III

Apagado el eco sordo de mi risa, absorbida ampliamente la bocanada de fragancia amargosa — tomillo, jara, brezo, menta-, sobre el sendero que alumbra el sol declinando, veo avanzar a dos hombres.

Representamos la comedieta. «¡Usted por aquí, don Antón!». Y lo demás. Autorizado, se acerca el acompañante. La luz poniente enciende su cara, de un tono en que la palidez parece difamada con arcilla. Se descubre, y veo su pelo tupido, rizoso, su frente bruñida aún por la juventud, sus ojos azules, miopes, indecisos detrás de los quevedos, que le han abierto un surco violáceo a ambos lados de la nariz. Es de corta estatura, de pecho hundido, y se ve que viene atusado; no hay peor que atusarse, cuando falta la costumbre. El proco huele a perfume barato y a brillantina ordinaria. Lleva guantes completamente nuevos, duros. Sus botas, nuevas también, rechinan.

Al cabo de un minuto de coloquio, les hago subir al coche, con gran descontento de Daisy, que gruñe en sordina, y de cuando en cuando lanza un ladridillo cómico, desesperado. Si se atreviese, mordería, con sus dientecitos invisibles. Si no tolera el lulú el vaho de miseria, quizás le exaspera doblemente la mala perfumería.

La conversación se entabla, algo embarazosa. El intelectual, sentado junto a mí, disimula la timidez del hombre no acostumbrado a sociedad, con una reserva y un silencio que la hacen más patente. Felina, le halago, para aplomarle. Le sitúo en el terreno favorable, le hablo de sus obras, de su fama, de sus ideas regeneradoras. Al fin consigo que, verboso, se explaye. Todo el mal de la humanidad — según él- dimana de la autoridad, de las leyes y de las religiones…

— ¿No se escandalizará esta señorita?

— No, por cierto… Escucho encantada…

— Hay que aspirar a una sociedad natural, directa, que se funde únicamente en el bien… No es que yo no sea, a mi manera, muy religioso; pero mi altar sería un bosque, una fuente, el mar…

Mi aprobación le anima. Dócil, le pregunto qué advendrá el día en que…

— Eso no es fácil adivinarlo. Esta gran transformación no tiene después. No de esos movimientos que duran un día, un mes, un año, y crean algo estable que, por el hecho de serlo, es malo ya. Para que la evolución se realice libremente y sin trabas, toda autoridad habrá de desaparecer de la tierra.

Me conformo, y él prosigue, exaltándose en el vacío, pues nadie le impugna:

— Para destruir el podrido estado social que nos aplasta, necesitamos valernos de iguales armas que ellos… Fuerza y dinero son necesarios. Esto yo no lo he dudado jamás.

— Parece evidente, en efecto — deslizo con suavidad y gracia- ¡Quietecito Daisy! ¿Qué es eso de querer morder?

— Al hablar de fuerza, no me refiero sólo a la fuerza bruta… Se trata de la fuerza de los hechos, la fuerza que conduce al mundo… Y a veces, ¡también la violencia es necesaria!

— ¡Incuestionable! ¡Daisy, ojo, que te pego! Y esa violencia… ¿en qué forma… ?

— ¡En todas las formas! — declara, anudando el entrecejo sobre el brillo de los cristales de los quevedos, que el sol muriente convirtió en dos brasas.

— Por ejemplo… ejércitos… cañones…

— Sí, es probable que convenga apelar a todo eso contra la autoridad y la explotación. Después se les disolverá.

— ¿Si hay después… ?

— ¡Ah! En ese sentido, siempre hay después. ¡Tenemos que disolver tanto, tanto! Tenemos que disolver a los estafadores de la política, que se mantienen en la escena parlamentaria por su completa falta de vergüenza…

— Vamos, no exageres tanto, hijo mío — intervino Polilla, alarmado-, que Lina, por ahora, no es una prosélita muy, convencida…

— Cállese usted, don Antón… ¡Estoy en el quinto cielo! Pues qué, al desear conocer a su amigo — porque yo lo deseaba-, ¿acaso me prometía encontrarme a un cualquiera, con ideas hechas? Expóngame usted su criterio acerca de todo… Por ejemplo… del amor… ¿Cómo lo comprende usted en esa sociedad transformada?

— Yo… Si usted tiene el alto valor de preferir la verdad…

— ¡Ah! ¡Bien se ve que usted no me conoce!

— Pues yo creo que el amor, tan calumniado por las religiones oficiales, que han hecho de él algo reprobable y vergonzoso — cuando es lo más sublime, lo más noble, lo más realmente divino-, tiene que ser rehabilitado.

— ¿Y cómo, y cómo?

— Para desterrar la idea de que el amor es cosa afrentosa, es preciso un cambio radical en la pedagogía. ¡Es indispensable que en la escuela se enseñe a los niños lo augusto, lo sagrado de ese instinto! Hay que hacer sentir al niño la belleza de las leyes universales de la creación, la transcendencia del misterio sexual, su poderosa poesía… ¿No se va usted a incomodar?

— No señor. Considéreme usted como a uno de esos niños que en la escuela han de aprender todas esas cosas.

— En el momento en que se inicie a la niñez en tan graves problemas habremos destruido el imperio del sacerdote sobre la mujer.

— ¡Háblale tú de eso a Linita! — explotó Polilla-. El ciego fanatismo colocó a mi lado a dos sotanas, para hacerla monja contra su voluntad. Y si ella no tiene tanta fuerza de ánimo, a estas horas está rezando maitines. Y si (séame permitido ufanarme) no me encuentro yo allí, a su lado…

— Vamos, uno de tantos crímenes ocultos — asintió Aparicio.

— Eso… Pero, otra pregunta — me atreví a objetar-: ¿No envuelve cierta dificultad para el maestro esa explicación científica hecha a los chicos de la escuela de la… de la…

— Todo está previsto. Lo explico detalladamente en uno de mis libros, que aún no ha visto la luz. ¡Tendré el honor de dedicárselo a usted!, a su espíritu comprensivo, elevado… Verá usted allí… La explicación se verifica por medio de ejemplos tomados de la vida vegetal. ¡Oh! Conviene que la demostración se haga con mucho tacto…

¡Titubeó de pronto y enrojeció!

— Quiero decir, con arte… con dignidad… presentando, verbigracia, las plantas fanerógamas… Del grano de polen, de los estigmas de las flores, se irá ascendiendo a las especies animales… Y, basándose en ello, hay campo para demostrar la ley de sacrificio y de belleza que envuelve la procreación…

— ¿De modo que los animales realizan sacrificio… ?

— ¡Cuidado, Hilario! — precavió Polilla-. A fuerza de inteligencia, Lina es terrible… Un espíritu crítico: a todo le encuentra el flaco…

— La convenceremos… El que conserva y propaga la vida, se sacrifica, señorita, es evidente. Más sacrificio hay en unirse a un hombre, que en recluirse en un monasterio.

— Voy creyéndolo.

— ¡Una prosélita como usted! — se extasió Aparicio-. ¡La mujer, atraída a nuestra causa! Y es más: el conocer plenamente la ley de la vida, disminuirá la emotividad nerviosa de la mujer. Todos los males que ustedes sufren, proceden de ideas erróneas, del prejuicio religioso del pecado, del absurdo supuesto de que es una vergüenza…

— ¿Qué? — auxilié, candorosa.

— Nada… El amor — rectificó segundos después.

Desplegué una habilidad gatesca para animarle a que se expresase sin recelo. Cuanto más recargaba, mostrábame más persuadida. A mi vez, tomé la palabra, manifestando el anhelo de consagrarme a algo grande, singular y digno de memoria. Este deseo me había atormentado, allá en mi retiro, cuando de ninguna fuerza disponía. Ahora, con la palanca que la casualidad había puesto en mis manos, creía poder desquiciar el mundo… Si alguien me dirigía, me auxiliaba, me prestaba ese vigor mental de que carecemos las mujeres… Supe, con suavidad, hacerle creer que de él esperaba el favor. Yo aportaba lo material, pero mi materia pedía un alma…

Polilla temblaba de júbilo.

— ¡Ya lo decía yo! ¡Si tenía que ser! Estabas preparada… ¡Cometieron contigo la injusticia… y la injusticia clama por la venganza y por el acto redentor! ¡Con qué gozo lo veré, desde mi rincón, porque, viejo y pobre, no puedo más que admirarte! ¡Para la juventud son los heroísmos! ¡Lina, Lina!

Anochecía, y empezaba a parecerme pesado el bromazo. La brillantina del proco apestaba y me cargaba la cabeza.

— Voy a dejarles a ustedes en la plaza de Oriente, donde hay tranvía — avisé-. Me agradaría que don Hilario continuase enterándome de sus teorías, que no entiendo bien aún. ¿Por qué no se va usted mañana a almorzar conmigo, don Antón, y el señor Aparicio le acompaña?

— Hija mía — repuso el erudito-, yo no tengo más remedio que volverme mañana a Alcalá. Ya sabes que mi menguado modo de vivir es el destinito en el Archivo…

¡Corriente! Conozco el secreto de esas vidas sin horizonte, que se crean un círculo de menudos deberes y de hábitos imperiosos, tiranos. Por otra parte, me conviene que desaparezca Polilla y me deje en el ruedo frente a frente con el proco.

— A usted le espero… — insinúo, estrechando la mano, tiesa y rígida en la cárcel de los guantes.

Se confunde en gratitud…

— ¡A la una! — insisto, al soltarles en la acera.

 

Share on Twitter Share on Facebook