Capítulo 15

La tarde del día siguiente la dedicó Asís a pagar visitas. Tarea maquinal y enfadosa, deber de los más irritantes que el pacto social impone. Raro es que nadie se someta a él sin murmurar, por fuera o por dentro, del mundo y sus farsas. Menos mal cuando las visitas se hacen, como las hacía la dama, en pies ajenos. Entonces lo arduo de la faena empieza en las porterías. ¡Si todas las casas fuesen como la de Sahagún o la de Torres —Nobles, por ejemplo! Allí, antes de llegar, ya llevaba Asís en la mano la tarjeta con el pico dobladito, y al sentir rodar el coche, ya estaba asomándose al ancho vano del portón el portero imponente, patilludo, correcto, amabilísimo, que recogía la tarjeta preguntando: «¿Adónde desea ir la señora?», para transmitir la orden al cochero. Los Torres—Nobles, los Sahagún, los Pinogrande y otras familias así, de muy alto copete, no recibían sino de noche alguna vez, y el llegarse a su casa para dejar la tarjeta representaba una fórmula de cortesía facilísima de cumplir al bajar al paseo o al volver de las tiendas. Pero si entre las relaciones de Asís las había tan granadas, otras eran de muchísimo menos fuste, y algunas, procedentes de Vigo, rayaban en modestas. Y allí era el entrar en portales angostos, el parlamentar con porteras gruñonas, la desconsoladora respuesta: «Sí, señora, me paece que no ha salío en to el día de casa… Tercero con entresuelo, primero y principal… a mano izquierda». Y la ascensión interminable, el sobrealiento, el tedio de subir por aquel caracol obscuro, con olores a cocina y a todas las oficinas caseras, y la cerril alcarreña que abre, y la acogida embarazosa, las empalagosas preguntitas, los chiquillos sucios y desgreñados, los relatos de enfermedades, la chismografía viguesa agigantada por la óptica de la distancia… Vamos, que era para renegar, y Asís renegaba en su interior, consultando sin embargo la lista de la cartera y diciendo con un suspiro profundo: —¡Ay!… Aún falta la viuda de Pardiñas… la madre del médico de Celas… , y Rita, la hermana de Gabriel Pardo… Y esa sí que es urgente… Ha tenido al chiquillo con difteria…

Por lo mismo que el ajetreo de las visitas había sido tan cargante, que a la mayor parte se las encontrara en casa y que no le sacaron sino conversaciones capaces de aburrir a una estatua de yeso, la dama regresaba a su vivienda con el espíritu muy sosegado. A semejanza de los devotos que si les hurga la conciencia se imponen la obligación de rezar tres rosarios seguidos en una serie considerable de padrenuestros, Asís, sintiéndose reo de perturbación social, o al menos de amago de este delito, se consagraba a cumplir minuciosamente los ritos de desagravio, y como le habían producido tan soberano fastidio, juzgaba saldada más de la mitad de su cuenta. Por otra parte, encontrábase decidida —más que nunca— a cortar las irregularidades de su conducta presente. Tenía razón el comandante: la falta, bien mirado, no era tan inaudita; pero si trascendía al público, ¡ah!, ¡entonces! Evitar el escándalo y la reincidencia, garantizar lo venidero… , y se acabó. Cortar de raíz, eso sí (la dama veía entonces la virtud en forma de grandes y afiladísimas tijeras, como las que usan los sastres). Y bien podía hacerlo, porque, la verdad ante todo, su corazón no estaba interesado… —Vamos a ver —argüía para sí la señora—. Supongamos que ahora viniesen a decirme: Diego Pacheco se ha largado esta mañana a su tierra, donde parece que se casa con una muchacha preciosa… Nada: yo tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede que diese gracias a Dios, viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien sencilla: ¿se había de ir él? Soy yo quien se larga. Así como así, días arriba o abajo, ya estaba cerca el de irse a veranear… Pues adelanto el veraneo un poquillo… y corrientes. ¡Qué descanso tomar el tren! Se concluían aquellos recelos incesantes, aquel volver el rostro cuando la Diabla le preguntaba alguna cosa, aquella tartamudez, aquella vergüenza, vergüenza tonta en una viuda, que al fin y al cabo era libre y no tenía que dar a nadie cuenta de sus actos…

Pensaba en estas cosas cuando se apeó y empezó a subir la escalera de su casa. Aún no estaba encendida la luz, caso frecuente en las tardes veraniegas. Al segundo tramo… ¡Dios nos asista! Un hombre que se destaca del obscuro rincón… ¡Pacheco!

Reprimió el chillido. El meridional le cogía ambas manos con violencia.

—¿Cómo está mi niña? Tres veces he venido y siempre te negaron… Lo que es una de ellas juro que estabas en casa… Si no quieres verme, dímelo a mí, que no vendré… Te miraré de lejitos en el paseo o en el teatro… Pero no me despidas con una criada, que se ríe de mí al darme con la puerta en las narices.

—No… pero si yo… —contestaba aturdida la señora.

—¿No se había negado la nena para mí?

—No, para ti no… —afirmó rápidamente Asís con acento de sinceridad: tan espontáneo e inevitable suele ser en ciertas ocasiones el engaño.

—Pues, entonces, vengo esta noche. ¿Sí? Esta noche a las nueve.

Hizo la dama un expresivo movimiento.

—¿No quieres? ¿Tienes compromiso de salir, de ir a alguna parte? La verdad, chiquilla. Me largaré como aquel a quien le han dado cañaso, pero no porfiaré. Me sabe mal porfiar. Por mí no has de tener tú media hora de disgusto.

Asís titubeaba. Cosa rara y sin embargo explicable dentro de cierto misterioso ilogismo que impone a la conducta femenina la difícil situación de la mujer: lo que decidió su respuesta afirmativa fue cabalmente la resolución de poner tierra en medio que acababa de adoptar en el coche.

—Bueno, a las nueve… (Pacheco la apretó contra sí.) ¿Pero… te irás a las diez?

—¿A las diez? Es tanto como no venir… Tú tienes que hacer hoy: dímelo así, clarito.

—Que hacer no… Por los criados. No me gusta dar espectáculo a esa gente.

—El chico no importa, es un bausán… La chica es más avispada. Mándala con un recado fuera… Hasta pronto.

Y Pacheco ocultó la cara en el pelo de la señora, descomponiéndolo y echándole el sombrero hacia atrás. Ella se lo arregló antes de llamar, lo cual hizo con pulso trémulo.

Iba muy preocupada, mucho. Se desnudó distraídamente, dejando una prenda aquí y otra acullá; la Diabla las recogía y colgaba, no sin haberlas sacudido y examinado con un detenimiento que a Asís le pareció importuno. ¿Por qué no rehusar firmemente la dichosa cita?… Sí, sería mejor; pero al fin, para el tiempo que faltaba… Volviose hacia la doncella.

—Mira, revisarás el mundo grande… : creo que tiene descompuestas las bisagras. Acuérdate mañana de ir a casa de madama Armandina… : puede que ya estén los sombreros listos… Si no están, le das prisa. Que quiero marcharme pronto, pronto.

—¿A Vigo, señorita? —preguntó la Diabla con hipócrita suavidad.

—¿Pues adónde? También te darás una vuelta por el zapatero… y a ver si en la plazuela del Ángel tienen compuesto el abanico.

Dictando estas órdenes se calmaba. No, el rehusar no era factible. Si le hubiese despedido esta noche, él querría volver mañana. Disimulo, transigir… y, como decía él… , najensia.

Comió poco; sentía esa constricción en el diafragma, inseparable compañera de las ansiedades y zozobras del espíritu. Miraba frecuentemente para la esfera del reloj, la cual no señalaba más que las ocho al levantarse la señora de la mesa.

—Oye, Ángela…

Faltábale saliva en la boca; la lengua se le pegaba al velo del paladar.

—Oye, hija… ¿Quieres… irte a pasar esta noche con tu hermana, la casada con el guardia civil? ¿Eh?

—¡Ay señorita!… Yo, con mil amores… Pero vive tan lejos: el cuartel lo tienen allá en las Peñuelas… Mientras se va y se viene…

—Es lo de menos… Te pago el tranvía… o un simón. Lo que te haga falta… Y aunque vuelvas después de… media noche ¿eh?, no dejarán de abrirte. Como a escape… Mira, ¿no tiene tu hermana una niña de seis años?

—De ocho, señorita, de ocho… Y un muñeco de trece meses que anda con la dentición.

—Bien: a la niña podrá servirle, arreglándola… Le llevas aquella ropa de Marujita que hemos apartado el otro día…

—Dios se lo pague… ¿También el sombrero de castor blanco, con el pájaro?

—También… Anda ya.

El sombrero de castor produjo excelente efecto. Imaginaba siempre la señora que, de algunos días a esta parte, su doncella se atrevía a mirarla y hablarla ya con indefinible acento severo, ya con disimulada entonación irónica; pero después de tan espléndida donación, por más que aguzó la malicia, no pudo advertir en el gracioso semblante de la criada sino júbilo y gratitud. Comió la Diabla en tres minutos: ni visto ni oído: y a poco se presentó a su ama muy maja y pizpireta, con traje dominguero, el pelo rizado a tenacilla, botas que cantaban.

—Vete, hija, ya debe de ser tarde… Las nueve menos cuarto…

—No, señorita… Las ocho y veinticinco por el comedor… ¿Tiene algo que mandar? ¿Quiere alguna cosa?…

—Nada, nada… Que lo pases bien… ¡Qué elegante te has puesto!… ¿Allí habrá gente, eh? ¿Guardias civiles? ¿Jóvenes?

—Algunos… Hay uno de nuestra tierra… de la provincia de Pontevedra, de Marín… alto él, con bigote negro.

—Bien, hija… Pues lo que es por mí, ya puedes marcharte.

¿Qué haría aquella maldita Diabla, que un cuarto de hora después de recibidas semejantes despachaderas aún no había tomado el portante? Con el oído pegado a la puertecilla falsa de su dormitorio, que caía al pasillo, Asís espiaba la salida de su doncella, mordiéndose los labios de impaciencia nerviosa. Al fin sintió pasitos, taconeo de calzado flamante, oyó una risotada, un ¡a divertirse y gastar poco! que venía de la cocina… La puerta se abrió, hizo ¡puum!, al cerrarse… ¡Ay, gracias a Dios!

Así que se fue la condenada chica, pareciole a la señora que todo el piso se había quedado en un silencio religioso, en un recogimiento inexplicable. Hasta la lámpara del saloncito alumbraba, si cabe, con luz más velada, más dulce que otras noches. Eran las nueve menos cuarto: Pacheco aún tardaría cosa de veinte minutos… Se oyó un campanillazo sentimental, tímido, como si la campanilla recelase pecar de indiscreta…

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