Carta XIX Pro patria

París, 14 de Julio.

Si todos los días, desde hace tres meses está París de fiesta, imagine el lector piadoso qué será hoy, el memorable 14 de Julio, conmemoración centenaria de aquel gran episodio de la Revolución francesa que describí en una de mis primeras cartas: la toma de la Bastilla.

Esta mañana me despertó el cañón. Retumbaba trágico y profundo, y, á pesar de que anunciaba festejos, á mime pareció que su eco debía de sonar pavoroso en el corazón de los franceses, amenazados de una segunda guerra, que, en opinión general, les será doblemente funesta que la pasada. Rumiando esta idea me vestí y me fuí á presenciar, delante del Hôtel-de-Ville, el desfile de los batallones escolares. Los pobres chiquillos iban más mojados que pollos. Supongo que habrá fricciones de aguardiente al volver á casa; sino, les auguro catarros á tutiplén. Porque llovía, llovía, defraudando las esperanzas de los parisienses, que contaban con el sol, complemento y adorno el más lucido de toda fiesta al aire libre.

La revista de Longchamps, en cambio, fué una brillante función de aparato. Tuve la suerte de obtener un billete de tribuna, y de colocarme bien, á pesar de la inmensa concurrencia, que no bajaría de quinientas á seiscientas almas. Y vi desfilar á los Saint Cyriens con su tuniquilla y su kepis, á los aparatosos zapadores-bomberos, á los cazadores (tan pesados para los que tenemos el hábito de la ligera infantería española), á los ingenieros, á la briosa y correcta artillería, y, por último, á la caballería, en la cual fundan los franceses su orgullo, asegurando que compite con la alemana en precisión y agilidad, si es que no se la deja atrás completamente. Ignoro sí es cierto esto último: pero confiese que es bollo espectáculo el ver avanzar, sobre una línea de mil quinientos metros de extensión, la caballería con el deslumbrante relampagueo de las corazas y cascos, y el estrépito formidable con que se entrechocan, y la aureola de la nube de polvo que la envuelve, y el ruido de furioso torrente que la acompaña. Y es todavía unís hermoso ver esa inmensa masa de hombres y caballos, lanzada á rienda su olía, á galope tendido, como para, desplomarse sobre algo, detenerse en un segundo, quedarse inmóvil, en perfecta línea de batalla, mientras el polvo, obedeciendo también, aunque menos de prisa, á la voz de mando, permite ver ya con claridad entera el rico arreo y los elegantes uniformes de dragones, coraceros y húsares. Vino á sentar el polvo la reincidencia de la lluvia—furiosa, torrencial, desatada—la eterna enemiga de las solemnidades al rase. Y, no obstante, la gente no se iba: abría el paraguas, alzaba la ropa para cubrir las espaldas, se ataba pañolitos por cima del sombrero, se apiñaba debajo del primer cobertizo que encontrase; pero no se iba; no quería irse de ningún modo. Esperaba á ver el desfile: y el desfile comenzaba, y las nubes seguían abriendo su seno y vertiendo arroyos sobre los espectadores, y mojando, ensopando los uniformes de la tropa y poniendo lacios los plumeros del Estado Mayor del general Saussier, que presidía el desfile. Si quisiésemos ver algún simbolismo en los sucesos fortuitos, diríamos que parece mal presagio la gran mojadura del ejército francés precisamente durante esta revista, en que la Francia revolucionaria cuenta sus fuerzas y las luce ante toda Europa, representarla aquí por los que hemos acudido á la Exposición. ¿Le esperará igual desastre la primera vez que mida sus fuerzas con los alemanes? ¿Caerá sobre la bizarría de los adornos marciales el agua de la derrota?

Hoy se han depositado coronas á montones al pie de la estatua de Strasburgo, en la plaza de la Concordia. También la lluvia las estropeó bastante, y la melancolía de las rosas deshojadas, de las perpetuas empalidecidas, de los lazos ajados y marchitos, es una nota más de fúnebre augurio para Francia. Por la noche la lluvia cesó y las iluminaciones pudieron lucir lío notado que los edificios públicos eran los únicos que las ostentaban. En las casas particulares—salvo algún que otro lampion vergonzante y mísero—no había signos de regocijo mi forma de gasto de aceite. Se han abstenido, lo mismo los partidarios del levantisco Bonlanger que los del insulso Sadi Carnot.

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Los españoles anclarnos estos días con las narices hinchadas y el alma, hecha un acíbar, II causa de los desplantes de un periódico francés, L’Echo de París, órgano de las cottes, por las señas; desplantes que tomaron pretexto de las corridas de toros, mejor dicho, del simulacro de corridas que se verifica aquí. Porque el torero Lagartija aburrido de tanta farsa, ó incitado por el público y por la reina Isabel II que lo gritaba desde su palco «mátalo,» dió muerte á uno de los bichos que se lidiaron, con una buena estocada al cuarteo, el periódico de nuevo cuno, deseoso de meter bulla y que suene su nombre, forjó un articulazo de esos que aquí llaman demoledores, donde nos trata de feroces, salvajes, bárbaros, bandidos, haraganes, brutos, y por último (la gran injuria francesa contra los españoles y los sudamericanos) de raspacueros.

Excusado me parece añadir que el artículo infundió á varios españoles y sudamericanos deseo invencible de rasparle un poco el cuero al articulista francés Á fin de satisfacer este antojo, fueronse á la redacción del diario, y preguntaron por las orejas del director, un Sr. Bauer Pero, como suele suceder en lances análogos, las orejas del señor Bauer no estaban en casa, y fué precisa seguirles la pista con gran asiduidad y mediana suerte. Por último, bien acorralado el Sr. Bauer, accedió á batirse á pistola: mas, sin duda, debió de parecer le que se desdoraba en trocar una balita con salvajes, y después de consultar con la almohada, optó por publicar una retractación grotesca y ridícula, como lo son todas las cosas que escriben sobre España nuestros incorregibles vecinos transpirenaicos.

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Incorregibles, sí. No cabe en cabeza humana tal ceguedad ni tan crasa ignorancia respecto á una nación que se tiene inmediata, y que las más elementales nociones de la prudencia y del sentido común aconsejan conocer á fondo, hasta para cometer la injusticia de abrumarla con sistemático desprecio, que ese, y no otra cosa, les debemos á los hermanos latinos, como diría mi buen amigo Castelar, obcecado en esta cuestión por la nefanda política. Se me objetará que es un periodiquito, que son dos ó tres folicolarios los que así hablan y escriben. ¡Ah! ¡No le objetéis ese á la que, llevada á casa de Víctor Hugo por el entusiasmo y la admiración que inspira la gloria, hubo de escuchar de labios del ilustre anciano que en 1823 se celebraban en España autos de fe, y que en todo tiempo inedia España había achicharrado á la otra media! Víctor Hugo, el autor del Ruy Blas, el que inventó á Gastilheza y habló de rosarios del tiempo de Carlomagno, no contento con falsificar en la escena, en la novela y en la poesía á España, sostenía la existencia de una inquisición activa posterior á las Cortes de Cádiz, y deploraba amargamente la quemazón de «sabios y escritores» que por aquí habíamos realizado, quedándose atónito cuando yo le rogué respetuosamente que me nombrase á uno sólo de eses «escritores y sabios» sentenciados á la parrilla inquisitorial.

Lo repito, y creo que nunca se repetirá bastante: no puedo fiarme de cuanto escriben los franceses—que á sí mismos se llaman un pueblo cosmopolita, un pueblo humano—acerca de las demás naciones europeas. Si sobre nosotros desbarran tanto, con tan risible suficiencia y tal aparato de filosofía histórica de oropel, ¿qué harán con los romanos, los húngaros, los anamitas, los japoneses? ¿Cuánto absurdo, cuánta patraña, cuánto embuste nos darán á tragar, sobre el remoto Oriente, el Egipto y la Nubia? ¿Que será el mentir de las estrellas, aquí donde el mentir de la frontera corre tan suelto y retozón?

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Entre los diarios franceses, el Fígaro es el que pasa por mejor informado de las cosas de España: hasta se permite el lujo de un redactor español. Pues no lo abro un día, ni por casualidad—al periódico digo—que no me salto á los ojos mi gazapo de á vara. Referí en otra ocasión cómo el fusilamiento de Torrijos era para él la insurrección de unos partidarios llamados los Torrijos hoy, lo primero que me encuentro es una lista de los cuatro vinos españoles más estimados, entre los cuales figuran el Madera y el Verdeilho. Ya lo saben los portugueses; el Fígaro, sin pararse en barras, ha realizado la unión ibérica.

Aparte de tan burda ignorancia, tienen los franceses un género de presunción exclusivista, que sería muy cómica si no fuese muy molesta y depresiva para el resto de la humanidad. Virtudes y vicios; ingenio y genio; arte y ciencia; caracteres y costumbres, todo ha de ser á la manera gala, y si no, es puro salvajismo, barbaridad y estupidez ingleses, á fuerza cíe energía, de orgullo, de aspereza, de dinero; por virtud de aquella personalidad nacional que no pierden nunca; por viajar siempre con sus dioses lares en el baúl, son los únicos extranjeros que en París se han impuesto á la frivolidad y á la mofa, y ya se guardaría bien cualquier periodista de llamarles bandidos á pretexto del box ó de los bullfights. Pero nosotros, mansos corderos del turismo; nosotros, que entramos en Francia resueltos á dejar que nos esquilen á trueque de probar nuestra hidalguía y finura (todo español acepta toda cuenta, es tradición y proverbio), nosotros semos el Quijote reidero, el figurón internacional, la victima propiciatoria entregada á las iras de los botaratuelos corno Bauer, quien, al retractarse vergonzosamente por no colocarse ante el cañón de una pistola, se digna decir que España «no le gusta sino en ópera cómica ». ¡Lo cual ha de preocupar mucho á las generaciones futuras!

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Hará tres ó cuatro días asistí á una representación en un café-concierto muy céntrico y concurrido. Después de varias canciones lúbricas é idiotas, por el estilo de aquella del Alcázar

C'est dans l'nez que ça ní chatouille,

salió á la escena una linda muchacha, que debía de ser mora, á juzgar por el tipo físico y por el traje. Muchacha la llamo, y más bien debiera llamarla chiquilla, pues podría tener de trece á catorce años á lo sumo. Sonreía con gracia púdica, y siguió sonriendo cuando el hombre que la acompañaba, forzudo tagarote vestido de beduino, la arrimó á una gran tabla puesta de pie, la hizo abrir los brazos y la dijo, en no sé qué lengua rara: «Estáte quieta.» Quieta ya la criatura el morazo sacó del cinto un cuchillo enorme, afilado, agudo, y agarrándolo por el mango y jugando la muñeca con destreza pasmosa, lo disparó, y fué á clavarse debajo del sobaco de la muchacha. Ésta no pestañeó siquiera: la tabla, en cambio, mordida por el cuchillo á gran profundidad, retembló y vibró toda. Mano otra vez al cinto, y segundo cuchillo, que señaló el otro sobaco. La tercer arma se hincó besando la sien, y la criatura reclinó entonces la cabeza sobre el frío hierro. Cuarto cuchillo, al borde de la muñeca. Quinto, entre el dedo pulgar y el índice. Luego les tocó á los demás dedos de la mano, y en seguida, sacando un hacha cortante y reluciente, el hábil moro la envió con vigor de jayán á incrustarse entre el cuello y el hombro de la niña. Un leve temblor del pulse, un movimiento insignificante de la garganta, y la inocente cabeza hubiera rodado á tierra ensangrentada y lívida. Pero allí no estaba ningún periodista humanitario; allí no había enviado comisión alguna la sociedad Protectora de Animales; allí no se podía hablar de salvajismo español...y los que no logran arreglar con su sensibilidad exquisita el ver banderillar á un toro, contemplaron sin la más mínima emoción, con regocijo, el acuchillamiento simulado y posible de una virgencita de trece años.

Hace años que asistí á un bailo de la Opera en París. Era una saturnal romana con todos sus antecedentes y consiguientes. Mi familia, queme acompañaba y compartía mi curiosidad y mi sorpresa, se acordaba de los bailes del teatro Peal, donde este pueblo de «ópera cómica,» el pueblo español, celebra el Carnaval, se solaza, galantea, embroma y ríe, pero no convierte el espectáculo entretenido en lupanar inmundo. Cruzó ante nosotros una mujer vestida de diablesa del Fausto ¡escotada hasta la cintura, con el pelo teñido de color zanahoria. Un hombre, un hombre joven, gallardo fuerte, se acercó á la ramera, aplicó los labios al carrillo embadurnado de cosmético y bermellón, y en seguida, echando mano al bolsillo del chaleco, sacó un franco y lo deslizó en una especie de cepillo ó escarcela que la mujer llevaba á la espalda. El franco, al caer, hizo un sonido argentino que probó que no estaba solo. Preguntamos la significación del hecho á los amigos que nos acompañaban, y supimos que cada caricia se salda así, con un franco al cepillo. Este sistema, comparable al de las básculas automáticas, no se nos ocurriría á los españoles. Aun en medio de la crápula y del vicio, el español conserva un poquitín de idealidad, unas miajas de honrada vergüenza,

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Han reconstruído, en la avenida Suffren, la torre de Nesle, novelesca madriguera de la reina Margarita de Borgoña. Dentro de su recinto se celebran proceses y diversiones populares como las de la Edad Media, de las cuales hablaré más adelante. Entre estas diversiones se cuenta la picota. Una picota construida en el siglo XIX, recibe á dos ó tres hombres que se prestan á darse en espectáculo echados sobre el vientre, con el pescuezo metido en, un cepo, las manos en dos argollas, mientras la picota gira y los entrega á las risas del pueblo, Los infelices sienten las ansias del mareo, ven con doloroso vértigo que da vueltas la torre, el recinto, el cielo, y, sin embargo, alquilados para sufrir, se aguantan hasta que cesa su martirio. Este solaz depresivo para la dignidad humana, cruel é inicuo, no le arranca á ningún Bauer ninguna protesta. Si el que da vueltas en la picota fuese un toro...

Si los individuos de la Protectora tienen tan compasivas entrañas, ¿por que no arman la de Dios es Cristo al ver en los restaúranos las terrinas de foie gras que diariamente se engullen los piadosos franceses á quienes horroriza nuestra fiesta nacional?

Habiéndole arrancado los ojos y atravesado con un punzón las vísceras, el pobre ganso permanece días y días de oscuridad, clausura y dolor, conservado en una jaula. Así que su hígado infartado adquiere todo el volumen que pide la gastronomía y no lo cabe en el vientre, sufre la degollación, se le arranca la entraña herida, y los golosos se la comen. A nadie se le ha ocurrido tratarlos por ese de salvajes y raspacueros; á nadie.

¡Y aún hay en España—según me escriben—centenares de cándidos que se disponen á celebrar con banquetes, brindis y efusiones la toma de la Bastilla, y que maldecirán de los monarcas de Europa porque no han venido en masa á París á conmemorarla y bendecirla!

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Me entero ahora mismo de lo ocurrido ayer al píe de la estatua de Strasburgo, donde vi las coronas marchitas. ¡Cuánto lamento no haber sido testigo ocular de la gresca!

Así que los alumnos de la Escuela Politécnica depositaron al pie de la estatua una bandera y una corona, llegaron con otra los individuos de la Liga Patriótica, y Derouléde tomó la palabra. A las primeras que pronunció echó sol e encima el Comisario de policía, con su faja tricolor, advirtiéndole que estaban prohibidos los discurses. Derouléde, alborotador como de costumbre, suelta un gran viva al «general.» El Comisario lo agarra del cuello de la levita. Los patriotas ínter vienen aporrean al Comisario, sacan á Derouléde como en triunfo, y á las once, la Liga de los Patriotas, quinientas personas, todas con el clavel rojo bulangista en el ojal, se re unen al pie de la columna, en la plaza de la Bastilla.

No cabe duda, y no hay nadie que no esté persuadido de ello: las elecciones del próximo Septiembre serán reñidas; los falangistas meterán toda la bulla que puedan… Pero ¿tienen fuerza para el triunfo?

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Hoy leo en el periódico de los gazapos (el Fígaro, ya se sabe), que la iluminación de la cúpula central y de la torre Eiffel expone todos los días la vida de unas cuantas docenas de obreros que, obligados á trepar por los arcos, sin el menor sostén, con un abismo de sesenta metros á sus pies, necesitan verdaderas condiciones de acróbatas para dar cuna á su peligroso cometido. Y yo vuelvo á la carga: ¿no es esto cien veces más inhumano que una corrida de toros?

En breve se publicará la segunda colección de Crónicas.

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