XVII En Inglaterra

HAY gentes que, preciándose de gusto delicado, y repugnando la crudeza de los naturalistas franceses, ponderan la novela inglesa y encomian cierta manera de naturalismo mitigado que le es peculiar. Ya corre con fueros de opinión aristocrática y elegante la de la supremacía de la novela inglesa, así en el terreno moral como en el literario.

Por lo que hace á la moralidad, el lector no ignora cuán infundados y erróneos son á veces los juicios generales: podrá, pues, explicarse fácilmente cómo en nuestra tierra católica y latina está en olor de santidad una literatura hija legítima del protestantismo y adecuada á las costumbres meticulosas, mojigatas, reservadas y egoístas que en la antigua Isla de los Santos aclimató el triste puritanismo unido al instinto mercantil de raza.—Y no es que Inglaterra no tenga sanas tradiciones realistas é ilustre abolengo literario. Chaucer, padre de su poesía, era ya un realista, y sus Cuentos de Cantorbery, cuadros tomados del natural; el astro mayor del firmamento británico, el egregio Shakespeare, llevó el realismo hasta donde no osará seguirle acaso ni Zola. Mas si florecieron tempranamente en la Gran Bretaña la poesía y el teatro, la novela nació tarde, cuando ya el país pertenecía irrevocablemente á la Reforma.

¡La Reforma! Donde quiera que prevaleció su espíritu, fué elemento de inferioridad literaria; y bien sabe Dios que no lo digo por encomiar el Catolicismo, cuya excelencia no pende de estas cuestiones estéticas, sino por dar á entender que la novela inglesa se resiente de su origen. De cuantos géneros se cultivaron en Inglaterra desde Enrique VIII acá, la novela es donde más se infiltró el protestantismo: por eso los ingleses no produjeron un Quijote, es decir, una epopeya de la vida real que pueda ser comprendida por la humanidad entera.

Desde su misma cuna dominan en la novela inglesa tendencias utilitarias que la atan, digámoslo así, al suelo, y la impiden volar por los espacios sublimes que cruzó la libre y rauda fantasía de Shakespeare y Cervantes. Con tanto como ponderan á Foe dándole el pomposo dictado de Homero del individualismo, Robinsón no pasa de ser una obra incomparable.... para los niños de dos á tres lustros. Swift, el misántropo coetáneo del autor de Robinsón, es de más honda lectura, pero no le va en zaga respecto á intenciones docentes, que al fin y al cabo la sátira representa una dirección radical del docentismo. El Vicario de Wakefield, de Goldsmith, á trechos suave idilio, grata pintura doméstica, encierra un ideal propiamente inglés, patriarcalista: y mientras el ejemplo de las hijas del Vicario enseña á huir de la vanidad, Clarisa y Pamela condenan irrevocablemente la pasión, y abren la serie de las novelas austeras, donde el corazón rebelde es siempre vencido. En cuanto á Walter Scott, no ha tenido descendencia legítima. Walter Scott es un fenómeno aislado en la literatura inglesa, ó, para hablar con más exactitud, un hijo de otra nacionalidad diferente, la escocesa, que tiene de soñadora, idealista y poética lo que la inglesa de práctica y utilitaria. No procede Walter Scott de Shakespeare, no por cierto; mas tampoco discurre por sus venas la pacífica y prosaica sangre de Foe. Es el barda que vive en un pasado teñido de luz y color, semejante á ocaso espléndido; que reanima la historia y la leyenda, demandando tan sólo á la realidad aquel barniz brillante nombrado por los románticos color local; en suma, es el último cantor de las hermosas edades caballerescas, the last minstrel.

Cuando Walter Scott evocaba desde la residencia señorial de Abbotsford las tradiciones de su romancesca patria, empezaba ya á congregarse en el campo de la novela inglesa la hueste de novelistas-hembras que tanto influyó é influye en el carácter de aquel género literario, prestándole especial sabor pedagógico y ético: comenzaban las mujeres á conquistar el territorio que hoy señorean, y se leían con afán los Cuentos morales de miss Edgeworth, y sonaban los nombres de miss Mary Russell Milford, miss Austen, mistress Opie, lady Morgan, mistress Shelly. El elemento femenino, una vez dueño de la novela, ya no soltó la presa. Hoy se cuentan por docenas las authoress que hacen gemir anualmente las prensas de Londres con frutos de su ingenio, y desde que faltaron Dickens, Thackeray y Lytton Bulwer, el primer novelista inglés fué una mujer, Jorge Elliot.

Á consecuencia de este predominio de la mujer, la novela inglesa propende á enseñar y predicar, más bien que á realizar la belleza. Apenas la hija del clergyman ase la péñola, se encuentra á la altura de su padre, y, ¡oh inefable placer!, ya puede ir y doctrinar á las gentes; no sólo posee una cátedra y un púlpito, sino que dispone de medios materiales para la propaganda de la fe. Escribe Carlota Yonge el Heredero de Redcliffe; véndese bien la edición, y con el producto compra la autora un navío y se lo regala á un obispo misionero. Así es que en las modernas novelistas inglesas llegó á extinguirse casi del todo aquel noble orgullo literario que aspira á la gloria ganada por medio de la concentración del talento y del esfuerzo constante hacia la perfección suma:—amor propio de artista, que tan varonilmente manifestó Jorge Sand;—y lejos de aspirar á producir obras hermosas y duraderas, se lanzan al espumoso torrente de la producción rápida, porfiando no á quién lo hará mejor, sino á quién lo despachará más pronto. La extensión obligada de las novelas inglesas son tres gruesos tomos; y las novelists que están de moda, como Francés Trollope, no se conforman con menos de una novela por trimestre, ó sean doce tomos al año. ¡Qué estilo, qué invención, qué carácteres habrá que no inunde y devaste tan caudaloso río de tinta!

Y es que para la nación inglesa la novela ha llegado á ser artículo de primera necesidad y consumo ordinario, como el beefsteack que repara sus fuerzas, como el carbón cuyo calórico templa sus días glaciales y alegra sus largas noches. Hay para la novela concurrencia diaria y segura, lo mismo que aquí para los cafés. Y la novela se hace eco de las aspiraciones del lector, y cumple su oficio político,. religioso y moral; se inspira en las exigencias del público, y ya es filosófica como las de Carlos Reade; ya republicana, igualitaria y socialista como en Joshua Davidson; ya teológica como en Carlota Yonge; ya política como en Disraeli; ya fantasmagórica del género de Ana Radcliffe, que todavía entretiene y gusta; ya histórica, al estilo de Walter Scott, que aún cuenta discípulos. Los geógrafos y autores de paisajes y marinas, que siguen las huellas de Fenimore Cooper—el capitán Mayne Reyd, el capitán Marryat y otros capitanes—gozan asimismo del favor de aquel pueblo viajero, colonizador y turista; y los norte-americanos Bret Harte y Mark Twain cortan las nieblas de la atmósfera inglesa con unas chispas de humorismo, esa penosa y dolorida jovialidad del Norte. Lisonjeadas así sus inclinaciones, atendido en sus gustos menos literarios que prácticos, el pueblo inglés á su vez consagra á los novelistas un cariño personal de que aquí no conocemos ejemplo: díganlo los innumerables peregrinos que todos los años acuden en romería al presbiterio de Haworth, donde nació y pasó los primeros años de su vida la novelista simpática que ilustró el pseudónimo de Carrer Bell. No es el lauro literario, es un afecto más íntimo el que rodea de una aureola el nombre de los novelistas favoritos y caros á la nación británica; porque la novela no se considera allí pasatiempo ni mero deleite estético, sino una institución, el quinto poder del Estado, y porque, según dijo en público el novelista Trollope, las novelas son los sermones de la época actual. Su influencia se extiende no sólo á las costumbres, sino á las leyes, influyendo en las deliberaciones de las Cámaras, en las continuas reformas que experimenta el Código de una nación tan eminentemente conservadora. ¡Qué diversidad de tierra!, diremos con el protagonista de Verry well. No sino váyanle á proponer á este revuelto y declamatorio Congreso español una modificación legal sugerida, v. gr., por la lectura de la Desheredada ó de Don Gonzalo González de la Gonzalera... y ya verán con qué homérica risa acogen la propuesta nuestros graves padres de la patria!

En Inglaterra, reconocido ya el dinamismo social de la novela, todas las clases se jactan de poseer novelistas, y los hay ministros, marinos, diplomáticos y magistrados.—Magistrados, sí; ¡y qué se diría acá en las Audiencias, Dios de Israel, si un presidente de sala publicase una novelita! Para dar á entender el influjo y acción de la novela en la raza sajona, baste citar una, La choza de Tom, cuyos efectos antiesclavistas no ignora nadie.

Pero ¿y el naturalismo inglés? Vamos al caso del naturalismo. Repito que las tradiciones de la literatura inglesa son realistas, y añado que realistas fueron Dickens y Thackeray, quizá los nombres más ilustres que honran á la novela británica. Carlos Dickens no temió, en la entonada nación inglesa, descender al estudio de las últimas capas sociales, ladrones, asesinos y mendigos; Thackeray, con más inclinación á la sátira, también estudió en el mundo que le rodeaba sus tipos característicos, de caricaturesco perfil. Y por lo que hace á Jorge Elliot, en cuyas obras resuena hoy la nota más aguda del naturalismo inglés, su programa es realista á la manera de Champfleury, proponiéndose por objeto de sus observaciones, no á las brillantes y excepcionales criaturas tan predilectas de los románticos, sino á la generalidad de los individuos, á los personajes comunes y corrientes, á la clase media, digámoslo así, de la humanidad. Pues con todo eso, hay en los novelistas ingleses, por muy realistas que sean, propósito moral y docente, empeño de corregir y convertir, afán de salvar al lector,—según dice con gracia un reciente historiador de la literatura británica,—no del aburrimiento, sino del infierno, y esto se transparenta lo mismo en la pietista Yonge, que en la librepensadora y filósofa autora de Adán Bede, y les roba aquella serena objetividad necesaria para hacer una obra maestra de observación impersonal, según el método realista, y detiene su escalpelo antes de que llegue á lo íntimo de los tejidos y á los últimos pliegues del alma.

Parte de esta culpa debe imputarse al público, factor importantísimo de toda obra literaria. Según queda dicho, el público inglés pide incesantemente novelas, y no de las que saborea á solas en su gabinete el lector sibarita que gusta de admirar primores, contar filigranas y penetrar en abismos psicológicos, si no de las que se leen en familia y pueden escuchar todos los individuos de ella, inclusa la rubia girl y el imberbe scholar. á los autores que satisfacen esta necesidad, el público inglés les paga espléndidamente: la primera edición de una novela se vende á razón de unos tres duros el volumen, y la edición se agota pronto; de suerte que la multitud de honradas misses hijas de clergymen, en vez de ponerse á institutrices, se ponen á novelistas, y de su prolífica pluma brotan tomos de incoloro estilo, de incidentes enredados como los cabos de una madeja. De aquí la creciente inferioridad, el descenso del género.

Perdóneme la dilatada y fecunda familia de noveladores de allende el Estrecho si cometo injusticia al hablar de su general decadencia. Podré preciarme de conocer algunas obras suyas; pero ¿quién se alabará de haberlas leído todas? Mi juicio es el que emiten los críticos que consideran principalmente el aspecto literario, y en segundo lugar, como es justo, el moral, y ven que la fabricación precipitada y la sujeción al gusto del público redunda en perjuicio de las cualidades de frescura, inspiración y energía de pensamiento. Si sobre ese océano de cabezas vulgares descuella la noble frente de Jorge Elliot, ó se destaca la graciosa fisonomía de Ouida, lo cierto es que la mayoría de los novelistas ingleses se ha empeñado—expresémoslo con una metáfora—en llenar tres jicaras con una onza de chocolate.

Por añadidura trae la novela inglesa—aun cuando es superior—tan fuertemente impresa la marca de otra religión, de otro clima, de otra sociedad, que á nosotros, los latinos, forzosamente nos parece exótica. ¿Cómo nos ha de gustar, v. gr., la predicadora metodista, heroína de Adán Bede? Ya sé que es de moda vestir con sastre inglés: mas la literatura, á Dios gracias, no depende enteramente de los caprichos de la moda. La malicia me sugiere una duda. Si la novela inglesa tiene hoy entre nosotros muchos admiradores oficiales, ¿tendrá otros tantos lectores?

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