II

El portazo que pegó Carranza me retumbó en la cabeza, que un dardo agudo de jaqueca nerviosa atarazaba. Quizás se me hubiese quitado con tomar alimento, pero mi garganta, atascada, no permitía el paso ni aun a la saliva pegajosa ardiente que encandecía, en vez de humedecerlas, mis fauces.

Salí del oratorio. Me recogí a mis habitaciones. Un azogue no me consentía sentarme, ni echarme sobre la meridiana, ni hacer nada que aliviase mi desasosiego. Me contenía para no batir en las paredes la cabeza, para no romper y hacer añicos porcelanas, vidrios, cuadros; para no desgarrar mis propias ropas y el rostro con las uñas… Un reloj de ónix y bronce, con su tic-tac monótono, me exasperaba. De un manotón, lo arrojé al suelo. El golpe paró el mecanismo. Al ruido, acudió mi doncella, la antigua Eladia, triunfadora del extranjero con los dos episodios desastrosos de Octavia y de Maggie…

— ¡Jesús mil veces! Creí que era la señorita la que se había caído… ¿Recojo el reloj? ¡Qué lástima! Se ha roto por la esquina…

No contesté. Comprendía que no me hallaba en estado de responder de una manera conveniente. Sólo ordené:

— Mi abrigo de paño, mi sombrero obscuro.

— ¿Va a salir la señora? ¿Telefoneo que enganchen?

— ¡Mi abrigo, mi sombrero! — repito, con tal tono, que Eladia se precipita.

Cinco minutos después, estoy en la calle. Yo misma no sé a dónde voy. La especie de impulsión instintiva que a veces me ha guiado, me empuja ahora. Voy hacia mí misma… Vago por las vías céntricas, en que obscurece ya un poco. Salgo de la calle del Arenal, subo por la de la Montera, mirando alrededor, como si quisiera orientarme. Penetro en una calleja estrecha, que abre su boca fétida, sospechosa, asomándola a la vía inundada de luz y bulliciosa de gente. A la derecha, hay un portal de pésima traza. Una mujer, de pie, envuelta en un mantón, hace centinela. Me acerco resueltamente a la venal sacerdotisa.

— ¿Qué se la ofrece a usted, señora? ¿Eh, señoraa?

— ¿Quiere usted hacerme un favor?

— ¿Yo… a usté? Hija, eso, según… ¿Qué favor la puedo yo hacer? ¡Tie gracia!

El vaho de patchulí me encalabrinaba el alma, me nauseaba el espíritu.

— El favor… ¡no le choque, no se asuste! Es… pisotearme.

— ¿Qué está usté diciendo? ¿Señora, está usté buena, o hay que amarrarla? ¡Miusté que… ! ¡Pa guasas estamos!

— Un billete de cincuenta pesetas, si me pisotea usted, pronto, y fuerte.

Abrí el portamonedas, y mostré el billete, razón soberana. Titubeaba aún. La desvié vivamente, y, ocultándome en lo sombrío del portal, me eché en el suelo, infecto y duro, y aguarde. La prójima, turbada, se encogió de hombros, y se decidió. Sus tacones magullaron mi brazo derecho, sin vigor ni saña.

— Fuerte, fuerte he dicho…

— ¡Andá! Si la gusta… Por mí…

Entonces bailó recio sobre mis caderas, sobre mis senos, sobre mis hombros, respetando por instinto la faz, que blanqueaba entre la penumbra. No exhalé un grito. Sólo exclamé sordamente.

— ¡La cara, la cara también!

Cerré los ojos… Sentí el tacón, la suela, sobre la boca… Agudo sufrimiento me hizo gemir.

La daifa me incorporaba, taponándome los labios con su pañuelo pestífero.

— ¿Lo ve? La hice a usté mucho daño. Aunque me dé mil duros no la piso más. Si está usté guillada, yo no soy ninguna creminal, ¿se entera? ¡Andá! ¡En el pañuelo se ha quedao un diente!

El sabor peculiar de la sangre inundaba mi boca. Tenté la mella con los dedos. El cuerpo me dolía por varias partes.

— Gracias — murmuré, escupiendo sanguinolento-. Es usted una buena mujer. No piense que estoy loca. Es que he sido mala, peor que usted mil veces, y quiero expiar. Ahora ¡soy feliz!

La mujerzuela me miró con una especie de respeto, asustada, sin cesar de enjugarme la cara y la boca, a toquecitos suaves.

— ¡Válgame Dios! ¡Qué cosas pasan en el mundo! ¡Pobre señora! ¡Vaya! Si tuvo usted algún descuidillo… ¡Gran cosa! Pa eso somos mujeres. Misté, ahora me arrancan a mí el alma primero que pegarla un sopapo… ¿Quiere que vaya a buscar un poco de anisado? Está usté helá… ¿La traigo algo de la farmacia? Dos pasos son…

La contuve. La remuneré, doblando la suma. La sonreí, con mis labios destrozados. Y, renaciendo en mí el ser antiguo, la dije:

— ¡Otra penitencia mayor… ! Deme un abrazo… Un abrazo de amiga.

¿Entendía? Ello es que me estrechó, conmovida, vehemente, protectora. Entré en la farmacia, donde lavaron con árnica diluida mi rostro, vendándolo. Vi la curiosidad en sus agudas miradas, en sus preguntas tercas. Tomé un coche de punto, di las señas de mi casa. Al llegar, dolorida y quebrantada, pero calmada y satisfecha, me miré al espejo; vi el hueco del diente roto… Al pronto, una pena…

— La Belleza que busco — pensé- ni se rompe, ni se desgarra. La Belleza ha empezado a venir a mí. El primer sacrificio, hecho está. Ahora, el otro… ¡Cuanto antes!

Serían las diez, cuando Farnesio acudió a mi llamamiento, y se precipitó a mí, viéndome tendida en la meridiana, vendada la mejilla, con los ojos desmayados y la rendida actitud de los que han agotado sus fuerzas y reposan.

— ¿Qué tienes? ¿Dolor de muelas? ¿Llamo al médico? ¡Di, niña!

— Nada… Un caldo… un poco de jerez en él… Me siento débil. Tráigame el caldo usted mismo…

Contento, afanoso, lo enfrió, dosificó el jerez. Viéndomelo deglutir, parecía él también reanimarse. Al desviar la venda, al abrir yo la boca, una exclamación.

— ¡Estás herida! ¡Pero si te falta un diente! ¡Jesús! ¡Qué ha sucedido, Lina! ¡Pequeña! ¡Criatura! ¿Qué te ha pasado, qué?

— Nada, nada ha sucedido… Permítame que no lo cuente. Un incidente sin importancia…

— No me digas eso… ¡Herida! ¡Un diente roto!

— Por favor…

Le imploro con tal urgencia, que, aterrado por dentro, se calla. Mi misterio, al fin, ha sido siempre impenetrable para él.

— Hágase como quieras… ¿Estás mejor? ¿A ver estas manecitas? ¿Este pulso? Parece que no lo tienes.

— Tengo pulso; ya no se me caen de debilidad los párpados… Me encuentro fuerte. Óigame, Farnesio, por su vida. Sin esperar más que al correo de mañana, al primero, va usted a escribir a mi tío, el de Granada: a don Juan Clímaco.

— Pero…

— Sin pero. Va usted a escribirle, diciéndole — ¡atención!-, que estoy dispuesta a restituirle lo que indebidamente heredé.

Se tambaleó aquel hombre, al peso y a la pujanza del martillo que hería su cráneo. Sus ojos vagaron, alocados, por mi semblante. Su lengua se heló sin duda, porque no formó sonidos: no hubo protesta verbal. La protesta estuvo en la actitud, semejante a la del que llevan al suplicio.

Me levanté, le eché los brazos al cuello, junté a la suya mi cara dolorida. Las ternezas, las caricias, ablandaron su pena. Recobró el habla. Me insultó.

— ¿Pero qué estás diciendo, necia, loca, insensata… ? Yo eso no lo escribo. ¡No faltaba más!

— Venga usted aquí… Si usted no lo escribe, lo escribo yo, y es igual. Fíjese bien. El testamento de… la tía Catalina, no es válido. En mi nacimiento hay, superchería. Lo sabe usted mejor que yo, y nada de esto debe sorprenderle. Reflexione usted. De ahí puede salir algo muy serio; corre usted peligro, lo corro yo. Afuera codicia, afuera riquezas temporales. Me pesan sobre el corazón, como una losa. Crea usted que en mi determinación hay prudencia, aunque no es la prudencia lo que me mueve. No le quiero engañar: no es la prudencia. Es… otra cosa…

— Cavilaciones, disparates… ¡Delirios!

— ¡No, amigo mío, mi amigo, mi protector, a quien no he agradecido bien su cariño! Disparates fueron otros… ¡Tantos! Crea usted que he despertado de mi pesadilla; que ahora es cuando veo, cuando entiendo, cuando vivo de veras, en la verdad. Y deseo, con ansia sedienta, ser pobre.

— ¡Pobre! ¡Pobre tú!

— ¿Pero ya no se acuerda usted de que lo he sido muchos años… ? Y aquella era una pobreza relativa. Hoy ansío salir por ahí, pidiendo o trabajo o limosna. Limosna, mejor.

Se echó las dos manos a la cabeza.

— Conque, no más discusión. Escriba usted, porque a mí me es molesto haber de ocuparme de asuntos, y, además, así que arregle algunas cosillas, voy a hacer un viaje; mi alma necesita que mi cuerpo se fatigue.

— Iré contigo. No es posible dejarte… así… , en estas circunstancias.

— ¿En qué circunstancias?

— Enferma, herida, exal…

— Exaltada, no. Enferma, tampoco. Herida… ¡pch!, unas erosiones, que yo considero caricias, y unas cuantas magulladuras y contusiones. Estoy buena, muy buena, y en mi interior, tan dichosa como nunca lo fui. Dentro de mí, hay agua viva… Antes había sequedad, calor, esterilidad… No es exaltación. Es verdad; es lo que en mí siento. No ponga usted esa cara. Jamás he estado tan cuerda.

Suspiró hondísimo. Macilento, mortal, escondió el rostro en la sombra del rincón.

— No quiero que usted se aflija. La primera señal de mi cordura, de que es ahora cuando me alumbra la razón, es que deseo que usted no sufra por mi causa; es que reconozco deberle a usted amor, respeto… Ya sé que, por usted, estoy perdonada.

Agitó el cuerpo, las manos, tembló. Se echó a mis pies.

— No digas tales cosas. Me haces daño, criatura. Soy yo quien necesita tu perdón; te desterré, te encerré, te abandoné. Quise recluirte. Pensaba que hacía bien. Obedecía a motivos, a escrúpulos… Me equivocaba. Fui… un infame. Tu carácter se torció, tu imaginación se trastornó en aquella soledad… Culpa mía… Maldíceme.

Nos estrechamos; humedad caliente empapaba nuestras sienes. Besé su pelo gris, sus mejillas demacradas.

— Le bendigo. Usted no puede adivinar el bien que me ha hecho. El mayor bien.

— ¿No me quieres mal?

Respondieron mis halagos. Respiró.

— Pues una cosa te pido ¡no más! ¡Por mí, por el viejo Farnesio! Aplaza algo tu resolución de escribir al señor de Mascareñas. Concédeme un poco de tiempo. Yo no digo que no lo hagas; es únicamente un plazo lo que solicito. Antes de adoptar tan decisiva resolución, es preciso poner en orden demasiados asuntos. Tú misma, si estás en efecto tranquila, serena ante el porvenir, debes comprender que estas determinaciones hay que madurarlas algún tanto. De las precipitaciones siempre nos arrepentimos. Tiempo al tiempo. El único favor que Farnesio te suplica…

— No acierta usted. Lo bueno, inmediatamente.

— El único favor. ¿No me lo concedes, niña mía?

— No quiero negárselo. Tiene un año de plazo. Entretanto, yo viviré como si no fuese dueña de estos capitales, que ya no considero míos. Me reservo… lo que me daba doña Catalina en vida. Lo estrictamente necesario. Usted, Farnesio, manda y dispone de todo y en todo…

Y después de una pausa:

— Excepto en mí.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook