Capítulo 6

 

El golpe de la pérdida de su madre influyó de modo muy diverso en cada una de mis hijas. Las que yo creí que se afligirían más (verbigracia, Tula, tan semejante a Ilduara, tan identificada con ella), fueron las que, por el contrario, conservaron bastante sangre fría; eso sí, Tula se manifestó dispuesta desde el primer instante a empujar las riendas del poder doméstico, y gobernarnos a todos, recogiendo la autoridad correspondiente a su derecho de primogenitura.

Tampoco en Rosa -pagado el tributo de lágrimas que las mujeres no regatean a casos mucho menos lastimosos- duró la pena: los arreglitos, los fúnebres perifollos del luto la distrajeron, y no tardaron en volver a sus mejillas los sonrosados colores, y a sus ojos el radiante brillo.

En Constanza no sé si he dicho que nada hacía mella, o por lo menos nada se exteriorizaba: era imposible averiguar cuándo a aquella criatura la complacían los sucesos, ni cuándo no: tan extremada era su indiferencia, su pasividad, su apatía de linfática. Lloraba sin alterar la expresión del rostro, y sus lágrimas ni siquiera conseguían enrojecerla los párpados. Agua pura.

Las que dieron señales de pena grande y profunda fueron Clara, Argos… y Feíta. Eran estas tres, cada cual a su modo, mujeres de viva sensibilidad, y Argos sobre todo propendía a exaltarse y a tomar las cosas de un modo arrebatado y vehemente; en casa la llamábamos centellita, y recordábamos algunos rasgos y anomalías de su infancia y de su primera juventud, que denotaba un «alma montada sobre alambres eléctricos», según frase de Moragas. En la ocasión del fallecimiento de Ilduara revelose este ser característico de Argos con caracteres muy alarmantes.

Ha de saberse que a la hora y media escasa del tránsito de mi pobre compañera, presentose doña Milagros vestida de lana negra, con los ojos húmedos, el rostro expresando piedad, el aliento congojoso y la voz timbrada de emoción; y en palabras cordiales y casi humildes me explicó que venía, como siempre, a servir de algo, que sentía reconcomio y pesadumbre inmensa por haber ocasionado involuntariamente la catástrofe, y juraba y perjuraba que, si nosotros no le habíamos cobrado aborrecimiento, ella estaba allí invariable, a nuestra disposición con vida, alma y voluntad. Tula recibió a la comandanta tiesa como un palo; pero mis otras hijas se la echaron en brazos sollozando y gimiendo, y los chiquillos, que la querían por lo mucho que les mimaba, también la besaron tristones y calladitos, como suelen estar los inocentes ante la muerte.

Al acercarse la señora a Argos y verla color de cera, muda, agitada por un temblorcillo, con los ojos secos y contraída la boca, hízome una señal afectuosa y significativa, y, llevándome al hueco de la ventana, secreteó:

-Es preciso que esta chica yore.

-Sí, señora… -contesté- pero, ¿qué le hago si no llora? Y vaya si alivia el llanto -añadí, enjugándome los párpados con el pañuelo.

-Pues e que si no yora la chiquiya, verá usté lo que pasa. Vamo a tené lanse. Quedándose así cortá, ar momento meno pensao, verá usté; un sopitipando, o un mal del corasón. Yorará. Déjeme usté a mí… Capás soy de haser yorar a un guijarro.

Los mil tristes quehaceres que acarrea la pérdida de un ser querido me hicieron olvidar la cuestión del llanto de mi hija. Doña Milagros bullía, trajinaba, activa, infatigable, presente doquiera, arreglándolo todo, dando cien vueltas en un minuto y evitándonos rozamientos, de esos que son tan dolorosos cuando, por decirlo así, está el espíritu en carne viva. Ni aquel día, ni en la mañana siguiente, pudo lograrse que asomase a los ojos de Argos esa lluvia bienhechora, indispensable para que el dolor no se derrame interiormente y nos sofoque. Recursos ingeniosos se emplearon para conseguir que Argos llorase; mas no dieron resultado. La recordaron palabras de su madre; trajeron a sus hermanitas y se las pusieron en brazos, diciéndola que aquellas huérfanas reclamaban amor y protección, administraron medicamentos; fue inútil, y al cumplirse las veinticuatro horas del fallecimiento de Ilda, realizáronse las profecías de doña Milagros. Vino el anunciado sopitipando, la convulsión con sus arrechuchos delirantes, sus contorsiones frenéticas, sus chillidos, sus ímpetus suicidas de batir la frente contra los hierros de la cama o la madera de los muebles. Argos se dislocaba, se descoyuntaba, formando su cuerpo arco vibrador, como espinazo de culebra; entre cuatro personas no la podíamos sujetar: tal fuerza desarrollaba bajo el influjo del aura epileptiforme. El acceso fue determinado por la vista de la mortaja o hábito que traían para vestir a su madre. Apenas logramos sosegar a la muchacha a puras dosis de éter y bromuro, o, por mejor decir, así que gastó la pobrecilla todo su repuesto de fuerza y se aplanó, empezó a preocuparnos la idea de lo que sucedería cuando se cerrase la caja y Argos comprendiese que sacaban el cadáver, y resonasen en la calle los piporros y los fagotes del entierro, y en la escalera los pasos de los que bajasen el ataúd. En aquella vivienda de cartón, ¿cómo ocultarle a la infeliz niña la salida del cuerpo?

Al acercarse el momento solemne y triste en que alguien desciende por última vez las escaleras de su casa -donde quedan los que le amaron, los que vivieron a su lado-, para mudarse a la eterna soledad del nicho, doña Milagros penetró en la salita en que recibíamos el duelo. Estaba esta, según la costumbre, menos que a media luz, es decir, casi a oscuras. Mis hijas mayores, desaliñadas, despeinadas, con pañuelos de seda negra, permanecían fijas en el sofá, contestando por medio de monosílabos, o sólo de suspiros, a los saludos de las amigas. Estas suspiraban también al tomar asiento, como si se hallasen cansadas o muy doloridas. Luego se entablaba tímidamente en voz baja, algún diálogo soso. «Hace frío, ¿eh?». «Sí, yo también lo noto». «Y mire usted, es raro; aún puede decirse que no llegó noviembre». «Pues tiene usted razón: enfriaron muchísimo las tardes». Etc., etc. Mientras palabreaban, el pensamiento estaba allá, en la otra sala, la que caía a la marina, donde las del duelo sabían que se encontraban el cadáver, y de donde iban a sacarlo muy pronto. Con disimulo miraban todas para Argos, deseando y temiendo a la vez la dramática escena que cortaría el denso aburrimiento de tan fastidiosas horas. Me han dicho después (porque yo en tales momentos no estaba para observaciones) que Argos era una perfecta y hermosísima imagen del extravío mental. Me aseguró doña Milagros que sólo se la podía comparar a una Dolorosa, pero una Dolorosa que, en vez de derramar lágrimas, se encontrase a punto de perder la razón. Sus desencajadas facciones parecían esculpidas en fino marfil; sus inmensos ojazos negros miraban con persistencia a un punto del espacio, y el mirar destellaba sombrío fuego, como si lo que veía Argos fuese alguna aparición horrenda. El lienzo de Doña Juana la Loca, de Pradilla, puede dar idea del semblante y expresión de mi hija en tal momento. Las señoras del duelo cuchicheaban, conviniendo en hablar más alto y hacer ruido para que no se oyesen martillazos, pasos ni salida de los restos. A cada sordo rumor que venía de fuera, estremecíase Argos con hondo escalofrío, y giraban sus pupilas, volviendo después a la fijeza propia de la insania.

Aún cuando ningún ruido sospechoso delató la llegada de los mozos que debían bajar la caja, Argos, como si les olfatease, de pronto se enderezó, y sin pronunciar palabra, rígida, tan pálida como la difunta, estiró el brazo y el dedo señalando a la puerta, mientras dilataba sus papilas el espanto de una visión. Era una actitud admirable, digna de una gran trágica. Su ensanchada nariz parecía aspirar horror; sus abiertos labios se movían, pero su garganta no formaba sonidos; su redondo pecho subía y bajaba, cual si se viese pasar a través de él la ola de la aflicción inconsolable.

Fue entonces cuando doña Milagros realizó uno de los hechos que debieran eternizar su nombre. Repito que penetró disparada en la sala; con vigoroso empuje cogió a Argos por la cintura; y bañándole la cara de llanto y cubriéndosela de besos, la dijo sencillamente:

-Hija, ven.

A la vez que lo decía, la empujó al aposento donde Ilda, amortajada con hábito de los Dolores, yacía en la caja aún abierta, entre cuatro cirios, y sobre una especie de estrado de madera, pues no teníamos cama imperial. Amigos, conocidos, carpinteros, empleados de los carros fúnebres, criados y vecinos curiosos; toda esa gente que se mete, con razón o sólo porque sí, en las casas donde hay un difunto, miraba atónita a doña Milagros y le abría calle; tras su paso se oía reprimido murmullo de curiosidad. Cruzó impetuosamente la señora, arrastrando, mejor que conduciendo, a mi hija; y sin transición, con calculada brutalidad, la impulsó de suerte que fuese a caer de bruces sobre el cadáver, gritando al mismo tiempo:

-Hija, despídete de tu madre… Se la yevan… Dale un beso, hija, que ya no la ves más sino en el sielo.

Argos se abrazó al ataúd, exhalando un delirante chillido. Vi que juntaba mi cara a la de la muerta, y que jadeaba, con ese anhelo especial del llanto, en que parece sacudirse y retemblar el espinazo y el cuerpo todo; y en efecto, pasado aquel minuto desgarrador, apenas alzó el rostro la muchacha, observamos que corría de sus ojos abundante raudal de lágrimas, que deslizándose hilo a hilo por las mejillas, las refrescaba, las coloreaba, regaba su viva flor. Con la misma energía de antes, doña Milagros tomó a Argos casi en vilo, y la trasladó a mi dormitorio; y obligándola a detenerse ante un Cristo antiguo de talla, resguardado por un doselillo de damasco rojo -una de las pocas reliquias que nos quedaban de nuestro esplendor solariego-, exclamó en voz persuasiva y pesando sobre los hombros de la muchacha para que se arrodillase:

-¡Yora allí, hija de mi corasón!… ¡Ese lo consuela too; yora, yora!

Díjome después el doctor Moragas que doña Milagros era el mismo demonio; que con la gracia pudo haber matado a mi hija, o trastornarle la razón; que había noventa y nueve probabilidades y media de que así sucediese, pero que casualmente la otra media fue la que se presentó, y a esa chiripa debíamos la salvación de Argos.

La cual, desde la tremenda experiencia, quedó totalmente variada. El carácter hosco y huraño de su pena, la vaguedad de la mirada y el espanto de la expresión, habían desaparecido, cediendo el paso a un abatimiento apacible, a una especie de mansa tristeza, que, de allí a poco tomó forma de religiosidad exaltadísima, como veremos. Diríase que no cabía en mi hija término medio, pues de la desesperación y el frenesí saltó a una conformidad glacial lo mismo que si la muerte de su madre y todas las demás cosas de la tierra la fuesen indiferentes, y sólo la importase la nueva dirección de su espíritu. De esta evolución de mi Argos y de sus consecuencias he de hablar más largamente; pero ahora debo pasar a otro asunto, a otro dolor filial muy vivo. Grande, increíble fue la metamorfosis de Argos con motivo de la muerte de su madre; pero ¿qué vale en comparación de la que sufrió el empecatado diablillo de Feíta?

Es de advertir que ya no era tal diablillo: quizás el nacimiento de las gemelas; acaso la crisis de la pubertad, habían sosegado y amansado su carácter, que más que bullicioso debe llamarse explosivo. He dicho que los deberes de ama seca los cumplía Feíta admirablemente: dormía al lado de Media o Remedios, que era su crío, y a la cual, con mucho biberón y exquisito cuidado, iba sacando a flote. A pesar de lo embelesada que andaba Fe en estos maternales deberes, que la volvían loca de orgullo y júbilo, al morir Ilduara comprendí que la niña se convertía en mujer, y que el duende inquieto se aplomaba definitivamente, dando indicios de una índole reflexiva y grave, que yo no hubiese sospechado nunca. Ella fue, en los primeros días que siguieron a la desgracia, mi verdadero paño de lágrimas, mi ángel consolador. Al encontrarme callado y abatido, sentado en la galería, con los ojos fijos en el mar, al verme comer silenciosamente y alzarme de la mesa suspirando, la niña salía detrás de mí, y acurrucándose a mi lado, fijaba en los míos sus ojos verdes, pestañudos y chiquitos, espiando mis movimientos, por si se me ocurría pedir alguna cosa. A mi menor indicación, ya la tenía saltando:

-Papiño, ¿qué quiere? Papaíño… ¿traigo el bastón y el gabán? ¿va a salir? Papaíño… ¿enciendo el quinqué, que ya anochece? ¿El periódico? ¿Quiere ver a la gatita, papaíño? La voy a traer aquí… verá qué mona, cómo gorjea.

Al disfrutar de estos cuidados y compañía me fijé en la muchacha y estudié con sorpresa su extraño carácter. Lo primero que en ella se notaba era una mezcla de mucho desenfado, travesura y marimachismo, con una ternura de corazón sorprendente. Además, podía afirmarse que Fe era precocísima, y hacía y decía cosas admirables en sus años. Estaba dotada de una segunda vista o instinto de adivinar lo que en realidad no podía saber, e iba derecha siempre al enigma y a la contradicción, para resolverlos con arreglo a una lógica irrebatible. Hay mil ideas y juicios hechos, que por la fuerza del hábito se nos antojan muy naturales a los grandes, pero que son verdaderos contrasentidos, y a una razón virgen y fresca como la de mi Feíta se aparecen en todo su ilogismo, excitando la insaciable curiosidad discutidora, origen quizá de la ciencia humana.

¡Ah! Si Feíta hubiese nacido de un matrimonio ansioso de sucesión, de esos que tienen tiempo para contarle las risas y las gracias al primogénito, no hay duda que pasaría plaza de criatura asombrosa, de niña fenomenal. Pero donde hay muchos hijos, crecen inobservados. Siendo mi Feíta muy pequeña, tuvo unos asomos de raquitis, que combatimos con baños de algas marinas; y su notable desarrollo frontal, la agudeza de su discurso y la viveza de su comprensión fueron siempre tales, que Moragas, cada vez que venía a vernos, la llamaba «mona sabia», encargando mucho cuidado con la chiquilla, que era «un haz de nervios al servicio de unos lóbulos cerebrales». No se crea que por eso presentaba Feíta el tipo de la chicuela meditabunda y triste, abrumada por su temprano desarrollo. Al contrario. Corregida ya la propensión a la raquitis, su cuerpo, aunque delgado, iba poniéndose derecho; sus ojos húmedos y sus labios de clavel rebosaban vida; su color era trigueño y sano, y sólo la excesiva delicadeza de sus faccioncitas y cierta pobreza de los tejidos revelaban la lucha entre la materia que se desarrolla y un meollo, o, por mejor decir, un espíritu que todo lo quiere para sí.

Cuando se peleaba con sus hermanas, cuando todo lo ponía patas arriba, cuando nos daban ganas de atarla para que no nos volviese locos, Feíta era un bichejo, un tití enredador, cuya graciosa insensatez ya fatiga, ya divierte; pero al hablar conmigo a solas, quieta, seria, advertíase en ella inclinación a ponerse en lo justo, a observar lo real y a conocerlo todo y juzgarlo todo con un sentido exacto, original y radical, que bien podía admirar en mozuela tan tierna. Añádase una comprensión sorprendente y una asombrosa memoria, por lo cual la encargué, además de la cría de Media, de repasar las lecciones a Froilancito, el único varón de mi estirpe, que cursaba el bachillerato y en quien fundábamos nuestras esperanzas. A poco de imponerla esta tarea de repasar, es decir, de tener el libro delante y ver si su hermano se sabía la lección, Fe mostró tendencia a preguntarlo todo: parecía el Catecismo. Cuando Moragas venía a casa, la primer persona que le salía al encuentro era la chiquilla.

-Explíqueme, Moragas… ¿qué significa eso de angina gangrenosa? ¿Es lo mismo que garrotillo? Ayer lo he visto en un periódico… ¿Qué es eso de bacillus que dijo usted anteayer? ¿Es un bichito? Dibújeme en un papel ese bichito. ¿Será así… como las pulgas… o más pequeño? ¿Y cuándo me enseña usted un microscopio?

Moragas solía contestar:

-¡Ea, ya está el diantre de la mona sabia esta empeñada en que le haga una mono-grafía! Te haré una micro-grafía, bien; pero condición: que te vienes a vivir conmigo y ya no te suelto hasta que aprendas medicina. ¡Se ha fastidiado el caballero Hipócrates! ¿Se ríe don Benicio? Pues no vale reír, porque el arrapiezo puede con eso y con mucho más. Ese cabezón admite todo lo que echen dentro. Mientras da biberón a su hermana, no crea usted que la descansa la mollera a la chiquilla.

-Las mujeres -contestaba yo- mejor están dando biberón que discurriendo. No la haga usted caso, señor de Moragas. Usted la mima demasiado, y ella se cree alguien. Que le repase las lecciones a su hermanito… bueno: pero si veo se mete en honduras y echa terminachos y quiere saber lo que no la importa… la administraré una azotaina.

-Déjela usted… -decía Moragas, atrayéndola a sí con benevolencia humorística-. Cuando digo que la voy a dejar en herencia mi gabinete, mis libros y mis instrumentos…

Claro está que lo que yo estimaba en Feíta no eran sus listezas ni sus curiosidades, reprobables en una muchacha, sino su cariñosa previsión mujeril. Las fuentes del sentimiento estaban tan intactas y brotaban tan copiosas en el alma de Feíta, que a pesar de la dramática pena de Argos, creo que la persona que más lloró la muerte de su madre fue la traviesa criatura. Ya dejo indicado que poseía una viveza tan extraordinaria, que parecía montada al aire, siéndola punto menos que imposible estarse quieta y lo que se llama formal dos minutos. Movida como por impulso febril, necesitaba dar vueltas entre los dedos a alguna cosa, enrollar flechitas de papel, imitar el birimbao con los dedos en el labio inferior, pegar saltos de carnero, pintar monos o barcos en el libro y en la pared, pegar cromos en los vidrios, sentarse en posturas raras, tocar a todo, abrir cuanto encontrase delante, y, si algo la ponía nerviosa, arrancarse los botones y hasta los corchetes y cintas de la ropa. El síntoma en que noté que nuestra desgracia labraba en su corazoncito hondo surco, fue que se paró lo mismo que si a cada pie la hubiesen colgado una bala de diez libras de peso; que cesó de atar sillas en hilera para que formasen el tiro de la Ferrocarrilana, y de capear a sus hermanas con un pedazo de coco encarnado, y de ponerlas banderillas de papel: que por extraordinario, sus indómitos pelos aparecieron lisos, y sus faldas sujetas a la cintura, y sus trastos en orden. Cuando nos sentamos a la mesa para esa primera comida de familia tan triste, en que se mira, sin poder tragar bocado, hacia un sitio vacío, díjome de repente Fe:

-Papá, ¿dónde estará mamá ahora?

-En el cielo, hija mía -contesté, mientras las lágrimas me enturbiaban la vista y se me atravesaba el pan en el garguero.

-Y di, papá. Los que se matan a sí mismos, ¿van al cielo también?

-¿Por qué lo preguntas?

-Porque… -la niña bajó la voz y acercó su silla-. Porque mamaíta, en mi opinión, se ha suicidado.

-Calla, mocosa… ¡Suéltale a ese diablo una azote que la deje en carne viva!… -exclamó Tula levantándose airada. Pero yo impuse silencio, y Feíta siguió, revelando convencimiento profundo:

-No lo dudes, papá. No es materialidad de que mamá se pegase un tiro. Pero se suicidó, ¡verás cómo!, enfadándose, rabiando, desobedeciendo al señor de Moragas. Ahí tienes tú cómo se suicidó. Porque hay muchas maneras de hacer las cosas… ¿no te parece, papá?

No contesté, y la niña, adivinando que me entristecía aquello, se quedó también callada, bajando los ojos, de los cuales se desprendió límpida gota.

 

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