VI

Y dispusimos la boda. Se escribió para los papeles indispensables. Permaneceríamos en Ginebra hasta mediados de septiembre, mientras se arreglaba todo. Nos casaríamos en París.

Al evocar aquel período, recuerdo que me sorprendió algún tanto la placidez que demostró Agustín, después de sus arrebatos de Annecy, revestidos de un carácter de violencia sombría y halagadora. Placidez apasionada, galante tierna, pero placidez. ¿Esperaba yo que me aplicase antorchas encendidas? ¿Quería un martirio ferozmente amoroso? Hubo monerías, hubo mil gentilezas. Brasas bien contenidas dentro de una estufa correcta, con guardafuego de bronce.

— Acuérdate, Agustín, de que eres mi novio…

Cambiaba con estas palabras el giro de la conversación. Salían a relucir por centésima vez mis cualidades, lo que me diferenciaba del resto de las mujeres del mundo, lo que explicaba aquel sentimiento único, elevado a la máxima potencia, inspirado por mí… Almonte sabía expresar a la perfección los matices de su sentir. Hubo momentos en que se me impuso la convicción. Sin duda, en realidad, yo le había caído muy hondo. No usaba, para probármelo, de excesivas hipérboles, ni de imágenes coloristas, a lo árabe; su modo de cortejar tenía algo de sencillo, natural y fuerte.

— Lo eres todo para mí. Haz la prueba de dejarme. Allí se habrán concluido la carrera y las ilusiones de Agustín Almonte. Únete conmigo, y verás… Nadie abrirá huella como la que yo abra. Cada hombre encuentra en su camino cientos de mujeres, y sólo una decide de su existir. Hay una mujer para cada hombre. Esa eres tú, para mí. ¿Te extraña que no te deshaga en mis brazos, sin esperar… ? Es que te respeto, ¡con un respeto supersticioso! Y es que, a fuerza de quererte, sé quererte de todas maneras… La manera de amistad, la que primero contratamos, persiste. Sólo que va más allá de la amistad, y es un cariño… un cariño como el que se tiene a las madres y a las hermanas, por quienes no habría peligro que no arrostrásemos… ¡Qué dicha, arrostrar peligros por ti! ¡Salvarte, a costa de mi existencia!

He recordado después, en medio de otras orientaciones, esta frase del proco. Las ondas del aire, agitadas por la voz, deciden del destino. Parece que la palabra se disuelve, y, sin embargo, queda clavada, hincada no se sabe dónde, traspasando y haciendo sangrar la conciencia.

En la mía, algo daba la voz de alarma. Por mucho que había querido yo mantenerme más alta que las turbieces del amorío, era como si alguien, envuelto en barro, pretendiese no mancharse con él. Ejemplo de esta imposibilidad me la había dado un espectáculo natural, el de la junción del Arve, que baja de los desfiladeros, con el Ródano. Es el Arve furioso torrente que desciende de los glaciares del Mont Blanc, engrosado por el derretimiento de las nieves, y cruza el valle de Chamounix. Arrastra légamo disuelto; su color, de leche turbia y sucia, y la espuma amarillenta que levanta, contrastan con el Ródano cerúleo, zafireño, en cuyo seno va a derramar la impureza. Introducido ya el torpe río, violando con ímpetu la celeste corriente, no quiere esta sufrir el brutal acceso, y no mezcla sus aguas, de turquesa líquida, con las ondas de lodo. La línea de separación entre el agua virginal y el agua contaminada, es visible largo tiempo. Al cabo, triunfa el profanador, mézclanse las dos linfas, y la azul, ya manchada y mancillada, no recobrará su divina transparencia, ni aun próxima a perderse y disolverse en el mar inmenso…

— Tal va a ser mi suerte… — pensaba, releyendo estrofas de Lamartine, ni más ni menos que si estuviésemos en la época de los bucles encuadrando el óvalo de la cara y las mangas de jamón. ¡Bah! En secreto, aún se puede leer a Lamartine… Mi desquite es leerlo a solas… Agustín acaso me embromaría, si le cuento este ejercicio rococó.

Arrebujada en mis encajes antiguos avivados con lazos de colores nuevos, de blanda y fofa cinta liberty; mientras Maggie, silenciosa, dispone mi baño y coloca en orden la ropa que he de ponerme para bajar a almorzar, mis atavíos de turista, mis faldas cortas de sarga o franela tennis, mis blusas «camisero» de picante airecillo masculino, mi calzado a lo yankee, yo aprendo de memoria, puerilmente:

 

Ainsi, toujors poussées vers de nouveaux rivages,

dans la nuit éternelle emportés sans retour,

ne pourrons nous jamais, sur l’ócean des áges

jeter l’ancre un seul jour… ?

 

¿Un jour, t’en souvient il? nous voguions en silence…

 

 

Parecía el poeta traducir la sorda inquietud de mi espíritu, que tantas veces se preguntaba por qué todo es transitorio. Y si la idea de lo inmundo no puede asociarse a la del amor, tampoco podrá la de lo transitorio y efímero. ¡Un amor que se va de entre los dedos! La pena de lo deleznable, aquí la situó Lamartine, en este lago Leman por él tan de relieve pintado, al suplicarle que conserve, por lo menos, el recuerdo de lo que pasó, de lo que creyó llenar el mundo.

 

Q’uil soit dans ton repos, q’uil soit dans tes orages,

beau lac, et dans l’aspect de tes riants coteaux,

et dans ces noirs sapins, et dans ces rocs sauvages,

qui pendent sur tes eaux!…

 

 

¿Fue la lectura… la lectura, la melodía, el suspiro contenido, nostálgico, de este sentir anticuado ya, lo que me hizo culpable de un pecado tan grave, tan irreparable… ? ¿Podrá serme perdonado nunca?

Yo no sé cómo nació en mí la inconcebible idea. Mejor dicho: no considero que se pueda calificar de idea; a lo sumo, de impulsión. Y ni aun de impulsión, si se entiende por tal una volición consciente. Fue algo nubloso, indefinido; no me es posible recoger la memoria para retroceder hasta el origen de la serie de hechos que produjo la catástrofe. Ningún juez del mundo encontraría base para imputarme responsabilidad. Todos, me absolverían. Sólo yo, aunque no acierte a precisar circunstancias, conozco que hubo en mí ese hervor que prepara sucesos y que, en vaga visión, hasta los cuaja y esculpe de antemano. Hay, un extraño fenómeno psicológico, que consiste en que, al oír una conversación o presenciar el desarrollo de una escena, juraríamos que ya antes habíamos escuchado las mismas palabras, asistido a los mismos acontecimientos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué mundo? Eso no lo sabríamos explicar; es uno de los enigmas de nuestra organización. Tal hubo de sucederme con lo que pasó en el lago. No sólo no me sorprendió, sino que me parecía poder repetir, antes de que hubiese sucedido, frases, conceptos y detalles relacionados con un hecho tan extraordinario y, si se mira como debe mirarse, tan imprevisto… Porque ¿quién afirmaría que lo preví? ¿Qué pude preverlo ni un solo instante? Y si no lo preví, si no cooperé a que sucediese por una serie de flexiones y de movimientos de la voluntad, ¿cómo pudo volver a mi conciencia en forma de estado anterior de mi conocimiento? Repito que mis nociones se confunden y mi parte de responsabilidad constituye para mí terrible problema…

Lo que sé decir es que, según avanzaba nuestro noviazgo y se acercaba la fecha de que se convirtiese en tangible realidad; según mi futuro — ya no debo llamarle proco-, extremaba sus demostraciones y apuraba sus finezas; a medida que debiera yo ir penetrándome del convencimiento de que en él existía amor, y amor impregnado de ese anhelo de sacrificio que ostenta los caracteres del heroísmo moral, una zozobra, una impulsión indefinible nacía en mí, que revestía la forma de un ansia de vida activa y agitadamente peligrosa, en medio de una naturaleza que cuenta al peligro entre sus elementos de atracción. En vez de gustarme permanecer horas largas y perezosas en la veranda o en el salón de lectura, ataviada, adornada, perfumada, escuchando a Agustín, en plática alegre y reflexiva, experimentaba continuo afán de conocer los aspectos de la montaña, de recorrerla, de afrontar sus caprichos aterradores.

— ¿No habíamos quedado en que no éramos alpinistas? ¿Que no le haríamos competencia a Tartarín? — preguntaba Almonte sin enojo-. ¿Quieres que justifique mi apellido? Hágase como tú desees… pero permíteme lamentarlo, porque así pierdo algún tiempo de cháchara deliciosa.

Y, provistos de guías, realizamos expediciones alpestres. Me lisonjeaba la esperanza de tropezar con cualquiera de las variadas formas del alud, fuese el alud polvoriento, esa lluvia de nieve fina como harina, que entierra tan rápidamente a los que alcanza, fuese el que precipita de golpe un enorme témpano, fuese el lento desgaje casi insensible y traidor, el alud resbalón que, con pérfida suavidad, se lleva los abetos y las casas; fuese el más terrible de todos, el sordo, el que está latente en el silencio y estalla fulminante, con espantosa impetuosidad, al menor ruido, al tintinear de la esquila de una cabra. Como no estábamos en primavera, no me tocó sino el alud teatral e inofensivo, el sommer-lauissen, semejante a un río de plata rodeado de espuma de nieve. Cuando le anunció un redoble hondo, parecido al del trueno, miré a Agustín, por si palidecía. Lo que hizo fue fruncir las cejas imperceptiblemente.

Sufrimos, eso sí, una borrasca de nieve, y regresamos al hotel perdidos, excitando la respetuosa admiración de Maggie, para quien sólo merece ser persona el que corre estos azares.

La borrasca de nieve no fue un peligro; fue una aventura tragicómica; estábamos ridículos, mojados, tiritando, con la nariz roja, la ropa ensopada, el pelo apegotado y lacio. En desquite, los Alpes nos ofrecieron su magia, sus cimas iluminadas por el poniente, inflamadas y regias. Al ocultarse el sol, el firmamento, a la parte del Oeste, en las tardes despejadas, luce como cristal blanco, y en las nubosas, sobre el mismo fondo hialino, se tiñe de cromo, de naranja, de rubí auroral, transparente. Volviéndose hacia el Este, densa tiniebla cubre la llanura, mientras las cúspides de las montañas resplandecen como faros, y la zona distante de las cumbres intermedias adquiere una veladora de púrpura sombría. Y la sombra asciende, asciende, no lenta, sino con trágicos, rápidos pasos, y la lucería de la montaña muere, cediendo el paso al tinte cadavérico de su extinción. Ya el sudario obscuro envuelve la montaña, y el cielo, en vez de la blancura reluciente de antes, ostenta un carmín sangriento; la cabellera negra de la sombra hace resaltar los bermejos labios. Un azul de metal empavonado asoma después en el horizonte, y por un momento la montaña resucita, resurge, vuelve a ceñirse el casco de oro. ¡Misterioso fenómeno, sublime! Una noche en que lo presenciábamos, mi pecho se hinchó, mi garganta se oprimió, mis ojos se humedecieron, y tartamudeé, estrechando la mano de Agustín, acercándome a su oído, con ojos delicuescentes:

— ¡Dios!

— ¿Quieres saber lo que te pasa, Lina mía? — amonestó luego él, en la veranda-. Que te estás embriagando de poesía, y se te va subiendo a la cabeza. ¡Oh, lírica, lírica incorregible! Y el caso es que me parecía haberte curado o poco menos… Niña, en interés tuyo, dejemos los Alpes; vámonos al muy prosaico y complaciente París. Así como así, tienes que dar allí muchos barzoneos por casas de modistos intelectuales…

— ¡No sigas, Agustín! — imploré-. No sigas…

— ¿Qué te pasa?

— Que todo eso que me estás diciendo ya me lo habías dicho… no sé cuándo… no sé dónde. — Y con voz ahogada, palpitando, reconocí:

¡Tengo miedo!

— ¡Miedo tú! — sonrió Agustín.

— Miedo a lo desconocido… ¿No comprendes que entramos en la región de lo desconocido, de lo extraño?

— Lo que comprendo es que no te conviene Suiza. Este país pacífico te alborota, Lina; es preciso que yo dé un objeto concreto a tu grande alma, para que no sea un alma enfermiza, torturada y con histérico. Piensa en ti misma, Lina. Piensa en nuestro amor…

¿Por qué habló de amor y jugó con la palabra sacra? Sería que su destino lo quiso así. Recuerdo haberle respondido:

— Nos iremos pronto… Antes quiero despedirme del Leman, al cual conozco que profesaré siempre una fanática devoción. ¿No te gusta a ti el lago?

— Me gusta lo que te guste — fue su aquiescencia, demasiado pronta, demasiado análoga a la que se manifiesta a los antojos de las criaturas.

Entonces, obedeciendo a un estímulo ignorado, reservadamente, llamé al barquero que solía servirnos, un mocetón rubio, atlético, y le interrogué con habilidad refinada y discreta, para averiguar cuándo existen contingencias de tormenta en el océano en miniatura.

— Ahora es el momento — respondiome el mozo helvético, con cara cerrada e insensible, de hombre acostumbrado a seguir las manías arriesgadas de los ingleses-. Estos días hay lardeyre, y cuando lo hay…

— ¿Lardeyre? — repetí.

— El flujo y reflujo del lago, que es señal de tempestad.

— Quinientos francos si me avisas cuando esté más próxima y nos previenes la barca.

Cuarenta y ocho horas después vino el aviso. Me acuerdo de que por la mañana Agustín me propuso pasar la jornada en Coppet, para ver la residencia y el retrato de madama de Staël. Vivamente, sin razonar, me había negado. Bien engaritados en nuestros gruesos abrigos de paño, caladas las gorrillas de visera, de cuarterones, que habíamos comprado iguales, tomamos asiento en la barca. Soplaba cierzo de nieve. El agua, siniestramente azulosa, palpitaba irregularmente, como un corazón consternado. Sentía la proximidad de la convulsión que iba a sufrir, y se crispaba, turbada hasta el fondo.

Bogábamos en silencio, como los amantes inmortalizados por Lamartine, aunque el líquido ensueño del agua que duerme no nos envolvía. Agustín parecía preocupado. Aprovechándome de que el barquero no sabía español, entablé la conversación, advirtiéndole que, en efecto, no faltaría algún motivo de aprensión a quien no tuviese el alma muy bien puesta. El latigazo hizo su efecto. Las mejillas pálidas de frío se colorearon y las cejas se juntaron, irritadas.

— Yo no soy de los que eligen un porvenir sin lucha ni riesgo, Lina… En cada profesión hay su peculiar heroísmo… Buscar peligros por buscarlos, es otra cosa, y creo que debiéramos volver a tierra, porque el lago presenta mal cariz… A no ser que halles placer. Entonces… es distinto.

— Hallo placer.

Calló de nuevo. Insistí.

— ¿Qué puede suceder?

— Que venga la crecida y se nos ponga el bote por montera.

— En ese caso, ¿me salvarías?

— ¡Qué pregunta, mi bien! Agotaría, por lo menos, los medios para lograrlo.

— ¿Es cierto que me quieres?

Suspirante, caricioso, llegó su cuerpo al mío, y efusionó:

— ¡Tanto, tanto!

De seguro le miré con un infinito en la delicuescencia de mis pupilas. Era que creía. ¡Qué bueno es creer! Es como una onda de licor ardiente, eficaz, en labios, garganta, y venas… Tuve ya en la boca la orden de volver al muelle, del cual nos habíamos distanciado hasta perderlo de vista… La lengua no formó el sonido. Muda, me dejé llevar. Una voluptuosidad salvaje empezaba a invadirme; percibía con claridad que era el momento decisivo…

¿En qué lo conocí? No sé, pero algo de físico hubo en ello. Una electricidad pesada y punzadora serpeaba por mis nervios. Densos nubarrones se amontonaban. La barca gemía; miré al barquero; en su rostro demudado, las mordeduras del cierzo eran marcas violáceas. Me hizo una especie de guiño, que interpreté así: «¡Valor!». Yen el mismo punto, sucedió lo espantable: una hinchazón repentina, furiosa, alzó en vilo el lago entero; era la impetuosa crecida, súbita, inexplicable, como el hervor de la leche que se desborda. El barco pegó un brinco a su vez y medio se volcó. Caí.

Desde entonces, mis impresiones son difíciles de detallar. Conservé, sin embargo, bastante lucidez, y como en pesadilla vi escenas y hasta escuché voces, a pesar de que el agua se introducía en mis oídos, en mi boca. Mecánicamente, yo braceaba, pugnaba por volver a la superficie. A mi lado pasó un bulto, luchando, casi a flor de agua.

— ¡Agustín! — escupí con bufaradas de líquido-. ¡Sálvame, Agustín!

Una cara que expresaba horrible terror flotó un momento, tan cercana, que volví a dirigirme a ella, y sin darme cuenta, me así al cuello del otro desventurado que se ahogaba. Dos brazos rígidos, crispados, me rechazaron; un puño hirió mi faz, un esguince me desprendió; la expresión del instinto supremo, el ansia de conservar la vida, la vida a todo trance, la vida mortal, pisoteando el ideal heroico del amor… Antes de advertir en mi cabeza la sensación de un mar de púrpura, de un agua roja y hormiguearte, como puntilleada de obscuro, tuve tiempo de soñar que gritaba (claro es que no podría):

— ¡Cobarde! ¡Embustero!

Y lo demás, por el barquero lo supe. El forzudo suizo, despedido también en aquel brinco furioso de dos metros de agua, pero maestro en natación, trató de pescar a alguno de los dos turistas locos, que con los abrigos, densos como chapas de plomo, se hundían en el lago. Pudo cogerme de un pie, dislocándomelo por el tobillo. La barca, felizmente, no estaba quilla arriba. Me depositó en ella y trató de maniobrar para descubrir a mi compañero. Pero Agustín derivaba ya hacia los lagos negros, límbicos, en que nadan las sombras dolientes de los que mueren sin realizarse…

Y cuando después de mi larga, nueva fiebre nerviosa, mucho más grave que la de Madrid, volví a coordinar especies, encontré a mi cabecera a Farnesio, envejecido, tétrico. De la catástrofe había hablado la prensa mundial en emocionantes telegramas de agencias; éramos «los dos amantes españoles» víctimas de una romántica imprudencia en el lago. En España, mi ignorado nombre se popularizó; mi figura interesaba, mi enfermedad no menos, y el revuelo en el mundo político por la desaparición de Almonte fue desusado. ¡Aquel muchacho de tanto porvenir, de tantas promesas! El desolado padre, llamado a Ginebra por el atroz suceso, se llevó un frío despojo al panteón de familia, en la Rioja… Toda la ambición se encerró en un nicho de ladrillo y cal, en esperanza de un mausoleo costeado por amigos, gente del distrito, núcleo de partidarios fieles…

Y don Genaro, gozoso al verme abrir los ojos, repite:

— No morirás… No morirás… ¡Estabas aquí tan sola! ¿No sabes, criatura? Tu Maggie y tu Dick, cuando te trajeron expirante, aprovecharon la ocasión y desaparecieron con tu dinero y tus joyas… Creo que se entendían, a pesar de la diferencia de años… Ella se emborrachaba… ¡Qué pécora! En América estarán…

— Dejarles — respondo; y tomando la mano de Farnesio, la llevo a los labios y articulo:

— Perdóname… Perdóname…

 

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