V

Y avanza el singular noviazgo, frío y claro como las nieves que revisten esos picachos y esas agujas dentelladas, que muerden eternamente en el azul del cielo puro. Aun diré que era más frío el noviazgo que las nieves, ya que estas, alguna vez, se encendían al reflejo del sol. Me lo hizo observar un día Agustín. Él no lamentaría que la situación cambiase; pero lo procuraba con labor fina, sabiendo que yo estaba a prueba de sorpresas. Aplicaba a la conquista de mi espíritu la ciencia psicológica y matemática a un tiempo con que estudiaba al resto de la gente, piezas de su juego de ajedrez. Dueño de largas horas y propicias ocasiones, teniendo por cómplices los azares de un viaje, supuso — después lo he comprendido- que siempre llega el cuarto de hora. Debo reconocer que esta idea, algo brutal en el fondo, la aplicó el proco con artística finura.

Su actitud fue la del hombre que busca un afecto, y, para conseguirlo profundo, lo quiere completo, sin restricciones. Estaba seguro de mi amistad, contaba conmigo como asociada… pero ¿y si, abandonando él en mí lo que no debe abandonarse, otro hombre… ?

— Ni en hipótesis — confirmo tercamente.

Para demostrarme con un alto ejemplo histórico su pensamiento, me recordó el lazo entre el conquistador Hernán Cortés y la india doña Marina.

— ¿No es verdad que al pensar en esta pareja, no vemos en ella a los amartelados amantes, sino a dos seres superiores a los que les rodeaban, y que se juntaban para un alto fin político? Cortés necesitaba a doña Marina, su conocimiento del ambiente, su lealtad para prevenir emboscadas y traiciones. La india se había penetrado de los propósitos del conquistador. Sin embargo, el modo de que las dos voluntades se fundiesen, fue la unión natural humana. En ello, Lina, no hay ni sombra de nada repugnante. Es un hecho como el respirar. Por distintos caminos que usted, yo he llegado a despreciar también la materia, la estúpida ceguedad del instinto. Pero en la vida de dos personas como usted y yo, esta comunión sería más espiritual que otra cosa… ¿Me niega usted el derecho de defender mis ideas… ? — se interrumpió con grata sonrisa sagaz, de italiano discípulo de Maquiavelo.

— No — asentí-. Es probable que no llegue usted a persuadirme; pero si cierro los oídos, se pudiera inferir miedo. Espláyese usted y persuádame, si es capaz.

Se tejió este diálogo en el castillo de Chillón, que siguiendo al rebaño, tuvimos la ocurrencia de visitar en nuestra excursión a Vevey, comprendida en la vuelta que dimos al lago. El sitio es, sin duda, pintoresco, entre salvaje y sosegado; la torre y los calabozos sólo recuerdan episodios políticos; Almonte me hace notar cómo ha cambiado este aspecto de la vida: por cuestiones políticas ya a nadie se suele echar grillos; y los judíos, a quienes estos pacíficos suizos y saboyanos sacaron de la fortaleza para quemarlos vivos, como hubiesen hecho unos terribles inquisidores españoles, hoy son partidarios de la libertad de conciencia…

— Los recuerdos de Chillón no le serán a usted molestos. Por aquí no revolotea el cupidillo…

— Sí que revolotea. Por aquí sitúa Rousseau escenas de su Nueva Heloísa, que es un libro pestífero, y, después de pensar quien lo ha escrito, muy empalagosamente asqueador.

Combatiente diestro, aprovechándose de la ventaja que se le concedía, Almonte supo disertar. En nuestro periplo alrededor del misterioso lago, desplegó los recursos de su arte. A su voz no le había yo prohibido el contacto material. Su voz hermosa, llena, de gran orador, tenía por auxiliares los ojos, algo salientes; pero de un negror y blancor expresivos. Poco a poco la voz va entrando en mi alma. Experimento un goce sutil en oírla, diga lo que diga; solamente al llamar al camarero. Me place que desenvuelva sus planes, haciendo lo contrario de Mefistófeles con Fausto; presentándome, como remate del vivir, en vez de la perspectiva amorosa, la del triunfo de una ambición intensa. Escucho interesada las inauditas y dramáticas historias que me refiere de gente conocidísima, y él, para justificarse, alega:

— La política es cada día más una cuestión de personas. No hay nadie que no tenga en su vida un interés, un resorte secreto. El que los conoce es dueño de mucha gente, si creen que puede realizar esos anhelos que no se exhiben, generalmente, ante el público, y aunque se exhiban…

La sociedad altanera, frívola y disoluta que he visto de refilón en Biarritz la diseca Agustín con instrumento de oro, entre gestos seguros, de hombre de ciencia… de esa ciencia.

— ¿Fulano? Hacia la senaduría. ¿Mengano? La rehabilitación de un título con grandeza. ¿Perengano? Cosa más sólida; un célebre asunto en lo contencioso… Millones. ¿Perencejo? Toda la vida ha querido ministrar… y no siendo más inepto que otros, no lo ha logrado. ¿Ciclanito? Eso es serio; pica alto, alto…

Y, comentario:

— A lo alto llegaremos nosotros. ¡Sabe Dios a qué altura! Por mucha que sea, ni usted ni yo somos de los que sufren vértigo… Aquí no nos armamos de alpenstock, porque no nos divierte. Desde abajo vemos los juegos de la luz… En fin, yo quiero que usted sea la segunda mujer de España… a no ser que para entonces los sucesos hayan tomado tal giro, que pueda ser la primera. ¡Así, la primera! No tomarán ese giro; yo, por lo menos, no lo creo; pero ello es que hay muchos modos de ocupar primeros lugares… Si yo soy el dueño, la dueña usted… Siendo yo Cayo, tú serás Caya… como decían los romanos en las ceremonias nupciales. ¡Ah! Perdón, Lina… la he tuteado…

— Era un tuteo histórico.

— No importa; me va a fastidiar ahora mucho volver a… Lina, yo te creo una mujer superior. ¿No se tutean los amigos?…

— En realidad…

Y el tuteo no fue embarazoso, sobre esta base de la amistad franca. Al contrario; estableció entre nosotros algo tan grato, que yo no recordaba nunca un período en que tan gustoso me hubiese sido vivir. Los planes, los proyectos, las esperanzas, todos saben cuánto superan en deliciosa sugestión a la realidad, aun cuando salga conforme a esos mismos planes o los mejore. Un anhelo de interés me hacía desear locamente lo más loco de cuanto se desea: el acercarse a la muerte: que los años hubiesen volado, y que Agustín y yo fuésemos ya los amos, los árbitros, aquellos ante quienes todo se inclinaría… Él, sonriente, moderaba mi impaciencia.

— Calma… calma… Y atesorar mucha fuerza y felicidad para que no nos coja débiles el momento de la apoteosis… que es seguro.

— El caso es, Agustín, que yo tengo ideal, y que, si llega ese instante, quisiera que, mañana, la historia…

— El ideal, en la política, se construye con realidades pequeñas. Nace de los hechos, sin cultivo, como esos edelweiss peludos sobre la nieve… Entretanto, Lina, seamos egoístas, pensemos en nosotros…

Y noté, efectivamente, que mi amigo empezaba a prestar al «nosotros» un sentido nuevo, diferente del que yo le había atribuido hasta entonces. Como en las altas cumbres que el sol teñía de amatista pálida y de los anaranjados del oro encendido por el fuego — al avanzar el verano, el hielo se derretía-. Desde el tuteo, Agustín iba, poco a poco, mostrándose enamorado, traspasado, rendido. Era una inconsecuencia, era una transgresión, era faltar a lo tratado; y, sin embargo, yo fluctuaba. Una indulgencia que me parecía criminal ante mí misma, me invadía como un sopor. Lo que más contribuía a hacerme indulgente — reconozco que es extraño el motivo- era que yo no compartía la turbación que iba advirtiendo en Almonte. El enervamiento de la Alhambra y de Loja, no se reproducía ante el Mont Blanc. Y como no era en los demás, sino en mí, donde encontraba especialmente repulsiva la suposición de ciertos transportes, no me alarmaba ni me sublevaba como me hubiese sublevado al comprobar que yo los sentía.

— Que arda, bueno… La culpa no es mía… No soy cómplice…

Recuerdo que nuestra situación se precisó cuando, dirigiéndonos a Chambery, nos detuvimos en Annecy, viejo y curioso pueblecillo, donde fueron enterrados los restos de dos amigos de distinto sexo y muy puros, el amable y ameno San Francisco de Sales y la nobilísima madre Chantal. ¿Por qué — pensaba yo acordándome del obispo de Ginebra y de su colaboradora- no se ha de reproducir esta unión espiritual? ¿Sin duda no es locura mía aspirar a ella, cuando ya se ha visto en la tierra algo tan semejante a lo que yo sueño? Esta baronesa mística, que se grabó en el seno, con hierro ardiente, el nombre de Jesús, ¿no enlazó castamente toda su voluntad, toda su existencia, a la de un hombre, el elegante y delicado autor de Filotea? ¿No tuvieron un fin, todo lo espiritual que se quiera, pero humano? No abandonó la Chantal, por este enlace, familia, hijos, sociedad, y no se consagró a fundar la orden de la Visitación? He aquí los frutos de las amistades limpias, serenas…

Íbamos por las orillas frescas del diminuto lago de Annecy — al lado del Leman, un juguete- y nos habíamos desviado algo del paseo público, perdiéndonos en un sendero orillado de abetos, muy sombrío a aquella hora de la tarde. Agustín me daba el brazo. De pronto, sentí una especie de quejido ahogado, sordo, y le vi que se inclinaba, intentando un abrazo de demencia… Balbuceaba, temblaba, palpitaba, jadeaba, y en un hombre tan dueño de sí, tan avezado a conservar sangre fría en las horas difíciles, la explosión era como volcánica.

— No puedo más… No puedo… Haz de mí lo que quieras… Recházame, despídeme… Has vencido o ha vencido el diablo; estoy perdido… Te has apoderado de mí… Cuanto he prometido, los convenios hechos, eran absurdos, necedades… Imposible que yo cumpliese tales condiciones… y si hay un hombre en el mundo que lo haga, entonces me reconozco miserable, me reconozco infame, ¡lo que quieras! Lina, es igual: aquí no discutimos, no hay argumentos. Lo que hay es la verdad, lo hondo de las cosas. Prefiero romper el contrato. Sí, lo rompo. Se acabó. Y me voy, me alejo esta misma noche, para siempre. Lo que combinábamos juntos, era un contrasentido. Tú no lo comprendes; yo no sé qué ofuscación padeces, para haber dislocado las nociones de la realidad y pedir la luna… Eres de otra madera que el resto de los humanos. Bueno. Yo no. Despidámonos aquí mismo, Lina; despidámonos… o abracémonos, así, en delirio…

Los brazos eran tenazas. Entre ellos, yo permanecía cuajada, como el magnífico hielo de los glaciares.

— Basta… , Agustín… , oye…

Hizo el gesto de locura de emprender carrera.

— No te reconozco… ¡Es increíble! ¿No decías… ? ¿No opinabas… ?

— Opinase o dijese lo que quisiera. Es que yo no contaba con una complicación inesperada, con un suceso ridículo y fatal. Me he enamorado. Es una razón estúpida, convengo. No encuentro otra. Me he enamorado. No creas que así de broma. Me he enamorado tanto, que comprendo que, en bastante tiempo, no podré resignarme a la vida. ¡Tú serás capaz de extrañarlo! No lo extrañes, Lina — suspiró con pena romántica-. ¡Tú no te has dado cuenta de tu valer! Inteligencia, cultura, alma, belleza… Todo, todo, reunido por mi mala suerte en una mujer singular, que ha resuelto…

— Pero si yo…

— Tú, tú… Tú me permites… que me abrase… Ahí está lo que me permites… Tu compañía, tu amistad, la perspectiva de un enlace… Verte incesantemente, andar juntos y solos por estos sitios que convidan a querer… Yo no soy un fenómeno, yo soy un hombre… ¡Cómo ha de ser! Al separarme de ti, destruyo un gran porvenir, el porvenir de los dos; era algo espléndido… Pero estoy en esa hora en que se arroja por la ventana no digo el interés, ¡la existencia! Comprendo que procedo en desesperación. No es culpa mía.

Me detuve, y le hice señas de que se calmase y escuchase. El lago rebrillaba bajo un sol tibio. Me senté en el parapeto. Hice señas a Agustín de que se sentase también.

¿Era una pasión, lo que se dice una pasión? ¿La pasión se manifestaba así? ¿Se limitaba la pasión a estas llamaradas? ¿O sería él capaz, por mí, de sacrificios, de abnegaciones?

— De todo… ¡Hasta qué punto! No lo dudarías si comprendieses cuán diferente eres de las demás… Te rodea un ambiente especial, tuyo, que ninguna otra mujer tiene… ¡Ah! ¿Sacrificios, dices? Lo repito en serio: ¡La vida! ¡La herida está muy adentro!

— Siendo así… ¿Pero mira bien si es así… ? ¡Cuidado, Agustín, cuidado!

— ¡Así es! Ojalá no fuese.

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