Carta XVIII Se acabó la huelga—el discípulo

París, Julio 12.

La huelga de los cocheros ha terminado ya: otra vez pueden los innumerables extranjeros que inundan á París recorrerlo en todos sentidos y llegar pronto á todas partes, mediante unas cuantas pesetillas, ó francos, como aquí se dice. Por este lado reina tranquilidad absoluta; pero yo, reflexionando acerca de mi carta anterior, comprendo que anduve algo injusta con los infelices automedontes. Todo ha subido, todo está por las nubes: ¿cómo no han de ver con disgusto los cocheros que sólo ellos permanecen fijos e inmóviles en sus precios de siempre?

Todo está por las nubes, repito, digan lo que quieran los periódicos que insertan sueltos oficiosos enviados y pagados (relata refero) por el comité de la Exposición, para evitar que los extranjeros se asusten. Verdad que los bouillons Duval mantienen sus modestos precios de costumbre; pero las demás casas de comidas piden por cualquier cosa un ojo de la cara. No diré nada de los hoteles: de antiguo son la Sierra Morena de París.

Hace dos ó tres días encontróme agradablemente sorprendida en el mío por la visita de una amiga establecida en Marineda, pero alemana de nación; alemana legítima, berlinesa, animada de sentimientos bélicos contra Francia, y que se veía obligada, mal de su grado, á detenerse en París, porque en Burdeos se le había extraviado su equipaje y no tenía más remedio que esperar á que llegara. Rogóme que le buscase habitación en el hotel que actualmente ocupa, y se la busqué: un zaquizamí, alfombrado todavía á pesar de la estación, sin comodidad alguna, sin armarios, sin perchas, sin nada. Dos duros diarios lo cargaron por ella, no incluyendo, por supuesto, ni medio adarme de comida, ni la candela, ni el servicio: la cama pelada, monda y lironda. Conviene saber que este hotel es lo que aquí se llama una casa española; es decir, una casa donde hay dos ó tres empleados que hablan español, donde se da cocido una vez por semana, y en el salón de lectura se encuentran los Imparciales y Liberales atrasados de ocho días.

También en el casillero de periódicos se ven casillas (regularmente vacías) con letreros que dicen «Venezuela—Caracas—Uruguay—Ecuador,» etc., etc.; y por estos letreritos, la casa añade al nombre de española el de americana; engañifa muy común. Lo que no se ve en casas de éstas, ni por asomo, es un baño de pies, una palangana aseada, una toalla que no parezca un pañuelo, nada, en fin, de lo que exigen los hábitos de limpieza indispensables, ya para nuestro bienestar físico, y hasta creo que para el equilibrio del ánimo.

Me dicen algunas personas (en mi opinión entienden mal el patriotismo) que yo debo callar los defectos de las costumbres é instituciones de España, y que me estaría mejor (para emplear una frase de Miguel de Escalada) dar gato por liebre á los americanos, si he de ser buena española. Me insurrecciono, me sublevo contra semejante teoría.

Los americanos viajan, nos visitan, tienen ojos para ver, se educan en el continente europeo muy á menudo: no hay engaño lícito, pero monos cuando ha de resultar estéril y tonto. Por ese no vacilo en aconsejar á los americanos que, case de venir á París, no se dejen alucinar por el señuelo de «Hotel español,» si quieren pasarlo medianamente. Estas casas son la carestía, el desaseo y el desbarajuste elevadlos ala quinta potencia.

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Ayer, en un momento de vagar, leí la última novela de Bourget, el eminente jeune maître de la novela francesa, que ha sustituído á la psicología externa de la escuela de Zola una psicología analítica, tan sutil, delicada y quintesenciada, que llega á ser ¿olorosa. Hace años que juzgando la personalidad intelectual de Zola, noté que carecía el insigne novelista de un elemento de cultura filosófico que no sé si le hubiera sido favorable ó desfavorable para sus amplias concepciones épico-dramáticas, pero que es necesario á toda cabeza bien organizada y bien amueblada de nuestro siglo.

Quien no ha leído á Aristóteles ni á Platón; quien acaso tiene á Santo Tomás por un fraile extravagante, y á Hegel por un alemanote heodo de cerveza, no es hombre completo, en el sentido intelectual de la palabra; y en Zola, como en todo el mundo, una ignorancia es una deficiencia. Bourget peca tal vez por el extremo contrario: por sobra de metafísica. Así como la entidad literaria de los hermanos Goncourt oscila entre el escritor y el pintor, la de Pablo Bourget permanece indecisa entre el novelista y el filósofo que ha profundizado, no sólo los antiguos textos, sino las audaces especulaciones novísimas de los Ribot, Maine de Biran, Fechner y Wundt. Por manera que las novelas de Bourget ofrecen una complicación de sentimientos y una filigrana ó red de detalles íntimos, que hacen de ellas obras maestras de relojería intelectual. Toda rueda del pensamiento de sus héroes, todo microscópico resorte de eses que, sin saberlo nosotros, hacen funcionar nuestro espíritu, determinando las evoluciones, los juicios y los actos humanos, Bourget lo coge con pinzas y lo maneja y lo pone en actividad para que nos demos cuenta de su importancia. Tales y tan complicados son sus estudios de mecánica cerebral, que á veces marea leerlos, como marea el contar despacio las estrellitas de un fino guipur, ó el mirar fijamente los rieles de la piedra en el agua.

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La novela que estos días ha publicado Bourget, y de la cual se han vendido seis mil ejemplares, está llamando la atención, más que ninguna, por la minuciosidad y alcance científico del trabajo psicológico que encierra. Titúlase El Discípulo, y su dramático argumento es el siguiente: un joven, como de veintidós á veintitrés anos, perteneciente á una nueva generación que, según Bourget, es la depositaría de las esperanzas de Francia y la única que puede resucitar á este país exangüe desde la guerra, entra de preceptor en el castillo de la noble familia Jussat-Randon, con ánimo de ganar en un año lo suficiente para terminar su carrera, aliviando á su madre, viuda y pobre. Este mancebo, que se llama Roberto Greslou, es casi un sabio, y sobre todo un pensador, un maniático de intelectualismo. Aunque perteneciente á la clase media, desde que pone el pie en el castillo de Jussat-Radon se juzga superior á cuantos le habitan, porque él puede entenderlos y ellos no le entienden. Semejante desprecio, en que entra también algún rencor hereditario—porque Roberto recuerda cuánto sudarían sus abuelos, adscriptos á la gleba, mientras los abuelos de los Jussat cazaban con el halcón en el puño y bebían y se regodeaban—unido á un sentimiento de odio involuntario contra el conde Andrés, hijo mayor del marques de Jussat, inspira al preceptorcillo la idea de intentar lo que el llama una experiencia psicológica, y lo que en lenguaje corriente se llama una seducción sobre la hermana del conde, la señorita de Jussat, niña sensible y soñadora.

Pasan días y meses, y una mañana la señorita de Jussat aparece muerta en su cama, envenenada con estricnina. Las sospechas recaen al punto sobre el preceptor: hay vehementísimos indicios de que fuese él quien, despechado por no haber podido obtener el amor de Carlota y ver que ésta iba á contraer matrimonio con el barón de Plañe, la dió el tosigo para que otro no gozase lo que él no pudo. Roberto es preso y procesado.

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Ahora bien: es el case que Roberto tiene formada su inteligencia y empapada su memoria en los libros de un insigne filósofo contemporáneo, Adriano Sixto, al cual describe Bourget como una especie de Kant parisiénse. Sixto pertenece á la categoría de los pensadores que disecan el corazón y emponzoñan el alma, sin dejar de ser ellos buenos, sencillos, elevados ó incapaces de hacer daño á una mosca.

Su ciencia atea y desesperada, su negación implacable, su fría disección de todo entusiasmo y toda ilusión psíquica, son el ácido corrosivo que ha bebido Roberto Greslou, creyendo libar el néctar de la verdad y la nata de los conocimientos humanos. Amamantado en las doctrinas del maestro y profesándole una especie de veneración ó culto que raya en fanatismo, Greslou, al verse llevado al banquillo de los acusados y próximo á subir las gradas del patíbulo, escribe su confesión, la verdad acerca del crimen, y la envía sellada á Adriano Sixto, á quien la entrega, bailada en lágrimas, la misma madre de Roberto.

Consagrado á vivir en la esfera de las ideas, Adriano Sixto (que parece un retrato novelesco de Comte, Littré ó Renán) no quiero al pronto mezclarse en el sombrío drama en que se juega la cabeza Roberto Greslou; mas una invencible atracción, la de la realidad palpitante y desnuda, le invita á leer el cuaderno de su discípulo. Al fin y al cabo, Roberto es una criatura; es el hijo engendrado sin impureza, por obra y gracia de la meditación filosófica; es el fruto de sus entrañas morales, y Adriano no puede mostrarse indiferente á la demostración positiva de sus especulaciones. El filósofo tiene demasiado talento para no comprender que al árbol se le conoce por sus frutos, y que doctrina que produzca frutos de maldición, ha de ser maldita.

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La confesión de Roberto espanta al sabio. Es la de una seducción sistemática, fría, calculada, odiosa, En vez de ese impulse natural ó irresistible del amor en la edad juvenil, Roberto, en presencia de la señorita de Jussat, sólo experimenta la impresión del ave de presa, del gavilán que gira en torno de la paloma. Con hipócritas fingimientos, con sentimentales embustes, con ardides que revelan toda la fuerza del intelectual en amor, Roberto fascina enteramente á Carlota y consigue inspirarlo una pasión profundísima, que altera la salud de la infeliz damisela. Mas Roberto no se contenta con ser amado: quiere profanar á la virgen, quiere hacerse dueño absoluto de la hermana del conde Andrés, humillando así á un caballero cuya superioridad moral y física le enciende la sangre en rencor. Escribe á la señorita de Jussat que si ella no va de noche á su cuarto á la mañana siguiente le encontrará muerto, y decide matarse, en efecto, si pierde la partida. La cándida señorita va, y se le entrega á todo su talante, pero con pacto exprese de que, terminada la primera y última efusión amorosa, los dos beberán la ponzoña y morirán juntos. Llegado el instante de realizar el doble suicidio, Roberto, rendido de felicidad, tiene un instante de vacilación y se resiste á la muerte, Entonces la señorita, persuadida de que la han tendido un lazo para deshonrarla, le mira con el mayor desdén, se retira pisoteándole el alma, escribe una carta á su hermano confesando lo ocurrido, logra apoderarse del veneno, y expira rabiosamente ella sola. Como Roberto, aunque perverso y árido de corazón, os soberbio y aspira á no quedar por un rufián miserable ante el conde Andrés, determina callarse y consentir que le corten el pescuezo antes de decir la verdad; sólo pide á su maestro la sanción, el visto bueno de una serie de actos que no son sino rigurosa aplicación de las enseñanzas contenidas en la Teoría de las pasiones, la Anatomía de la voluntad y la Psicología de Dios; las tres obras capitales del excelso filósofo Adriano Sixto.

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El cual se ve en el mayor aprieto del mundo, «No podían consolarle los razonamientos,» dice Bourget, «En su esplendente sinceridad, el filósofo reconocía que el carácter de Roberto Greston, ya por naturaleza peligroso, había encontrado en sus doctinas terrenos preparados donde dar rienda suelta á sus peores instintos.» De esta perplejidad nace en el alma del imperturbable filósofo una cosa parecida al remordimiento. Para salvar la cabeza del discípulo, escribe dos letras no más al conde Andrés, recordándole su deber de hombre honrado; y el Conde, que es honrado sin atenuaciones, subterfugios ni psicologías, se presenta en el juicio oral, declara que su hermana no murió asesinada, sino que hubo de suicidarse después de haberse entregado al ayo de su hermanillo; y cuando Roberto Greslou sale absuelto, le espera y le levanta la tapa de los sosos de un tiro de revólver. Ante el cadáver del discípulo, que, con la frente atravesada de un balazo, yace en una cama, al pie de la cual reza una madre inconsolable, Adriano Sixto, el negador, el determinista, el hombre para quien las palabras bueno y malo carecen de sentido racional, siente derrocarse todos sus principios, cae de rodillas, se le mojan los ojos y murmura un Padrenuestro.

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El último libro de Bourget es un eco más de ese regreso al cristianismo que se manifiesta como tendencia actual y dominante en algunos de los ingenios más selectos de Francia; en buen hora se diga.

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