II

¿Qué aspecto tiene el nuevo proco? A fe mía, agradable hasta lo sumo. Buena estatura, no muy grueso aún, por más que demuestra tendencia a doblar; moreno, de castaña y sedosa barba en horquilla; tan descoloridas las mejillas como la frente, de ojos algo salientes, señal de elocuencia, de pelo abundante, bien puesto, con arranque en cinco puntas, fácilmente parecería un tenor, si la inteligencia y la voluntad no predominasen en el carácter de su fisonomía. Desde el primer momento — es una impresión plástica- su cabeza me recuerda la de San Juan Bautista en un plato; la hermosa cabeza que asoma, lívida, a la luz de las estrellas, por la boca del pozo, en Salomé. Cosa altamente estética.

El pretexto honroso de la visita es que, informado por Carranza del riesgo que pueden correr mis intereses y la odiosa maquinación de que quiere «alguien» hacerme víctima, para despojarme de lo que en justicia me pertenece, viene a ofrecerse como consejero y guía, y cuando el caso llegue, como letrado, a fin de parar el golpe. Esto lo dice con naturalidad, con esa soltura de los políticos, hechos a desenredar las más intrincadas intrigas y a buscar fórmulas que todo lo faciliten. Sin duda los políticos son gentes que se pasan la vida sufriendo el embate de los intereses egoístas y ávidos, tropezando con el amor propio y la vanidad en carne viva, amenazados siempre de la defección y la puñalada artera. Nada se les ofrece de balde a los políticos, y todos, al dirigirse a ellos, hacen un cálculo de valor, de conveniencia. Así es que pesan la palabra y comiden la acción. Almonte no pronuncia frase que no responda a un fin… Y si yo soy la desilusionada, él debe ser el escéptico. Nuestros ojos, al encontrarse, parecen decirse:

«Una misma es nuestra pena… ».

Nuestros dos áridos desencantos se magnetizan. Él me encuentra a la defensiva; me estudia. Yo le considero como se considera a un objeto, a un mecanismo. Es una máquina que necesito. Soy un campo que le ofrece la cosecha. Él ha visto el fondo de la miseria humana en su aspiración al poder y en los primeros peldaños de su ascensión; yo lo he visto en el gabinete de un médico.

¡Así está bien! Apartemos la cuestión de amor, la cuestión repugnante… y podré complacerme en el trato, en la compañía y hasta en la vista de este hombre, que no es cualquiera. ¡Si llegase a tener en él un amigo! Un amigo casi de mi edad, ¡no un vejete iluso como Polilla, ni un zorro sutil como Carranza! ¡Me encuentro tan sola desde que mi ensueño se ha quedado, pobre flor ligera, prensado y seco entre las hojas de los horribles libros del doctor Barnuevo, museo de la carne corrompida por el pecado! ¡Un amigo! ¡Un amigo… que no sea un esposo!

Mi proco — bien se advierte-, posee ese don de interesar conversando, de que han dejado rastro y memoria al ejercerlo los Castelar, los Cánovas, los Silvelas. Este es don y gracia de políticos. Refiere anécdotas divertidas; se burla suave, donairosamente de Carranza, al mismo tiempo que hace refulgir próximo el dorado de la mitra; traza una serie de cuadros humorísticos, de unas elecciones en la Rioja; y mi cansancio de enferma, misantrópico, desaparece; me río de buen grado, de cosas sencillas, sedantes para los nervios. Recuerdo el mutismo árabe de mi primo José María. Almonte, por lo menos, me entretiene. Sin saber cómo, y, afortunadamente, sin conato de galantería por parte de él, diría que nos entendemos ya en bastantes respectos.

Le refiero el caso de Hilario Aparicio, y lo celebra mucho. Él conoce un poco al amigo de Polilla; y con su equidad de hombre habituado a discernir, en medio de las chanzas, le defiende, le encomia.

— No crea usted, es muchacho que ha estudiado, que vale.

— ¿Me querría usted hacer el favor de protegerle, de ponerle en camino?

— De muy buena gana. Es fácil que sea una adquisición. A esos muchachos, se les distingue a causa de lo que han escrito, con la esperanza de que, una vez en situación mejor, harán exactamente todo lo contrario de lo que escribieron. Su rasgo de usted, Lina, es de una malicia donosísima; es delicioso.

— Mi conciencia lo reprueba a veces.

— No se preocupe usted. Haremos por el kirkegaardiano — ¿no ha dicho así?-, cuanto quepa. Verá usted cómo le volvemos al ser natural, despojándole de la piel falsa de sus filosofías. Y, por otra parte, a usted le consta que no es ni sincero en las utopías que profesa.

Le invito a almorzar con Carranza al otro día. Se excusa porque se va aquella misma tarde a Zaragoza, adonde le llama una cuestión de sumo interés; y añade sin reticencia:

— ¿Dónde se propone usted veranear?

— Confieso que todavía no lo he determinado.

Y después suplico:

— ¿Por qué no me hace usted un plan de viaje?

— Con sumo gusto. Conozco a Europa; salgo cada año dos meses a respirar en ella. Forma parte de mis deberes y de mis estudios, eso que han dado en llamar europeización. Antes de que lo inventasen, yo lo practicaba. ¡Sucede así con tantas cosas! Usted, Lina, podría pasar quince días en París — las señoras en París tienen siempre mucho que hacer. Antes debe usted detenerse en Biarritz y San Sebastián… Escribiré a la Duquesa de Ambas Castillas, que está allí y es muy buena amiga mía, para que la vea a usted y la acompañe. Este período que usted entretenga agradablemente, yo lo consagraré a imponerme bien de sus asuntos y a dejar jaloneada la defensa de su patrimonio. ¡No faltaba más! El bueno de don Juan Clímaco Mascareñas y yo nos conocemos; he intervenido bastante en las cuestiones de su senaduría vitalicia; a mi padre se la debe. Voy a enterarme como Dios manda; el señor Farnesio me ilustrará. Y ya se andará con tiento el gitano. Tengo armas, si él las tiene. De eso respondo. No se preocupe usted. Desde París puede usted seguir a Suiza. Yo suelo dirigirme hacia ese lado. Allí tendría la honra de presentarla mis respetos… De Zaragoza regreso el día quince. ¿Cree usted haberse puesto en viaje para entonces?

— No es probable. Espero a una doncella inglesa que me envían, y sin la cual…

— ¡En efecto! Pues siendo así, el quince… ¿Insiste usted en invitarme a almorzar?

Cuando, de regreso, se presenta el proco, ya tengo a Maggie, la doncella, no inglesa, sino escocesa, pero vezada y amaestrada en Londres, nada menos que en la casa de Lady Mounteagle, lo más superferolítico. Esta mujer, a juzgar por las señales, es una perla. Chata, cuarentona, de pelo castaño con reflejo cobrizo, de tez rojiza, de ojos incoloros, posee en el servir un chic especial. Se siente uno persona elevada, al disponer de tal servidora. Indirectamente, con un gesto, rectifica mis faltas de buen gusto, cuanto desdice de mi posición y de mi estado; y, sin embargo, Maggie no se sale de sus atribuciones, y me demuestra un respeto inverosímil. Jamás familiaridades, jamás entrometimientos, jamás descuidos. Me recomienda a un criado inglés bastante joven, y que, en el viaje, nos será utilísimo. Pagará cuentas, facturará, pensará en el bienestar de Daisy, el lulú, se ocupará de detalles enojosos. Maggie chapurrea medianamente el francés; el criado, Dick, lo parla con suma facilidad. Con los dos, espero un viaje cómodo.

Almonte opina lo mismo; sin embargo, y conviniendo en que Maggie es una adquisición, me aconseja cuidado.

— Crea usted que los ingleses también tienen sus macas. Yo he sido cándido, y he creído en la superioridad de los anglosajones; niñerías… Una de las cosas que la civilización tiene a la vez más perfeccionadas y más corrompidas, es el servicio doméstico. Hoy se sirve a maravilla, pero el odio es el fondo de esas relaciones. Les exigimos tanto, en nuestro egoísmo, que a su vez la idea de interés es la única que cultivan. ¿Me perdona usted, Lina, estas advertencias? Con relación a usted soy viejo… es decir, lo soy interiormente; usted, en lo moral, es una niña, llena de candor.

Me ofendo como si me hubiese insultado. Se sonríe, tomando a cucharaditas el helado praliné.

— ¿No le gusta a usted ser candorosa? ¡Pero si el candor, en ciertas épocas de la vida, es el signo de la inteligencia!

Siempre evitando esa personalización a que propenden los que asedian a una mujer, Agustín refiere historias de la corte, los anales de una sociedad que yo no conozco sino por los diarios — peor que no conocerla-. De estas pláticas parece desprenderse que el amor no existe. Dijérase que es un terrible mito antiguo, fabuloso. Agustín presenta las acciones de los hombres desde el punto de vista de la conveniencia, la utilidad, la razón. Sin duda la atracción de los sexos ejerce influjo, pero la clave secreta suele ser el interés, la vanidad, la ambición, mil resortes que actúan, no sólo en la edad pasional, sino en todas las de la existencia. La palabra de Agustín, nutrida, segura, se vierte sobre mi espíritu dolorido, magullado de la caída, como un bálsamo calmante. Me consuela pensar que hay más que ese amor que anhelé con loco anhelo. Me rehabilita ante mí misma convenir con mi proco en que tan insensato afán no es sino un accidente, una crisis febril, y que la vida se llena con otras muchas cosas que le prestan atractivo y hasta sabor de drama.

— ¡La conquista del poder! — sugiere Agustín-. ¡Eso, no sabe lo que es quien nunca lo ha probado! Como se funda en la realidad, no en fluidas revêries de venturas místicas, porque usted es una mística, Lina; la han llevado a usted al misticismo y al romanticismo sus años de soledad y de injusto aislamiento; digo que, como se funda en la realidad, en las realidades más concretas, y al mismo tiempo en las honduras de la psicología positiva… tiene el encanto de la guerra, el sabor violento de la conquista. ¡Ah, si usted lo probase!

— No sé cómo lo había de probar.

— Yo sí lo sé — responde él, sin la menor intencionalidad picaresca-. De esto hemos de hablar mucho. Me precio de que la convenceré. No hay cosa más fácil que convencer a la gente de talento… y de una sensibilidad despierta para sentir los horizontes bellos, prescindiendo, como usted sabe prescindir, de madrigales y de romanzas cursis.

Le miro con risueña benignidad. ¡Le agradezco tanto que, aunque sea con artificios, me escamotee el horripilante recuerdo, del cual estoy enferma aún! Tiene el arte de tratarme como yo deseo ahora ser tratada; de engañar mi melancolía de convaleciente con perspectivas que, sin arrebatarme, me distraen.

— Amiga Lina, hay cosas que, antes de conocerlas, parecen encerrar el secreto de la felicidad, y cuando se conocen, son más amargosas que la muerte. De esas cosas es preciso huir. Todos hemos tenido veinticinco años, y sufrido vértigos y rendido tributo a la engañifa, a las farsas, a los faroles de papel con una cerilla dentro… Ya vemos más claro. Otra lucha, ardiente, nos llama. Otro sport, como ahora dicen… ¿Usted supone que la mujer no puede jugar a ese juego? Vaya si puede. Detrás de cada combatiente suele haber una amazona; detrás de cada poderoso, una reina social. Consiéntame usted que, por lo menos, la inicie. Después, si no se pica usted al juego, nuestra amistad persistirá: siempre tendré igual empeño en que no se salga con sus malos propósitos Mascareñas. Le ajustaré las cuentas, no lo dude usted…

Al despedirme al día siguiente en la estación, me deslizó al oído, entregándome una primorosa caja de chocolates:

— Una postalcita… Deseo saber qué impresión la causa París.

¡Ah, Carranza! Reconozco tu mano eclesiástica, diplomática, de futuro cardenal, en la manera de haber adoctrinado a este proco. Le has revelado mi herida y la precaución que se ha menester para no irritar la viva llaga… Le has descubierto mi espíritu crispado de horror, mis nervios encalabrinados, mi mente nublada por sombras y caricaturas goyescas, por visiones peores que las macabras, ¡oh, la muerte es menos nauseabunda! Y, tal vez así…

 

 

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