Carta XIV Gente menuda. una estrofa á zorrilla

París, Junio 29

Hoy, por descansar algún rato de la Exposición, resolví llevar á mis dos chiquillos, Jaime y Blanca, á ver el museo Grevin, que no es sino una colección de figuras de cera, pero maravillosa, digna de competir con la universalmente celebre de Tussard, en Londres.

Actualmente se piensa mucho en complacer, divertir y alegrar á los niños: nuestro siglo consagra á eses capullos de humanidad atención preferentísima y culto idolátrico; se les mima bastante, y se encuentra placer en despertar sus tiernas imaginaciones á la noción de la vida y del arte, y en allanarles el camino en sus primeras etapas. Así se explica el que yo me haya traído nada menos que á la Exposición parisiense á dos personajes de trece y diez años no cumplidos, y les enseñe (con la ilusión de que no pierdo el tiempo) cuadros, estatuas, bailes exóticos, instrumentos científicos, teatros y jardines

Para mí fué el plato más sabroso del mundo la emoción de mis dos muñecos en presencia del artístico Museo Grevin. La figura de cera, que en nuestro siglo ha llegado á suma perfección, aun cuando en el siglo XVI la alcanzó tal como lo prueban los retratos en cera que conserva el Museo del Louvre, se diferencia de la escultura en que ofrece evidente carácter dramático; si con alguna escultura pudiese compararse, sería con nuestras antiguas imágenes vestidas, que tienen de madera la cabeza y las manos, y ostentan un realismo enérgico y aterrador. Ignoro por qué misteriosa relación de la materia con la forma artística, lo que mejor cuadra á la madera y á la cera son las escenas trágicas y las expresiones violentas, así como el mármol parece que no es capaz de expresar pasiones, y sí sólo majestad olímpica, serenidad y repose. Tussaud y Grevin, los dos famosos coleccionistas, no lo ignoran, y han sacado gran partido de las reproducciones de crímenes y muertes.

En la niñez, la vista de una galería de figuras de cera causa siempre unas miajas de susto, unidas á misterioso deleite, que nace del juego moral, del terror ficticio y puramente cómico. La niñez ama la ficción del peligro, y todos los chiquillos se crecen cuando pueden decir: «pues yo ví el asesinato que está en las figuras de cera y no tuve miedo ninguno.» Blanca, la criatura que va á cumplir diez años, entro en la galería, pálida, con sus ojos de azabache dilatadísimos, cogida de mi mano y apretándomela fuertemente sin darse cuenta de ello; en cambio Jaime, el caballerito que frisa ya en los trece, se reía y burlaba de la actitud de su hermanilla, y se metía en las salas como trasquilado por iglesia, haciendo muecas á los figurones más pavorosos ó á los más respetables personajes de la colección.

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Y por allí andaban los que Europa conoce y admira, los que más influyen en su destino: Bismarck, con sus mandibular as de perro dogo; la reina Victoria, con su corona de Emperatriz; Lesseps, muy respetable; el Zar de Rusia, tan marcial: Chevreuil, el centenario, luciendo las venerables canas; Zola, respingando la nariz y guiñando los ojos; Daudet, con su cabellera merovingia; luego las escenas compuestas lo mismo que un cuadro, perfectas en su desempeño, que se confunden con la realidad: el cuarto de la bailarina en la Grande Opera, el palco del administrador en la Comedia Francesa, durante un ensayo, el donosísimo «grupo de académicos,» que casi me parecía que iban á levantarse de la banqueta de rojo terciopelo y ponerse á bromear ó á discutir conmigo; la enamorada pareja que charla al amparo de una columna; la «audiencia en el Vaticano», con la ascética figura del Papa allá en el fondo y el admirable guardia suizo en primer término: el artístico cuadro de Luis XVI y su familia en la prisión del Temple; la imprenta clandestina nihilista sorprendida por la policía rusa: el asesinato de Marat—que es otra obra de arte—y, por último, la historia completa de un crimen, desde que el asesino torvo y feroz, clava el puñal en el pecho de la víctima y violenta el cofre de hierro relleno de billetes y valores, hasta que, pálido é inerte, os conducido á resbalar sobre el fatal tablado de la guillotina.

Mi niña se apretaba más contra mí, y no queriendo ver esta serio de horrores, la miraba, sin embargo, fascinada por el espanto mismo. Sus finas facciones, que parecían de cera también, estaban más descoloridas y espirituales que nunca, y su corazoncillo latía fuerte. Entonces determino sacar de allí á, la gente menuda y llevármela á que concluyese la tarde en la Exposición, á fin de des impresionarla del terror. Nunca se debe consentir que tiernos seres queden bajo la influencia de un sentimiento penoso, que á yecos se graba en su fantasía, desequilibra sus nervios y les prepara juventud enfermiza ó triste.

En la Exposición está todo muy bien arreglado para los niños, y así se les ve correr y retozar por allí, divertidos, travieses, sin desmentir la precoz cultura de los chiquillos franceses, que no rompen ni echan á perder cosa alguna. Tienen los niños su palacio especial, su teatrito infantil, su lechería, sus puestos de rosquillas y tortas: cuanto pueden, necesitar, cuanto puede recrearles. Mas lo que hizo felices á los míos, fué el Tío vivo marítimo. Yo no se si en América son conocidos los Tíos vivos, encanto de la chiquillería española; por si no lo fuesen, diré que llamamos Tío vivo á, un mecanismo que hace girar una serie de caballos ó coches de madera, donde montan los niños, y en que dan vueltas con mareante y vertiginosa rapidez. Pues bien: el Tío vivo de la Exposición consisto en un inmenso círculo, que cubre una tela pintada imitando las olas del Océano Varios barquitos sustituyen á los caballos de madera; y apenas los niños se embarcan, empiezan las olas á encresparse, á columpiarse los navíos, á producirse el fragor, la agitación y el desorden de una tormenta. Así se están un cuarto de hora, disfrutando ese que he llamado la ficción ó remedo del peligro. Blanca se agarraba á los palos del buque, y desde tierra oía yo sus chillidos, vueltos risas cuando la conciencia de que el mar era de lienzo la tranquiliza un poco.

Este pabelloncito se llama, cu el lenguaje técnico de la Exposición, Pabellón del Mar. Del mareo debiera llamarse; y hay quien explica lo que allí sucede nombrándolo «el mareo en tierra firme». En efecto, parece que el arte exquisito del que ideó semejante diversión consiste en haber logrado que se produzcan todas las bascas, sufrimientos y agonías del mareo, sin necesidad de arriesgarse en los procelosos mares.

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De allí pasamos al llamado «Palacio de los niños», aunque en realidad no está dedicado á la infancia; pero el rótulo atrajo á mi gente pequeña. Verdaderamente es un teatro, con el añadido de algunas tiendas. Cierto que no faltan, para los muchachos, el teatrillo guiñol, los billares y circos mecánicos, las payasadas, los escaparates llenos de juguetes. Pero no creo que sea para los rapaces gran entretenimiento la vista de la Hermosa Fatma, que allí se enseña, ni la representación de las funciones de teatro exhumadas del período revolucionario, verdadera curiosidad literaria; El Barbero de Sevilla, con música, no de Rossini, sino de Paisiello; Raoul de Créqui, con música de Balayrac; La tarde tempestuosa, opereta política; Nicodemus en la luna, parodia reaccionaria; Madama Angot, no la moderna y conocidísima, sino la madre de la actual, que se representaba en 1795; Los verdaderos descamisados, ó La hospitalidad revolucionaria, pieza escrita en el año 1794. y la Partie carrée, que subió á escena durante el apogeo del Terror, y donde no hay papel de mujer, Es un repertorio que me agradaría infinito conocer entero.

Desde el Palacio de los niños nos fuímos á ver la esfera terrestre monumental. Esta esfera (muy propia para fomentar la afición á la geografía, hoy tan desarrollada en los rapaces) está sostenida en una especie de torre de fundición, y hace oficio de reloj, señalando horas, minutos y segundos. Se sube al globo por una escalerilla que ocupa el interior de la torre. Para dar idea de la magnitud del globo, sólo diré que forma una sala con una galería en figura de hélice, capaz para que trescientas personas pueden ver funcionar los motores mecánicos. Cuando termine la Exposición, este artilugio ira á adornar na jardín de París.

Hay trabajos defectuosos, y aun censurables desde el punto de vista del arte ó de la ciencia, pero que, incompletos y todo, llenan bien un fin pedagógico: el de instruir, estimular y abrir los horizontes de la vida á la infancia, ¿Qué lección de historia verbal ó leída equivale á la lección vista que da á unas criaturas la criticada y no del todo afortunada tentativa de Carlos Garnier, conocida por Historia de la habitación humana?

Carlos Garnier es el arquitecto de la Grande Opera, y pasa por erudito en arqueología. Su ensayo de exposición retrospectiva de la vivienda humana es, acaso, lo que ha resultado más mezquino y pobre en el Campo de Marte: además (y esto ora inevitable), se le tacha de poco exacto, de caprichoso, de cosa vista con la imaginación puramente. Si á Flaubert, que se gastó años y años en estudiar los detalles de su Salamhó, pudo acusársele de inventor gratuito, ¿qué había de suceder al que en pocos meses intenta una reconstrucción de la morada en todos los países del globo y en todas las épocas de la historia? Hay que admitir en este caso las circunstancias atenuantes.

El complemento de la idea de Garnier fué colocar en cada vivienda los inquilinos que le corresponden. Así se obtiene en mayor grado el color local y la fisonomía propia.

La exposición empieza por las habitaciones troglodíticas, que eran, según asegura la prehistoria, unas cuevas ó espeluncas negras. Por allí dícese que andaban nuestros antecesores, hechos unos mostrencos,

priusquam ferri cojnitus usus.

En pos vienen las construcciones de la época del reno, que tampoco son ningún palacio de Murga; y las siguen las de la época neolítica, y de la piedra pulimentada ya. Luego una muestrecilla, algún tanto mezquina, de las habitaciones lacustres: un charco y unos postes. Por supuesto que las habitaciones primitivas carecen de inquilinos. No era cosa de tener á un pobre diablo metido todo el día en una caverna ó colgado sobre un charquito, para mayor edificación é ilustración de los espectadores. Y además, ¿cómo se resolvía la cuestión de traje? Los de los tiempos prehistóricos no salvaguardan lo bastante el pudor moderno; pues parece cosa averiguada que los caníbales y trogloditas no usaba más vestidura, que aquella que le arrancaron á San Bartolomé.

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Seguimos nuestra excursión prehistórica visitando la casa egipcia, donde se venden multitud de chirimbolos sacro-arqueológicos encontrados en excavaciones y sepulturas, momias de cocodrilos, de icneumones, de gatos, de serpientes, y una carretada de dioses de barro, baratísimos: por una friolera adquirí un Horo que estará muy bien entre otros bibelots. De allí pasamos al palacio asirio, al monumento fenicio y á la tienda judía. La casa etrusca es una de las que mejor han salido; sin responder de la exactitud, afirmo que tiene un aspecto curioso y que huele á verdad. Es una hostería-taberna, con sus muebles, su cocina, su horno, sus ánforas, sus sirvientes, sus letreros de la época. Cerquita está una cabaña pelásgica, hecha con bloques ciclópeos, y á seguida llega Oriente con sus arquitecturas luminosas y pintorescas; el pabellón indio, el persa, donde sirven uno de los más aromáticos y ricos cafés dé la Exposición; tan espeso, que se masca.

En casi todas estas casitas se vende ya algo de comer. En las habitaciones troglodíticas no era posible, á menos que nos sirviesen un bisteque de lomo humano; pero en la casa gala se puede probar el viro de cebada; en la griega, hidromiel y miel del monte Himeto; y en la romano-italiana se ve trabajar el vidrio por los procedimientos primitivos de Venecia.

¿Qué más diré de esta colección de juguetes arquitectónicos? Hay una cabaña escandinava, donde los descendientes de los reyes de mar, los pescadores noruegos, hacen ciertos trabajillos, que venden muy arreglados. Hay luego la casa románica y la del Renacimiento, construcciones elegantes y de un estilo puro. De éstas, al menos, puede hablarse con conocimiento de causa, pues á cada momento, y en todas partes de Europa, se conservan vestigios que permiten juzgar del acierto de la imitación. De la isba rusa trato en otra parte: la casa árabe está llena de colorido, y la habitan hermosas judías de Argel, con su lindo traje oriental. El Japón está representado por un pabelloncito, y China por una pagoda con sus imprescindibles campanillas y tejados en figura de flor, sobrepuestos. No faltan la cabaña lapona, la cabaña del Africa central, un vigiwam de Pieles Rojas, una casa azteca, un templo Inca ó peruano.

Con haber tanto... lo repito, la historia de la habitación, anunciada á golpes de bombo y platillos como uno de los grandes atractivos de la Exposición Universal, no alcanza.

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Estos días corona mi patria á Zorrilla en la ciudad de las flores. Grande es el entusiasmo que la coronación despierta, sobre todo, en el pueblo granadino, que logra al menos por un año eclipsar á Sevilla, su célebre Semana Santa y sus ferias. En el resto de España, y especialmente en Cataluña, no falta quien piense y diga que mientras los labradores perecen de hambre, está mal que el Gobierno gaste dinero en coronará un poeta, A la verdad, me parece algo sofístico el razonamiento. El Gobierno (es mi opinión) de cualquier manera había de tirar esas pesetas por la ventana: es bien seguro que nunca irían á dar en buenas manos, y de ningún modo de las de los pobres agricultores. Por lo mismo, se me figura que ya puesto el Gobierno á derrochar, ningún derroche más bonito y simpático que el de la coronación de nuestro cisne, único superviviente de aquella bandada que surcó el lago del romanticismo: el duque de Rivas, Espronceda, Hartzenbusch, García Gutiérrez.

Justamente hoy me envían de Madrid la biografía de Zorrilla, escrita por Antonio de Valbuena; biografía corta, deficiente como tal, pero que encierra algunos detalles inéditos, muy dignos de llamar la atención ahora que el poeta se ciñe el laurel públicamente, como en otros días se lo ciñó Quintana. Allí aparece que los famosos versos leídos sobre la tumba de Larra, que revelaron á España y al mundo la genialidad poética de Zorrilla, fueron compuestos por encargo de otra persona que se proponía leerlos como suyos, debiéndose á una circunstancia casual el que Zorrilla se viese precisado á darles lectura y á confesarse autor de ellos. Por cierto que Valbuena, el castizo y cáustico censor, no puede consolarse de que los primeros versos famosos de Zorrilla, ¿quien declara el poeta cristiano y nacional por excelencia, sean dedicados á un suicida; y todo se vuelve loco para cohonestar este pecado y encarecer la consabida retractación en que Zorrilla trata de malvado á Larra.

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A mí todas éstas se me figuran niñerías, y á Zorrilla, haga lo que haga y diga lo que le venga en mientes, lo declaro irresponsable. Lo es por su alta gloria; lo es por su avanzada edad, que le tiene ya á la misma orilla del sepulcro; lo es muy señaladamente por su carácter y por la dualidad curiosa y digna de estudio del poeta y del hombre, que en el, lejos de ser de una pieza como en Campoamor, van cada uno por su lado, aunque de repente dan la vuelta y se encuentran y se funden, para volver á separarse al cuarto de hora. Yo me represento á un admirador de Zorrilla que llegase de lueñes tierras, poseído del natural y noble fanatismo que el genio infunde, temblando de veneración y acercándose al autor de Don Juan Tenorio con la idea preconcebida de saludar al poeta cristiano, al de las santas tradiciones, de las piadosas leyendas, de la fe y del amor y de las creencias castizas.

Imagino que este admirador candoroso y sincero se vuelve mosca, y posado en la ventana de Zorrilla, oye á su ídolo departir, verbigracia, con Castro y Serrano, con Campillo, con el mismo Valbuena, su biógrafo. De fijo que sale de allí escandalizado el espectador invisible; de fijo que reniega de su adoración y toma á Zorrilla por algún refinado hipócrita que, alardeando privadamente del cinismo más prosaico, canta en sus versos los afectos más puros, los más nobles y sacrosantos ideales del hombre.

Pues no, señores curiosos y admiradores de Zorrilla, no; la palabra hipocresía no puede emplearse como ustedes la usan. Un poeta—de la cantidad y la fuerza poética de Zorrilla—es un ser complejo; no está obligado á la unidad inflexible del hombre ramplón y vulgar. Para entender cómo Zorrilla, con todas sus genialidades, paradojas y estas rarezas, sus alardes privados de incredulidad, maledicencia y escepticismo, es, sin embargo, el cisne nacional, el poeta español, y en efecto el poeta creyente, yo necesitaría escribir cien páginas más, y esta carta ya toca á su fin.

Caigan, pues, en buen hora sobre la venerable cabeza del vate las coronas de laurel, oro y rosas, como sobre la de Anacreonte anciano caían las guirnaldas trenzadas por las doncellas de Teos. Yo ahora no puedo menos de recordar una frase de Zorrilla, dicha hace seis años, cuando en la Coruña le dí una fiesta y le hable de su futura apoteosis: «¿Cómo quiere usted, me preguntó muy formal, acariciándose la luenga perilla, que encajen una corona de laurel sobre este cráneo tan lleno de chichones?» Y apartando las greñas de la romántica trova, me mostró su cabeza, desfigurada, efectivamente, por más de ocho diviesos y protuberancias raras, del grosor de un huevo de paloma cada una.

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