IV

Y, poco a poco, mientras ejecuto las cosas prosaicas, comunes, antipáticas a mis sentidos, allá en lo oculto, en lo reservado de mí misma, noto los indicios de una transformación. Bogo hacia mi ideal, trabajosamente, desviando troncos, chocando en piedras. El espíritu de docilidad y el de renunciación van depositándose en mí, como en la celdilla ya preparada se deposita la miel. Según la miel se purifica, siento que se purifica mi ánimo. Voy cortando los circuitos de mis impurezas, análogos a los que forman las neuronas, las cuales reproducen el acto vicioso ya con independencia de nuestra voluntad. Lo material de mi expiación, lo cumplo sin pensar en ello, sin atribuirle valor ninguno. Atiendo más bien a lo íntimo. Vivo interiormente.

El convento no influye en esto. Voy a la iglesia, pero evito a los carmelitas. Lo hago por prudencia, por quitar palabreos entre los paletos maliciosos. Los carmelitas, supongo que por igual razón, ni parecen sospechar que existo. Son pocos y se encierran en su conventillo, cuyas celdas y claustros están forrados de corcho. Silencio, quietud y soledad. No se la he de robar, ni ellos a mí. Tan gran bien es justo que se respete. ¿Y quién sabe si estos frailes se parecen o no a los directores ininteligentes, fustigados por San Juan de la Cruz?

Comprendo que no basta la paciencia. Necesito el amor. Es preciso que lo amargo me sea dulce. Que me sepan a miel estas molestias que me tomo por dos mujeres bajas, burdas. ¿Tendré que amarlas, para amarte a ti, para que tú me ames? ¿Será este el secreto, la palabra del enigma? ¿Y cómo se hace para eso? ¡Estoy tan al principio de mi deificación! Me faltan etapas, me faltan grados. Hay momentos en que desconfío, dudo, y la secura me invade.

Lo primero que necesito es abandonarme, cerrar los ojos… Tal vez me atormento en balde. Tal vez no necesito hacer más de lo que hago, ni sufrir más de lo que sufro: basta que cambie mi corazón. Sólo entonces seré, como dijo el gran poeta, «amada en el amado transformada». No lo soy. No le hallo cuando le busco dentro. No le hallo… ¡Qué tristeza, no hallarle! Acaso estoy unida a Él en conformidad, pero no en unión transformativa. No somos uno. No hay noche nupcial. No hay en mis dedos, que empieza a deformar el trabajo, ni señal de anillo de luz… Y sin embargo, yo debiera obtener algo, porque mi espíritu no es como el de la muchedumbre: yo soy singular. Mi resolución, mi vida, no se parecen a las de las mujeres que no padecen ansias de belleza suprema.

Acaso esto que pienso sea tentación contra la humildad… ¡Pero si es cierto! ¿La verdad te ofende? ¿He de tenerme por cualquiera? ¿Ignoro lo que soy? ¿Me confundiré con la gente que no pasa del sentido, que no entiende ni pregunta la hermosura inefable?

De seguro que la Alejandrina elegante, mi patrona, no se creía igual a Gnetes. Comprendía de sobra la excelsitud de su propio ánimo. Y la diste el anillo. ¿Qué debo hacer? Todo me será fácil, menos creer lo que no creo. ¿Qué me pides? Toma mi juventud; ya te he ofrendado mi vanidad de mujer; aféame más, si me embellezco para ti… Toma mi existencia, corta o larga, día por día… ¿No es eso lo que deseas?

Quiero recorrer todas las etapas, andar el camino hasta el fin, gemir, llorar, clamar, velar de noche, ayunar de día. Quiero el fuego, el desfallecimiento, el deseo de morir, el vuelo espiritual, el transporte; quiero tu dardo, tu cuchillo… Y se me figura que jamás los obtendré. Me siento sola, abandonada en este florido desierto, entre aromas de miel intensa, que marean, que llenan de nostalgia y de dolor íntimo. Y, sin embargo, han existido otras mujeres que se unieron a ti, que te tuvieron consigo, a quienes dijiste: «Tú eres yo y yo soy tú… ». Otras que en ti habitaron, a quienes tendiste la mano, en ceremonia de desposorios; que en ti bebieron la vida; que en ti fueron deiformes. ¡Y, por muchos que hayan sido mis yerros, no creo que más hondamente pudiesen sentirte y llamarte de lo que te llamo!

Esto cavilaba, en una hora de desolación, cuando, próximo ya a ponerse el sol, las abejas se habían recogido a sus colmenas, y, apaciguado el inquieto devaneo de su libar y revolar, el campo yacía en una calma misteriosa, triste. En el convento tocaron a oración. Al extinguirse las campanadas, me volví con sobresalto. Acababan de ponerme la mano en el hombro.

— ¿Ah? ¿Eres tú, Torcuata?

— Sí, ñora… ¿No sabe? Un fraile sa muerto.

— ¿Cuándo? — pregunté maquinalmente.

— Ta mañana. He ío a verlo muerto en la igresa, ¿no sabe? Estaba negro, negro too.

— ¿Negro? ¿Por qué?

— Porque era guiruela, diz que dice, la enfermedá. Guiruela mala. ¡Muy mala!

Nos recogemos a casa. Torcuata está estremecida. Ha visto de cerca, sin comprenderlo, el misterio de la muerte; y su pubertad se ha estremecido, con vago escalofrío de horror. Ni ella misma lo sabe. Las dos moras negrazas de sus pupilas conservan, no obstante, la empañadura inexplicable de la visión fúnebre.

Al medio día siguiente, la chica sufre un desvanecimiento.

— Cosas de la edá. Aluego va a ser mocita — murmura la ciega, estrujando con sus dedos nudosos panales sobre un perol, a fin de que suelten la melaza y reducirlos a pasta derretible.

Una punzada, un presentimiento… ¿Y si fuese así? ¡Bah! ¡Qué me importa!

Dos días después, Torcuata salta de calentura. La acostamos. Me instalo a su cabecera. Despacho un propio a la ciudad para traer médicos, medicinas. No dudo: es la viruela, y en este organismo joven, jamás vacunado, viene con una fuerza y una malicia… De mano armada, dispuesta a vendimiar.

Se queja la niña de fuerte dolor en los lomos. Ha sufrido una breve convulsión.

A ratos, delira. La doy de beber limonadas, agua mineral, refrescos. El médico no decide aún. Mientras no brote la erupción… Así que brote, él y yo sabremos lo mismo.

En los momentos lúcidos, la muchacha me habla, hasta me sonríe, con esfuerzo, murmurando:

— Ñora…

Alargando una mano ardorosa, endurecida, coge la mía, la estrecha.

— Ñora… No se vaya… La agüela no ve… No pué estar al cuido mío.

La ciega, acurrucada en un rincón, gime, barbota rezos, y repite a intervalos:

— ¡Lo que Dios nos invía! ¡Ahora la Torcuata tan malita! ¡Lo que invía Dios!

— No me voy, chiquilla. Aquí estoy, contigo…

— ¡Si está ahí, ñora, pa mí está la Virgen el Calmen!

No sé cómo dijo esto la inocente. Sé que sentí algo, un calor, un golpe, en las mismas entrañas. ¿Sería el cuchillo de la piedad que, ¡por fin!, se hincaba en ellas… ?

Ha vuelto el médico. Cesó la incertidumbre. Los puntos rojizos se han señalado. El cuerpo de la enferma tiene el olor característico a pan recién salido del horno. Se presenta la sangre por las narices.

— Viruela, y de la peor… Confluente… Señora, tengo el deber de advertir a usted que el mal es extraordinariamente contagioso, sobre todo en el período que se aproxima…

— Gracias, doctor. No me moveré de aquí. Venga usted diariamente… Abono los gastos de coche y demás. No soy opulenta, soy casi una pobre; pero deseo que nada le falte a Torcuata.

La ciega, alzando las manos, insistía:

— Santa es, santa es.

La hórrida erupción brotó con furia. La cara fue presto la de un monstruo. Las moras de las pupilas, de un negro violeta tan intenso, tan fresco, desaparecieron tras del párpado abollonado. La niña no veía.

— Otra cieguecita como la agüela… — suspiró-. Ñora Lina ¿está ahí? Ñora, ¿me moriré como el fraile?

Nuevamente percibí la herida en lo secreto del ánima; y más viva, más cortante, más divinamente dolorosa. La piedad al fin; la piedad humana, el reconocimiento de que alguien existe para mí, de que el dolor ajeno es el dolor mío. Un impulso irresistible, ardiente, sin freno de ternura infinita, de amor, de amor sin límites… Sobre la faz de la niña, de la paleta alcornoqueña, gotea la miel de mi caridad, envuelta, desleída en llanto. Y mis Labios, besando aquel espantoso rostro, tartamudean:

— No, hija mía, no te mueres. ¡No te mueres, porque te quiero yo mucho!

Por la ventana abierta, entran el aire y la fragancia de la tierra floreciente, amorosa. Cierro los ojos. Dentro de mí, todo se ilumina. Alrededor, un murmurio musical se alza del suelo abrasado con el calor diurno; mi cabeza resuena, mi corazón vibra; el deliquio se apodera de mí. No sé dónde me hallo; un mar de olas doradas me envuelve; un fuego que no destruye me penetra; mi corazón se disuelve, se liquida; me quedo, un largo incalculable instante, privada de sentido, en transporte tan suave, que creo derretirme como cera blanda… ¡El Dueño, al fin, que llega, que me rodea, que se desposa conmigo en esta hora suprema, divina, del anochecer… !

Entrecortadas, mis palabras son una serie de suspiros. Mi boca, entreabierta, aspira la ventura del éxtasis. Imploro, ruego, entre el enajenamiento del bien inesperado, fulminante.

— No me dejes, no me dejes nunca… Siempre tuya, siempre mío… Quítame lo que quieras, haz de mí lo que te plazca, venga cuanto dispongas, redúceme a la nada, que yo sea oprobio, que yo sea burla, que me envilezca, que me infame. Venga ignominia, fealdad horrible, dolor, enfermedad, ceguera; venga lo que sea, hiéreme, hazme pedazos… Pero no te apartes, quédate, acompáñame, porque ya no podría vivir sin ti, sin ti, sin ti…

Y, palpitando en mis labios, la queja deliciosa repite, sin pronunciarlo, sin rasgar el aire:

— Dulce Dueño…

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