III

Una magia es Biarritz, con su aire salobre, vivaz, su agua marina encolerizada, la alegría de sus edificaciones modernas, y el apetito que he recobrado, y el humor juvenil de moverme, de hacer ejercicio, de bañarme en el mar, sin necesidad probablemente. Por otra parte, en Biarritz empiezo a entrever esa actividad intensa, sin lirismo, esos resortes y esos fines que no evocan lo infinito, sino lo que está al alcance, no de todas las manos — despreciable sería entonces- sino de pocas y sabias y hábiles…

Entreveo ese juego atrayente, de que es imagen muy burda el otro juego, del cual se habla aquí y en que salen desplumados los «puntos». Así se lo escribo a Agustín, no en la postalcita que humildemente pidió, sino en una carta amistosa, en que apunta el compañerismo. El pretexto para convencerme de que debo escribirle pronto y largo, es que parece natural enterarle de la acogida que me dispensa la Ambas Castillas, mediante la esquela de presentación, redactada en términos de apremiante interés. La duquesa, a quien envío la esquela por Dick, contesta por el mismo, anunciando inmediata visita; y a la media hora se presenta, ágil y airosa y envelada la cara de tules, a fin de disimular y suavizar el estrago que los años han ejercitado, impíos, en su belleza célebre. Los rasgos permanecen aún, bajo el estuco; el pie es curvo, la mano elegante al través de la Suecia; el busto, atrevido, obedece a la obra maestra del corsé; y en su maceramiento de sesentona, persiste una gracia arrogante que yo desearía imitar. Envidio los gestos delicados, de coquetería y de hermosura triunfante, de gentil aplomo y gentil recato altanero; envidio este aire que sólo presta cierto ambiente… al ambiente que debe llegar a ser mío.

Corta es la visita. Por la tarde, en su automóvil, me lleva a recorrer caminos pintorescos, hasta San Sebastián. Nos cruzamos con otros autos, con mucha gente, mujeres maduras, niños de silueta modernista, hombres que saludan con respeto galante; dos autos se detienen, el nuestro lo mismo; la Ambas Castillas hace presentación: me flechan agudas curiosidades; oigo nombres, cuyo runrún había percibido desde lejos. Con nosotros viene una hermana de la Ambas Castillas, insignificante, callada y al parecer devota, pues se persigna al cruzar por delante de las iglesias. La duquesa me envuelve en preguntas. ¿Desde cuándo conozco a Agustín Almonte y a don Federico?

— A don Federico no le conozco. Don Agustín va a ocuparse en asuntos míos que revisten importancia.

— ¿Es su abogado de usted?

— Sí, duquesa.

Después, salen a plaza los trajes. Mi atavío gris, de alivio, mi sombrero, sobre el cual vuela un ave de alas atrevidas, ave imposible, construida con plumas de finísima batista, enrizada no sé cómo y salpicada de rocío diamantesco, mis hilos de perlas magníficas, redondas; los detalles de mi adorno fijan la experta atención de la duquesa. Me encuentra a la altura; lo que llevo es impecable.

— ¿Quién la viste?

Pronuncio negligentemente el nombre del modisto.

— ¡Ah… ! — la exclamación es un poema-. Claro, ese habrá de ser… Pero el bocado es carito…

Las preguntas, delicadamente engarzadas, continúan. ¿Tengo hermanos? ¿Vivo sola en Madrid? ¿Sigo a París? ¿A dónde iré a terminar el verano? Los proyectos de Suiza determinan una sonrisa discreta.

— Nuestro amigo Almonte también creo que suele ir por ese lado a descansar de sus fatigas políticas, parlamentarias y profesionales… ¡Qué porvenir tan brillante el de Almonte! Llegará a donde quiera. Su padre (en confianza) no ha alcanzado la talla de otros grandes políticos de su época: Cánovas, Sagasta, y aquel Silvela tan simpático, tan hombre de mundo… Pero como ahora unos se han muerto y otros están más viejos que un palmar, ¡pobres señores! — añadió la dama con juvenil, casi infantil alarde, que a pesar de todo no la sentaba mal-, crea usted que Almonte… Yo no entiendo de eso; lo que pasa es que oigo; mi marido es muy aficionado, va al Congreso mucho… El sol que nace, es Almonte.

Completé el elogio. La duquesa me hizo coro. La hermana insignificante suspiró.

— Es lástima que sus ideas…

— ¡Hija, sus ideas! — se apresuró la duquesa-. Manolo, mi marido, asegura que Agustín, cuando mande, respetará lo que debe respetar.

Y variando de tono:

— Es seguro que al formarse Almonte una familia, eso también ejercerá en su modo de ser provechoso influjo. ¡Oh, la familia! Si encuentra una mujer de talento y buena… Y la encontrará. ¿No opina usted lo mismo, Lina… ?

La familiaridad del nombre propio era un halago en la elegante señora, árbitra sin duda de la sociedad, aunque ya su sol declina. Puesto del todo este sol, que fue esplendoroso, aún quedará un reflejo de su irradiar. El propósito de halagarme, por si soy para Almonte algo más que una cliente rica, se revela en el empeño de acompañarme y pilotearme en el Casino — sin oficiosidad inoportuna-, de inventarme excursiones entretenidas, de relacionarme. Debieron de correr voces, un santo y seña, porque hubo atenciones, encontré facilidades, me vi rodeada, mosconeada, invitada a diestro y siniestro, a almuerzos y lunchs. Pregusté el sabor de los rendimientos que el poder inspira; sentí la infatuación de la marcha ascendente por el florecido sendero. No tuve, en pocos días, tiempo de profundizar la observación de lo que me salía al paso. Mi goce se duplicó por el bienestar físico que me causaba la tónica balneación, y por el femenil gusto de vestir galas y adquirir superfluidades en las ricas tiendas. También sentí orgullo al convidar a la duquesa, a su hermana, a algunos de los que me han obsequiado, a almorzar en mi hotel. Se enteraron de Dick, de Maggie, y vi el gesto admirativo de las caras cuando agregué:

— Bah, mi escocesa… Salió, para venir a servirme, de casa de lady Mounteagle. En efecto, sabe su obligación…

¡Al cabo, Biarritz es un pueblecillo! En una semana, no había nadie que no me conociese. De mi yo verdadero nada sabían; en cambio, conocían hasta el número de frasquitos de vermeil cincelado que contenía mi maleta de viaje, traída por Maggie de la casa Mapping and Web, reina de las tiendas caras y primorosas, en que se expenden tan londonianos artículos. No todo el mundo, sin embargo, me hizo igual acogida. Hubo sus frialdades, sus distanciaciones, sus impertinencias, aristocráticas y plutocráticas. Con mi fina epidermis, sentí algunos hielos, algunas ironías, mal disimuladas por aquiescencias aparentes; hubo sus corrillos que se aislaron de mí, sus saludos envarados, peores que una cabeza vuelta para no ver. Y entonces sí que empecé a «picarme al juego». A vuelta de correo, Agustín me contestaba:

— Esa es la lucha. Eso es lo que le prepara a usted un deleite de victoria. Apunte usted nombres. Verá usted qué delectación exquisita la de recordarlos después… Cuando llegue la hora, amiga Lina… Y váyase usted pronto a París. Conviene que haya usted pasado por ahí como un meteoro…

Seguí el consejo. No sufrí la fascinación de París. Es una capital en que hay comodidades, diversión y recreo para la vista, pero no sensaciones intensas y extrañas, como pretenden hacernos creer sus artificiosos escritores. El caso es que yo traía la imaginación algo alborotada a propósito de Notre Dame. Este monumento ha sido adobado, escabechado, recocido en literatura romántica. Sin duda su arquitectura ofrece un ejemplar típico, pero le falta la sugestión de las catedrales españolas, con costra dorada y polvorienta, capillas misteriosas, sepulcros goteroneados de cera y santos vestidos de tisú. Notre Dame… Un salón. Limpio, barrido, enseñado con facilidad y con boniment, por un sacristán industrial, de voz enfática y aceitosa. Falta en Notre Dame sentimiento. Yo rompería algunas figurillas del pórtico, plantaría zarzas y jaramago en el atrio. Y sin embargo, aquí han sentido profundamente los del Cenáculo. Ellos sacaron de sí mismos a Notre Dame. Yo, española, no puedo sentir hondo aquí, ni aun por contraste con las calles infestadas de taxímetros, de autobús y otras cosas feas. Vale más, seguramente, que no sienta. El lirismo, como un licor fuerte, me daña.

Patullo en la prosa parisiense. Manicuras, peluqueros, modistas, reyes del trapo, maniquíes vivientes, destilan en actitudes afectadas. Mis uñas son conchitas que ha pulido el mar. Mi peinado se espiritualiza. Mi calzado se refina. Dejo a arreglar en la calle de la Paz las pocas joyas anticuadas de doña Catalina Mascareñas que no transformé en Madrid, para que me hagan cuquerías estilo María Antonieta o modernisterías originales. Voy a los teatros, donde los intermedios me aburren. Me doy en el Louvre una zambullida de arte y de curiosidad. ¡Cuánto se divertiría aquí don Antón de la Polilla! Pude hacerle feliz quince días… Sólo que me aburriría a mí, porque lo admiraría todo en esta ciudad y en este modo de ser de un pueblo aburguesado y jacobino. ¡Me daría cada solo volteriano inocente! ¡Y si al menos él tuviese gracia! Pero un Voltaire pesado, curado al humo en Alcalá…

Y lo que me asfixia en París, lo que me hace de plomo su ambiente, es la continua exhibición de la miseria humana, la suciedad industrializada, fingida, afeitada, cultivada lo mismo que una heredad de patatas o alcacer. Las desnudeces y crudezas de los teatros; las ilustraciones iluminadas de los kioscos; los títulos de guindilla de los tomos que sacan a la acera las librerías; los anuncios con mostaza y pimienta de Cayena, me renuevan la náusea moral, el sufrimiento de la vergüenza triste, de la repugnancia a tener cuerpo. Vuelven las horas de aburrimiento, y al regresar al hotel me dejo caer en la meridiana, mientras Maggie me da consejos higiénicos, me recomienda la poción que tomaba para sus vapores lady Mounteagle…

— ¡A Suiza! — ordeno lacónicamente-. Vamos directamente a Ginebra… Prepare usted el equipaje.

 

 

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