráneo procedente del país de esta señora! Al menos, señora, dígnese usted decirme si prevalece la dolicocefalia ó la braquicefalia.»

En tan inocentes disquisiciones entretuvimos la comida, que no terminó antes de las doce de la noche.

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