Carta X Cacharros, muebles, encajes, joyas

París, 5 de Junio.

Me he prometido á mí misma hablar algo de la parto industrial de la Exposición francesa, y la verdad es que me he metido en camisa de once varas. Los juicios serios acerca de industria han de ser comparativos. ¿Adelantó mucho la maquinaria inglesa, pongo por case, desde los últimos certámenes? La cerámica y la cristalería francesas, ¿se presentan con más lucimiento hoy que ayer? ¿Se advierte progrese en la ebanistería española? Y por el estilo, bien puede formularse un millón de preguntas, á las cuales yo no sé contestar, ni me incumbe. Por lo cual esta carta tiene que resultar deficientísima,, no reflejando sino la impresión reflexiva y puramente estética de quien no ve en la industria otro atractivo que servir de pretexto á las aplicaciones del arte.

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En este particular, yo creo que adelanta nuestro siglo, y—aunque dañado por una anarquía y un espíritu ecléctico que le llevan á armar cada pisto de dos mil diablos con lo japonés y lo etrusco y lo rococó, y lo gótico y lo renaciente, todo revuelto—no puede negarse que el gusto actual en muebles y utensilios domésticos, y basta en indumentaria, mejora notablemente, y cunde entre todas las clases de la sociedad. Bien lo prueba lo rebuscadas que andan hoy las antiguallas artísticas, las telas, porcelanas, tapicerías y esculturas, tan desdeñadas hace medio siglo, que sólo algunos curiosos inteligentes comprendían su valor y las compraban por un pedazo de pan. Apenas se entra en una casa, por más modestos que sean sus dueños, se echa de ver la apeche de infusión artística que se verifica en la sociedad de años á esta parte. El vargueño, el cuadro, el cacharro, el esmalte, la pieza de argentería de curiosa labor, objetos ayer arrumbados, ocupan sitio preferente, y se enseñan con satisfacción y orgullo, y hasta se imitan y reproducen en muebles nuevos de aquí tiene que resultar, y resulta, mayor inteligencia y arte en los fabricantes y trabajadores, más refinamiento y exigencia delicada en los consumidores, y un progrese general muy efectivo, aunque lento y casi insensible en las naciones atrasadas.

Tomemos por ejemplo la cerámica. La afición á los cacharros bonitos y á los muñequitos bien hechos, es tal vez la que más se ha propagado en España, y sobre todo entre las señoras. No sólo los comedores, sino las salas de recibir, los despachos y gabinetes, se adornan con platos colgados, y ya, en vez del clásico cucurucho de dulces, ó de la caja de plegado rase, se regalan cacharros en bodas y bautizos, Pues bien—y aquí entra lo del atraso:—en España, donde tenemos tradiciones gloriosísimas de cerámica y debiéramos bastarnos á nosotros mismos, nos hemos dejado invadir por la vulgar porcelana francesa, ó por lo más tosco y antipático de la loza inglesa. En tal decadencia y abandono se encuentra esta industria eminentemente artística, que nuestra fábrica de la Moncloa no ha remitido á la Exposición ni una sola muestra de sus labores, por no creerse en condiciones para olio. La loza española, con su ingenuidad encantadora de dibujo y su caprichosa energía de colorido, con su sabor árabe ó barroco, no aparece en el Certamen de París; el azulejo, la decoración por excelencia de los países cálidos, con la armoniosa tonalidad de sus esmaltes vítreos y la oriental riqueza de sus dibujos, no figura en el Campo de Marte. Allí puedo el curioso adquirir jarrones persas, botijos indios y maravillosas porcelanas de Vegdwood: pero no un cacharro de loza estanífera que le recuerde, con sus cambiantes reflejos y sus extraños pajarracos, la tierra del sol y las antiguas glorias de la alfarería ibérica.

Digo mal. La alfarería ibérica está representada, y no sin algún lucimiento, por las lozas y mayólicas de Portugal. Este pequeño reino, sediento de adelanto y deseoso de cultivar lo que le caracteriza como nación, no descuida la cerámica, y alienta y ensalza todas las tentativas (más ó monos felices) de creación de un arte cerámico portugués, más apegado á la tradición de Lucas de la Robia y Bernardo de Palissy que á la cacharrería moderna. El defecto de la cerámica portuguesa que se exhibe en París es el que ya tuve ocasión de notar cuando hace un año visité en Caldas da Rainha la fábrica de Bordalho Piñeiro: una exageración de modelado que raya en grotesca; una densidad del color que quita toda finura á la pasta, y una fragilidad suma, de la cual resulta una inutilidad casi completa. Porque, en efecto, si un vaso ó fuente no resiste el paso del plumero ó el roce del fino cepillito empapado en agua y jabón, ¿cabe utilizarlo como elemento decorativo? Prescindamos ya de que no pueda dedicarse á fines útiles; mas ni aun para recreo de la vista sirve un objeto tan rompedizo, máxime cuando la exquisita delicadeza no excusa la fragilidad. La solidez es también elemento estético, y una de las grandes condiciones del azulejo decorativo es su resistencia y la facilidad de asearlo. De ahí procede en parte la sensación de frescura y repose que causan los grandes frises de azulejo en las iglesias y palacios de Portugal. Entrar en una sala vestida de azulejos; es casi como entrar en un baño. No diré que las modernas lozas portuguesas sean despreciables; sí que pecan de quebradizas, inútiles y recargadas El que lo dude, pase de la sección portuguesa á la inglesa, y se convencerá.

Verdad que la cerámica inglesa no tiene rival en el mundo. Al penetrar en la sección destinada á la loza y cristal ingleses, se experimenta la impresión del que desde calle, el zaguán ó la antesala entra en el rico salón, amueblado con severo lujo, con pulcritud aristocrática de la cristalería inglesa bien puede decirse, sin hipérbole, que centellea como el diamante, que es transparente como el más puro trozo de hielo, y que las manos finas de las hadas modelaron sus gráciles formas. Y al mismo tiempo se ve que las sutiles copas y las aéreas botellas son útiles, llenan su fin propio, sirven para beber y para contener la bebida, y se prestan á aquel aseo riguroso que es la mejor salsa de un banquete para las personas cultas y rectamente sibaritas. Esto de la utilidad, unida á la señorial distinción, es distintivo de las lozas y cristales expuestos por la Gran Bretaña. No se ven allí objetos de primera inutilidad, de eses que aquí compramos ó compra la gente sencilla, «para finezas,» como si el toque del obsequio consistiese en regalar un embeleco estorboso; cada pieza tiene su aplicación positiva, ingeniosísima, que añade un deleite más ¿las comodidades del home y de la mesa. Como muestra de esta armonía entro el elemento estético y el practico, citaré un cacharro que adquirí en la instalación de Daniell para recogerlo en Septiembre. Es una fuente de servir rosas. sobre una concha de porcelana, que muestra la apetitosa blancura de la leche, corre una guirnalda de fresas pintadas con sorprendente verdad y guarnecidas de su gracioso follaje. La concha tiene un resalto, en el cual descansan dos primorosas vasijas decoradas con fresas sueltas y destinadas á contener el azúcar cernido y la nata. Otro servicio análogo, pero mucho más raro y lujoso, no presenta sólo el fruto de la fresa, sino la planta del fresal en flor, tan de realce y tan bien ejecutada, que parece que ha de despedir aroma sí nos ocurro olfatearla. Y pregunto yo: ¿habrá persona tan obtusa que encuentre el mismo paladar á unas fresas servidas en tosco frutero que á otras ofrecidas en estos deliciosos recipientes?

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Cuanto se diga en elogio de la cerámica inglesa será inferior á su mérito. Verdad que cuesta mucho, é Índica que sólo un pueblo opulento y amigo de embellecer el hogar pudo llevar á tal grado de perfección la vajilla y los utensilios domésticos. Además, supongo que los criados ingleses no romperán tanto como los de España, donde la casa más modesta, al cabo de seis meses, podría alzar un monte Testaccio con los cascos y los añicos de nidrio y loza. Si los Gedeones de allende la Mincha se dan tanto arte para romper las preciosidades que he visto en la sección inglesa, se necesita un Potosí para remediar los desperfectos. La copa de cristal más sencilla cuesta de catorce reales á un duro: el plato más gazmoño, más inocente, sin otro adorno que unos cándidos no me olvides, puede cotizarse de media libra á dos libras. Yo temblaba viendo á mis hijos corretear con su habitual é incoercible viveza, entre una fuente tasarla en dos mil duros y un jarrón que valla mil libras justas. ¡Santo Dios, si aciertan á resbalar y caerse! Me quedo en París embargada por los ingleses, en realidad de nación y en metáfora de acreedores.

Tratándose de porcelanas, claro está que no han de dejarse en el tintero las secciones china y japonesa. En el pabellón chino, construido precipitadamente y á ultima hora, no figuran más de quince expositores, en su mayoría ricos negociantes de Cantón. En opinión de la prensa francesa, el pabellón chino ofrece deslumbrador aspecto; para nosotros los españoles, hay en el algo de conocido y familiar dentro del exotismo. Las cosas chinas (las japonesas no) son esos chirimbolos que nosotros llamamos filipinos, y que huelen á capitán de barco y á familia musecrática.

En España el rico pañolón dibujado por Ayún ó Senquá, los abanicos multicolores con macaquitos de faz de marfil y ropaje de seda, las cajas oblongas de sándalo minuciosamente espléndido, los juegos de café, en cuya pintura dominan el rosa y el verde pálido, los mueblecillos de laca, con flores de nácar de colorines, son objetos que las primeras veces habrán gustado por la rareza, pero que ya se consideran un tanto cursis. He notado en el pabellón chino que todos los vendedores saben un poco de español; verdad que lo hablan con graciosa y disparatada libertad, á lo negrito: «Señora, compa mí tasa bonita... Señora, mira, yo no engaña, presio barato... Señora, te no encuentra París tanto rico...; de Suchong camina derecho; huele mucho bueno: do franco.»

¡Ah! Lo que es el Japón—al menos para ojos españoles—es otra cosa, otra cosa bien distinta, tan distinguida, retinada y aristocrática, como es vulgar lo chino. El propio edificio donde expone sus productos el imperio de Levante se puede llamar una monería. Está construido con materiales japoneses y antiguos, de tres siglos de fecha, y por obreros japoneses: tiene una puerta de madera esculpida, admirable: dentro todo es igualmente delicado; creación de un pueblo que posee, en mayor grado tal vez que otro alguno, el instinto de aplicar el arte á las necesidades más íntimas de la vida. Los porcelanas de Satsuma, con su inimitable armonía de colorido; los bronces repujad os, incrustados y nielados de oro, con una riqueza de inventiva que debieran estudiar nuestros amanerados dibujantes de Eibar y Toledo; los vasos tabicados (cloisennés), los griesteados (craquelés), las esculturas, llenas de realismo y de imitación de la naturaleza, ejecutadas en marfil y madera oscura; los cuadros pintados mitad á la acuarela y mitad á la aguja; las armas, los dragones ó quimeras, los ingeniosos juguetes, los farolillos, los bebés ó muñecos llorones, todo en la sección, japonesa ofrece un sello de elegancia que es más fácil notarlo que especificaren que consiste y por qué carecen de el ciertas naciones, verbigracia, Portugal y China, mientras otras, como Inglaterra, y el Japón, le ostentan marcadísimo.

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El mobiliario es de las industrias más íntimas y que con mayor elocuencia expresan, las costumbres de un pueblo. Los Estados Unidos exponen muebles sólidos, prácticos, lisos, feos, para decirlo pronto; y á no ser por el gran jarrón de plata maciza que vale veinticinco mil duros, y que mueble decorativo es al fin y al cabo, la sección industrial de Norte-América sería de lo más sencillo que encierra la Exposición. El cristal y las porcelanas yankees, si ofrecen la seriedad y la magnificencia inglesas, se quedan muy atrás en variedad y gusto. Los muebles ingleses reúnen utilidad y riqueza artística: el fino azulejo británico, las ricas tallas del Renacimiento, las maderas empleadas hábilmente, bien elegidas, el dorado sobrio, el adorno oportuno, hacen de los aparadores, mesas y armarios ingleses otras tantas piezas maestras. No se concibe el apuro, la trampa, ni la escasez en ningún terreno, en casa donde existen muebles tan correctos y respetables. Infunden ose sentimiento que nace del espectáculo del desahogo en la posición, y del orden y amplitud en la vida; sentimiento que, sin ser la estimulación moral, se le parece mucho; la consideración. ¡Oh cuán elocuentes son los muebles de la sección inglesas, y también sus vidrios y sus lozas!

No se distingue España por su exhibición industrial. Caldos, aceites, chocolates, pasas, naranjas, almendras, tabacos...; en ese sí nos llevamos la palma., y nadie me convencerá á mí de que los vinos australianos pueden ponerle la ceniza en la frente al Jerez. Pero esto no es industria: lo brinda la próvida naturaleza, lo regalan el sol, el aire y la rutina laboriosa de una raza agrícola por excelencia. Y, sin embargo, la Exposición de Barcelona pudo haber fomentado en nosotros la esperanza de hacer brillantísima figura en el Certamen parisiense. De la que realmente hacemos en el terreno artístico industrial, vero si puedo hablar otro día: el asunto requeriría detenimiento, y no ser tocado como por casualidad.

Si el cetro del mobiliario le corresponde á Francia, es que me engañan á mí los ojos y la afición á lo delicado, nuevo y bonito, tan natural en la mujer. El arte industrial francés propendo á sacrificar la solidez á la ornamentación, lo grandioso á lo lindo: por ese su triunfo son los muebles Luis XV, la galante afeminación de los colores suaves y las doradas molduras, la línea muelle y curva de los sofás y de las bergères, la gracia ondulosa de la cornucopia-espejo y el indescriptible encanto del floreado y rameado de las sedas. En una palabra: el francés idea y desempeña mejor el mueble de tela que el mueble de talla, el imponente mueble que tan bien se adapta al genio de las razas del Norte. Hay en la Exposición una alcoba, blanco y oro, que embelesa á todas las muchachas. Nido de plumón de cisne ó de pluma de paloma, parece que está pidiendo el avecilla inocente, de fisonomía á lo Greuzo, digna de habitar tan poética jaula. La cual sólo costará unos diez ó doce mil duros: bagatela.

En porcelanas y tapicerías, los franceses descuellan desde hace muchos años. Hoy han aplicado todo su conato á sorprender o imitar los procedimientos de la cerámica china y japonesa, robándole el secreto de sus esmaltes y pastas. Las pruebas de su importante adquisición se encuentran en el Campo de Marte, patentes á quien deseo estudiarlas.

Hay una riqueza de color sorprendente en este nuevo producto llamado porcelana clara. En el mosaico han adelantado también, deseosos de competir con Italia. Y en su estilo propio, el género Sèvres, exponen jarrones y servicios capaces de tentar á la persona más económica. No os el Sèvres mi estilo predilecto: sin embargo, ejecutado con tal perfección, me atrae.

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Expone también Francia la luna de espejo más grande que nunca se ha fabricado en el mundo. ¿No tiene mucho de simbólico? El dominio de Francia sobre Europa, del espejo nace y procede. La coquetería y la moda son las armas mejor templadas y más agudas de que Francia hace uso. Si adoptase nuevo blasón, en vez del gallo, debería poner el pavo real, y por tenantes un espejillo y una caja de velutina.

Industria menos frívola, y hasta con un barniz histórico y mediaval que la ennoblece mucho, es la tapicería nacional francesa, los Gobelinos. Más que industria, puede considerarse arte, al menos en sus resultados. En realidad, un hermoso tapiz agrada á la vista y decora la habitación tan regiamente como una obra maestra pictórica. Su coste impide que se vulgaricen, y su carácter es siempre nobiliario, grave y majestuoso. Una fábrica de tapices como los Gobelinos honra á una nación.

Ninguna de las europeas presenta tapices decorativos tan grandiosos como los destinados á adornar, después de cerrada la Exposición, el palacio del Elíseo, haciendo compañía á muchos y muy soberbios que la morada presidencial encierra.

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De los tejidos de seda y los encajes franceses también puede afirmarse que son de primer orden. ¿Quién le disputa la palma á Lyon en sederías? Así los riquísimos terciopelos brochados ó labrados para muebles, como los géneros llamados á barrer el pise de las salas de baile vistiendo á las damas, son un prodigio de dibujo y una magia de colorido. Hay una tela—fondo de rase azul pálido, sobre la cual se confunden rosas te, medio deshojadas ó entreabiertas, y ramas de lila blanca sembradas como á capricho,—que, más que tola, es mi verdadero cuadro de lloros, una obra de arte, por consiguiente. Hay otra—fondo de oro oscuro y mate, como si lo hubiese tostado y amortiguado el uso, sobre la cual se destacan pensamientos de tamaño y color natural, de variados matices, de aterciopeladas hojas, con su follaje—que me tuvo diez minutos en contemplación:—y nótese que diez minutos de contemplación en París son palabras mayores, porque siempre se anda de prisa. Vestirse con semejantes tolas sería ardua empresa, á menos que las manejo y corto la tijera de un gran artista en indumentaria femenil: son telas que eclipsan ala mujer que las usa; atraen demasiado la vista, la entretienen con exceso, y dañan al conjunto. Colgadas en el escaparate, adquieren su verdadero interés, su importancia artística, que es real. Nada quiero decir de los bordados, ni de las primorosas cintas y flores artificiales, pajaritos y plumas. En los encajes sí: no merece llamarse mujer la que pasa insensible ante las instalaciones de Chantilly y Alançon.

En virtud de una curiosa analogía, puede notarse que los mejores encajes reproducen casi siempre estilos arquitectónicos propios de la tierra en que se fabrican: las delicadas mallas del hilo compiten con la dura piedra. Esta regla es aplicable al encaje inglés, al de Brujas, al guipur, al Venecia. El Alençon, rey de los encajes, dulcemente moreno, cual si el sol oriental le hubiese acariciado mucho, ostenta en su diseño la complicada riqueza de las cresterías entre moriscas y góticas del punto de Venecia, del cual procede. La energía y realce de su dibujo proviene de que cada línea de hilo sutilísimo, encubre un timbre tan fino como el más delgado cabello; alambre que no quita nada de su flexibilidad al encaje, ni se puede admitir su existencia sino aguzando mucho la vista y el tacto. El Alençon es carísimo; en la Exposición hay pañuelos, guarniciones y velos nupciales, que valen una millonada de francos; y sólo en las novelas de Eugenio Sué andan por las ventanas «cortinas dobles» de este encaje, reservado al adorno de las damas más antojadizas, pudientes y gastadoras.

La sección belga no se queda atrás en esto de randas: Malinas disputa á Alençon la primacia. El Bruselas, que está más al alcance de todas las fortunas, agota la variedad de sus motivos y temas, antes floridos que arquitectónicos. Cuando no alcanza á expresar bien las curvas virginales de una azucena ó la frescura de una rosa, acude ó otros géneros, y mezcla una flor de punto de aguja ó de Venecia, que se destaca con brío sobre el fondo, algo desleído, del Bruselas. El que quiera ver cómo se realizan tales maravillas, no necesita sino entrar en un pabelloncito donde las encajeras trabajan, manejando con increíble destreza sus palillitos menudos, clavando y desclavando alfileres microscópicos, dedicando una mañana á hacer brotar de sus prolongadas agujas el pétalo de un lirio ó el remate de una estrella.

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Descuella en la sección de Italia—al menos para mí, que voy prescindiendo de las industrias meramente útiles—el vidrio veneciano. Es una industria histórica, que no se transforma, pues está repitiendo eternamente los mismos tipos; pero que como nació tan seductora, no ha menester remozarse. Siempre los mismos espejos, que parecen rodeados de estalactitas de nieve y de flores fantásticas, tenidas con el gualda, rosicler y azul de los cielos al amanecer. Siempre las mismas copas y ánforas tornaseladas, que conservan en apariencia la huella del pulpejo que las modeló, Siempre las mismas arañas, que parecen sartas de gotas de rocío y lagrimillas cuajadas en la mejilla de algún querubín. A la verdad, es difícil innovar dentro de un estilo tan poético. Cualquier tentativa utilitaria desprestigiaría á la cristalería veneciana. No se concibe que la casa Salviati fabrique copas de champaña, enjuagues ó botellas comunes y corrientes. La tradición se impone demasiado á esta industria, que parece nacida, como otra Venus, sobre la espuma de las olas del Adriático cuando las riza la brisa y las dora el sol.

Al hablar de tapices he olvidado—pero no quiero que el olvido persevere—los de Holanda, de la Real fábrica de Eventer, que son admirables, y las porcelanas de Delft, que conocen bien los aficionados á cerámica, por ser uno de los productos favoritos de la moderna cacharrería. También los cachorros de la sección persa merecen mención especial. Ignoro si el que compre allí está copiado de algún modelo antiguo; pero sé que es sumamente típico, y que las figuras que lo adornan recuerdan exactamente las miniaturas del célebre libro de caballería iraniano el Schah-Nameh. En el Palacio indio se venden también graciosos jarros de un azul original, que no existe en nuestra cerámica española, y tampoco se parece al azul porcelana de Sèvres, sino más bien al azul mate y limpio de la turquesa, viva. Una cosa he observado, y es, que cuanto más atrasados son los países que exponen, más aspecto puramente artístico ofrece su Exposición. Las de Persia y el Indostán confirman plenamente esta regla. En ambas abundan los trabajos cincelados de cobre y latón, las espléndidas armas, las tapicerías viejas, las alfombras suaves, las telas de colores; y la sección india descuella por los cachivaches de plata cincelada, que verdaderamente se diferencian de todos los demás del mismo metal que se ven por el mundo. Es una aplicación del estilo hierático á los objetos de use doméstico. Cada cucharilla para el té remata, en un Ganesa ó una Trimurti: alrededor de las tenacillas del azúcar se enrosca la simbólica serpiente: una tetera representa el Nirvana ó la creación del mundo. Es precioso, y presumo que los ingleses deben de fomentar mucho semejante industria, á la vez exótica y familiar. Verdad que se nos figura algo raro hacer de un Buda el mango de un cortaplumas ó el ojo de unas tijeras; mas el trabajo es tan curioso, que la extrañeza se olvida.

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Los plateros rusos han procedido lo mismo que los indios, aplicando el hieratismo á las cucharillas y los servicios de té. Hay en la sección moscovita esmaltes bizantinos, filigranas admirables, que recuerdan confusamente la forma del cáliz, del incensario ó de la patena, al través de la forma del platillo ó la cuchara. No encierra la Exposición muchas cosas tan artísticas como la orfebrería rusa.

¿Y las joyas? Insensiblemente hace rato que doy vueltas alrededor de ellas, sin atreverme á entrar en ese terreno, que ya tiene un pie en el reino de la moda. Las joyas en la Exposición de 1889, no sólo desempeñan papel importantísimo, sino que abundan y casi hastían. Aquí, un pabellón donde el público presencia todas las operaciones de la talla del diamanto, desde que le arrancan de la ganga en que duerme hasta que ostenta sus mil facetas y lanza destellos multicolores. Allá, el escaparate en que un joyero artista expone arracadas y collares, que son copia exacta de las que lucen las hermosuras muertas hace trescientos años y retratadas en el Louvre, Más allá, perlas en su concha, perlas del grosor de un huevo de paloma, perlas de todos los matices y de todos los reflejos: negras, violadas, azuladas, rojizas, rosadas, blancas y hasta color de canela. Acullá, todas las flores de los invernáculos, y aun toda la maleza de los matorrales, lirios y cardos, rosas y ramas de espino, hechas de pedrería y sin aplicación aparente, como no sea para colocar en los jarrones del tocador de alguna Emperatriz, que, habiéndose vuelto loca, quiera convertir en brillantes los productos de su jardín. Más adelante, un solitario colosal, adherido automáticamente al vidrio del escaparate, y que al parecer se nos viene á las manos. Y después, vivières que deslumbran, diademas que marean, brazaletes que echan chispas y culebras de esmeraldas que nos miran con ojazos feroces de rubíes... Vamos, que ya cansa tanta preciosidad. Entran ganas de quitarse los pendientes y tirarlos al arroyo.

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Aun en esto de las joyas cada país conserva su individualidad. El francés hace la joya coquetona y ligera, llamada á realzar la belleza de la mujer, según cumple á lo que al fin y al cabo es no más que accesorio, siquiera valga millones. El inglés la hace decorativa, solemne, ostentosa, y firme: de gusto severo y clásico, de intachable montura, de extraordinaria riqueza. El norteamericano, original y costosísima. El ruso, de sabor oriental, como si saliese del tesoro de una madona. El portugués engasta poquitos diamantes en mucho oro ó plata. En la Exposición hay ejemplos de todos estos estilos nacionales.

Y ahora, si alguien me pregunta: Y la estearina, y los algodones, y los productos químicos y alimenticios, y la metalurgia, y las materias textiles, y la industria forestal, y el jabón, y el aceite, y los cueros, y tantísima divina cosa como habrá en ese Campo de Marte ¡dónde se las deja usted? Respondo que me las dejo donde debe dejarse todo aquello que ni nos divierte, ni nos interesa, ni nos es conocido, ni, en suma, nos compete tratar. En el departamento de los Estados Unidos hay una Venus de Milo de tamaño natural, modelada en chocolate. Es cuanto puedo decir sobre productos alimenticios; y, con franqueza, si estuviera en mi mano, la repartiría á los muchachos para que se la comiesen.

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