Carta XIII Cocheros y represion

París, 1. Junio

De las regiones del arte pasaré á las de la más humilde realidad: una realidad que, humilde y todo, nos trae mareados y embromadísimos: hablo de la huelga de los cocheros.

Los cocheros de punto, ó simones, como en Madrid se dice, son (hablando en general) la casta de gente mas soez y gruñona que Dios echo al mundo. La mitad de las desazones que sufre el infeliz viajero cuando sale de su casa con el honrado propósito de echar una cana al aire y romperles el alma á unos cuantos duros, son debidas á la gente cocheril. Si á los que no tenemos traza de provincianos ni aspecto de inocentes consiguen explotarnos y abusar de nosotros siete veces al día, ¿qué será al cándido ciudadano provisto de saco y gemelos, ignorante de las calles y de las tarifas y deseoso de llegar pronto, y determinado á no reparar en peseta arriba ó abajo? Con las tretas de los cocheros se podría hacer un libro, lo mismo que se ha hecho un diccionario de germanía con sus injurias y palabrotas.

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Y es de notar que el cochero de punto se parece al jesuíta... en una cosa solamente: en que no tiene patria. Todas las demás profesiones conservan algún color local, alguna fisonomía propia de su nación: el cochero de punto es igual á sí mismo en donde quiera que esté. La propia avidez y barbaridad he notado en los españoles que en los portugueses; en los portugueses que en los franceses; en los franceses que en los inglesazos; en éstos que en los austríacos, suizos, italianos y belgas. Como los masones de la Edad Media, que iban por doquiera alzando catedrales góticas, los cocheros son una especie de secta conjurada y agremiada contra el bolsillo, la paciencia y el decoro del parroquiano. Yo no se si el cochero de Rusia, tan poéticamente descrito por Turgueneff el de la troika y del gorro peludo, será una variedad originalísima dentro de la especie; tal vez sea la pintura de un case aislado, de un individuo fenomenal, como alguno que encontré yo por las calles de Madrid, que tenía instrucción, que leía libros, que hablaba correctamente y conocía los países extranjeros; sólo que lo habían traído á tal situación corrimientos, desdichas y un republicanismo que si llevó á otros á muy altos puestos, á él no le condujo más que á Melilla, y luego á pescante de una berlina destartalada. Supongo que en Itusia, lo mismo que aquí y que en mi tierra, los cocheros de punto que hablan sin blasfemar ni enfurecerse, y que no le piden á uno la bolsa ó la vida, constituirán la honrosísima excepción.

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Aquí estos días andan picados de la tarántula. Han comprendido que el éxito de la Exposición era completo; que el Gobierno y el país lograban con él satisfacción y gloria; que los industriales parisienses se redondeaban, y que la nube de forasteros que diariamente arrojan sobre la metrópoli los trenes, necesita ante todo hallar expeditos los medios de locomoción. Omnibus, ríperes, tranvías, vapores-moscas, carruajes de lujo, todo es poco para la muchedumbre, y los catorce ó quince mil alquilones que en París existen son tan indispensables como el pan para la boca. Yo, desde que estoy aquí, puede decir se que habito en un coche de punto. ¿Cuál será mi consternación al verme amenazada de desahucio? Momentos son éstos en que acude á la memoria el socialista aforismo: «¡Lo que conviene al pueblo, es ley suprema!» ¿Por qué no hace el Alcalde de París una alcaldada (las alcaldadas son excelentes cuando son oportunas) y manda á la cárcel á dos mil cocheros atraillados como galgos, ó siquiera al sindicato que les fomenta sus insensatas pretensiónes? ¿Por qué no se improvisan en el ejército cocheros (no serán peores que los que cocheaban ayer y se niegan hoy á seguir cocheando) y se deja á eses vándalos con un palmo de narices? ¿Creen ellos que no hay sino comprometer el éxito de una empresa cual la Exposición, donde se han tirado millones y donde está empeñado el decoro de Francia, y que puede la cosa quedarse así y estar toda Europa pendiente del antojo de un hato de malcalzados, como diría el poeta del Romancero?

Asegurase que el Gobierno se da prisa extraordinaria para arreglar el conflicto, sin que se produzca una subida de precios muy desagradable para la gente forastera. Veremos cómo lo logra, pues de otro modo no sé qué va á ser de los que no podemos prescindir de salir á la calle y atravesar largas distancias y aprovechar todas las horas del día...¡ojalá tuviese cuarenta y ocho!

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También la política ofrece alguna amenidad y encrespamiento hoy. Mucha gente anda con las orejas gachas y el corazón no mayor que una fresa, desde que se han sorprendido los papeles de la correspondencia del General. ¡Sesenta mil cartas se encontraron! Y digo yo: ¿por qué le llaman liberal á un régimen bajo el cual implica mi peligro serio el escribir á determinado personaje político diciéndole «me agradan sus ideas de usted, y celebraré que prevalezcan y se impongan? »

También se me ocurre nuevamente que el país francés no puede prescindir de la sombra de la Monarquía; y lo prueba lo mucho que llevan y traen á Curnot y á madama Carnot en esta ocasión solemne para contrarrestar la popularidad del desterrado. El viaje del Presidente ha sido un remedo de viaje regio, con sus salvas, su acompañamiento, sus dispendiosos banquetes, sus entusiasmos de fabricación oficial, sus comisiones y grupos con ramitos de flores, sus discursos, sus vivas, todo cuanto suele acompañar el pase de un Monarca. Al lado del ídolo Boulanger, se pretende erigir la estatua de Carnet. Las naciones latinas no pueden avenirse al símbolo abstracto, á la seca fórmula: necesitan encarnar la opinión en un ser viviente y real.

A esta entronización de la persona va unida fatalmente una dosis de represión contra los enemigos de ella, más que del régimen. Aquí se habla muy en serio de persecuciones y de golpe de Estado; y algo semejante á los ya caducos procedimientos de la época imperial es el arresto de los principales bulangistas en Angulema. Llegados á esta ciudad por el tren de las diez y media Laguerre, Déroulede y Laissant, para dar una conferencia revisionista y presidir un banquete monstruo de quinientos cubiertos; recibidos con gran entusiasmo en la estación; aclamados, obsequiados con los indispensables ramilletes de claveles rojos, flor simbólica de Boulanger, la tropa interrumpe la manifestación descargando sablazos de plano y arrestando á los más entusiastas, y luego á los tres viajeros, á la puerta misma del hotel en que iban á tomar descanse. «¡No gritéis viva la República, que os prenderán!» exclamaba el fogoso Derouléde, «¡Gritad vivan los ladrones, ya veréis cómo no os hacen nada!» En suma, los viajeros y sus admiradores han sido conducidos á la cárcel, y el Comité nacional ha protestado diciendo que la patria está en peligro, y que la seguridad del ciudadano es palabra baldía.

Mas ¿qué le importa todo esto al viajero que se refocila en los cafés, bars y hospederías de la Exposición, que acude á la malograda fiesta de las flores, que anda de tienda en tienda, que no pierde ripio, y que se pasa el día abriendo la boca ante la torre Eiffel y las maravillas de las distintas instalaciones? ¡Buen cuidado nos dan á nosotros las armonías de Bismarck y de Crispi, la anunciada hégira del emperador de Alemania á mi país, la prisión de los bulangistas, la llegada de los príncipes de Gales, y la riña de gallos del Parlamento español, entre Martos y Sagasta (riña que, según parece, ha comenzado como el argumento del poema Los Niebelungos y los romances de los infantes de Lara, por una disputa de mujeres). Lo que nos tiene con el alma en un hilo no es la actitud de Tisza ni los planes de Derouléde, sino por la actitud y planes de los cocheros de punto. Si nos quedamos á pie en mitad de París, con este calor, no sé qué va á ser de nosotros. Engancharemos el caballo Pegaso á una carreta, y volaremos en alas de la poesía, siquiera no sea moda.

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