II

Hasta la tarde del día siguiente, no se celebró la anunciada conferencia. Todavía el salón conservaba el olor dulzaino y repulsivo de los desinfectantes y las flores, envenenadas, en descomposición, desde el punto mismo en que las depositamos sobre un cadáver. Mandé abrir las ventanas de par en par; ordené que a nadie se recibiese, pues los contados íntimos de la tía ya habían asistido a las misas, devorándome a miradas de curiosidad frenética; y recorrí la casa. Magnífica, concedido… pero apelmazada, de pésimo gusto. Ya la airearé también. Las casas envejecen con sus dueños. Daré juventud… Mi juventud, reconcentrada por el aislamiento y llena ya de una experiencia amarga y sabrosa cual la aceituna.

Conversamos don Genaro y yo en el gabinete inmediato a mi dormitorio. Por él se puede bajar al jardín. Un macizo verde, al través de los vidrios, me halaga. Estoy chancera y afectuosa con el sesentón.

— ¿Sabe usted, don Genaro que esta mañana, al despertarme en una habitación desconocida, creí que era un sueño lo de la herencia?

— ¡Ojalá! — gimió él.

— ¡Muchas gracias, mala persona!

— Ya comprendes por qué lo digo.

— Bueno, don Genaro; usted siente sobre todo la muerte de la pobre tía, pero, además, sospecho que opina que no debí heredar estos caudales. Le advierto que yo tampoco me explico la chiripa. ¿Soy la pariente más cercana? ¿Me equivoco, o existen allá en Córdoba los hijos de su hermano don Juan Clímaco?

— En efecto, existen, no en Córdoba, sino en Granada.

— ¿Y no soy yo hija de un primo hermano de la señora? ¿De un Mascareñas de la rama menesterosa, de la rama infeliz?

— Es la verdad, Natalia… Pero — añadió como alegando disculpa- por lo mismo; tú eras pobre, y los hijos de don Juan Clímaco tienen bien cubierto el riñón. La señora era libre, y te dejó lo suyo, porque te quería.

Me recosté en la butaca de seda fresa rameada de verde, y canturreé:

— ¿Me que-que-quería? ¿Sabe usted que lo disimulaba?

La barbilla de Farnesio tembló; se inmutó su cara, y el reflejo dorado del aro de sus quevedos zigzagueó un instante.

— Eso es cruel — tartamudeó-. No sabes lo que estás diciendo. ¡Si lo supieses!

— Don Genaro — respondí-, razonemos. No me pinte usted lo que no ha existido. ¿Es querer a una muchacha tenerla recluida, darle una mesada que sólo por la baratura de Alcalá me permitía no morir de hambre, y tramar una conjura para meterla en un convento?

— Que no sabes lo que te dices — terqueó él-. Cuando se trató de que abrazases ese estado, el más feliz para una mujer, aún vivía Dieguito, el hijo de doña Catalina. ¿Quién pensara que aquel buen mozo, en lo mejor de su edad, iba a sucumbir del tifus, en pocos días?

Medité un instante, cogiéndome la barba.

— Y… ¿qué tiene que ver? ¿Viviendo Dieguito, yo monja? ¿Es que temían que Dieguito se enamorase de mí?

— ¡De absurdo en absurdo! — violenta indignación soliviantaba a Farnesio.

Yo insistí, pesada:

— Pues no entiendo, señor. Y como se trata de mí, de mí misma, tengo derecho a entender.

— Y yo a que respetes lo que no te importa… ¿Qué más quieres? Cualquiera, en tu caso, se hubiese vuelto loco de alegría. Por otra parte, Natalia, mi papel no es censurar los actos de la señora, sino ponerte en posesión de tu fortuna, que es de las más saneadas y cuantiosas que habrá en España en bienes territoriales y en acciones del Banco. ¡Hace treinta y dos años que la administro, y tengo el orgullo de decir que ha crecido en mis manos y se ha redondeado bien! Si quieres cambiar de apoderado general, no haya reparo, me sobra con qué vivir; de mi sueldo poco he gastado, y soy solterón…

Volviéndose súbitamente hacia mí, con transición incomprensible, con ansiedad, me interrogó:

— ¿Por qué no la diste un beso?

Mi soledad y mi género de vida me han hecho independiente. Tengo a veces la espontaneidad de gestos y movimientos de una fierecilla. No sé cómo — pero con mímica expresiva-, manifesté la repulsión a la hipótesis del ósculo en las mejillas heladas. Y hablé duramente:

— ¡Qué ocurrencia! La he dado los mismos besos que ella me dio a mí…

Le vi tan consternado, que, con igual viveza, cogí su diestra desecada, rasposa y senil, y la apreté afectuosamente. Bajo la presión, la mano parecía remozarse: la sangre afluía y la piel se hacía flexible.

— Usted se queda toda la vida conmigo. ¡Pues no me hace usted poca falta! No le suelto. Que lo crea o no, le tengo ley. Al fin, el único que se ocupó un poco de mí, fue el señor de Farnesio… por más que usted, pícaro, también estaba en el negro complot para que yo… ¿No es verdad?

Con mis dos índices alzados dibujé alrededor del óvalo de mi cara (es muy perfecto, que conste) el cerquillo de una monástica toca… Mi risa timbrada contrastaba con los crespones ingleses de mi atavío, que acababan de traerme — ¡milagro de rapidez!- de la Siempreviva, especialidad en lutos precipitados. Noté que se le caía la baba a Farnesio… ¿Me querrá este vejete, o es un solapado enemigo? Él callaba, extático.

— ¿De modo que soy poderosa? — pregunté.

— ¡Ya lo creo!

— Y diga usted… — ¡Diga usted!-. ¿Tenía joyas doña Catalina?

Sacó Farnesio del bolsillo un reluciente llavero y me lo entregó con dignidad.

— Son las de sus armarios… las de su cuarto. Las recogí cuando entró en la agonía, por orden anterior que me tenía dada. Recuerdo que hay joyas magníficas. Desde la desgracia de Dieguito, ya no se las puso. Tú, hasta quitarte el luto, no debes lucirlas tampoco.

El consejo frunció mis cejas. ¿Consejitos a mí? Tomé el llavero y resueltamente penetré en la cámara mortuoria. No era alcoba, sino dormitorio amplio, con tres balcones al jardín, un cuarto de tocador contiguo y un ropero. Cambié de opinión: este departamento, convenientemente refrescado, será el mío.

El retrato al óleo de Dieguito ocupa el lugar preferente, en el tocador, sobre el sofá. Alrededor del marco, una tira de tul negro, ajado, cogida con un ramo de violetas artificiales. Yo no conocí a Dieguito. ¿Cómo ni dónde había de conocerle? Así es que miro muy despacio su imagen. Es un muchacho guapo, elegante, lleno al parecer de robustez y vigor. Sus ojos me siguen cuando doy vuelta. Es un retrato que parece hablar, salirse del cuadro. ¡Atención! Se me parece… No cabe duda; ¡se me parece! La forma de la nariz, el corte de cara… ¿Qué tiene de particular? Bien cercanos parientes somos.

Conservo en la mano el llavero, y los enormes armarios de palosanto me atraen con su misterio suntuoso; pero otro enigma me ha salido al paso con esta imagen de mi primo, a cuya muerte debo la fortuna. La idea retorna. ¿Por qué, viviendo él, tenían que abrirse para mí las puertas melancólicas de algún monasterio? Vuelvo a fijarme en la pintura, como si en ella, en su mudo lenguaje, estuviese la explicación; después observo que enfrente, encima de la chimenea, hay otro lienzo, doña Catalina, jamona, vestida de raso azul obscuro, escotada, muy peripuesta.

Yo la conocí ya decadente. Aquí conserva buen ver; es linfática, de blancas carnes, de ojos enamorados, con ojera mazada y párpado luengo. Su óvalo de cara, todavía puro, es idéntico al mío y al de Dieguito. Lleva un estupendo aderezo de perlas como garbanzos y brillantes como habas: aderezo que me impulsa a abrir los armarios inmediatamente. En el primero, ropa blanca en hoja; mucha, muy rica, sin gracia, la lingerie elegante no debe de ser así… Mantillas de blonda, abanicos, chales de Manila, pieles, frascos enteros de esencia, cajas de sombreros. En el segundo — hay cuatro seguidos formando un costado de vasta habitación-, un deslumbramiento de plata repujada y sin repujar. Plata de arriba abajo, como en las alacenas de las catedrales. Una vajilla espléndida, que da indicios de no haberse usado apenas; sería doña Catalina de las que adquieren la argentería para legársela a los sucesores sin abolladuras. Bandejas, mancerinas, vinagreras, salvillas, jarras, palanganas, saleros, hasta… lo que no puede decirse… de plata maciza. Los cubiertos, por docenas, y los platos, en rimeros, blasonados con el león atado a un árbol, de Mascareñas.

Aquí no están las joyas. Estarán de fijo en el último armario que registre. No… En el tercero. Muchos estuches, muchas cajas. Lo saco todo y lo extiendo sobre la mesa, ante el sofá. Me siento. Una ligera fiebre enrojece mis mejillas; me late aprisa el corazón… ¡Las joyas! La ilusión de tantas mujeres, y yo me cuento entre ellas. ¡Y nunca las he poseído! En mis viajes a Madrid — tan cortos, de horas- me paraba ante los escaparates, fascinada, embobada… ¡Las piedras, y sobre todo, las perlas! Lo primero que encuentro en el estuche, forrado de felpa rosa, en forma de garganta y escote de mujer, donde se escalona el collar de cinco hilos. Me lo pruebo, temblorosa sobre el negro de la blusa; lo acaricio; trabajo me cuesta quitármelo. ¡Ah! Al acostarme, haremos otra prueba más convincente…

¡Qué redondas, qué oriente, qué igualdad la de estas perlas! Farnesio es todo un hombre de bien, para tener en su poder las llaves y que yo encuentre tales preseas en su sitio. Hay un caudal aquí. ¿Cómo no lo resguardó en el Banco doña Catalina? Acaso, anticuada, temía a los Bancos. Hay una diadema de hojas de yedra, de brillantes; hay el soberbio aderezo del retrato; hay brazaletes, medallones, broches, sortijas, sin hablar de rosarios, relicarios de oro y pendientes colgantes. ¡Las joyas! Piel virginal de la perla; terciopelosa sombra de la esmeralda; fuego infernal del rubí; cielo nocturno del zafiro… ¡qué hermosos sois! Al fin os tengo entre las yemas de los dedos. Yo, la señoritinga de Alcalá, que por necesidad ha dado tantas puntadas, sin gozar nunca de un dedalito de oro bien cincelado.

Río de gozo a solas, y lo registro, lo revuelvo todo para cerciorarme de que es mío. Un momento, la curiosidad se sobrepone. Dale; me zumba el moscón… Si viviese Dieguito, yo estaba condenada a ganguear en un coro… Olvido los esplendores y busco las confidencias de las joyas. Profano los medallones. Hay tres: uno cuajado de diamantes, a tope, otro de oro liso con enorme solitario en el centro, otro con cifras, de rosas y rubíes — C. M., Catalina Mascareñas-. Todos encierran retratos, fotografías ya pálidas. Un niño — será Dieguito- un señor de levita, sin barba-, el marido de doña Catalina, don Diego de Céspedes; hay otro retrato suyo en el salón, al óleo, con cruces y bandas.

En el tercer medallón, el de cifras, en forma de corazón, una niña… ¡Jesús! ¡Yo, yo misma! ¡No cabe duda! Como que poseo otro ejemplar de esta fotografía, con peinado de bucles, y vestido blanco muy almidonado… ¡Yo! ¡Me guardaba la tía con tanto afecto, en su joya más personal! ¿Sería verdad que, como afirma Farnesio, me quería mucho? Suspensa, vuelvo a cogerme la barbilla, medito… Y no acostumbro a meditar en balde.

¿Habrá papeles en el armario número cuatro? ¿De esas cartas limadas por los dobleces, en que dijérase que se ha consumido de añoranza la tinta, en que el papel se pone sedoso y rancio como el pellejo de una anciana aristócrata? ¿Encerrarán esas epístolas una revelación, o sólo indicios, que para mí serían bastantes?

Gira la llave dulcemente. El armario número cuatro guarda mil objetos, cajas, cintas, guantes, gemelos de teatro, calzado nuevo, sombrillas, medicinas, todo sin un átomo de polvo, todo en orden… Me fijo. Los otros armarios, más bien se encontraban revueltos. En este, donde podrían estar los papeles, es evidente, se ha limpiado, se ha practicado un registro. Un pupitre incrustado, donde la señora escribiría, está también en frío y meticuloso orden: el papel timbrado forma pirámides con los sobres; no hay un renglón de manuscrito, no hay un apunte. Esto no ha podido hacerlo doña Catalina, porque la sorprendió la enfermedad, un derrame. La idea toma cuerpo. Levanto la placa de la chimenea. Allí atrás, limpieza absoluta. Sin embargo, en una esquina, mis dedos se tiznan ligeramente, no de hollín, sino de ese tizne como alado que forman las pavesas del papel. Allí se han quemado cartas… Reciente, hecho antes de que viniese yo. Y, en la dificultad de escoger, en la premura de aprovechar el tiempo, no se han quemado sólo los peligrosos, sino todos. No se me avisó a mí hasta tomar la precaución. Doña Catalina murió ayer, a las seis de la mañana. Recibí el telegrama a las cinco de la tarde. El precavido, ¡quién ha de ser sino Farnesio!, dispuso de bastantes horas. Es inútil pescudar en los muebles, ni en los demás rincones de la casa, porque nada hallaré.

Llamo a don Genaro, que acude solícito. Noto que, tras los quevedos, rojean los inflados ojos.

— ¿Qué tal? — me dice-. ¿Te has enterado bien de lo que te pertenece?

— ¿Sabe usted que hay cosas soberbias? Pero he notado algo que me extraña. Esos armarios no contienen ningún papel.

Farnesio se estremeció. Sin duda no contaba con este ataque.

— ¿Ningún papel? — murmuró, en voz que trataba de aclarar y serenar-. Naturalmente que no hay papeles ahí. Yo soy quien te los entregaré, y en toda regla. La documentación del archivo de la señora, es de las mejores. ¡No se ha trabajado poco al efecto! Mi vida entera se consagró a esa tarea, puede decirse. No temas cuestiones ni pleitos. Ya se te comunicará también oficialmente el testamento. Los inventarios de la plata y alhajas, están hechos en vida de la señora, y legalizados. Creo que algún legado deja a los hijos de don Juan Clímaco…

— ¿No me entiende, o me entiende demasiado? — cavilo, recelosa. Y en voz alta, preparando el floretazo-: ¿Qué dirá usted que he encontrado en este medallón?

Se inmutó tanto, que ni contestar podía. En su inquisición de papeles, no había pensado en las joyas, en que las joyas pueden guardar secretos. Le vi afligido de una especie de disnea, y pensé si estaría yo cometiendo el sacrilegio de los violadores de tumbas. Quizás temía Farnesio que el medallón guardase otra cosa. Respiró, cuando vio mi retrato.

— ¿A ver? ¡Calle! ¡Tu retrato de niña!

Se enterneció. Y, con aquella flemita en la garganta que ya le había yo notado, en instantes de emoción, salió por esta inocentada:

— ¡Ya lo ves, ya lo ves, si te quería tu bienhechora!

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