I

Al llegar a Madrid, en enero, todavía muy floja y decaída, me ven sucesivamente dos o tres doctores de fama. Hablan de nervios, de depresión, de agotamiento por sacudimiento tremendo; en suma, Perogrullo. Hacen un plan, basado principalmente en la alimentación. El uno me prescribe leche y huevos; el otro, nuez de kola y vegetales, puches y gachas a pasto; aquel me receta baños tibios, purés, jamón fresco, carnes blancas… y, sobre todo, ¡calma!, ¡descanso!, ¡sedación! Mi sistema nervioso puede hacerme una jugarreta… En suma, trasluzco que temen si mi razón… ¡La razón! ¡Qué saben ellos de mi arcano!

Por egoísmo — no por atender a la salud- he cerrado la puerta a los curiosos, a los noticieros, a los impresionistas. Así que empiezo a reponerme algo, recobrando, gracias a la proximidad de la primavera, una apariencia de fuerza, no puedo negarme a la entrevista trágica con el padre y la madre de Agustín Almonte. Cuando el padre recogió el cuerpo del hijo, en Suiza, yo deliraba y me abrasaba de calentura en el hotel.

Ellos creen que mi larga enfermedad, mi estado de abatimiento, de «neurastenia», dicen los médicos en su jerga especial, no reconocen otra causa que la impresión de la desgraciada muerte de su hijo, mi futuro. La leyenda ha rodado; es original notar cómo, bajo su varita de bruja, se ha transformado la esencia de los hechos, sin alterarse en lo más mínimo lo apariencial. Los dos enamorados «bogábamos en silencio» — recuérdese a Lamartine-, sin otra preocupación que la de soñar que el amor, según nos enseña el poeta, no es eterno, que tan deliciosas horas huyen, y deben aprovecharse con avidez. Éramos una pareja a la cual «todo sonreía», a la cual estaban preparados destinos triunfales. De súbito, el Leman hinchó su seno pérfido, pegó el horrible salto de dos metros cincuenta, y nuestra barca nos volcó. Agustín, aterrado, gritó al barquero la consigna de salvarme, y quiso intentarlo él, a su vez; el grueso abrigo, empapado, le arrastró al fondo, mientras a mí el suizo me libraba de una muerte cierta. Al recobrar el conocimiento y saber la tremenda verdad, el dolor estuvo a punto de acabar también con mi vida. Aquella tristeza honda, aquella postración, eran tributo pagado por mi alma al sufrimiento de tal pérdida. Se había tronchado la flor preciosa de mis cándidas ilusiones. Cosa muy tierna, muy interesante. Los párrafos que nos consagraban los periódicos, al publicar nuestros retratos (obtenido el mío con estratagemas de pieles rojas cazadores, pues yo me resistía horripilada a la «información gráfica»), eran de una sensibilidad vehemente, elegíaca. Recibí entonces, de desconocidos, cartas febriles, en que se traslucía un amor reprimido, pronto a crecer y estallar.

Y fue preciso fijar hora y día para recibir a los padres sin consuelo, que vinieron, acompañados de Carranza, involuntario autor de la tragedia; el que, ceñida la mitra, empuñado el báculo, había de bendecir nuestros desposorios…

Al asomar en el quicio de la puerta las dos figuras enlutadas, me levanto, me adelanto; y, sin dar tiempo a mi saludo, unos brazos débiles, de mujer enferma y atropellada por los años, se ciñen a mi garganta; y en mi rostro siento el contacto de una piel rugosa, seca, calenturienta, y escucho un balbuceo truncado: «¡Mi hij… mi hij… mío del al… mío… !» y lágrimas de brasa empiezan a difluir por mis propias mejillas, a calentarlas, a quemar mi piel como un cáustico, a llegar hasta mi boca, que la sofocación entreabre, y en la cual un sabor salado, terrible, me introduce la amargura de nuestra vida, la nada de nuestro existir… Y este abrazo, que me mata, dura un cuarto de hora, eterno, sin que cese la congoja de la madre, sin que se interrumpa su mal articulada queja, el correr de su llanto, el jadear de su flaco pecho…

El padre, más sereno — al fin han corrido meses-, convenientemente triste, ahogado por el asma, interviene y desanuda el lazo, cooperando Carranza a la obra.

— Basta, María, un poco de resignación… ¡No ves que la pobre todavía está enferma! La nuestra es una pena misma… Señorita, ¿me permite usted que la dé un beso en la frente?

Y no me lo da, sino que pide ¡socorro! porque parece que, al soltarme la señora de Almonte, sufro un síncope…

Al volver en mí, ya un poco más sosegados todos, en un instante de respiro, entre el olor del éter, se habla largamente, con interrupción de sollozos, suspiros y cabezas inclinadas. Carranza, grave, cejijunto, pero sin perder su continente diplomático, de sagacidad y sensatez, dirige la cruel conferencia. Los padres se despiden al fin. Me mirarán siempre como a una hija. Vendrán a verme algunas veces; soy, para ellos algo querido, «lo que les queda» de su pobre Agustín… ¡Si yo supiese lo que Agustín valía! ¡Si yo me penetrase de lo que «habíamos perdido»! Y no sólo nosotros. Porque Agustín era para su patria algo más que una esperanza: iba siendo una realidad, ¡tan extraordinaria, tan superior a todo! Acaso — insistía el padre- el genio maléfico que parece dedicado a encaminar los sucesos de la manera más funesta para España, fuese el que había dispuesto la extraña peripecia del lago Leman. Porque él, después de meditar bastante en la catástrofe, veía en drama tan impensado algo de fatídico, que va más allá de la natural combinación de los sucesos…

— ¡No lo sabe usted bien! — respondí sinceramente, como si pensara en alta voz, entre las últimas y largas presiones de manos temblorosas y frías.

Al marcharse los dos viejos, Carranza se queda a mi lado, murmurando frases consoladoras, sin convicción. Despaciosa, me arrodillo en la alfombra, ante el canónigo.

— ¿Eh? ¿Qué te pasa, hija mía?

— Me confesaría de buena gana.

— ¿Confesarte? — la sorpresa cuajó sus facciones en seriedad berroqueña. Era un medallón de piedra el rostro del magistral.

— Sí, Carranza; confesarme. No puedo con el peso de lo que hay en mí. Ayúdeme a descargar un poco el espíritu.

Las cejas se juntaron más. Un mundo de pensamientos y de recelos indefinidos cabía en el pliegue.

— Mira, Lina, ya otra vez quisiste… Y entonces, como ahora, te contesto: ¿de cuándo acá, entre nosotros, confesión? Tú has dicho siempre que yo era demasiado amigo tuyo para hacer un confesor bueno. Eso de confesión… es cosa seria.

— Serio también lo que he de decirle.

— No importa… Hazme el favor, Lina, de dispensarme. Para el caso de desahogar tu corazón, es igual que me hables fuera del tribunal de la penitencia. Para los fines espirituales, muy fácilmente encontrarás otro mejor que yo…

— Y el amigo… ¿me guardará el mismo secreto?

— El mismo, exactamente el mismo. Si quieres, la conferencia se verificará en el oratorio. Me consideraré tan obligado a callar como si te confesase… Tengo mis razones…

Nos dirigimos al oratorio de doña Catalina Mascareñas. Yo me había limitado a refrescarlo y arreglarlo un poco. En el altar campeaba, en un buen lienzo italiano, la figura noble de la Alejandrina. Al lado de mi reclinatorio, en marco de oro cincelado, de su estilo, brillaba la famosa placa del XV, que llevé a Alcalá el día en que Carranza nos leyó la historia. ¡Cuánto tiempo me parecía que hubiese transcurrido desde aquella tarde lluviosa y primaveral! Evoqué la misteriosa sensación del canto de las niñas:

 

¡Levántate, Catalina,

levántate, Catalina,

que Jesucristo te llama!

 

 

Me senté en mi reclinatorio, y, en un sillón el canónigo. Hablé como si me dirigiese a mi propia conciencia. Carranza me escuchaba, demudado, torvo, con los ojos entrecerrados, velando los relampagueos repentinos de la mirada. Al llegar al punto culminante, a aquel en que se precisaba mi responsabilidad, ya no acertó a reprimirse.

— ¡Hola! ¡Vamos, si me lo daba el corazón! Te lo juro; yo lo sospechaba; ¡lo sospechaba! No eso mismo precisamente; cualquier atrocidad, en ese género… ¡Ahí tienes por qué no he querido confesarte! ¡No llega a tanto mi virtud! ¡Absolverte yo del… del asesinato… !

— ¡Asesinato!

— ¡Asesinato! Has asesinado a quien valía mil veces más que tú. ¡No extrañes que me exprese así! Quería yo mucho a Agustín, y será eterno mi remordimiento por haberle puesto en tus manos, conociéndote como te conozco. Te conozco desde que me hiciste otras confidencias inauditas, inconcebibles. ¡Tampoco quise ser confesor tuyo entonces! Mujeres como tú, doblemente peligrosas son que las Dalilas y que las Mesalinas. Estas eran naturales, al menos. Tú eres un caso de perversión horrible, antinatural, que se disfraza de castidad y de pureza. ¡En mal hora naciste!

Callé, y sujeté mi congoja, con férrea voluntad, palideciendo. Carranza insistió.

— En tus degeneraciones modernistas, premeditaste un suicidio, acompañado de un homicidio. Buscaste la catástrofe entre desprendimientos de aludes y desgajes de montañas, y al ver que no la encontrabas así, acudiste a las traiciones del lago. Si esto te falla, habrías echado mano de la bomba de un dinamitero… ¡O del veneno! ¡Eres para envenenar a tu padre!

— Como no estamos confesándonos, Carranza — declaro, sacudido el pecho por el martilleo de la ansiedad-, me será permitido defenderme. Algo puedo alegar en mi defensa. Almonte fue menos noble que yo. Habíamos celebrado un pacto; nos uníamos amistosamente para la dominación y el poder, descartando lo amoroso. Y lo quiso todo, y representó la comedia más indigna, la del amor apasionado, ardiente, incondicional… Y me juró que por mi vida daría la suya… ¡Me juró esto!; ¡por tal perjurio murió él, y yo he caído en lo hondo… !

Mi ademán desesperado comentó la frase.

— ¡Eres una desdichada! ¿Qué crimen es jurarle a una mujer… esas tonterías? Acaso tú querías a Agustín tanto, tanto, como en las novelas?

— ¡Si yo no le he querido jamás, ni a él, ni a ninguno! Y como no le quería, no se lo he dicho. No mentí. ¡Mentir, qué bajeza! Agustín no era caballero, no era ni aun valiente. Por miedo a morir; me dio con el codo en el pecho, me golpeó, me rechazó. Y, la víspera, aseguraba…

Carranza, sin fijarse en el lugar, que merecía respeto, hirió con el puño el brazo del sillón, y masculló algo fuerte que asomaba a sus labios violáceos, astutos, rasurados, delineados con energía.

— ¡Mira, Lina, yo no quiero insultarte; eres mujer… aunque más bien me pareces la Melusina, que comienza en mujer y acaba en cola de sierpe! Hay en ti algo de monstruoso, y yo soy hombre castizo, de juicio recto, de ideas claras, y no te entiendo, ni he de entenderte jamás. Te resististe, en otro tiempo, a entrar monja. Bueno; preferías, sin duda, casarte. Nada más lícito. Te regala la suerte una posición estupenda; ya eres dueña de elegir marido, entre lo mejor. Tu posición se ha visto luego amenazada, por las… circunstancias… que no ignoras: te busco la persona única para salvarte del peor naufragio; esa persona es un hombre joven, simpático, el hombre de mañana — ¡pobre Agustín!, ¡si esto clama al cielo!-; y tú no sosiegas, víbora… — ¡Dios me tenga de su mano!- hasta que le matas… ¡Y luego, hipócritamente, recibes a los padres, te dejas besar por la madre, por esa Dolorosa! Tu castigo vendrá, vendrá… En primer lugar, te quedarás pobre… porque ahora no hay quien le meta el resuello en el cuerpo a don Juan Clímaco… ¡Y, en segundo… no sé si hallarás confesor que te absuelva! ¡Es que esto subleva, Lina! ¡En mal hora, en mal hora te hice yo conocer a aquel hombre, digno de una mujer que no fuese un fenómeno de maldad… y de maldad inútil! ¡Porque ahí tienes lo que indigna, que no se sabe ni se ve el objeto de tus delitos… de tus crímenes!

Sollozando histéricamente, caigo de rodillas, y repito la palabra que está fija en mi pensamiento, la palabra de los vencidos:

— ¡Perdón! ¡Perdón!

— ¡Perdón! Yo no estoy aquí para eso — insiste Carranza, petrificado en ira-. Estoy para protestar de un crimen que la justicia no castigará, que el mundo desconoce, y que hasta tú eres capaz, con tu entendimiento dañino, de presentar como un poético rasgo de superioridad, como algo sublime. ¡Porque tienes la soberbia infiltrada en el corazón, en ese perverso corazón que no sabe amar, que no sabe querer, que no lo supo nunca, y que no ha de aprenderlo!

Fulminaba ya Carranza en pie, excitándose con sus propias palabras, tronante de indignación. Y amenazó:

— Lo primero que haré, será impedir que esos desdichados padres sigan llamándote hija, lo cual es un escarnio… Y no te acuerdes más de tu antiguo amigo Carranza. Me has sacado de quicio; la locura es contagiosa. ¡No sé qué te haría! Se me pasan ganas de abofetearte… Es mejor que me retire… Adiós, Lina; siempre he desconfiado de las hembras… Tú me enseñas que el abismo del mal sólo puede llenarlo la malignidad femenil. Siento haberme descompuesto tanto… Parezco un patán… ¡Agustín, pobre Agustín! ¡Quién me lo diría! ¡Y por mi culpa!

 

Share on Twitter Share on Facebook