IV

Al empezar a crecer los días, remanece la idea de irme a Alcalá una semana, a ver a mis viejos amigos. Se combina este propósito con mis maliciosos recelos. Es indudable que esos arrinconados y modestos señores, que no me han hecho en tres o cuatro meses ni una visita, poseen la clave de mi historia, saben lo que yo todavía no comprendo, lo que inútilmente busqué en el armario de papeles. Farnesio es impenetrable; nada le arrancaré; cada día se difumina mejor la verdad en las nieblas de su habla sobria. El secreto, sin embargo, no puede ser verdadero secreto, ya que lo han conocido, por lo menos, tres personas: Farnesio, Carranza y Roa, el fallecido.

Dispongo mi viaje. Nada de aparato; me alojaré en la casa que tantos años habité, y que ahora es mía, y me servirá Sidra, la misma maritornes de antaño… La tengo allí al cuidado de los muebles. ¡Vaya unos muebles! El cocinero, eso sí, enviará todos los días la comida, y un pinche encargado de presentarla.

Invitaré al canónigo; se le soborna por la boca: es amigo de la mesa. Malo será que no se descorra el velo. Una circunstancia, al parecer insignificante, acrece mi curiosidad ardorosa. Con motivo de las formalidades de testamentería, he visto mi partida de bautismo. Fui bautizada en Segovia. Y mis nombres de pila son: Catalina, Natalia, Micaela… He interrogado a Farnesio, como al descuido:

— Si me llamo Catalina, ¿por qué me han llamado Natalia?

Ligera rubicundez, tartamudeo.

— ¡Porque Natalia… es más bonito! Es decir, supongo que sería por eso — añade, ya aplomado-, pero es imposible averiguarlo, ¡no habiendo medio de preguntárselo a tus padres!

— Pues desde hoy, Catalina vuelvo a ser.

En mi saco, guardo una maravilla de arte que pretextará mi excursión por el deseo de que mis amigos la vean y estudien. Es una medalla que parece del XV. La descubrí en el oratorio de doña Catalina, churreteada de cera y protegida por un vidrio oval y un marco indecoroso, de coral basto y recargada filigrana.

Visto un luto sencillo, y me voy a la estación completamente sola. Saboreo la confusa sorpresa de encontrar que un cambio tan capital en mi suerte no altera mis impresiones. Como siempre, me embelesa el paisaje, que la primavera empieza a realizar con tímidos y blanquecinos toques verdes, con idealidades de acuarela (la primavera es acuarelista). La sensación tranquila y señorial de Alcalá es la misma, igual la impresión de limpieza de sus aceras de ladrillo y su caserío claro. A pie voy desde la estación a mi casa. Cerca del bulto de bronce de Cervantes, ¡castizo bulto!, me cruzo, casi a la puerta de mi domicilio, con las hijas del juez, las que me ponían motes. De sorpresa, se inmovilizan. Me devoran, con mirar hostil. Luego, con aire de sufrimiento, vuelven la cara. Voy ataviada sin pretensiones ningunas, pero mi toca negra es parisiense, mi sotana de casimir, del gran modisto, mi luto una apoteosis. Mi bolsita de cuero negro luce inicial de chispas. El dinero es tan difícil de ocultar como la pobreza. ¡Qué de envidias! ¡Qué de charlas chismosas! ¡Cómo rabiarán!

Vuelta a ver mi casita, me hace el efecto de uno de esos lugares donde estuvimos de niños, y que juzgábamos mucho mayores. Sidra me acoge con una mezcla de resabios familiares y terror respetuoso. ¡Su señorita, la que la regañaba por diez céntimos mal administrados! ¡Y ahora, no saber adónde llega mi fantástica fortuna!

— Bueno, Sidra, cállate, barre mucho, friega mucho… Traerán la comida de Madrid; tú enciende el fogón, para que la calienten… Y manda un chiquillo a avisar al señor Doctoral y a don Antón. ¡Que almuerzan conmigo! Y si le estorbase al señor Doctoral almorzar, por las horas de coro, que le aguardo a las tres para el café, y que cenará aquí.

Ninguno pudo acudir a almorzar. A las tres, llegaron radiantes. Intentaron un retrasado pésame, que sonaba a enhorabuena.

— Déjense de niñerías. Ya sabemos que esto es motivo de felicitación — advertí-. No lo oculten, puesto que lo piensan.

Se rieron. Leí en sus caras la satisfacción de verme, y de verme tan dichosa, sin género de duda. Yo también reía. Fue un momento sabroso, en que revivieron los tibios afectos y las intimidades apagadas del pasado.

Empecé a hartarles de café extraordinario, de ron muy viejo, de licores primera marca. ¡Bastante agua chirle les había dado en mi vida!

— ¿Se acuerda usted, Carranza, de cuando me regalaba usted, de tiempo en tiempo, una librita de molido, porque mis recursos… ? ¿Buen cambiazo, eh? ¿Qué tal, si le hago a usted caso y entro monja? No, no se excuse; su intención era buena, de fijo, las circunstancias mandan en nosotros. Viviendo Dieguito Céspedes, yo estaba mejor emparedada…

El canónigo sonreía de un modo pacato, mirándose los rollizos pies, que asomaban, calzados de vaca reluciente, con plateada hebilla.

— Sin embargo — añadí-, Dieguito y yo cabíamos en el mundo. ¿Qué estorbo le hacía esta infeliz? Mi pensión, de dos mil pesetas, no mermaba su caudal. Y usted sabe que yo era incapaz de pedir más, de molestar a mi…

— A tu respetable tía doña Catalina — atajó el ladino y erudito eclesiástico-. De sobra conocemos tu delicadeza. Pero, Nati, eso del monjío y la mesada son viejas historias. Casi prehistoria, niña. Doña Catalina Mascareñas te ha dado una prueba bien estupenda de su cariño, y nosotros, contentísimos de que lo haya heredado nuestra Natalita, porque supongo que nos permites llamarte así.

Lo dijo con tono ahidalgado, con esa seca y grave cortesía castellana, que rebosa dignidad.

— Lo único que no permito es que me llamen Natalia. Catalina me pusieron en la pila. Llámenme Lina, ¿eh? ¿Convenido?

— Corriente… ¡Lina, consejo de amigo antiguo! Yo intenté, hace tiempo, darte un esposo sin tacha. Ahora, escógetelo bien tú… Mira lo que vas a hacer…

— ¡Esto ya no se puede sufrir! — grité afectando indignación-. Ayer me quería usted meter entre rejas, hoy casarme. ¿De dónde saca usted… ?

Desde su rincón, don Antón de la Polilla me hacía misteriosos guiños.

— No te vas a quedar vistiendo santos… No es bueno para el hombre vivir solo. ¿Qué diremos de la mujer?

— La mujer que posee un capital, debe considerarse tan fuerte como el varón, por lo menos — sentencié.

— A veces — arguyó el magistral- el dinero es un peligro. ¡Expone a tantas cosas!

— A mí, no — respondí tranquilamente-. A ustedes les consta que he cursado en las aulas de la necesidad. No hay doctora complutense que me pueda enseñar esta asignatura. Y he visto que las pobres no infunden pasiones.

— De todos modos… Polilla, déjese usted de hacer morisquetas, y ayúdeme. ¿No cree usted también que Nati… digo, Lina… , debe casarse?

— Hay — enfatizó el volteriano- una ley imperiosa, grabada por la naturaleza en nuestros corazones, que nos manda amar.

— ¿Ha recogido usted alguna estela donde se inscriba esa ley? — pregunté malignamente-. ¿Y se ha enterado usted de que no hablábamos de amor, sino de matrimonio?

— Hija mía — baboseó el vejete-, eres pesimista de sobra. Dices que tu pobreza… Yo he visto a más de un teniente pasear esta plaza mirando hacia tus balcones.

— Era un deber, como las guardias. ¿Qué hace un teniente aquí, si no mira a los balcones? Me miraban… como se mira al mar cuando no hay propósito de embarcarse.

— Insisto, Lina — decretó Carranza-. Necesitas sombra.

— Tengo a Farnesio… Me sombreará, como sombreó a doña Catalina.

El golpe era traicionero. Estudié la fisonomía de Carranza, aquella faz de medalla romana, de papada redondeada y labios irónicos a fuerza de inteligencia. Juraría que se alteró un poco.

— ¡Farnesio no es… pariente ni deudo tuyo!… Se necesita familia…

— Se necesita querer — mosconeó Polilla, sentimental.

— ¡Tiene gracia! Usted, Carranza, sin familia vive, y hecho un papatache… Y usted, don Antón, no supongo que haya sido un Amadís… Pero, en fin, si a querer vamos, le querré a usted. Capaz soy de ofrecerle mi blanca mano.

¡Ridiculez humana! Polilla se emocionó. Su cráneo pequeño, raso y satinado como manzana camuesa madura — excepto el cerquillo gris que orla el cogote y trepa hasta la sien-, se sonrojó como el camarón cuando lo echan en el agua hirviendo. Y el caso es que comprendió la chanza y la devolvió.

— Aceptado, Linita… Carranza, bendíganos, aunque eso en mis principios no entra.

Le miré con afecto, con dejos de añoranza… Los dos señores eran mis iniciadores intelectuales. Por ellos podía yo saborear más conscientemente las mieles de la riqueza. En este pueblo decaído, entre estos amigos transconejados, sazonados con especias de sabiduría, yo fui abeja libadora de secretos y curioseadora de flores marchitas, todavía olientes. Por dentro, había vivido más intensamente que las fatuas cuyo nombre traen y llevan los revisteros de salones. Sonreía de gozo ante mis maestros. El Magistral, ceremonioso y malicioso, enemigo de quimeras, antirromántico, con su fisonomía más ancha abajo que arriba, sus ojos agudos tras los espejuelos, su azul barbilla rasurada, su entendimiento orientado hacia las fuentes claras y cristalinas del clasicismo nacional; Polilla, vivaz como un roedor y tierno como un palomo, con su jeta color de hueso rancio, su bigotillo cerdoso, sus dientes semejantes a teclas viejas que enverdeció la humedad, su terno color ocre, su corbata con rapacejos y sus botas resquebrajadas, representaban la luz de mi conocimiento, la formación de mi mentalidad; su les era superior, no en el saber, sino en el sueño… Mientras saboreo la cordialidad de mi emoción y la nostalgia inevitable del pasado, no pierdo de vista un propósito.

¡Es evidente que nada sacaré de Carranza! El único que se entregará es Polilla. Hay que quedarse sola con él.

La casualidad lo arregla. Vienen a traer al Magistral un recado urgente del Deán. Intrigas, cabildeos. Carranza responde que va en seguida, pero no querría marcharse sin ver la placa del XIV o del XV que le he anunciado. Cuando se la presento, libre de marco y cristal, limpia, prorrumpe en exclamaciones.

— ¡Qué portento! ¡Pero de dónde sale esto! ¿Dices que del oratorio de la señora de Mascareñas? Naturalmente, como que es mi patrona, Santa Catalina de Alejandría… ¡Pero no haberla visto yo!

— ¿No entró usted nunca en el oratorio de la señora?

— No, jamás — responde, con su estudiada reserva de camarlengo del Papa-. Apenas si fui allá dos o tres veces a visitarla, por asuntos de administración, pues quiso tu tía encargarme de la hacienda que hoy posees en Alcalá. ¡Pero figúrate mi júbilo! Casualmente (dedicada a la señora de Céspedes), tengo yo escrita una relación de la vida de esa santa. Pensaba ofrecérsela, pero Dios dispuso…

— ¿La vida de la filósofa? Dedíquemela usted a mí. Haremos que vea la luz.

— ¡Lina, eres toda una señora! No sé cómo agradecerte…

— La placa — interrumpí yo- ¿será del XIV?

— Del XV — intervino Polilla-. ¿No nota usted el plegado del traje? Y el procedimiento del esmaltado… Y todo, todo…

— La Santa debía de ser muy elegante…

— Vaya… ¡Refinadísima!

— Mañana, despacio, por la tarde, me leerá usted la relación, y repito que la edición corre de mi cuenta.

Se dilató el semblante del erudito. Ya se veía empaquetando ejemplares para enviar a los académicos que a veces le escriben, no más que para consultarle cosas de Alcalá y sus contornos. Ahora verían que puede dominar otros asuntos su pluma.

— Leeré — dijo- únicamente lo narrativo. Las notas serían enojosas. Quedan para la impresión.

— Bien pensado.

Y me dejó sola con don Antón de la Polilla.

 

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