II El de Polilla

Una mañana, ¡sorpresa! Se aparece en mi casa el bueno de don Antón, pidiéndome familiarmente de almorzar.

Le acojo alegre, y, desde el primer momento, abordo la cuestión de los cuerpos de los niños mártires…

— Ya sabe usted que corre de mi cuenta imprimir la disertación, Polillita. Con grabados, si usted quiere. Y muchas notas. ¿Qué se creía Carranza? También por acá se es erudito.

Ríe el hombrezuelo, y le noto una especie de trepidación azogada, propia de su naturaleza ratonil. A la hora del café, que le sirvo en la serre, al retirarse los criados, se espontanea.

— ¡Oye, Nati… Digo, Lina! ¡La costumbre! ¡Ya sabes que temo por ti!; temo que te envuelvan en redes tupidas y te me casen con un intrigante o con un beato. Tú eres una joya, un tesoro, y debes emplearte en algo grande y elevadísimo. Si no se adoptan precauciones, serás víctima de solapados manejos, criatura. No sé de qué recónditos y tenebrosos antros saldrá la orden de apoderarse de ti, que tanta fuerza puedes aportar; pero que saldrá, es seguro. Digo mal, ya habrá salido. Sólo que yo velo. ¡Vaya si velo! Y la casualidad hace que este modesto pensador, arrinconado en un pueblo, lejos del bullicio y hervidero intelectual, pueda, no sólo labrar tu dicha, sino prestar a la humanidad un servicio eminente.

— ¿Chartreuse verde o amarilla?

— Verde, verde… En cuanto conozcas al sujeto, te va a impresionar. Porque, a pesar de cierto escepticismo de que a veces alardeas, en tu corazón residen los gérmenes de todo lo noble y entusiasta. Él y tú os comprenderéis: habéis nacido para eso. ¿Lo dudas?

— No por cierto, don Antón. Lo juraría. Ardo en deseos de conocer a mi proco. ¿No es así como se llamaban los pretendientes de mi patrona?

— ¡Valiente patochada, la historia de tu patrona! Carranza es un iluso… o un pillo muy largo. Me inclino a la última hipótesis.

— Polillita, mi impaciencia es natural. ¿Cuándo voy a conocer a ese gran pretendiente?

— Cuando quieras. No he venido más que a eso; a poneros en contacto. Te advierto que es un tipo… vamos, una cabeza de estudio.

— Me saca usted de quicio. Ea, muéstreme siquiera un retrato, tamaño como un grano de centeno.

— Retrato… ¡Hombre, qué descuido el mío! Debí provistarme… En fin, mañana verás al original.

— Anticípeme detalles. Su cacho de biografía. No extrañaría usted esta exigencia…

— Si tú debes de conocer su nombre. Yo te habré hablado de él, más de una vez, por incidencia. Figúrate que es hijo de mi mayor amigo, compañero de estudios, que se casó con una prima mía, y en su casa, en el pueblo, he pasado largas temporadas. A este muchacho le vi nacer. ¡Ya, desde chiquitín… ! No tiene la fama que merece, pero así y todo, y aun contando con el indiferentismo de España hacia los que valen…

— ¿Se llama?

— Atención… Haz memoria… ¡Hilario Aparicio, el autor de la Gobernación colectiva del Estado, del Sudor fecundo, de Los explotadores, y de otras muchas obras que permanecen inéditas, por nuestros pecados y por la desidia y la desgana de leer que aquí se padece! No te ocultaré que el candidato es pobre, hija mía.

— Me lo sospechaba. Ya sabe usted que a mí la codicia no me ciega.

En un arranque de verdadera sensibilidad, Polilla se levantó, sin concluir de apurar el globito truncado donde la había servido el aceitoso licor, y, tiernamente, me tomó las manos.

— ¡No he de conocer tu corazón, Lina! En ti hay algo que te hace superior al vulgo de las mujeres. Tu inteligencia es de águila. Y en ti debe de fermentar una indignación generosa contra los que, no bastándoles relegarte a un poblachón, intentaban saciar su fanatismo dándote por cárcel las verdinegras paredes de un convento. Tú tienes que ser del partido de los oprimidos, y anhelar venganza. Entendámonos: no una venganza vil y ruin. Una venganza como la practicaría el filósofo Jesús. Redimiendo a las que, cual tú, sean víctimas de esos sicarios. Abriéndoles la puerta de la vida y de la maternidad; haciendo que el niño se eduque en la conciencia de sus derechos. ¡Qué misión la tuya!

— ¿Y qué tiene que ver eso, don Antón, con lo del noviazgo?

— ¡Boba! ¡Que unida a Hilario Aparicio, juntos realizaréis tan bello ideal!

Tardé en dar la réplica. Miraba con interés la orilla flotante de mi traje de interior, de crespón de la China, bordado de seda floja, y guarnecido de Chantilly. Había relajado ya bastante la severidad de mi luto. Un gramófono de precio, algo distante, nos enviaba, sin carraspeo metálico, las notas de la Rêverie de Manon, cantada por Anselmi.

— Misión, en efecto, sublime. Y dígame, Polilla, ¿no podría yo desempeñarla sin unirme a don… a don Hilario?

— ¡Oh! No, criatura. Las mujeres necesitan apoyo, sostén. Tengo respecto a las mujeres mis ideas especiales. No digo que seáis inferiores al hombre; pero sois diferentes… muy diferentes. La sagrada tarea maternal, por otra parte, os impide a veces dedicaros…

— Pero si no me caso… ya la sagrada tarea maternal…

— Sí; pero casándote… , como lo manda la ley de la vida… serás discípula del hombre a quien ames, y tu ciencia y tu alto papel en la historia, te los dictará el amor: amor, ¡cuidadito!, no sólo al esposo, sino a la humanidad entera.

— ¿No será demasiado amor? ¡Tantos millones de hombres como componen la humanidad! ¿Más chartreuse?

Y, notando la emoción del filántropo, transijo.

— Su doctrina de usted, Polilla, es realmente cristiana.

— Como que este es el verdadero cristianismo, y no lo que pregonan los de la vestidura negra. Más cristiano que el astuto zorro de Carranza, soy yo cien veces.

— ¿En qué quedamos? ¿No es usted librepensador?

— Si por librepensador se entiende no admitir cosas que repugnan a mi razón…

— Y yo, don Antoncito, ¿debo someterme a lo que mi razón no ha aceptado? Porque eso del amor a la humanidad… Vamos, para hablar sin ambages…

Sintió el floretazo y se aturdió.

— Según, niña, según… Si lo que llamas razón es, al contrario, preocupación… ¡estarás en el deber estricto de buscar la luz! Y nadie para alumbrar tu inteligencia como Aparicio.

Yo prestaba oído al célico, «¡oh, Manon!», deshecho en llanto con que termina la sentimental rêverie. Me estorbaba, en aquel instante, Polilla, con su mosconeo. Me volví, encruelecida, planeando malignidades.

— Venga Aparicio, pues.

— ¡Venir… ! Y ¿cómo? Si le digo que te haga una visita, tal vez se acorte, tema representar un mal papel… ¡qué sé yo! Hilario no se ha criado en los salones. Su talento es de otro género; género superior. ¿Por qué no revestir de un tinte poético vuestra primer entrevista?

Batí palmas.

— Eso, eso… ¡El tinte poético! Estos amores basados en la filantropía, no pueden asemejarse a los amores del vulgo. Mañana usted lleva a su ilustre amigo a dar un paseíto por la Moncloa, a eso de las seis de la tarde. Yo voy allá todos los días: con mi luto… Paso en coche; ustedes se cruzan conmigo; yo ordeno al cochero que pare; don Hilario, al pronto, se queda discretamente en segundo término; le dirijo una sonrisa, hago que le conozco de fama y pido presentación… Lo demás corre de mi cuenta.

Polilla trepidaba.

— ¡Qué lista eres! ¡Qué bien lo arreglas todo! ¡Mira, Lina, como se trata de una persona tan diferente de las demás… hay que esmerarse! Y eso es muy bonito…

Acordados sitio y hora. Serían las seis y cuarto cuando me hundí en las nobles frondas seculares. La primavera las enverdecía, el cantueso abría sus cálices de amatista rojiza, y olores a goma fresca se desprendían de los brezos. ¡Lástima de amor! El marco reclamaba el cuadro…

Recostada, con una piel velluda y ligera sobre las rodillas, aunque no hacía frío, con Daisy, el gentil lulú, acurrucado en el rincón del coche; paladeando aquella tarde tibia que anunciaba un grato anochecer, yo había mirado con ojos de poeta el pintoresco aspecto de las márgenes del Manzanares, la fisonomía especial de los tipos populares que en ellas hormiguean, bullentes y voceadores. La gente también me escudriña, ávida de acercarse, con hostil e irónica curiosidad chulesca. Todos ellos — mendigos, arrapiezos, golfería, lavanderas, obreros aprestándose a dejar con deleite el trabajo, hecho de mala gana y entre dos fumaduras- me apuñalan con los ojos, sueltan chistes procaces, sobre base sexual. Su impresión es malsana y torpe; la mía, de repulsión y tedio infinito. ¡He aquí la humanidad que debo, según Polilla, amar tiernamente y redimir!

Los pordioseros, reptando o cojitranqueando; los golfillos claqueando sus rotas suelas contra el polvo de la calzada, se llegaban a mí y al coche cuanto podían. En el gesto de los pilluelos al agarrarse a los charoles relucientes del vehículo, al sobar mi lujo con engrasadas manos, leo una concupiscencia sin fondo, el ansia ardiente de tocarme, de enredar los dedos entre las lanas de Daisy, el aristocrático perrillo, que al recibir las punzantes emanaciones de la suciedad y la miseria, mosquea una orejilla y gruñe en falsete. Después de implorar «medio centimito», los comentarios.

— ¡Tú, qué chucho! ¡Andá, un collarín de plata!

Y los dedos atrevidos se alargan, buscan el contacto… Es el movimiento del enfermo que intenta palpar la reliquia. El padecimiento de estos consiste en no tener dinero. El signo del dinero es el lujo. Quieren manosear el lujo, a ver si se les pega.

Y acaso por primera vez — al salvarme de la turba entre las arboledas- medito acerca del dinero. ¡Extraña cosa! ¡Qué vigor presta la riqueza! ¡Qué calma! Don Antón de la Polilla me asegura que puedo redimir a esclavos sin número. ¿Qué esclavos son esos? Sin duda los mismos que acaban de comentar lo espeso de mis pieles y el collarín de mi cusculetillo; los que, entre chupada y chupada de fétido tabaco, trocaron, al verme pasar, una frase aprendida en algún teatro sicalíptico. Son personas que no amo, como ellos no me aman, ni me amarían si estuviesen en mi lugar. Entonces…

Y don Hilario, por su parte, ¿les ama? Poco he de tardar en saberlo…

Y ¿a mí? Claro que don Antón no me ha pegado su candidez. Si en estos instantes se le ha alterado el pulso a mi proco, no es que me aguarde; es que aguarda a mi fuerza, a mis millones…

Y, casi en alto, suelto la carcajada. Se me ha ocurrido la idea de que esta es mi primer cita de amor…

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