XVI De la moral

ZOLA nos conduce á tratar el bien manoseado y mal esclarecido punto de la moralidad en el arte literario, y especialmente en la escuela realista. Y ante todo, persignémonos para que Dios nos libre de filosofías. Ya sé yo que en la Esencia Divina se dan reunidos los atributos de verdad, bondad y belleza: mas también sé con certidumbre experimental que en las obras humanas aparecen separados y siempre en grado relativo. Un final de ópera donde el tenor muere cantando, puede ser hermosísimo, y no cabe cosa más apartada de la verdad: un licencioso grupo pagano será bello sin ser bueno. Y esto me parece evidente per se, y ocioso el apoyarlo en razonamientos, porque hay en la percepción de la belleza algo de inefable que se resiste á la lógica y no se demuestra ni explica.

Viniendo ya á las relaciones de la moral y de las novísimas escuelas literarias, empezaré por observar que es error frecuente en los censores del realismo confundir dos cosas tan distintas como lo inmoral y lo grosero. Inmoral es únicamente lo que incita al vicio; grosero, todo lo que pugna con ciertas ideas de delicadeza, basadas en las costumbres y hábitos sociales; bien se entiende, pues, que el segundo pecado es venial, y mortal de necesidad el primero. Ya en distintos lugares de estos estudios lo indiqué: la inmoralidad que entraña el naturalismo procede de su carácter fatalista, ó sea del fondo de determinismo que contiene; pero todo escritor realista es dueño de apartarse de tan torcido camino, jamás pisado por nuestros mejores clásicos, que, no obstante, realistas y muy realistas eran.

Pocos críticos de aquellos que más claman en contra del naturalismo echan de ver las malas hierbas deterministas que crecen en el jardín de Zola; y el cargo más grave que á éste dirigen—no sin velarse antes la faz—es que sus libros no pueden andar en manos de señoritas. ¡Válanos Dios! Lo primero habría que empezar por dilucidar si conviene más á las señoritas vivir en paradisíaca inocencia, ó conocer la vida y sus escollos y sirtes, para evitarlos; problema que, como casi todos, se resuelve en cada caso con arreglo á las circunstancias, porque existen tantos caracteres diversos como señoritas, y lo que á ésta le convenga será funestísimo quizá para aquélla, y vaya V. á establecer reglas absolutas. Es análoga esta cuestión á la del alimento; cada edad y cada estómago lo necesita diferente; proscribir un libro porque no todas las señoritas deban apacentar en él su inteligencia, es como si tirásemos por la ventana un trozo de carne bajo pretexto de que no la comen los niños de teta. Désele norabuena al infante su papilla, que el adulto apetecerá el manjar fuerte y nutritivo. ¡Cuán hartos estamos de leer elogios de ciertos libros, alabados tan sólo porque nada contienen que á una señorita ruborice! Y, sin embargo, literariamente hablando, no es mérito ni demérito de una obra el no ruborizar á las señoritas.

Los extranjeros piensan con más acierto, pues comprendiendo que el género de lecturas varía según las edades y estados, y que desde la edad en que el niño deletrea hasta la plenitud de la razón, media un período durante el cual algo ha de leer, escriben obras á propósito para la infancia y juventud, obras en que se emplean á menudo plumas diestras y famosas, hábiles en adaptarse al grado de desarrollo que suelen alcanzar las facultades del público especial á quien se consagran. Por nuestra tierra no dejan de escribirse libros anodinos y mucilaginosos: sólo que sus autores pretenden cautivar á todas las edades, cuando en realidad no se salvan de aburrir á ninguna.

Otro grave inconveniente encuentro en los libros híbridos que aspiran á corregir deleitando. Como cada autor entiende la moral á su manera, así la explica, y dejo al juicio del lector discreto resolver qué será más malo; si prescindir de la moral ó falsificarla. Para mí, no hay más moral que la moral católica, y sólo sus preceptos me parecen puros, íntegros, sanos é inmejorables; dicho se está que si un autor bebe sus moralejas en Hegel. Krause ó Spencer, las tendré por perniciosas. Rousseau, Jorge Sand, Alejandro Dumas hijo, y otros cien novelistas que se erigieron en moralizadores del género humano, escribiendo novelas docentes y tendenciosas, parécenme de más funesta lectura que Zola, puesto caso que el lector los tomase por lo serio.

Es opinión general que la moralidad de una obra consiste en presentar la virtud premiada y castigado el vicio: doctrina insostenible ante la realidad y ante la fe. Si no hubiese más vida que ésta; si en otro mundo de verdad y justicia no remunerasen á cada uno según sus merecimientos, la moral exigiría que en este valle de lágrimas todo anduviese ajustado y en orden; pero siendo el vivir presente principio del futuro, querer que un novelista lo arregle y enmiende la plana á la Providencia, téngolo por risible empeño.

De todas suertes, sea inmoralidad ó grosería lo que en el realismo se descubre, los chillidos de la prensa y del público y el magno tolle tolle que nos aturde los oídos, parece que delatan la aparición de un mal nuevo y desconocido, como si hasta la fecha las letras hubiesen sido espejo de honestidad y recato. Y no obstante, hace años que Valera, contendiendo con Nocedal, dijo discretamente que no habiendo ocurrido nunca los tiempos felices en que la literatura se mostró decorosa é irreprochable, nadie podía desear la vuelta de tales tiempos. De esta gran verdad, que Valera demuestra con su acostumbrada elegante erudición, no ha menester pruebas quien conozca unas miajas nuestros clásicos y teatro antiguo. Sólo que los adversarios del naturalismo emplean una táctica de mala fe; tan pronto le echan en cara no ser nuevo, como le oponen, despreciándolo, el ejemplo de la literatura anterior.

¿Hallaremos acaso, en tiempos más recientes que el siglo decoro, modelos de esa literatura pulcra y austera? Yo he sido educada en la privación y el santo horror de las novelas románticas; y aunque leía en mi niñez—hasta aprenderme trozos de memoria—la Ilíada y el Quijote, jamás logré apoderarme de un ejemplar de Espronceda ó de Nuestra Señora de París, obras que su fama satánica apartaba de mis manos. Si los clásicos delinquieron y los románticos también, ¿por qué echar sobre naturalistas y realistas todo el peso de la culpa?

Es cosa peregrina ver cómo cada escuela pasa una indulgente esponja sobre sus propias inmundicias, y señala con el dedo á las ajenas. Hoy los neo-clásicos absuelven á los escritores paganos, alegando que no conocieron á Cristo—aunque muchos escribiesen después de haber sido anunciado el Evangelio, y como si la naturaleza misma, á falta de religión, no proscribiese asaz ciertas abominaciones en cuyo relato se complacen los poetas latinos.—Á su vez los idealistas perdonan los extravíos románticos, porque, aunque un héroe romántico haga, como Werther, la apología del suicidio, ó dude hasta del aire que respira, como Lelia, tiene la disculpa de ir en pos del ideal, y no importa zampuzar el cuerpo en el lodo con tal que la mirada se dirija á las estrellas. Y, por último, para cohonestar aquellas cosazas que abundan en Tirso y Quevedo, se echa mano del candor y sencillez de la época en que vivían. El que no se consuela es porque no quiere. Diránme los defensores de esas escuelas que no á causa sino á pesar de sus lunares, celebran á Horacio y á Espronceda y á todos los santos de su devoción: lo mismito nos sucede á los demás. Cuando Zola atenta contra el gusto, de mí sé decir que no me da ninguno. Le preferiría más reportado, y cierto que no elogio en él deslices, sino bellezas.

Ahora, si alguien me pregunta dónde empiezan esos deslices, y hasta dónde llega la libertad que puede otorgarse al escritor, yo no lo sabré decidir. Son límites eminentemente variables, y sólo el tacto, el pulso firme que posee un gran talento, le sirve de guía para no descarriarse, para levantarse si liega á caer. Es innegable que el Quijote encierra pasajes bien poco áticos, que con justicia se pueden calificar de groseros, pero al fin son partes de aquel divino todo, el genio de Cervantes los ha marcado con su estampilla, y, para declararlo de una vez, están muy bien donde están, y yo no los borraría si de mí dependiese suprimirlos. Me inclino á comparar los bellos frutos del ingenio humano con la esmeralda, piedra hermosa, pero que apenas se halla una que no tenga un poco de veta ó mancha, llamada jardín. Los grandes autores tienen vetas, y no por eso dejan de ser piedras preciosas.

Nana es acaso la obra por la cual se juzga con más severidad á Zola. ¿Será debido al asunto? Siento que más bien á la falta de tino, al cinismo brutal con que está tratado. De hecho en la sociedad hay formas, límites, vallas que quizá no puede salvar una obra que aspira á atravesar victoriosa las edades; y digo quizá, porque si Rabelais y otros escritores rompieron esos diques y alcanzaron nombre imperecedero, todavía su licencia constituye un elemento de inferioridad y como una nota desafinada en la sinfonía de su talento. Vallas y límites son que el genio remueve, pero que vuelven á alzarse de suyo. Si bien es verdad que se mudan, jamás desaparecen; y con tanta fuerza se imponen, que no sé de escritor alguno que totalmente las haya atropellado. Por atrevida que sea una pluma, por mucho que intente copiar la nuda realidad, hay siempre un punto en el cual se para, hay cosas que no escribe, hay velos que no acierta á levantar. El toque está en saber detenerse á tiempo en las lindes del terreno vedado por la decencia artística.

Pero aquí conviene advertir que la mayoría de los críticos parece imaginar que sólo existe un género de inmoralidad, la erótica; como si la ley de Dios se redujese á un mandamiento. Que el autor se abstenga de pintar la pasión amorosa, y ya tiene carta blanca para retratar todas las restantes. Y, sin embargo, hay novelas como El Judio Errante ó Los Misterios de Paris, que por su carácter antisocial y antirreligioso no son menos inmorales que Nana por otro concepto. En cuestiones religiosas y sociales, los naturalistas proceden como sus hermanos los positivistas respecto de los problemas metafísicos; las dejan á un lado, aguardando á que las resuelva la ciencia, si es posible. Abstención mil veces menos peligrosa que la propaganda socialista y herética de los novelistas que les precedieron.

En cuanto á la pasión, sobre todo la amorosa, fuera de los caminos del deber, lejos de glorificarla, diríase que se han empeñado los realistas en desengañar de ella á la humanidad, en patentizar sus riesgos y fealdades, en disminuir sus atractivos. De Madama Bovary á Pot-Bouille, la escuela no hace sino repetir con fatídico acento que sólo en el deber se encuentra la tranquilidad y la ventura. El portugués Eca de Queiroz, en su novela O primo Bazilio—donde imita á Zola hasta beberle el alma—traza un cuadro horrible bajo su aparente vulgaridad, el del suplicio de la esposa esclava de su culpa. Claro está que la enseñanza moral de los realistas no se formula en sermones ni en axiomas: hay que leerla en los hechos. Así sucede en la vida, donde las malas acciones son castigadas por sus propias consecuencias.

En resolución, los naturalistas no son revolucionarios utópicos, ni impíos por sistema, ni hacen Ja apoteosis del vicio, ni caldean las cabezas y corrompen los corazones y enervan las voluntades pintando un mundo imaginario y disgustando del verdadero. Son imputables en particular al naturalismo—no huelga repetirlo—las tendencias deterministas, con defectos de gusto y cierta falta de selección artística, grave delito el primero, leve el segundo, por haber incurrido en él los más ilustres de nuestros dramaturgos y novelistas. Lo que importa no son las verrugas de la superficie, sino el fondo.

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