III

Salí de Madrid dos semanas después, al anochecer, con una maleta vieja por todo equipaje. Llevaba puesto lo más sencillo que encontré en mi guardarropa: traje sastre, de sarga, abrigo de paño color café con leche. Ni guantes, ni sombrero. Un velillo resguardaba mi cabeza y mi faz, ya deshinchada, en que sólo la mella del diente recordaba el suceso. Mi peinado era todo recogimiento y modestia.

Antes de emprender la caminata, por la mañana, me había arrodillado en la iglesia de Jesús, a los pies de un capuchino joven, de amarilla tez venada de azul, barbitaheño, consumido y triste. Oyome casi impasible; un movimiento ligero de párpados, una palpitación de las afiladas ventanas de la nariz. Un instante sólo le vi alterado, expresando pasión.

— Ese sacerdote que le ha dicho a usted que no la absolverían… ha pecado gravemente contra la esperanza y contra la caridad. ¿Quién es él para poner lindes a la misericordia? ¡No crea usted eso, hermana… Dios perdona siempre!

— El hombre a quien causé la muerte, era necesario a los intereses de ese sacerdote…

— Hábleme de sí misma; no acuse a nadie…

Y proseguí, lenta, balbuciente, registrando, explicando… La oreja de cera que se tendía hacia mi voz la recogía cada vez con atención más viva.

Cuando referí el origen de las señales que se veían en mi boca, el fraile se volvió, me miró, en un chispazo de fraternidad…

— ¿Eso ha hecho, hermana?

— Eso hice…

Al llegar a mi conversación con Farnesio, acerca de la herencia, otro respingo.

— ¿Eso hizo, hermana?

— Eso he resuelto hacer…

Antes de exhortarme, el capuchino se recogió, cerrando los descoloridos ojos azules. Sus labios se movían, sin que de ellos saliese ningún sonido. Al fin, en voz baja, fatigada, de enfermo, murmuró:

— No soy docto, hermana. Desconozco el mundo, y usted me propone cosas extrañas para mí. Mejor se confesaría usted con el padre Coloma, verbigracia. Supla a mi ignorancia Jesucristo, en cuyo santo nombre… Yo veo descollar entre sus pecados una gran soberbia y un gran personalismo. Es el mal de este siglo, es el veneno activo que nos inficiona. Usted se ha creído superior a todos, o, mejor dicho, desligada, independiente de todos. Además, ha refinado con exceso sus pensamientos. De ahí se originó la corrupción. Sea usted sencilla, natural, humilde. Téngase por la última, la más vulgar de las mujeres. No veo otro camino para usted, y tampoco habrá penitencia más rigurosa.

— ¿Y… por ese camino… llegaré al amor?

— ¿Al amor divino? ¡Quién lo duda! Usted lo ha presentido, hermana, al dejarse pisotear por una mujer de mala vida, y despreciable a causa de ella. Esa acción no significa sino ansia de humillarse. Humíllese, humille esa cerviz altanera… Pero no un instante, no en un acto violento, extremo, repentino. ¡Siempre, siempre!

— ¿Nada más?

— Nada más. Basta. No tengo otro consejo que darle…

Y heme aquí en el vagón de tercera, mezquino, sucio, en contacto con la plebe, la gentuza… Sí, esto puedo hacerlo. Puedo sentarme en un banco duro e incómodo; puedo viajar casi sin ropa, mal pergeñada, respirando el olor bravío de dos paletos — una especie de mendigo y una vieja que abraza un cestón enorme-; puedo hasta alargar la mano, solicitar un socorro… Lo que no puedo, lo que el capuchino no ha visto que no puedo, es creerme — dentro de mí- al nivel de estos que van conmigo, del que me diese limosna, del que cruza a mi lado… No me expreso bien. Mientras el tren avanza, temblequeando sobre los rieles, yo ahondo, yo sutilizo mi caso. No es tal vez que me crea ni superior ni inferior. Es que me creo otra. No reconozco lazo que con ellos me una. No se trata quizás de orgullo, de soberbia, como suponen Carranza y el capuchino. Es que, en el fondo de mi conciencia, en medio de mis actos penitenciales, no me persuado de que haya nada de común entre los demás y yo. Hasta llego a suponer, que los demás no existen; que soy yo quien existo, únicamente, y que sólo es verdad lo que en mí se produce; en mí, por mí… Y es en mi interior donde aspiro a la vida radiante, beatífica, divina, del amor. Es en mi interior donde quiero divinizarme, ser lo celeste de la hermosura. ¿Cómo buscar el interior encielamiento? No con actos externos, no con mi cuerpo pisoteado y mi rostro afeado y mi ropa vulgar. Si dentro está el cielo del amor, dentro debe de estar el modo de conquistarlo.

Y me acuerdo de mi patrona, la Alejandrina. ¡Mujer feliz! Ella no necesitó ni vestirse de burel, ni inclinar su frente principesca, para ser amada, para tener en su mismo corazón al Amante. Con sus ropajes fastuosos, con sus joyas, con su aristocrático desdén de todo lo bajo, de la fealdad, de la miseria, logró conocer ese amor — ahora lo comprendo-, el único que merece desearse, soñarse, anhelarse; y se desposó con ese Dueño — ¡único que sin vileza se admite y se ansía, cuando se desprecia todo lo que no surge en las fuentes secretas de nuestro ser!

La noche nos envolvía ya; las voces resquebrajadas de los empleados cantaban nombres. El vacío de las estepas solitarias rodeaba al tren. El viaje terminaría pronto.

Me bajé en la estación de una ciudad vieja, y resolví dormir lo que faltaba de la noche en la fonda de la estación misma. Al despertar, arbitraría el modo de transportarme adonde tenía resuelto vivir.

Una conversación con el dueño de la fonda me fue utilísima. Averigüé que, en el desierto que me había atraído como objeto de mi viaje, existe un convento de Carmelitas, y, a corta distancia del convento, casuchas desparramadas, de las cuales alguna me alquilarían tal vez.

— ¿Costará muy cara? — pregunto, inquieta, pues ya no soy rica.

— Sí, sí, aún se dejarán pedir… Menos de veinte duros por año, no la cederán.

Un birlocho me lleva, al través de los campos grisientos y silenciosos, salpicados de alcornoques, hacia el desierto, un valle escondido por montañuelas que espejean al sol. Salvados los pequeños mamelones, aparece el valle, y su vista me estremece de alegría, porque es un oasis maravilloso.

Todo él se vuelve flor y plantas fragantes. Romero, cantueso, mejorana, tomillo, mastranzo, borraja, lo esmaltan como vivo, movible tapete recamado de colorines. Y la florida alfombra se mueve, ondula, agitada por el zumbido y el revuelo y el beso chupón, ardoroso, de miles de abejas, cuyas colmenas diviso en los linderos. A la derecha, el campanario del convento se recorta sobre el azul. Las casas — dos o tres- tienen un huerto más riente, si cabe, que el campo mismo. En la revuelta de mi sendero, a la puerta de una de estas casucas, está sentada una mujer. Sus ojos, abiertos e inmóviles, no parpadean y los cubre blanca telilla: es una ciega. A su lado, hace calceta una chiquilla de unos dote o trece años, negruzca, de facciones bastas, con dos moras maduras por pupilas.

Me acerco, trabo conversación.

— ¿Me alquilarían la casa? ¿Una habitación, por lo menos?

La desconfianza de los menesterosos me sale al paso. ¿Qué pretendo? Yo soy una señorita. ¿Cómo voy a pasarlo allí? Es imposible que me encuentre bien…

— Me encontraré perfectamente. Pagaré adelantado. Haré yo la cocina, mi cama, la limpieza.

La anciana titubea; la extrañeza, la curiosidad, plegan sus labios, de arrugadas comisuras, hundidos por el desdentamiento. La chiquilla no sabe qué decir, y con un pie pega golpecitos en la canilla de la otra pierna. Su pelo, apretujado, me inspira recelo indefinible. Ninguna simpatía me infunden estos dos seres. Y, sin embargo, insisto, para quedarme en su compañía. Saco un par de monedas.

— Agüela, dos duros m’ha dao esta ñora.

La avidez de los ciegos se pinta en la cara huesuda, inexpresiva.

— Daca…

Los guarda en la remendada faltriquera, y rezonga:

— Yo, con toa satisfación… Sólo que, como no hay na de lo que se precisa…

— No importa. Esta noche dormiré envuelta en mi manta. Mañana traerán…

Queda convenido. Hago mis encargos al cochero. Y, como en casa propia, entro en la vivienda. Es de una pobreza sórdida. Tal vez la avaricia hace aquí competencia a la miseria. La ciega tendrá por ahí escondida una hucha de barro… Quizás por eso recelaba de mí… ¿Seré una ladrona disfrazada?

Gradualmente, se disipa su temor. Cierto respeto hacia mí nace en su espíritu, cuando nota que trabajo, que ayudo a la Torcuata — así se llama la niña- en sus menesteres domésticos, y que hasta sirvo a las dos, cuidándolas, procurando que la ciega no derrame la sopa y que la chica no se atraque de miel, lo cual la hace daño. Porque las dos mujeres viven de la miel y la cera; son colmeneras, como los demás moradores del valle, y sacan también algún fruto de vender cosecha de plantas aromáticas a drogueros y herbolarios. Empiezan a creer que yo soy una especie de santa, no sólo por el cuidado incesante que tengo de complacerlas y de atenderlas, sin exigirles nada, ni aun el mejor servicio, sino porque voy a la iglesia del convento diariamente, y muchas tardes me ve Torcuata sentarme, pensativa, a la puerta, haciendo calceta como ellas, con aire resignado. A sus preguntas respondo sin impaciencia.

— La señora, ¿tie familia? ¿Es usted extranjera, o de acá?, etc.

A mi vez, pregunto; oigo la historia de los padres de Torcuata, que se murieron, él «gomitando» sangre, ella de un mal parto; y, ufanas de saber más que yo, me explican las costumbres de las abejas, costumbres casi increíbles, portento natural que nadie admira. Los acontecimientos de nuestra existencia, en el valle, son el enjambre que emigra y que es preciso recoger, llamándolo con cencerreo suave y teniéndole preparada la nueva colmena, frotada de miel y de plantas odoríferas; la operación de castrar los parrales, los mil delicados cuidados que exige la recolección, el trasvase de la miel a los barreños, y luego a los tarros, el derretido de la cera, su envase en los cuencos de madera, las complicadas manipulaciones de la pequeña industria agrícola. Pronto auxilio yo eficazmente a Torcuata, con grande alegría y maravilla de la ciega, que no cree en tanto bien. Desde que faltaban los hijos, la cosecha disminuía cada año. «¿Qué puede hacer una creatura? Comerse las mieles na más… ».

Así se estableció entre mis huéspedas y yo la cordialidad más completa. Invertidas las relaciones, fui su criada. Sin escrúpulo, desinfecté la cabeza pecadora de Torcuata, lavé su pelo, embutido de aceite, cerumen y tierra, até un lazo azul a sus mechones, ya esponjados, y siempre recios como cola de yegua rústica. Cosí camisas para la ciega. Me dejé explotar. Hice regalos.

— ¡Santa! ¡Es santa! — repetía la vejezuela, atónita-. ¡Nos la ha traío la virge el Calmen!

¡Santa! No… En lo recóndito, en el escondrijo de la verdad, ningún afecto sentía por las dos mujeres. Ejemplares ínfimos de la humanidad, barro ordinario que amasó aprisa el alfarero, me eran tan indiferentes como uno de los alcornoques que sombreaban el repuesto valle. Ni ellas serían capaces de ningún acto de abnegación, ni yo sentía el menor goce emotivo al realizarlos por ellas. Mi instinto estético me las hacía hasta repulsivas. Fea era la cara de níspero de la codiciosa vieja, y acaso más fea la adolescencia alcornoqueña de la moza. ¡No importa! Había que proceder como si las amase. ¿No es eso lo que pides, dulce Dueño?

— ¡Ah! Por las tardes, respirando el olor embeodante de las florescencias, cuyo polen llevaban las abejuelas de una parte a otra, auxiliando la fecundación, me dirijo a ti, Dueño que no vienes… ¿Por qué han pasado los tiempos en que, a precio de la tortura, de la piel arrancada, de la cabeza destroncada, acudías, exacto a la cita, transportado de ardor? ¿Por qué no me es concedido comprarte a ese precio? Lo que estoy haciendo, me cuesta más, mayor esfuerzo, un vencimiento largo, tedioso, sin fin. Como Teresa, la que tanto te quiso, yo estoy sedienta de martirio, y me iría a tierra de moros, si allí se martirizase. ¡Época miserable la nuestra, en que el bello granate de la sangre eficaz no se cuaja ya, no brilla! De las dos sangres excelentes, la del martirio y la de la guerra, la primera ya es algo como las piedras fabulosas y mágicas, que se han perdido; y la otra, también la quieren convertir en rubí raro, histórico, guardado tras la vitrina de un museo! ¡Edad menguada! ¡No poder ser mártir! En una hora, ganarte, unirme a ti… Si tú quisieses, dulce Dueño, yo te ofrecería licor para refrescar el de tus cruentas llagas… Yo te daría con qué renovar el Grial. Soy muy desventurada, porque no me es concedido dejar correr las fuentes de mis venas. ¡No poder sufrir, no poder morir!

 

 

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