Capítulo 16

Era Pacheco, envuelto en su capa de embozos grana, impropia de la estación, y de hongo. Detúvose en la puerta como irresoluto, y Asís tuvo que animarle:

—Pase usted…

Entonces el galán se desembozó resueltamente y se informó de cómo andaba la salud de Asís.

En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así, empleando fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su saludo era el saludo de ordenanza en sociedad; estrecharse la mano. Ni ellos mismos podrían explicar la razón de este procedimiento extraño, que acaso fuese la cortedad debida a lo reciente e impensado de su trato amoroso. No obstante, algo especial y distinto de otras veces notaría el andaluz en la señora, que al sentarse en el diván a su lado, murmuró después de una embarazosa pausa:

—¡Qué fría me recibes! ¿Qué tienes?

—¡Qué disparate! ¿Qué voy a tener?

—¡Ay prenda, prenda! A mí no se me engaña… Soy perro viejo en materia de mujeres. Estorbo. Tú tenías algún plan esta noche.

—Ninguno, ninguno —afirmó calurosamente Asís.

—Bien, lo creo. Eso sí que lo has dicho como se dicen las verdaes. Pero, en plata: que no te pinchaban a ti las ganas de verme. Hoy me querías tú a cien leguas.

Aseveró esto metiendo sus dedos largos, de pulcras uñas, entre el pelo de la señora, y complaciéndose en alborotar el peinado sobrio, sin postizos ni rellenos, que Asís trataba de imitar del de la Pinogrande, maestra en los toques de la elegancia.

—Si no quisiese recibirte, con decírtelo…

—Así debiera ser… : el corasonsillo en la mano… ; pero a veces se le figura a uno que está comprometido a pintar afecto ¿sabes tú?, por caridad o qué sé yo por qué… Si yo lo he hecho a cada rato, con un ciento de novias y de querías… Harto de ellas por cima de los pelos… y empeñado en aparentar otra cosa… porque es fuerte eso de estamparle a un hombre o a una hembra en su propia cara: «Ya me tiene usted hasta aquí… , no me hace usted ni tanto de ilusión».

—¿Quién sabe si eso te estará pasando a ti conmigo? —exclamó Asís festivamente, echándolas de modesta.

No contestó el meridional sino con un abrazo vehemente, apretado, repentino, y un —¡ojalá!— salido del alma, tan ronco y tan dramático, que la dama sintió rara conmoción, semejante a la del que, poniendo la mano sobre un aparato eléctrico, nota la sacudida de la corriente.

—¿Por qué dices ojalá? —preguntó, imitando el tono del andaluz.

—Porque esto es de más; porque nunca me vi como me veo; porque tú me has dado a beber zumo de hierbas desde que te he conocío, chiquilla… Porque estoy mareado, chiflado, loco, por tus pedasos de almíbar… ¿Te enteras? Porque tú vas a ser causa de la perdición de un hombre, lo mismo que Dios está en el sielo y nos oye y nos ve… Terroncito de sal, ¿qué tienes en esta boca, y en estos ojos, y en toda tu persona, para que yo me ponga así? A ver, dímelo, gloria, veneno, sirena del mar.

La señora callaba, aturdida, no sabiendo qué contestar a tan apasionadas protestas; pero vino a sacarla del apuro un estruendo inesperado y desapacible, el alboroto de una de esas músicas ratoneras antes llamadas murgas, y que en la actualidad, por la manía reinante de elevarlo todo, adoptan el nombre de bandas populares.

—¡Oiga! ¿Nos dan cencerrada ya los vecinos del barrio? —gritó Pacheco levantándose del sofá y entrabriendo las vidrieras—. ¡Y cómo desafinan los malditos!… Ven a oír, chiquilla, ven a oír. Verás como te rompen el tímpano.

En el meridional no era sorprendente este salto desde las ternezas más moriscas al más prosaico de los incidentes callejeros: estaba en su modo de ser la transición brusca, la rápida exteriorización de las impresiones.

—Mira, ven… —continuó—. Te pongo aquí una butaca y nos recreamos. ¿A quién le dispararán la serenata?

—A un almacén de ultramarinos que se ha estrenado hoy —contestó Asís recordando casualmente chismografías de la Diabla—. En la otra acera, pocas casas más allá de la de enfrente. Aquella puerta… allí. ¡Ya tenemos música para rato!

Pacheco arrastró un sillón hacia la ventana y se sentó en él.

—¡Desatento! —exclamó riendo la señora—. ¿Pues no decías que era para mí?

—Para ti es —respondió el amante cogiéndola por la cintura y obligándola quieras no quieras a que se acomodase en sus rodillas. Se resistió algo la dama, y al fin tuvo que acceder. Pacheco la mecía como se mece a las criaturas, sin permitirse ningún agasajo distinto de los que pueden prodigarse a un niño inocente. Por forzosa exigencia de la postura, Asís le echó un brazo al cuello, y después de los primeros minutos, reposó la cabeza en el hombro del andaluz. Un airecillo delgado, en que flotaban perfumes de acacia y ese peculiar olor de humo y ladrillo recaliente de la atmósfera madrileña en estío, entraba por las vidrieras, intentaba en balde mover las cortinas, y traía fragmentos de la música chillona, tolerable a favor de la distancia y de la noche, hora que tiene virtud para suavizar y concertar los más discordantes sonidos. Y la proximidad de los dos cuerpos ocupando un solo sillón, estrechaba también, sin duda, los espíritus, pues por vez primera en el curso de aquella historia, entablose entre Pacheco y la dama un cuchicheo íntimo, cariñoso, confidencial.

No hablaban de amor: versaba el coloquio sobre esas cosas que parecen muy insignificantes escritas y que en la vida real no se tratan casi nunca sino en ocasiones semejantes a aquella, en minutos de imprevista efusión. Asís menudeaba preguntas exigiendo detalles biográficos: ¿Qué hacía Pacheco? ¿Por dónde andaba? ¿Cómo era su familia? ¿La vida anterior? ¿Los gustos? ¿Las amistades? ¿La edad justa, justa, por meses, días y no sé si horas?

—Pues yo soy más vieja que tú —murmuró pensativa, así que el gaditano hubo declarado su fe de bautismo.

—¡Gran cosa! Será un añito, o medio.

—No, no, dos lo menos. Dos, dos.

—Corriente, sí, pero el hombre siempre es más viejo, cachito de gloria, porque nosotros vivimos, ¿te enteras?, y vosotras no. Yo, en particular, he vivido por una docena. No imaginarás diablura que yo no haya catado. Soy maestro en el arte de hacer desatinos. ¡Si tú supieses algunas cosas mías!

Asís sintió una curiosidad punzante unida a un enojo sin motivo.

—Por lo visto eres todo un perdis, buena alhaja.

—¡Quia!… ¿Perdis yo? Di que no, nena mía. Yo galanteé a trescientas mil mujeres, y ahora me parece que no quise a ninguna. Yo hice cuanto disparate se puede hacer, y al mismo tiempo no tengo vicios. ¿Dirás que cómo es ese milagro? Siendo… ahí verás tú. Los vicios no prenden en mí. Ninguno arraiga, ni arraigará jamás. Aún te declaro otra cosa: que no sólo no se me puede llamar vicioso, sino que si me descuido acabo por santo. Es según los lados a que me arrimo. ¿Me ponen en circunstancias de ser perdío? No me quedo atrás. ¿Qué tocan a ser bueno? Nadie me gana. Si doy con gente arrastrada, ¿qué quieres tú?

—¿Hasta en lo tocante a la honra te dejarías llevar? —preguntó algo asustada Asís.

El gaditano se echó atrás como si le hubiese picado una sierpe.

—¡Hija! Vaya unas cosillas que me preguntas. ¿Me has tomado por algún secuestrador? Yo no secuestro más que a las hembras de tu facha. Pero ya sabes que en mi tierra, las pendencias no se cuentan por delitos… He enfriado a un infeliz… que más quisiera no haberle tocado al pelo de la ropa. Dejémoslo, que importa un pito. Fuera de esas trifulcas, no ha tenío el diablo por donde cogerme: he jugado, perdiendo y ganando un dinerillo… regular; he bebío… , vamos, que no me falta a mí saque; de novias y otros enredos… De esto estaría muy feo que te contase ná. Chitito. ¿Un cariño a tu rorro?

—Vamos, que eres la gran persona —protestó escandalizada Asís, desviándose en vez de acercarse como Pacheco pretendía.

—No lo sabes bien. Eso es como el Evangelio. Yo quisiera averiguar pa qué me ha echado Dios a este mundo. Porque soy, además de tronerilla, un haragán y un zángano de primera, niña del alma… No hago cosa de provecho, ni ganas de hacerla. ¿A qué? Mi padre, empeñao el buen señor en que me luzca y en que sirva al país, y dale con la chifladura de que me meta en política, y tumba con que salga diputao, y vaya a hacer el bu al Congreso… ¡En el Congreso yo! A mí, lo que es asustarme, ni el Congreso ni veinte Congresos me asustan. La farsa aquella no me pone miedo. Te aviso que en todo cuanto me propongo salir avante, salgo y sin grandes fatigas: ¡qué! Pero a decir verdad, no me he tomado nunca trabajos así enormes, como no fuese por alguna mujer guapa. No soy memo ni lerdo, y si quisiese ir allí a pintar la mona como Albareda, la pintaría, figúrate. ¿Que se me ha muerto mi abuelita? ¡Si es la pura verdad! Sólo que too eso porque tanto se descuaja la gente, no vale los sudores que cuesta. En cambio… ¡una mujer como tú… !

Díjolo al oído de la dama, a quien estrechó más contra sí.

—Sólo esto, terrón de azúcar, sólo esto sabe bien en el mundo amargo… Tener así a una mujer adorándola… Así, apretadica, metida en el corasón… Lo demás… pamplina.

—Pero eso es atroz —protestó severamente Asís, cuya formalidad cantábrica se despertaba entonces con gran brío ¿De modo que no te avergüenzas de ser un hombre inútil, un mequetrefe, un cero a la izquierda?

—¿Y a ti qué te importa, lucerito? ¿Soy inútil pa quererte? ¿Has resuelto no enamorarte sino de tipos que mangoneen y anden agarraos a la casaca de algún ministro? Mira… Si te empeñas en hacer de mí un personaje, una notabilidad… como soy Diego que te sales con la tuya. Daré días de gloria a la patria: ¿no se dice así? Aguarda, aguarda… , verás qué registros saco. Proponte que me vuelva un Castelar o un Cánovas del Castillo, y me vuelvo… ¡Ole que sí! ¿Te creías tú que alguno de esos panolis vale más que este nene? Sólo que ellos largaron todo el trapo y yo recogí velas… Por no deslucirlos. Modestia pura.

No había más remedio que reírse de los dislates de aquel tarambana, y Asís lo hizo; al reírse hubo de toser un poco.

—¡Ea!, ya te me acatarraste —exclamó el gaditano consternadísimo—. Hágame usté el obsequio de ponerse algo en la cabeza… Así, tan desabrigada… ¡Loca!

—Pero si nunca me pongo nada, ni… No soy enclenque.

—Pues hoy te pondrás, porque yo lo mando. Si aciertas a enfermar, me suicido.

Saltó Asís de brazos de su adorador muerta de risa, y al saltar perdió una de sus bonitas chinelas, que por ser sin talón, a cada rato se le escurrían del pie. Recogiola Pacheco, calzándosela con mil extremos y zalamerías. La dama entró en su alcoba, y abriendo el armario de luna empezó a buscar a tientas una toquilla de encaje para ponérsela y que no la marease aquel pesado. Vuelta estaba de espaldas a la poca luz que venía del saloncito, cuando sintió que dos brazos la ceñían el cuerpo. En medio de la lluvia de caricias delirantes que acompañó a demostración tan atrevida, Asís entreoyó una voz alterada, que repetía con acento serio y trágico:

—¡Te adoro!… ¡Me muero, me muero por ti!

Parecía la voz de otro hombre, hasta tenía ese trémolo penoso que da al acento humano el rugir de las emociones extraordinarias comprimido en la garganta por la voluntad. Impresionada, Asís se volvió soltando la toquilla.

—Diego… —tartamudeó llamando así a Pacheco por primera vez.

—¿Por qué no dices Diego mío, Diego del alma? —exclamó con fuego el andaluz deshaciéndola entre sus brazos.

—Qué sé yo… Cuando uno habla así… me parece cosa de novela o de comedia. Es una ridiculez.

—¡Prueba… prueba… ! ¡Ay! ¡Cómo lo has dicho! ¡Diego mío! —prorrumpió él remedando a la señora, al mismo tiempo que la soltaba casi con igual violencia que la había cogido—. ¡Pedazo de hielo! ¡Vaya unas hembras que se gastan en tu país… ! ¡Marusiñas! ¡Reniego de ellas todas! ¡Que las echen al carro e la basura!

—Mira —dijo la dama tomándolo otra vez a risa—, eres un cómico y un orate… No hay modo de ponerse seria con un tipo como tú. A ver: aquí está un señorito que ha tenido cuatrocientas novias y dos mil líos gordos, y ahora se ha prendado de mí como el Petrarca de la señora Laura… De mí nada más: privilegio exclusivo, patente del Gobierno.

—Tómalo a guasa… Pues es tan verdad como que ahora te agarro la mano. Yo tuve un millón de devaneos, conformes; pero en ninguno me pasó lo que ahora. ¡Por estas, que son cruces! Quebraeros de cabeza míos, novias y demás, me las encuentro en la calle y ni las conozco. A ti… te dibujaría, si fuese pintor, a obscuras. Tan clavadita te tengo. De aquí a cincuenta años, cayéndote de vieja, te conocería entre mil viejas más. Otras historias las seguí por vanidad, por capricho, por golosina, por terquedad, por matar el tiempo… Me quedaba un rincón aquí, donde no ha puesto el pie nadie, y tenía yo guardaa la llave de oro para ti, prenda morena… ¿Que lo dudas? Mira, haz un ensayo… Por gusto.

Arrastró a la dama hacia el salón y se recostó en el diván; tomó la mano de Asís y la colocó extendida sobre el lado izquierdo de su chaleco. Asís sintió un leve y acompasado vaivén, como de péndulo de reloj. Pacheco tenía los ojos cerrados.

—Estoy pensando en otras mujeres, chiquilla… Quieta… , atención… , observa bien.

—No late nada fuerte —afirmó la señora.

—Déjate un rato así… Pienso en mi última novia, una rubia que tenía un talle de lo más fino que se encuentra en el mundo… ¿Ves qué quietecillo está el pájaro? Ahora… dime tú… ¡si puedes!, alguna cosa tierna… Mas que no sea verdá.

Asís discurría una gran terneza y buscaba la inflexión de voz para pronunciarla. Y al fin salió con esta eterna vulgaridad:

—¡Vida mía!

Bajo la palma de la señora, el corazón de Pacheco, como espíritu folleto que obedece a un conjuro, rompió en el más agitado baile que puede ejecutar semejante víscera. Eran saltos de ave azorada que embiste contra los hierros de su cárcel… El meridional entreabrió las azules pupilas; su tez tostada había palidecido algún tanto; con extraña prisa se levantó del sofá y fue derecho al balcón, donde se apoyó como para beber aire y rehacerse de algún trastorno físico y moral. Asís, inquieta, le siguió y le tocó en el brazo.

—Ya ves qué majadero soy… —murmuró él volviéndose.

—¿Pero te pasa algo?

—Ná… —El gaditano se apartó del balcón, y viniendo a sentarse en un puf bajito, y rogando a Asís con la mirada que ocupase el sillón, apoyó la cabeza en el regazo de la dama—. Con sólo dos palabritas que tú me dijiste… Haz favor de no reírte, mona, porque donde me ves tengo mal genio… y puede que soltase un desatino. Desde que me he entontecido por ti, estoy echando peor carácter. Calladita la niní… Deje dormir a su rorro.

Pacheco cruzó el umbral de aquella casa antes de sonar la media noche. La Diabla no había regresado aún. Cuando el gaditano, según costumbre hasta entonces infructuosa, se volvió desde la esquina de la calle mirando hacia los balcones de Asís, pudo distinguir en ellos un bulto blanco. La señora exponía sus sofocadísimas mejillas al aire fresco de la noche, y la embriaguez de sus sentidos y el embargo de sus potencias empezaban a disiparse. Como náufrago arrojado a la costa, que volviendo en sí toca con placer el cinto de oro que tuvo la precaución de ceñirse al sentir que se hundía el buque, Asís se felicitaba por haber conservado el átomo de razón indispensable para no acceder a cierta súplica insensata.

—¡Buena la hacíamos! Mañana estaban enterados vecinos, servicio, portero, sereno, el diablo y su madre. ¡Ay Dios mío… ! ¡Me sigue, me sigue el mareo aquel de la verbena… y lo que es ahora no hay álcali que me lo quite!… ¡Qué mareo ni qué… ! Mareo, alcohol, insolación… ¡Pretextos, tonterías!… Lo que pasa es que me gusta, que me va gustando cada día un poco más, que me trastorna con su palabrería… , y punto redondo. Dice que yo le he dado bebedizos y hierbas… Él sí que me va dando a comer sesos de borrico… y nada, que no me desenredo. Cuando se va, reflexiono y caigo en la cuenta; pero en viéndole… acabose, me perdí.

Llegada a este capítulo, la dama se dedicó a recordar mil pormenores, que reunidos formaban lindo mosaico de gracias y méritos de su adorador. La pasión con que requebraba; el donaire con que pedía; la gentileza de su persona; su buen porte, tan libre del menor conato de gomosería impertinente como de encogimiento provinciano; su rara mezcla de espontaneidad popular y cortesía hidalga; sus rasgos calaverescos y humorísticos unidos a cierta hermosa tristeza romántica (conjunto, dicho sea de paso, que forma el hechizo peculiar de los polos, soleares y demás canciones andaluzas), eran otros tantos motivos que la dama se alegaba a sí propia para excusar su debilidad y aquella afición avasalladora que sentía apoderarse de su alma. Pero al mismo tiempo, considerando otras cosas, se increpaba ásperamente.

—No darle vueltas: aquí no hay nada superior, ni siquiera bueno: hay un truhán, un vago, un perdis… Todo eso que me dice de que sólo a mí… Ardides, trapacerías, costumbre de engañar, mañitas de calavera. En volviendo la esquina… (Pacheco acababa de verificar, hacía pocos minutos, tan sencillo movimiento) ya ni se acuerda de lo que me declama. Estos andaluces nacen actores… Juicio, Asís… , juicio. Para estas tercianas, hija mía, píldoras de camino de hierro… y extracto de Vigo, mañana y tarde, durante cuatro meses. ¡Bahía de Vigo, cuándo te veré!

El airecillo de la noche, burlándose de la buena señora, compuso con sus susurros delicados estas palabras:

—Terronsito e asúcar… , gitana salá.

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