V

No necesito diplomacia, o por lo menos, no necesito astucia con este amigo, cuya boca no sufre candados.

— Me estaba riendo, don Antón, de los guiños que usted me hacía.

— Ya, ya lo noté… ¡Ese Carranza! ¡Qué clérigos! Antes, empeñado en meterte en un claustro, y ahora… ¡Vamos, son criminales; no reconocen la ley moral desde el momento en que se ordenan!

Le llevé la corriente.

— En efecto, a mí me parece que eso no está bien, y lo que más me fastidia, Polillita, de los eclesiásticos, es el prurito del disimulo; la falta de franqueza. Carranza tiene la manía de hacer misterio de todo; de tonterías Sin importancia.

— Una chifladura… Lo menos se cree en las antecámaras del Vaticano, revolviendo el guiso negro de aquella diplomacia… ¡Oh! ¡Qué cosa más artística, confitarse en discreción! ¡Prodigar detalles sobre lo que pasó hace dos mil años, y guardar una reserva ridícula, sobre lo que ha sucedido ayer, y, además, no importa nada absolutamente!

— ¿Qué fin se llevará en eso la gente de iglesia, don Antón? ¿A qué vendrá tal arte de maquiavelismo?

Polilla frunció la boca y enarcó los dos hopitos de las cejas.

— ¡Ay, hija mía! No dudes que algún fin llevan; que ese sistema de disimulo les da buen resultado. No hay como ser zorro. En estos zorritos se fía la gente. En un hombre franco, no. Ya verás, ya verás si Carranza se las arregla para buscarte novio de su mano; y claro, después mandará en tu casa y en ti y satisfará sus ambiciones. ¡No tengas miedo de que se pierda! Pero yo trataré de madrugar y defenderte…

— Usted es muy buen amigo — declaré.

— No, no vayas a creer que no nos estimamos el Magistral y yo. Como digo una cosa digo otra.

Entablé a mi vez el elogio de Carranza.

— ¡Oh! ¿Qué me va usted a contar? Es persona que vale mucho. También don Genaro Farnesio es excelente y parece que me quiere de verdad. Y… ¿conoce usted a don Genaro?

— Sí, desde hace muchos años. Alguna vez se ha dejado caer por aquí, con motivo de asuntos administrativos de doña Catalina. Cuando tú eras niña, venía bastante a menudo. Era el tiempo en que cuidaba de ti aquella Romana, la que luego se puso tan enferma que fue preciso enviarla a su pueblo, a Málaga, donde murió. Después te colocaron de interna en un colegio de Segovia. Y luego, cuando fuiste mayor, te trajeron aquí, con una bruja vieja que se llamaba doña Corvita. Ya te acordarás: estaba medio ciega y hacías de ella a tu capricho.

— ¿Y mientras estuve en Segovia yo, también venía por aquí el señor de Farnesio?

— Déjame recordar… No; se me figura que por entonces no venía.

— Ese apellido de Farnesio debe de ser ilustre. Don Antón, usted que todo lo sabe, ¿conoce el origen de ese apellido?

— Hay una dinastía de príncipes que lo han llevado pero, el señor don Genaro no procede de esos príncipes, sino probablemente de la aldea de Farneto, de donde los Farnesios eran señores, y daban su nombre a los aldeanos, como ha sucedido también algunas veces en España. Esto de los apellidos engaña mucho. Los hay que suenan y no son; y los hay que son y no suenan. ¿Creerás que, por ejemplo, el de Polilla es de los principales apellidos castellanos? Los Polillas, según he podido rastrear en Godoy Alcántara, venían de…

— ¡Sí, sí, lo recuerdo! — exclamé evitando que aquel enemigo de toda preocupación nobiliaria me espetase su genealogía-. Pero se me ocurre: don Genaro Farnesio, ¿es italiano?

— Él, no. Lo era su padre.

— Y a su padre ¿le conoció usted también?

— Precisamente conocerle, no. Supe que era cocinero del señor de Mascareñas, el padre de doña Catalina. Don Genaro nació en la casa.

— ¡Qué bien enterado está usted siempre, Polillita! Es un gusto consultar a usted.

Sonríe, halagado, enseñando las teclas añejas de su dentadura.

— ¿Diga usted — porfío-, don Genaro viviría siempre con los señores de Mascareñas?

— No por cierto. Tendría veintitrés años cuando, acabada su carrera de abogado, empezó a rodar por ahí, empleado en Oviedo, en Zamora, en León, en secretarías de Gobierno civil y varios destinos.

— ¿No se casó nunca? Yo me figuraba que era viudo.

— Solterón, como yo… — se ufanó Polilla.

— Le parecerá raro que esté tan mal enterada, pero usted no ignora qué poco le he visto, y me conviene saber, para conocer los antecedentes de una persona hoy tan allegada. Al fin, Farnesio va siendo mi brazo derecho, como fue el del señor de Mascareñas… y del señor de Céspedes, el marido de doña Catalina.

— ¿Brazo derecho? ¡Quia! En vida de esos señores, Farnesio no administraba. Cuando doña Catalina enviudó, a los cinco años de matrimonio, siendo Dieguito una criatura, es cuando vuelve a la casa Farnesio, para arreglar el maremágnum de la testamentaría y mil cuestiones y pleitos que intentó la familia de Céspedes. Y como doña Catalina no se daba mucha maña, Farnesio se hizo indispensable. Eso sí: es honrado a carta cabal, y entiende el busilis. En sus manos, debe de haber crecido como la espuma la fortuna de Mascareñas. ¡Mejor para ti, hija mía! Todo esto lo sabe Carranza… ¡Apostemos a que no te lo dice!

— Pues no veo en ello ningún secreto de Estado. Y… a propósito… Ya mis padres, ¿les ha llegado a usted a conocer?

— Personalmente, tampoco… ¿Cómo quieres? Pero hay noticias, hay noticias.

— Vengan… ¡Pobrecitos papás míos!

— Tu papá, don Jerónimo Mascareñas, era hijo de un primo hermano del padre de doña Catalina. El tal primo hermano, tu señor abuelo, perdió hasta la camisa en el juego y otras locuras. Total, que a sus hijos les dejó el día y la noche. A tu padre le atendió doña Catalina muchísimo. Bueno fue, porque pasaba cada crujida… ¿Oye, no te parece mal?

— ¡Amigo Polilla, qué pregunta! ¿Pues no he sido yo pobre tantos años?

— Tienes razón… La pobreza enaltece… Rodando e rodando, tu papá conoció a una señorita muy guapa, estanquera en Ribadeo… Dicen que propiamente una imagen… Era enfermiza, la desdichada. Falleció al nacer tú, o poco después, que eso no lo sé de positivo. Ello es que de ti se hizo cargo, por orden de doña Catalina, el señor Farnesio, que te puso ama y te dejó al cuidado de ella, en tierra de Segovia. Pero esto ya lo sabrás tú muy bien. ¿Qué te estoy contando?

— No lo crea. Los recuerdos de la niñez son confusos. Sé que mi padre también murió joven.

— No tan joven, pero no viejo. Sobrevivió a su mujer, y aun decían si había vuelto a casarse; pero salió mentira. La gente, amiga de catálogos, chismorreaba que había jurado no verte, porque le recordabas a su santa esposa. Esto también lo creo fábula. Lo seguro es que, como le dieron un cargo allá en Filipinas, donde cogió la disentería que acabó con él, no tuvo tiempo de venir a hacerte fiestas. La protección de doña Catalina le tranquilizaba respecto a tu suerte.

— Por lo visto mi papá era una cabeza de chorlito, como el abuelo. Y hasta parece que… — hice ademán de alzar el codo.

— Ya que estás enterada… — balbuceó, turbadísimo, don Antón.

— Los que tienen esa costumbre y van a Filipinas, dejan allí el pellejo.

Polilla, aguado, modelo de sobriedad, aprobó con la cabeza, sentencioso.

— Vamos a ver — insisto afectuosamente, engatusando al ratoncillo de biblioteca-, todo eso está muy bien, y debo a doña Catalina profunda gratitud; pero, ¿a qué vertía querer que yo entrase monja? Carranza y el pobre Roa, que en gloria esté, hicieron una campaña…

— ¡No me hables! ¡Indigna! Estuve por enviar un comunicado a las Dominicales. ¡Tenebrosa conspiración! No ignoras que hice lo posible porque abortase; bien recordarás mis protestas, mis consejos.

— ¿A qué idea obedecería tal empeño, don Antón?

— ¿A qué? ¡Inocente! ¿Y una muchacha tan superior como tú me lo pregunta? A fanatismo, a malicia negra. Quieren extinguir la fecundidad, el amor; mi odio a la vida toma esa forma.

— El caso es, don Antón, que ahora Carranza me aconseja que me case.

— Negocio verá en ello. Que si no…

— ¿Y qué negocio pudo ver en mi monjío?

— ¡Dale, hija! Fanatismo brutal. Inquisición pura.

— Creo que tiene usted razón — asentí-. Y en lo de ahora, ya viviré prevenida. Pero usted, reservadamente, me auxiliará con sus advertencias.

— Haré algo más… Tengo una idea… Una idea sublime…

¡Oh, inefable don Antón! Ya no me haces falta. Tú, el hombre de los datos, el genio de la menudencia… sin enterarte, me has puesto en las manos la antorcha. Me has enseñado, buen maestro, lo que no sabes. ¡Creía interpretar tus guiños, como clave de la verdad que ibas a descubrirme, ahora que ya no importa que yo la sepa; y los guiños no significaban sino el inofensivo desahogo de tu prevención contra Carranza, a quien no he de guardar rencor alguno por haber salvado la honra de mi madre!

Sí; ahora ni un solo hilo me falta; el pasado sale de su penumbra silenciosa y se acerca a mí, evocado por los hechos que me relató don Antón, y son ciertos, pero significan enteramente lo contrario de lo que él entiende… ¡Mi desprecio hacia los hechos, mi gran desprecio idealista, qué bien fundado! El hecho es cáscara, es envoltura de la almendra amarga de la verdad… El hecho vive porque nosotros, con la fantasía, le vestimos de carne y sangre… El hecho es la tecla; hay que pulsarlo… Ahora poseo la historia, si se quiere la novela, construida completamente…

Desfilan sus capítulos. Catalina Mascareñas y Genaro Farnesio, jóvenes, criándose juntos, jugando juntos en la casa. Genaro, como chiquillo listo, que sobresale de la domesticidad; Catalina, hija de padre viudo, un poco abandonada a sí misma, descuidada en la edad en que el corazón se forma y los sentimientos despuntan. Un amorcillo nace, y se delata, imprudente. El padre toma el mejor partido: buscándole decentes colocaciones, envía al muchacho fuera, lejos de Madrid. Le protege; vería con gusto que se casase. Entretanto, busca un buen novio para su hija. Catalina se une al señor de Céspedes. Probablemente no se casa a disgusto. Catalina es muy pasiva y acepta la vida, en vez de crearla. Vegeta satisfecha entre el esposo y el hijo. El marido muere; la señora se encuentra bien, sin saber qué hacer de su libertad, con los asuntos embrollados y mucha hacienda. Un cariño tranquilo, un recuerdo grato, han sustituido al antiguo amor; Farnesio la escribe un pésame; contesta afectuosa, deplorando a un tiempo la viudez y el peso de tanto negocio, la imposibilidad de fiarse en nadie; Farnesio replica ofreciendo su lealtad; a los pocos días está al frente de la casa, la dirige con absoluta probidad, con un celo de hermano. Es el útil, es el indispensable. La señora saborea la dicha de no tener que ocuparse de nada; Farnesio aquí, Farnesio allá… La presencia, continua; la confianza, omnímoda… Hay horas de soledad, frente a frente… La buena posición de doña Catalina atrae pretendientes; pero Farnesio, hábilmente, los aleja, los desconceptúa… Y sucede lo que tenía que suceder, y también algo presumible, siempre imprevisto; comprometida ya la señora, Farnesio no quiere saltar el peldaño, al contrario, desea por hidalguía, por abnegación, seguir siendo el inferior, el dependiente, el que en la sombra vela por una dama y una estirpe. La idea del matrimonio, que no hubiese sido antipática a la pasiva doña Catalina, él la rechaza reiteradamente, definitivamente; no rebajará a la mujer amada (el amor ya lo había olfateado yo en aquel dolor silencioso, profundo, en presencia del cadáver), no la hará avergonzarse ante su hijo, no suscitará la menor complicación para el porvenir. El altar de la honra y del decoro pide una víctima; la víctima seré yo. Se me buscan padres, es decir, padre, porque mi supuesta madre sucumbe al dar a luz a una niña, que habrá vivido algunas horas. Con dinero e influencia se arregla todo. Se aleja de mí a mi padre, no sólo para que no sea indiscreto, sino para no exponerme a las contingencias de su vida desordenada. Se le prohíbe, a ese pariente pobre y vicioso, que se vuelva a casar, para evitar que otra persona entre en el secreto, para ahorrarme madrastra. Mi padre apócrifo también ignora que yo sea cosa de doña Catalina. Supone acaso una aventurilla de Farnesio. El misterio se ha espesado por todos lados. La bala perdida se dirige a Filipinas… Allí hará su vida de costumbre… Reflexiono. Cuando la pasión aguija, ¿se retrocede?… ¡No! El clima de Filipinas es mortífero para sujetos como mi padre…

A mí se me inculca la idea monástica. El único que está en el secreto ¿total? ¿parcial?, es Carranza, y Carranza guarda la clave. Se trabaja, se prepara el terreno… Desde un convento no podré yo nunca afrentar a doña Catalina. Se me contenta con una pensión escasa, para que viva obscuramente, no me salgan galanes y me sea más fácil renunciar a un mundo en que hasta sufro privaciones.

Me resisto. Hay en mí fuerza, nervio, voluntad. Muere Diego. Entonces cesa la catequización… Sobreviene la larga enfermedad de doña Catalina… No quiere emociones: la horroriza verme; soy, ahora que distingue las cosas a la luz poniente de la vejez, su remordimiento, su caída… Y don Genaro me mantiene alejada, pero trabaja, siempre en la penumbra, para asegurarme la fortuna que él ha acrecentado. ¡Y lo consigue! — Nada ignoro ya de lo que me concierne. El conflicto interior, prontamente lo soluciono. Me quedo con mis padres oficiales. Si lo fuesen realmente, por serlo; y si no, por cooperar a esta superchería bien urdida. Es más cómodo, es más decoroso para mí aceptar la versión que me dan hecha. Y encuentro singular placer en reconocerme incapaz de sentimentalismos previstos y escénicos; de representar uno de esos melodramas en que se grita: «¡Hija! ¡Padre!» y se mezclan las lágrimas y los brazos. ¿Me han querido a mí de este modo, por ventura? No; me han impuesto el secreto, el silencio, la mentira. La mentira no es antiestética. Me conviene. Dueña de la verdad, encierro esta espada desnuda en un armario de hierro y arrojo la llave al pozo. Farnesio será toda la vida mi apoderado general; le trataré con extrema consideración, pero desde mi sitio, y, por medio de matices, conservaré la distancia que él ha querido que existiese…

— Un millón de gracias, amigo Polilla… Voy a ver si encuentro fotografías de papá y mamá, para encargar al mejor retratista dos lienzos. Quiero tenerlos en mi salón.

— ¡Es muy justo! No comprendo, aquí que hablamos sin hipocresía, más religión que la de los antepasados. La moral del gran Confucio, que en eso se basa…

Le di cuerda, y me sirvió una menestra de descreencias cándidas, fundadas en que Josué no pudo parar el sol, en que la Inquisición tostó a marcha gente, y en que — este era su caballo de batalla- los cuerpos de los niños mártires Justo y Pastor, no se descubrieron porque tuviese revelación el obispo Asturio, sino por la tradición que sostuvieron los versos de Prudencio y San Paulino. «He allegado pruebas — repetía-, y echaré abajo esa ridícula fábula. Ya verán lo que es depurar los hechos hasta las semínimas. ¡Llevo escritas trescientas veinte cuartillas! ¡Me he remontado a las fuentes!».

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