Capítulo 7

 

Volviendo a los terribles instantes en que perdí a Ilduara, diré que arrostro las burlas de mi siglo, -que pone en solfa el amor entre cónyuges ya viejos, cuando la antorcha amorosa lanzó su destello último- y declaro que me quedé sumido en melancolía profunda. No calculaba yo mismo el lugar que ocupaba en mi existencia la compañera de tantos años. Ella regía casa y hacienda, y si bien las regía con poca suavidad, no por eso ha de negarse que su firmeza y su vigilancia eran sanas y útiles. Podríase comparar a mi Ilduara con un corsé emballenado y recio, que si oprime, sostiene. Pero aparte de este que no sé si llamé dolor egoísta, el dulce y natural imperio de la costumbre me hacía sufrir a cada instante al ver el sitio frontero de la mesa ocupado por Tula, y al hallarme de noche solo en un lecho que me parecía de nieve. Perderían el tiempo y el pecado los maliciosos: mis soledades de viudo eran espiritualísimas: ningún estímulo vil me acuciaba: procedía mi nostalgia de un sentimiento puro y elevado, compuesto de lo mejor de mí mismo, barajado con otros sentimientos prosaicos, de conveniencia, de rutina afectuosa si se quiere, pero hondamente arraigados, indestructibles.

El encontrarme tan solo, tan alicaído, tan desquiciado moral y materialmente, me aproximó a doña Milagros. Libre de la preocupación de que el trato con la comandante pudiese ocasionar celosos desvaríos, me entregué sin escrúpulo al consuelo de oír y ver a una señora que tan especial afecto me demostraba, y más aún que a mí, a mis hijos, y particularmente a las gemelillas, de las cuales puede decirse que no se apartaba casi. Mi amorosa lástima de los huerfanitos vestidos de luto que veía a mi alrededor, mis inquietudes por su porvenir; mi prurito de que fuesen dichosos, se convirtió en apasionada gratitud hacia doña Milagros, que obraba el prodigio de reanimar nuestra casa, siendo el único rayo de luz que entraba en mi hogar velado por tétricos crespones.

En aquellos días de dolor, nostalgia y prueba, además de la pareja de ángeles que me dejó mi compañero como recuerdo vivo de sus últimos instantes, vino a aposentarse en mi casa otro ser impecable e inocente. Describiré su físico, con toda la prolijidad que merece belleza tan divina. Tenía esta lindísima criatura el cabello abundoso, rubio, de un matiz de oro cendrado, formando tirabuzones y caprichosas sortijillas alrededor de la frente, la cual era tersa, lisa y blanca como el alabastro más puro. Rodeaba sus ojos azules tan grandes que parecían mayores que la boca, una selva de curvas y negrísimas pestañas. Miraba con serena dulzura, algo atónita. Su naricilla era perfecta, redondeada y con meseta en la punta como las de las esculturas clásicas; bajo la nariz, un hoyo suave anunciaba las carnosidades y curvaturas de la imperceptible boquita, rehenchida como dos mitades de guinda, roja lo mismo que coral; y entre ella brillaban los dientes blancos, menudos y tan parejos, que su igualdad causaba asombro. No era menos sorprendente la pureza del contorno de sus mejillas, ni el arrebol siempre igual, limpio y delicadamente difuminado que las coloreaba. También las orejitas, la garganta y los brazos se hacían notar por su forma, así como las manos, que generalmente tenía extendidas, en actitud cariñosa de acoger o implorar.

Con ser tan acabada la hermosura de la niña, debo mayores elogios a su dulce genio, a su índole apacible y encantadora. Mientras mis gemelas alborotaban y echaban abajo la casa a berridos, ya porque el ama no se desabrochaba pronto, ya porque no las paseaban o no las acunaban en el momento crítico en que las daba la gana, esta otra recién venida se pasaba horas y más horas en calma absoluta, en perfecto estado de reposo, siempre con sus ojazos azules abiertos de par en par y sus manos gordezuelas extendidas. Jamás se oyó decir de ella que hubiese reclamado destempladamente el necesario sustento, ni que cometiese ningún desafuero en pañales o camisa. Su limpieza y pulcritud rayaban en maravillosas, y a Pura y a Mizucha solíamos decirlas, cuando comían con los dedos o se pringaban de sopa los hocicos:

-Mira la Nené, que no se baba y no es una puerca marrana como tú.

Y cuando había que cambiarlas el vestido o quitarlas unos pantalones húmedos:

-La Nené nunca hace chis en la ropa. Es una monada ver lo aseadísima que se conserva. No rompe los vestidos ni los zapatos andando arrastra por la habitación.

En electo, la Nené, pues con este nombre habíamos bautizado familiarmente a la huéspeda, guardaría intacto y fresquísimo su traje de raso rosa con encajes negros, si mis hijas, sobándola y abrazándola y desnudándola y vistiéndola otra vez, no la ajasen sus trapitos de cristianar. Por lo cual se determinó que convenía hacerla una bata de percal sencilla, para diario, que se encargaron de cortar mis hijas pequeñas, y salió como de tales manos, con cada candil que daba miedo. También se creyó que se la debía resguardar la ropita interior, y en lugar de la enagua y pantalones de deshilado muy tieso, con puntillas ordinarias, se la hizo una camisa de lienzo, y un refajo de franela, a causa del frío.

Lo más meritorio de Nené, entre tantas buenas propiedades y ejemplares virtudes, era la sobriedad. Las tentativas de mis hijas de hacer comer fruta, probar una cucharada de dulce o deglutir un sorbo de vino, resultaron completamente frustradas. No la engolosinaban ni los caramelos: se dejaba embadurnar los carrillitos; pero en cuanto a abrir la boca para chuparlos… ni por asomos. En cambio dormía como una marmota. Indistintamente echaba su siesta en el sofá, sobre una mesa, reclinada en una butaca, debajo o dentro de una cama, en las posturas más incómodas, cabeza abajo, patas arriba, desabrigada o sin abrigo. Para hacerla conciliar el sueño, y que sus párpados recubriesen sus ojos lentamente, bastaba con tirar de un alambrito que tenía entre los dos omoplatos.

Sí… Nené era una muñeca, ya que ha llegado la hora de decirlo. Una muñeca artística, lujosa, parlante, de un coste elevadísimo, con cara, manos y pies de porcelana-bizcocho, con peluca de verdadero pelo, traída de París directamente al bazar más elegante y surtido de Marineda. Su precio había asustado a todo el mundo, menos a doña Milagros, que se paró embelesada ante el escaparate donde aquel hermosísimo simulacro de infancia se exhibía. Y con las manos juntas, la lengua seca por el ardor del deseo, los ojos encandilados, exclamó a gritos:

-¡Ay Jesú, María y José! Si paese un chiquiyo e veras.

Era de oír cómo contaba la buena señora sus reflexiones y cálculos en presencia de Nené, las vueltas que dio a la idea de adquirirla para tener luego el gustazo de figurar que era una niña que le había nacido, y a la cual sería preciso vestir, adornar y componer lo mismo que a una criatura verdadera. Pero treinta y siete duros que el ladrón del tendero pedía por la muñeca, son una suma capaz de asustar a la persona más hambrienta de sucesión. La comandanta batallaba entre sus ansias maternales y su prudencia económica. Como lo mismito le pasaba a toda la gente marinedina, ganosa de poseer aquel magnífico juguete y retraída por la salsa, sucedió que el dueño del bazar, cansado de ver a la muñeca eternizarse en el escaparate, discurrió rifarla con cédulas de a real. ¡Gran negocio! todo Marineda compró papeletas de la rifa; doña Milagros adquirió ella sola por valor de dos duros, no sin consultar los números con un San Antonio que tenía a la cabecera, y que, según la señora, era muy perito en esto de acertar los que saldrían gananciosos en los sorteos de la lotería. Y en efecto, San Antonio acertó de medio a medio, pues la muñeca vino a parar a casa de la comandanta.

No necesito pintar el regocijo de la agraciada. ¡Y mis niños! Creí que se volverían locos. Las más pequeñas no cesaban de bajar al piso de la comandanta para ver qué le sucedía a la niñita nueva. De tal modo se cebaron en admirarla, manosearla y acariciarla; y tal idolatría les entró por ella, y con tal ansia se desvivían por acompañarla a todas horas, que la generosa doña Milagros, en uno de sus arranques, nos envió a Nené, regalándosela en propiedad a mis hijos, a condición de que la cuidasen mucho y la gozasen por turno, sin peleas.

Aquella atención me conmovió. Entre mis defectos y malas propiedades para vivir en la sociedad actual, tuve yo la de un agradecimiento casi enfermizo. Cualquier favor que se me hiciese lo estimaba de suerte que en vez de causarme satisfacción me producía una especie de dolor; con tal urgencia anhelaba pagar, cumplir, restituir el préstamo. Procediendo de doña Milagros, me enternecía más cualquier rasgo de bondad. ¡Espontáneo y gracioso obsequio!

¡Ay! Bien necesitaba consuelos mi espíritu; bien necesitaba algún halago; bien necesitaba la solicitud de Feíta y el fundente corazón de la comandanta, para olvidar nuevas angustias que comenzaban a asediarme, y de las cuales quiero decir algo, porque si son del orden inferior y humilde, en mi existencia pesaron de tal modo, que las sentí atirantar mi cuello como lo atirantaría una piedra de molino.

Es el caso que aquel año, en que tan bien se presentó la cosecha de niñas de carne y hueso y de niñas de porcelana-bizcocho, anduvo rematadamente mal la del centeno en la montaña, y no mucho mejor la del trigo en la llanura; y el gobierno, que sin duda tuvo soplo, recargó un poquito más la contribución territorial, ejemplo que siguió el municipio en la de consumos; y en el reparto, que se hizo con arreglo a las órdenes del cacique comarcano, me echaron a mí, pobre hombre sin mangoneo ni influencia, todo el peso de la cuota. Para mayor dolor, cuando la simiente de la cosecha nueva empezaba a germinar, descargó un airado pedrisco, y la mayoría de los caseros vino a pedirme prórroga, llorando a moco y baba, diciendo que de fijo yo no me proponía acabar con ellos ni echarlos a pedir limosna por las carreteras. Uno de ellos, anciano ya, me conmovió profundamente.

Llamábase el tío Farruco de Cornide, y era de mis mejores y más antiguos arrendatarios montañeses. Casero de mi padre había sido el suyo, y de padres a hijos se sucedían en el lugar. Cuando el tío Farruco acudía a pagar su renta, reuníanse mis niños en la antesala para verle, pues venía muy majo y bien portado, con su ropa de las fiestas: chaqueta y calzones de rizo azul, botonería de filigrana de plata, camisa blanquísima de lienzo del país, pañuelo de seda carmesí atado bajo la montera de terciopelo, y rebasando del pañuelo los mechones de plata de sus canas.

Acompañábale siempre alguno de sus hijos o yernos, portadores de ancha cesta donde se amontonaban, cubiertos por níveo aunque grueso trapo, el pago en especie y los rústicos obsequios de aquellas gentes sencillas. La renta en especie consistía en tres pares de lucios y amarillentos capones, con las enjundias clavadas por medio de una pluma a las rollizas zancas, y en varias orzas de manteca; los regalos, en huevos, quesos de tetilla, una olla de miel, dos o tres tortas con pedacitos de azúcar sembrados por cima. Estas provisiones hacían que la llegada del tío Farruco, que ocurría generalmente hacia Navidades, fuese una especie de solemnidad para la familia, prestando a nuestra mesa, por espacio de algunos días, sana abundancia. Esta vez, acontecida la muerte de mi esposa, nos afligió a todos la venida del arrendatario. Al darme el pésame con labriegas razones, al pobre viejo se le llenaron los ojos de agua, acordándose de mi propia viudez y de su difunta, «una loba para el trabajo, señor». Y cuando decía esto vi en su cara atezada, de firmes líneas, como bronceada por el sol y el aire, una expresión de dolor verdadero. Después, sin transición, pasó a las cuestiones prácticas, y en solapadas frases me dio a entender que era preciso tener influencia y mezclarse en elecciones, como hacía mi cuñado Garroso, pues si no las contribuciones se lo comían a uno.

-En otro tiempo, señor -dijo el viejo en su dialecto, sacudiendo la cabeza melancólicamente- bastábale a un hombre ser honrado y trabajar para comer pan; los holgazanes y perdularios eran quienes se morían de hambre; los que echábamos mano al azadón y al arado teníamos el pote seguro. Hoy día ya no sucede así. De poco sirve que uno se mate a trabajar y se reviente labrando la tierra. No trabajamos para nosotros, señor mi amo, créame, que es como el Evangelio: trabajaremos para los pillastres de los recaudadores y para el maldito chupón Gobierno, con perdón de usted, que los envía a sacarnos el jugo. Los que se meten en tracamundanas políticas, esos aún van saliendo avante… ; pero los moros de paz, que callamos y apretamos los puños, pagamos por todos, y estamos ya que no sabemos si vale más vivir o morir de vez.

Y el viejo, después de sonarse con un gran pañuelo de hierbas, volviéndose hacia la pared por cortesía, añadió:

-Señor mi amo, ya sabe si el tío Farruco de Cornide, en toda la vida que lleva de ser su casero, le ha pedido nunca espera ni rebaja. Pues señor, hoy se la tengo que pedir, y si me la niega, se acabó el tío Farruco y la casa del tío Farruco. Siquiera hasta allá por julio o agosto no puedo pagar, señor, a no ser que lo vaya a pedir prestado y me envuelva en réditos, que aún es mejor para mi hombre echarse al río con una piedra al pescuezo, bien gorda. Si así vamos, señor amo, y las contribuciones no amainan, y si ahora no me da un poco de espera, yo, que, lavado sea Dios, nunca me avergoncé delante de nadie, porque, bendito Asús, he sabido trabajar, andaré a pedir limosna.

-Andaremos todos, tío Farruco -respondí haciendo grandes esfuerzos por ocultar mi angustia-. Vaya tranquilo… y en julio, si puede…

-En julio, señor mi amo, pierda cuidado… ¡Mas que no comiese pan todo el invierno!

Había traído el viejo, a falta de las moneditas, su acostumbrado cestón, y lo destapó humildemente, significando que hacía cuanto estaba en su mano, daba la penuria de los tiempos. Vi asomar las patas amarillas de los capones, que se me figuraron bastante menos orondos que de costumbre; diríase que la brujería del fisco chupaba la enjundia de aquellas suculentas aves, como si ellas fuesen a modo de esquema o representación del contribuyente. Hasta los huevos me parecieron desmedrados, la manteca rancia, los quesos chicos y duros, sin aquella suave morbidez de otras veces, que, unida a su forma ubérrima, los convertía en adecuada imagen de la agricultura fecunda, maternal, nutriz de las naciones.

¡Bien sabe Él que todo lo sabe la falta que me hacía el dinerete que solía traer el viejo, y el que por fuerza hube de perdonar, atendida la miseria de la añada, a otros caseros más necesitados aún! Entre el parto, el bautizo, la enfermedad y entierro de Ilduara, las incumbencias de la testamentaría y otros mil agujerillos más, me vi con el agua al cuello antes de que llegase la primavera. Y la conciencia me obliga a que declare dos cosas, para honra y buen crédito de dos personas: primera, que mi nunca bastante llorada Ilduara dejó una reservita, una pequeña alcancía, caso portentoso, pues no sé cómo pudo ahorrar un céntimo con las infinitas y apremiantes atenciones que por todas partes nos rodeaban; segunda, que Moragas, cuando le supliqué que fijase sus honorarios de comadrón y médico, me miró con una expresión que no olvidaré nunca, y contestó en tono guasón, pero dejando transparentar una piedad inmensa:

-¿Que qué me debe usted? El médico es quien debía pagarle a usted algo, porque le engañó, y en vez de una boquita para mamar, le trajo dos… Pero en fin, si se empeña usted en mandarme cuartos, mándeme los que guste, en la inteligencia de que cuantos menos sean, más contento he de quedar.

Inverosímil parecerá este desprendimiento: los médicos pasan plaza de ávidos y codiciosos, y se refieren cosas espantables sobre sus cuentas. Yo creo que en esta profesión hay de todo, y si la pasta archibuena de Moragas no abunda, tampoco serán regla general esas atrocidades de un galeno que pide por un parto miles y miles, y de otro que tasa a peso de oro la operación que sólo él sabe ejecutar con maestría.

Volviendo a mis apuros, diré que, a pesar de las economías de Ilduara y del noble desasimiento de Moragas, me hallé tan ahogado al acercarse la primavera, que acepté con júbilo la proposición que me hizo bajo cuerda mi cuñado Garroso, de comprarme ciertas pensiones que le redondeaban un partidillo de renta a él. Mi difunta esposa siempre se había opuesto a esta venta, más bien por la tirria que profesaba al cuñado, que por apego a las pensiones. No en cambio me avine sin gran dificultad a deshacerme de ellas: al fin una pensión no es tierra, no son bienes. He sido educado en el culto de la tierra, la tierra la consideré sagrada. Parecíame que debía dejarme cortar una mano antes que vender un pedazo de tierra: así entendía mis deberes de propietario obligado a guardar y transmitir a mis hijos la herencia de mis antepasados, chica o grande. ¡Quién me dijera que con estos principios… ! En fin, ello es que entonces enajené las pensiones y pude respirar y cubrir necesidades urgentes.

Por aquellos días Baltasar Sobrado, dueño de la casa donde habitábamos, me pasó aviso de que le era imposible seguir dejándome el piso en el precio convenido, y subiéndome un duro al mes. No son un caudal doce duros al año; pero para una familia tan numerosa y un presupuesto tan exiguo, no hay gasto pequeño, y con doce duros se calza a seis criaturas. Llamé a capítulos a mis dos hijas mayores, y las consulté si convendría tomar una casa más barata, aunque careciese de vista al mar y se encontrase situada en punto no tan céntrico; pero convinimos en que una mudanza cuesta bastante más de doce duros, y que se debía aguantar aquella existencia intempestiva y vejatoria. Con secreta alegría permanecí bajo el mismo techo que cobijaba a doña Milagros.

En vida de Ilduara no me incumbían estos detalles; me enteraba de ellos de noche, a obscuras, en la intimidad del tálamo (pues de día nunca se está solo en casa de familia tan numerosa). Allí, marido y mujer nos hacíamos confianzas sobre el estado económico y las crisis pecuniarias (que eran el pan nuestro de cada día), y nos comunicábamos nuestras inquietudes respecto a probables subidas del aceite, falta de peso en la carne o sisas de la fámula… No puedo explicarme la razón por que me era imposible hablar de todo esto con mis hijas. Parecíame que la paternidad me imponía el deber de no afligirlas con cuestiones de dinero, y de darlas, como el ave a su pollada, la pitanza y el nido sin que tuviesen una hora de preocupación por tales miserias. Al absolutismo de Ilduara había sustituido una oligarquía que dificultaba mucho el gobierno. Todas mis hijas querían mandar; ninguna se sujetaba a la autoridad de Tula, y si ella disponía una cosa, era lo suficiente para que no se ejecutase o se hiciese enteramente al revés. Tula por su acritud y su falta de prestigio; Clara por su prudencia y poca afición a luchar; Argos por lo que la abstraía la devoción; Rosa por su frivolidad; Constanza por su insignificancia, no se prestaban a regir aquel estado diminuto; y las únicas personas a quienes yo enteraba de la marcha de los asuntos domésticos, fueron -ya lo supondrá, lector- doña Milagros y Feíta. A la comandanta la hablaba de las grandes líneas de mi situación, del miedo al porvenir, de la inquietud de verme viejo, morirme el día menos pensado, y dejar a once mujeres -algunas de ellas niñas- sin amparo, casi sin recursos, sin elementos para sostener su posición social. Con Feíta solía conferenciar sobre menudencias terribles, la cuenta apremiante, el mueble desvencijado o la prenda de ropa que necesitaba sustitución.

Recuerdo que una tarde lluviosa, encontrándonos sentados alrededor de la tibia camilla -mientras Feíta daba vueltas a un serón de paja del verano y lo forraba con un retal de merino negro, para sacar un sombrero de invierno de riguroso luto, y doña Milagros arrullaba y entretenía a Media, agitando un sonajero para divertirla y meciéndola después para que conciliase el sueño- a propósito del sombrero aprovechado se suscitó la conversación de lo caras que cuestan las mujeres, de lo imponente de la partida de trapos y moños, por modesta y sencillamente que se vista.

-Es lo que yo le digo a papá -exclamó Feíta con viveza y energía suma, escupiendo el cabo de hilo que la estorbaba entre los labios-. No hay mayor desgracia que reunirse tantas Marías como aquí nos hemos reunido. Si en vez de mujeres fuésemos hombres, saldríamos adelante, ¡vaya si saldríamos! Pero esto es un gallinero. No entiendo qué será de nosotras, porque realmente no servimos más que de estorbo.

-Hija… estorbo precisamente, no -observó doña Milagros dando palmaditas en las nalgas a Media, arbitrio muy eficaz para que los rorros concilien el sueño-. Si os quedáis para vestir santos, no digo… pero… encontrando maríos buenos, como el mío o como tu padre…

-Sí señora… Esos maridos buenos se encargan a París y vienen del Printemps ya preparaditos y atados con cintas de color -exclamó la chicuela-. ¡Anda! ¡Bonitos están los tiempos para maridos!

-¿Qué sabes tú, pispajo?

-¡Vaya si sé! ¿Soy alguna tonta? No parece sino que aquí llueven maridos. ¡Eso quisieran mis hermanas!

-¡Calla, trasto! Si te oyen…

-¡Qué han de oír! Tula, por no perder la costumbre, está regañando a la cocinera; Clara durmiendo la siesta, ¡porque es más comodona! se ha propuesto ver lo que dura una chica bien cuidada… Rosa… colgada de la ventana, a ver no se qué, los charcos, porque diluvia; y Argos… en la plática del Padre Incienso. Constanza… papando moscas, por variar… y las otras… Las otras no entienden aún.

Reímonos, y la chiquilla, engreída, prosiguió:

-Ya ven: Tula me parece a mí que está madurita; además, por casarse, se casaría con el perro de San Roque… Pues el perrito no parece… Clara ya no cumple los veintiséis… Pues tampoco pasa un alma por la calle. Rosa es bien guapa… La miran muchos… la dicen tonterías… pero todo jarabe de pico. Argos… ¡A esa, no siendo que la hagan el amor los monaguillos… !

-Hija mía -dije interviniendo con tono de severidad que exhorta-, una señorita, si no encuentra marido, no tiene por qué apurarse; como que probablemente se ahorra mil penas y sinsabores… En su casa está muy bien. Tú no entiendes de eso.

-Entiendo -afirmó con aplomo-. En su casa, la señorita se aburre. En su casa se pone hecha un alacrán, papaíño. Si Tula rabia tanto por cualquier cosa, es que está pirrada por casarse. Que aparezca el novio, y verás una paloma. ¡Pues Rosa! ¡Pues Argos!

-¿Argos dise? ¡Hijita del arma! -intervino doña Milagros, que ya había dormido en su regazo a la nena-. ¡Anda! Si parece que está tu hermana elevá al quinto sielo! ¡Si es una santiya! ¡Si eya confesar, eya comulgar, eya resar to el día y toa la noche, eya metía en aquel saco de estameña de hábito del Carmen! ¡Si edifica, mujé, edifica!

-Bueno, bueno, pues es… es porque… precisamente… quiero decir… En fin, que por lo mismo… y aunque a ustedes les parezca así… una cosa rara, de tantísimo comerse los santos…

La chiquilla se confundía y embrollaba, no sabiendo cómo expresar la idea. Al fin, retorciendo un alambre, añadió:

-Tula, y Rosa, y Argos, y todas, pero todas, lo que esperan y lo que piden es casaca, papá… ¿No podrías tú hacer algo para que encuentren marido? Y usted, doña Milagros, que es tan amiga nuestra, ¿no podría ayudarnos? Allá en su tierra de usted probablemente los maridos abundarán más que aquí… usted, ¿cómo hizo para casarse?

-¡Miren el cascabeliyo este, y qué cosas pregunta! -exclamaba doña Milagros perdida de risa, tocándome familiarmente en un hombro y empujándome: confianza que me supo tan bien, que me alentó a abrir el corazón.

-¡Ay, amiga mía! Este cascabel no va muy descaminado. Hay algo de razón en los desatinos que hilvana… Mentiría si dijese que no cavilo en lo del establecimiento de las niñas… ¡Qué harán cuando yo falte! ¡Qué va a ser de ellas, con pocos intereses, sin guía ni dirección, sin nadie que las quiera y las aconseje, porque mi hermana nos odia y su marido nos vería gustoso ir descalzos! ¡Qué destino espera a estas chiquitas, las que Dios me envía tan tarde, cuando ya no puedo esperar fundadamente que las veré con uso de razón!

Al oírme decir esto, la comandanta fijó en mí los flecheros ojos, se puso seria, y vi que sustituía a la risa un enternecimiento evidente y el gesto del que va a decir algo que hace tiempo le hormiguea en el corazón. Cogiome la mano; me la apretó tiernamente, y mientras yo, trémulo, no me atrevía ni a devolver el amistoso halago, murmuró en el tono con que una santa se ofrecería a rezar por un devoto:

-Misté, don Benisio… no apurarse… Dios aprieta… pero no ahorca. Usté es mu bueno… y yo le tengo… vamo… una ley, ¡que aunque fuéramos hermanos de padre y madre! Pues usté… siempre y cuando quiera dejar amparás a las pequeñiyas… a estas… a este par de pendientes de perla engarsaos en oro… me las da, y me hase usté felis… ¡tan felis como si me regalase un miyón! Yo no he tené chicos… allá yo me entiendo: no los he tené… y si la Virgen me encomendase estas presiosidaes… loca, vamo, loca me pongo de enserrar… Usté me da las rosiyas de pitiminí; yo las hago de mamá; parentela no hay que gruña por herensias; una tía tengo ricachona, y lo suyo pa mí es… y lo mío pa las reinas mellisas, y a usté le quean toavía nueve… ¡nueve chavalas!… que me parese bastante. ¡Se contesta… hombre… se contesta! ¡No digo nada que ofenda! Y lo digo como si hablase a Dios.

El calorcillo de la mano; el magnetismo de los ojos; lo afectuoso de los conceptos; la generosidad de la proposición, todo me conmovió de suerte que tuve harto quehacer en reprimir las lágrimas. Tartamudeando, articulé unas gracias confusas. Doña Milagros me apretó la mano más fuerte, metiéndome en la piel sus torneados dedos, como si sellase un pacto.

-¡Es que no va de guasa… hablo formal… formal!… No pueo yo vivir sin las gatiyas… Si me trasláan o se va usté… no quiero pensá la que me espera. Cojo yo cariño a too; a un gato, a una escoba… pero a estas… no es cariño, que es chiflaúra… ¡Es un delirio, una enfermedá!

Oyose en esto la voz de Tula, que llamaba a gritos a Feíta para reclamar no sé qué objeto que no parecía por ninguna parte. Y al quedarnos enteramente solos, la comandanta, llegándose a mi oído y hallando tan de cerca que sentí en mis mejillas el divino calor de su aliento, balbució:

-Si a veses se me mete en el arma que no las parió su mujer de usté, Dio la haya perdonao. ¡Qué iba a parirlas eya! ¡A fe de Milagro, que me han salío a mí de la entraña!

 

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