XIX En España

PARA decir dónde empieza el realismo español contemporáneo, hay que remontarse á algunos pasajes de las novelas de Fernán Caballero, y sobre todo á los autores de las Escenas matritenses y Ayer, hoy y mañana, sin olvidar á Fígaro en sus artículos de costumbres. á pesar de lo mucho que se diferencian el razonable y discreto Mesonero Romanos y el benévolo Flórez del alado, cáustico y nervioso Larra, sus estudios sociales coinciden en cierto templado realismo, salpimentado de sátira. Cuando tanta novela de aquella época pasó para no volver, los escritos ligeros de Fígaro y del Curioso Parlante se conservan en toda su frescura, porque los embalsama la mirra preciosa de la verdad. Acrecienta su interés el ser espejo de las añejas costumbres nacionales que desaparecían y las nuevas que venían á reemplazarlas; en suma, de una completa transformación social.

Pereda es descendiente en línea recta de aquellos donosos, perspicaces y amables costumbristas. Adhirióse francamente á su escuela, pero trasladándola de las ciudades al campo, al corazón de las montañas de Santander. Bizarro adalid tiene en Pereda el realismo hispano: al leer algunas páginas del insigne autor de las Escenas montañesas, parece que vemos resucitar á Teniers ó á Tirso de Molina. Puédese comparar el talento de Pereda á un huerto hermoso, bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres, pero de limitados horizontes: me daré prisa á explicar esto de los horizontes, no sea que alguien lo entienda de un modo ofensivo para el simpático escritor. No sé si con deliberado propósito ó porque á ello le obliga el residir donde reside, Pereda se concreta á describir y narrar tipos y costumbres santanderinas, encerrándose así en breve círculo de asuntos y personajes. Descuella como pintor de un país determinado, como poeta bucólico de una campiña siempre igual, y jamás intentó estudiar á fondo los medios civilizados, la vida moderna en las grandes capitales, vida que le es antipática y de la cual abomina; por eso califiqué de limitado el horizonte de Pereda, y por eso cumple declarar que si desde el huerto de Pereda no se descubre extenso panorama, en cambio el sitio es de lo más ameno, fértil y deleitable que se conoce.

Pereda, á Dios gracias, no cae en el optimismo, á veces empalagoso, de Trueba y Fernán: al contrario, sus paletos, por otra parte divertidísimos, se muestran ignorantes, maliciosos y zafios, como los paletos de veras, y no obstante, los tales rústicos son hijos predilectos del autor, á quien visiblemente enamora la sana, apacible y regeneradora vida rural, tanto como le repugnan los centros obreros é industriales y su desconsolada miseria. Pereda traza con amor los perfiles de jándalos, labriegos y mayorazguetes de aldea, gente sencilla, apegada á lo que de antiguo conoce, rutinaria y sin muchos repliegues psíquicos. Si algún día concluyen por agotársele los temas de la tierrica,—peligro no inminente para un ingenio como el de Pereda,— por fuerza habrá de salir de sus favoritos cuadros regionales y buscar nuevos rumbos. No falta, entre los numerosos y apasionados admiradores de Pereda, quien desea ardientemente que varíe la tocata: yo ignoro si el hacerlo sería ventajoso para el gran escritor; siempre reina cierta misteriosa armonía entre el estilo y facultades de un autor y los asuntos que elige; esta concordia procede de causas íntimas; además el realismo perdería mucho si Pereda saliese de la montaña. Pereda observa con gran lucidez cuando la realidad que tiene delante no subleva su alma, antes le divierte con el espectáculo de ridiculeces y manías profundamente cómicas; pero acaso rompiese el pincel por no copiar las llagas más hediondas y la corrupción más refinada de otros sitios y otras gentes.

Para el realismo, poseer á Pereda es poseer un tesoro, no sólo por lo que vale, sino por las ideas religiosas y políticas que profesa. Pereda es argumento vivo y palpable demostración de que el realismo no fué introducido en España como mercancía francesa de contrabando, sino que los que aman juntamente la tradición literaria y las demás tradiciones, lo resucitan. Cosa que no cogerá de nuevo á los inteligentes, pero sí á la turba innumerable que cuenta la era realista desde el advenimiento de Zola.

Si Pereda tiene el realismo en la masa de la sangre, no así Galdós. Por cierto fondo humano y cierta sencillez magistral de sus creaciones, por la natural tendencia de su claro entendimiento hacia la verdad, y por la franqueza de su observación, el egregio novelista se halló siempre dispuesto á pasarse al naturalismo con armas y bagajes; pero sus inclinaciones estéticas eran idealistas, y sólo en sus últimas obras ha adoptado el método de la novela moderna y ahondado más y más en el corazón humano, y roto de una vez con lo pintoresco y con los personajes representativos para abrazarse á la tierra que pisamos. Aunque no gusto de citarme á mí misma, he de recordar aquí lo que dije de Galdós, hará sobre tres años, en un estudio no muy breve que consagré á sus obras en la Revista Europea. Desde aquella fecha, mis opiniones literarias se han modificado bastante, y mi criterio estético se formó como se forma el de todo el mundo, por medio de la lectura y de la reflexión; desde entonces me propuse conocer la novela moderna, y no sólo llegó á parecerme el género más comprensivo é importante en la actualidad, y más propio de nuestro siglo, que reemplaza y llena el hueco producido por la muerte de la epopeya, sino el género en que, por altísima prerrogativa, los fueros de la verdad se imponen, la observación desinteresada reina, y la historia positiva de nuestra época ha de quedad escrita con caracteres de oro. No obstante, entonces como hoy Galdós era para mí novelista de primer orden, sol del firmamento literario, porque en él se reúnen las dotes de equilibrio y armonía, abundancia y vigor; porque su estilo, si no cabe en la estrecha y cincelada ánfora de Valera, fluye á oleadas de una urna preciosa; porque posee felicísima inventiva y ese don de la fecundidad, don funesto para los malos escritores y aun para los medianos que propenden á dormitar, prenda de valor inestimable para los grandes artistas. Con una sola novela ó con un fragmento de oda, puede ganarse la inmortalidad, es cierto; pero hay algo que cautiva y suspende en la manifestación de la energía creadora de esos escritores y poetas que son ellos solos un mundo, y que dejan en pos de sí larga posteridad de héroes y heroínas; los Shakespeare, los Balzac, los Walter Scott, los Galdós.

Mas lo que desaprobaba entonces en el Galdós de los Episodios, lo que me parecía el lado flaco de su extraordinario talento, era la tendencia docente,—en un sentido amplio é histórico, es cierto, pero docente al cabo,—el alegato sistemático contra la España antigua, las paletadas de tierra arrojadas sobre lo que fué; y está tendencia, que cada vez se iba acentuando más en la magnífica epopeya de los Episodios, hasta declararse explícitamente en la segunda serie, hizo explosión, digámoslo así, en Doña Perfecta, en Gloria, en la Familia de León Rock, novelas trascendentalísimas, de tesis, y hasta simbólicas. Por fortuna, ó más bien por el tino que guía al genio, Galdós retrocedió para huir de ese callejón sin salida, y en El Amigo Manso y en La Desheredada comprendió que la novela hoy, más que enseñar ó condenar estos ó aquellos ideales políticos, ha de tomar nota de la verdad ambiente y realizar con libertad y desembarazo la hermosura. ¡Bien haya el ilustre escritor, bien haya por haber sacudido el yugo de ideas preconcebidas! Sus desposorios con el realismo le preservarán de la tentación de hacerse en sus novelas paladín del libre pensamiento y del sistema constitucional, cosas que yo aquí no juzgo, pero que en los admirables libros de Galdós no hacen falta como espíritu informante.

Contando, pues, en la falange realista á Galdós y Pereda, como en la idealista hemos visto descollar las figuras de Valera y Alarcon, podemos decir que en España está entablada la lucha—lo mismo que en Francia—entre las dos escuelas. Es verdad que aquí la batalla se da callandito y sin gran ardor bélico; es verdad que aquí no se toma la cuestión—¡qué se ha de tomar!—con el calor que en Francia; puede consistir en varias cosas: en que aquí los idealistas no se van tan por los cerros de Úbeda como allá, ni los realistas recargan tanto el cuadro, ó sea que ninguna de las dos escuelas exagera por distinguirse de la otra; ó acaso en que el público es indiferente á la literatura, sobre todo á la impresa; la representada le produce más efecto.

El escritor es un factor de la producción literaria, mas no olvidemos que el otro es el público; al escritor toca escribir, y al público animarle y comprar y poner en las nubes, si lo merece, lo escrito; pues bien, en España casi no se puede contar con el público; la amante del público español no es la literatura, es la política, y sólo cuando esta querida imperiosa le deja unos minutos libres, se le ocurre decir á las letras algún requiebro é ir á buscarlas al rincón donde se empeñan en no morirse de tedio. No afirmo yo que las novelas carezcan en absoluto de lectores, si bien la novela, en nuestra tierra de garbanzos, dista mucho de ser, como en Inglaterra, una necesidad social; pero aquí, que no somos ni comunistas ni tacaños, guardamos el comunismo y la tacañería para las novelas, y todo el mundo se asusta de que una novela cueste tres pesetas y hasta dos, como la primera edición de los Episodios. Dos pesetas se gastan pronto en el café, en una butaca para el teatro, en cohetes, en naranjas, ¡pero en una novela! Todo español se tienta el bolsillo. Novela tengo yo de Alarcon, Valera ó Galdós, que ya he prestado á una docena de personas acomodadas, y á cada una que me la pide le aconsejaría, por su bien, que la comprase, á no recelar que atribuyese el consejo á mala voluntad de no prestarla. En fin, ¿qué más? ¡hubo quien me pidió prestadas mis propias novelas! Y sin embargo, no sé si llegaría á cincuenta duros lo que costase formar una biblioteca completa de novelistas españoles contemporáneos.

¿Qué puede esperar aquí el novelista? Fijemos el plazo de medio año para planear, madurar, escribir y limar una novela, esmerada en la forma y meditada en el fondo: ¿cuál es el producto? Valera declara que su Pepita Jiménez—su perla—le habrá valido unos ocho mil reales, ¡De suerte que no asciende á mil duros al año lo que el ingenio novelesco de Valera puede reportar! Casi comprendo que prefiera la embajada.

Y es de advertir que si el novelista español no saca provecho materialmente hablando, tampoco gana mucha honra, ni esas ovaciones embriagadoras que elevan veinte palmos del suelo á los autores dramáticos. Para éstos son todas las ventajas, las pecuniarias y las literarias, amén de verse libres y exentos de la innoble competencia que la novela por entregas y las malas traducciones del francés hacen á los noveladores que se precian de respetar el idioma y el sentido común.

Y no me diga nadie que la cuestión de dinero es baladí, y que basta con la prez de haber escrito algo bueno, aunque nadie manifieste estimarlo. Si el sacerdote vive del altar, ¿por qué no ha de vivir el novelista de la novela? Y puesto caso que no necesite para vivir lo que la novela produzca, ¿no ha de apreciar el dinero, única señal evidente de que no le falta público? Con este sistema de empréstito que se estila en España, una novela puede tener treinta mil lectores y sólo mil ejemplares de edición.

Entre las causas que hacen improductiva la novela en España, no debería contarse la escasez de lectores, pues nosotros tenemos un público inmenso, si atendemos á las repúblicas de Sud-América que hablan nuestro idioma. Pero gracias á la indiferencia con que se mira cuanto á las letras atañe» los libreros é impresores de por allá pueden saquear á los escritores hispanos muy á su sabor, y ese público ultramarino resulta estéril para la prosperidad de la literatura ibera.

Asi es que, bien considerado, todavía es admirable que gocemos de tantos buenos novelistas en España, y de tanta excelente novela, y que en ese género, que Gil y Zarate y Coll y Vehi ponen á la cola y hoy marcha á la cabeza de los demás, nos hallemos á la altura de las primeras naciones europeas. No contamos por docenas los grandes novelistas vivos, pero tampoco los cuenta Francia, ni menos, que yo sepa, Inglaterra, Alemania é Italia. Comparadas obras con obras, no cede nuestra patria el paso. Además de Pereda, Galdós, Alarcon y Valera, de quienes más especialmente traté, hay la cohorte donde figuran Navarrete, Ortega Munilla, Castro y Serrano, Coello, Teresa Arroniz, Villoslada, Palacio Valdés, Amos Escalante, Oller, unos representando los antiguos métodos, otros los nuevos, pero todos enriqueciendo la novela patria.

¡Quiera Dios que el homenaje públicamente tributado á Pérez Galdós estos días sea indicio cierto de que el público empieza ú recompensar los esfuerzos de la falange sagrada! ¡Quiera Dios que el entusiasmo no se disipe como la espuma del Champagne conque brindaron!

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