I

¡Como una bomba, el notición! Cuando traen el telegrama, estoy aseando mi cuartito, porque mi única sirviente apenas sabe pasar una escoba antipática, abarquillada de puro vieja. Desgarro el misterio del cierre, extraigo, y leo: «Ha fallecido repentinamente tía Catalina. Tú, instituida heredera universal. Vente. Farnesio».

¡Tía Catalina! ¡Yo su heredera única! Y ni siento vértigo, ni tampoco efusión de gratitud. Lo encuentro curioso; la extrañeza vence. ¿Por qué me instituye heredera la que en vida me pasaba una miseria de pensión, no perdonaba medio de inducirme a que fuese monja, y me tenía relegada al destierro de Alcalá de Henares? Me prometo averiguarlo, aunque sé que los muertos se llevan consigo la verdadera clave de sus actos (por lo cual me río de la historia).

Mi viaje a Madrid se arregla pronto. Respondo al telegrama de Farnesio, me pongo el vestidito negro de paño, la toca de fieltro, felizmente, negra también, y, a pie, por la pulcra acera enladrillada, me dirijo a la estación. El tren pasará a las siete. Me siento en un banco, ante la puerta de la sala de espera; no se oyen ruidos; una acacia, muy cerca, columpia su ramaje, desprendiendo hojuelas doradas; una chiquilla mocosa, chata y curtida, me observa como si me fuese a retratar. Por primera vez me doy cuenta de que soy opulenta, poderosa. Revuelvo en mi saco de gamuza marrón, usado y de rota cadenilla, y alargo a la chica una peseta. La mira, me mira, y, escamada, suponiendo burla, en vez de tomarla, echa a correr. La riqueza asusta, por lo visto…

Iré en primera, por primera vez. Voy sola. El departamento está rancio de carbonilla y olores viejos de comidas grasientas. Los vidrios, embutidos y crujientes de porquería, no se abren sin esfuerzo titánico. Me siento, eligiendo un cojín que no esté salpicado de manchas equívocas.

¿Viajan así los ricos? ¡No vale la pena! Yo me procuraré el mejor auto… Y, al mismo tiempo que hago esta reflexión, se me ocurre otra, y un sudor frío me rezuma en la sien. ¿No podría el telegrama ser broma de un chusco? Paso tan mal cuarto de hora, porque si la cosa no es verosímil, aún resulta más inverosímil lo otro. Tan grande es mi angustia que, ansiando respirar, forcejeo y logro abrir una ventanilla.

El aire entra, me consuela y me replantea en la realidad. Las márgenes del Jarama son un primor de delicadeza vegetal, un paisaje exquisito, a la sepia, porque estamos en otoño. Mimbrales delgados, cañas de idilio, marañas de arbustos de hoja ya enferma, se diluyen con tonos de acuarela en la paz rubia, en la claridad muriente de la tarde corta. Los toros pastan, apacibles. El río es una serpiente gris perla, aplastada, inmóvil.

Siento el fervorín de entusiasmo que me produce siempre lo bello. Ahora que soy rica, veré el mundo, que no conozco; buscaré las impresiones que no he gozado. Mi existir ha sido aburrido y tonto (afirmo apiadándome de mí misma). Y rectifico inmediatamente. Tonto, no; porque soy además de inteligente, sensible, y dentro de mí no hay estepas. Aburrido… menos; aburrido equivale a tonto. Sólo los tontos se aburren. Contrariado, sí, ¡oh, cuánto! Mezquino, también. Cohibido, sujeto por una mano invisible. Valdría más que me hubiesen dejado en el arroyo, descalza, porque a los dos meses de mendigar, ya no mendigo, ya he resuelto mi problema. Lo malo fue que me dieron un puñado de alpiste y las obligaciones de «señorita decente». Arrinconada, sólo pude vegetar… Rectifico otra vez: ha vegetado mi cuerpo; que mi espíritu, ¡buenas panzadas de vida imaginativa se ha dado!

Entregada a mí misma, en un pueblo decaído, pero todavía grandioso en lo monumental y por los recuerdos, no hice amistades de señoras, porque a mi alrededor existió cierto ambiente de sospecha, y no atendí a chicoleos de la oficialidad, porque, a lo sumo, podrían conducirme a una boda seguida de mil privaciones. Mis únicos amigos fueron dos canónigos, encargados de catequizarme para el monjío, y un viejecito maniático, muy volteriano, y muy simple, don Antón de la Polilla, que desde luego se declaró abogado del diablo, contando horrores de los conventos, cuando no estaban delante los que él llamaba el Inquisidor mayor y el menor, y aun a veces en su misma cara. Yo no le hacía caso sino cuando hablaba de historia y de antigüedades; en este terreno, algunas veces recobra el sentido común, prenda desde tiempo atrás perdida. De los dos canónigos catequistas, uno, el pobre Roa, murió tres años hace, el otro, el Magistral, es C. de varias Academias, y sospecho que tiene escritas muchas cosas que nunca verán la luz, a no ser que ahora, siendo yo millonaria… La biblioteca del señor Carranza me la he zampado; por cierto que encierra muy buenos libros. Así es que estoy fuertecita en los clásicos, casi sé latín, conozco la historia y no me falta mi baño de arqueología. Carranza lamenta que haya pasado el tiempo en que las doctoras enseñaban en la Universidad Complutense. Se consolaría si yo fuese una de esas monjas eruditas, cuyos retratos grabados las representan pluma de ganso en mamo, tintero al margen, y sobre el fondo de una librería de infolios de pergamino.

Por haber tenido yo la curiosidad de leer algunos manuscritos del Archivo, las hijas del juez, que son las lionnes de Alcalá, y que me tienen tirria, me han puesto de mote la Literata. ¡Literata! No me meteré en tal avispero. ¿Pasar la vida entre el ridículo si se fracasa, y entre la hostilidad si se triunfa? Y además, sin ser modesta, sé que para eso no me da el naipe.

Literatura, la ajena, que no cuesta sinsabores… ¡Cuánto me felicito ahora de la cultura adquirida! Va a servirme de instrumento de goce y de superioridad.

En la estación me aguarda Farnesio, don Genaro Farnesio en persona, con cara lúgubre y circunstancial. Se sorprende y hasta me figuro que se indigna ante mis ojos secos, deshinchados y brillantes, mi aplomo de heredera franca, que no se tampona la faz con el pañuelo, ni se suena cada tres minutos.

— ¿Qué dices de esto? — suspira hondamente al cogerme las manos.

— ¿Qué he de decir? — contestó-. ¡Pobre tía! Que le llegó la suya.

Un lacayo correcto recoge mi humilde saco, me precede respetuoso, y, alzando el enlutado sombrero de librea, abre la charolada portezuela de una berlina, acolchada como un estuche de joya. Es mi berlina, es mi lacayo. ¡Qué sensación punzante! Lo que no pudo el anuncio del fortunón, lo puede el detalle de conforte y lujo… Cerrando los ojos, me reclino. Farnesio entra y da una orden. Arrancamos, al elástico trote de los bayos fogosos.

El intendente de doña Catalina me mira a hurtadillas, me estudia. Don Genaro Farnesio es esa persona «de toda confianza» que surge indefectiblemente al margen de las señoras viudas y con caudal. Mestizo de amigo y administrador, misterioso y enfático, don Genaro Farnesio pasa por mejor enterado de lo que atañe a la casa de Mascareñas, ¡retumbante apellido!, que su dueña lo estuvo nunca. Es el duende familiar del palacio ya mío, y su actitud cautelosa y la mirada que siento apoyarse sobre mi perfil, sin duda tienen por origen la zozobra egoísta: «¿Habrá cambio de ministerio? ¿Perderé la breva disfrutada tantos años?».

Llegamos… En el momento de bajarme en el zaguán y de cuadrarse el solemne portero — de levitón largo, cara lunar entre dos chuletas negras bien lustradas- ante la soberana nueva, recuerdo las pocas veces que he venido aquí, siempre acuciada por fon Genaro para que me reintegrase a Alcalá cuanto antes. Me asalta otra vez la inquietadora extrañeza. ¿Por qué me lega sus millones la que casi no me ha visto? Evoco memorias.

Cuando era introducida a la presencia de doña Catalina Mascareñas y Lacunza, viuda de Céspedes, medio se alzaba del sillón; las mejillas se le encendían, bajaba los ojos, como para no verme, y con voz un poco ronca me preguntaba:

— ¿Cómo te va, Natalia? ¿Qué tal de salud?

— Muy bien, tía…

— ¿Careces de algo? ¿Te falta alguna cosa, vamos, para tu vida?

— No señora — respondía, mortificada y altanera-. Tengo lo suficiente.

— ¿Eres buena? ¿Te portas bien?

— Se me figura que sí…

Brevemente, como deseosa de cortar la conferencia (tres fueron en once años) la señora se levantaba, abría un armario, revolvía en él un poco, y me ponía en las manos un objeto, diciendo: «Para ti». La primera vez, un rosario de oro y perlas barrocas; la segunda, un reloj-saboneta de esmalte; la tercera, una sortija-semanario, de ensaladilla. Este último regalo me gustó mucho. No he tenido otra joya, y por las joyas siento pasión magdalénica.

— Bueno, bueno — farfullaba la señora al murmurar yo las gracias-. Cuidado, no nos des disgustos…

Farnesio, presente a la entrevista, me hacía seña. «Adiós, tía Catalina… ».

— Adiós, hasta la vista, Natalia, avisa si te ocurre algo… — Y me retiraba, con la cabeza gacha y el andar tímido, oblicuo, de los parientes pobres, de los protegidos humillados.

— ¡Ahora!

Hinco la planta en la alfombra que trepa por la escalinata de mármol, con la energía violenta de una toma de posesión. Farnesio me coge por la muñeca, y, en voz baja, balbuciente:

— ¿Quieres verla?

Me escalofrío como si me soplasen en los abuelillos del cogote… ¡Verla! ¡Está de cuerpo presente! ¿Y qué? ¡No me conviene mostrarme pueril, ni medrosa!

— Voy. Muy justo que rece un Padre nuestro.

La capilla ardiente es el salón, fastuoso y anticuado, con profusión de doradas tallas y espejos, magníficos tibores, cuadros de mérito y colgaduras de una estofa brochada que se tiene de pie. Han armado en el fondo el altar donde mañana se dirán las misas; un crucifijo de marfil lo preside; al pie del altar, entre blandones, el féretro. Las ventanas están abiertas, los cirios arden. Huele a lo que huelen las flores a la media hora de contacto con un cuerpo muerto, y cuando su aroma se mezcla con efluvios de cera y cloruro. Siento otro escalofrío chico: los ojos se me han ido directamente, atraídos sin resistencia, a la cara de la difunta, dorada al oro verde por la luz de los cirios tristes. La han amortajado con hábito del Carmen, y el cerco de la toca presta a su fisonomía una nobleza y una austeridad que en vida no tuvo. A todo el que entra en una cámara mortuoria le pasa lo que a mí: la cara del muerto imanta la vista. Dos siervas de María velan sentadas, leyendo en un libro de negra cubierta; un criado antiguo, Mateo el jardinero, de rodillas, marmonea una oración, comprimiendo sobre el pecho, con ambas manos, un sombrero blando muy raído. Las siervas, al verme, se levantan, me saludan en sordina, me acercan un almohadón rojo, para que me arrodille con comodidad. ¡Soy la heredera! Con el espíritu pegado a la tierra, murmuro rezos. Farnesio se queda en pie detrás de mí. Con esa agudeza de percepción que poseo, todo el tiempo que dura mi plegaria noto los ojos del intendente que escrutan mi nuca y mis hombros, y reprueban lo superficial de mi plática con Dios. Me incorporo, y dentro de mí zumba un acento apremiante, venido no sé de dónde. «Hay que besarla… Tienes el deber de darla un beso… Será muy feo que no se lo des… ». Desoigo la voz. «Desde hoy no conozco más ley que mi ley propia… » decido, al retirarme con tranquilo paso, no sin haberme persignado e inclinado al modo ritual. Al encararme con Farnesio, noto que algo semejante al rastro de baba de un caracol espejea en sus mejillas. ¿Llanto? ¿La quería de verdad a esta señora tan pava, tan poco interesante? (En el momento actual, lo de pava será irreverente, pero ¿existen irreverencias interiores?)

— ¿Mi dormitorio, mi tocador? — pregunto imperiosamente. No conozco la distribución de la vivienda; pero supongo que no se les ocurrirá indicarme la habitación donde doña Catalina exhaló su postrer aliento.

Me precede Farnesio, por ancho pasillo, hasta una estancia lujosa, como toda la casa. Me tranquilizo. Se ve que no está habitada desde hace tiempo. Ostenta aparatosa cama de ébano, con colcha de raso rosa, velada de guipur, y muebles de ébano, también macizotes.

— ¿Mi doncella?

Sorprendido al pronto, parpadeó don Genaro. ¿Por qué? ¿Pues no voy a tener doncella, y también doncellas, teniendo millones? ¿Puede que crea Farnesio que he de seguir con mi maritornes alcalaína? Al fin toca el timbre, y aparece una sirvienta añeja, especie de dueña azorada, prevenida contra mí (es visible) desde antes de conocerme.

— ¿Es usted la primer doncella?

— Sí, señora… Para servir a la señora.

— Llame usted a la segunda.

— No… no está.

— ¿Cómo se entiende? ¿No está?

— Ha salido a recados… don Genaro sabe…

— Bueno; en lo sucesivo, no se sale sin mi autorización.

— Muy bien, señora. Yo no salgo nunca.

— Prepáreme usted un baño… ¿Habrá cuarto de baño, verdad?

— Ya lo creo.

— Ponga usted en el baño un frasco entero de colonia… ¿Habrá colonia?

— Sí, señora, sí.

— ¿Y toallas finas, y jabón de violeta?

— De violeta no sé si habrá. De todos modos, será buen jabón. ¿Pediremos el de violeta a la perfumería?

— Es tarde. Estará cerrada. Es igual. Cualquier jabón. Deseo bañarme pronto.

— ¿No cena la señora?

— Después del baño…

— Que te aproveche — pronunció Farnesio-. Yo no cenaré: me encuentro algo indispuesto. Mañana tenemos mucho que hablar, pero no por la mañana, puesto que… — Se le quebró el acento: sobrevino carraspera.

— Ya, ¡el entierro! — dije con naturalidad-. ¡Y yo sin manto de luto para las misas! ¿Cómo se llama usted? — pregunté vuelta hacia la dueña.

— Eladia, para servir a la señora.

— Ocúpese usted de que yo tenga manto mañana a primera hora. Y muy tupido.

 

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