XVIII En España

ALLÁ por Inglaterra y Francia la novela tiene un ayer; acá en España, sólo un anteayer, si es lícito expresarse así. Allá los noveladores actuales se llaman hijos de Thackeray, Scott y Dickens, Sand, Hugo y Balzac, mientras acá apenas sabemos de nuestros padres, recordando sólo á ciertos abuelos de sangre muy hidalga, del linaje de los Cervantes, Hurtados, Espineles y otros apellidos no menos claros. Es tanto como decir que no hubo en España más novela que la del siglo de oro y la hoy floreciente.

Sin embargo, la vida de la novela contemporánea española puede ya dividirse en dos épocas distintas: la del reinado de Isabel II, y la que empezó con la revolución de Septiembre. Suscitó la guerra de la Independencia grandes poetas líricos, pero hasta que el torrente romántico salvó el Pirene, no tuvimos novelistas. Walter Scott hizo su entrada triunfal en nuestras letras, y comenzó el reinado de la novela histórica. Muy curioso libro se podía escribir, por el estilo del Horacio en España, reseñando las peregrinaciones de la idea walterescotiana al través de los cerebros ibéricos. El espíritu del bardo escocés encarnó en seres tan diversos entre sí como Espronceda, Martínez de la Rosa. Gil, Escosura, Cánovas del Castillo, Vicetto, Villoslada, Fernández y González y otros cuyos nombres ahora no quieren venírseme á la memoria. También se nos coló en casa Jorge Sand, traída de la mano por su insigne compañera la Avellaneda, y no se quedó atrás Eugenio Sué, apadrinado por Pérez Escrich y Ayguáls de Izco.

Entre los walterescotianos, gente toda de provecho, se contaba uno que, á no haber derrochado sus singulares facultades y empleado mal sus preciosas dotes, pudo llamarse, mejor que seide, rival del autor de Ivanhoe. El ingenio de Fernández y González semejaba árbol frondosísimo cuya madera servía para obras de talla y escultura; por desgracia la malgastó su dueño en mesas y bancos de lo más común. ¡Riquísima fantasía y variada paleta descriptiva y numerosa invención la de Fernández y González? Al principio fué el poeta del pasado, que remozaba los libros de caballerías y prestaba á la tradición heroico- nacional esa vida nueva que de vez en cuando le otorgan privilegiados genios como Zorrilla, Walter Scott y Tennyson. Cómo concluyó, nadie lo ignora: por entregas interminables, por tomos vendidos á ínfimo precio, por obras de baja ley, escritas pro pane lucrando. Dos ó tres novelas de las primeras que dió á luz son las columnas en que se apoya su nombre para no caer en el olvido.

Acaso poseyó la simpática y tierna autora de La Gaviota el talento más original é independiente de cuantos se señalaron en el renacimiento de nuestra novela. A pesar de todas sus digresiones y reflexiones y su idílico optimismo, adornan á Fernán Caballero un encanto especial, una gracia característica suya, y ostenta una imaginación alemana en los ensueños y española en el despejo y viveza. Mientras los novelistas de su época metían en tinta lienzos de asunto histórico, á lo Walter Scott, Fernán tomaba apuntes de las costumbres que veía, de la gente que alentaba á su alrededor, pintando asistentas, bandidos, gaviotas, curas, pastores, labriegos y toreros, y algunas veces en sus bosquejos andaluces brillaba el sol del Mediodía, el que Fortuny condensó en sus cuadros. Hay patio de Fernán que no parece sino que lo estamos viendo y que nos alegra los ojos con sus flores, y el oído con el rumor del agua, el cacareo de las gallinas y la inocente charla de los niños. Más real, más sincera y sencilla inspiración es la de Fernán que la de casi todas las novelas de pendón y caldera, capa y espada, ó cimitarra y turbante, que se estilaban entonces.

Trueba no alcanza la talla de Fernán Caballero. Un país idólatra de sus propias tradiciones y recuerdos labró el pedestal en que se encumbra el pintor vascuence, cuya paleta no atesora sino medias tintas y colores claros, graciosos, pero sin vigor ni intensidad. El verde, el rosa y el azul celeste dominan, faltando casi del todo los negros, las tierras, los betunes, de que Fernán mismo hizo uso con medida. Algunas escenas rurales de Trueba agradan, como agrada contemplar el curso de un riachuelo poco profundo y de márgenes amenas.

Selgas no describió campesinos, ni pertenece á la escuela de los paisajistas: era un Alfonso Karr, un violinista caprichoso que ejecutaba primorosas variaciones sobre un tema cualquiera, bordándolo de arabescos delicados y airosos. Más bien que novelista, fué un humorista cáustico, ingenioso y risueño, como suelen ser los humoristas en los países donde el sol pica fuerte. Su estilo desigual se parecía á esos rostros de facciones irregulares que compensan la falta de corrección con la repentina luz de la sonrisa, ó con el fuego de la mirada. Selgas brinda al lector mucha grata sorpresa, regalándole, cuando no se percata, rasgos de observación, parodojales agudezas, frases felices, chispazos de ideas originales ó al menos presentadas de un modo picante y nuevo. Otro atractivo de Selgas es haber comenzado á estudiar la vida moderna en las grandes ciudades, dejándose de guerreros, moros, odaliscas y castellanas.

Ahora bien: si queremos buscar el eslabón que enlaza con la actual esa época anterior de la novela española, donde figuran Fernán, la Avellaneda, la Coronado, Trueba, Selgas, Fernández y González y Miguel de los Santos Álvarez; esa época en que la novela humanitaria de Escrich convivía con la lírica y vertheriana de Pastor Díaz, y la cota de malla de Men Rodríguez y el brial de la Sigea se rozaban con el frac del héroe á quien sus malandanzas obligaron á emigrar de Villahermosa á la China; si queremos, repito, dar con la soldadura de los dos períodos, es fuerza escribir el nombre de Don Pedro Antonio de Alarcon.

Infiltrado de romanticismo hasta la medula de los huesos, El final de Norma deleitó á nuestros padres, lo mismo que el precioso capricho de Goya llamado El Sombrero de tres picos nos deleita á nosotros; y he aquí cómo mi ilustre amigo Alarcon, sin llegar á viejo todavía, puede jactarse de haber cautivado á dos generaciones degusto bien diferente. En efecto, los otros noveladores, los que ayer fueron regocijo de su edad, ya desaparecieron, arrastrados por la incontrastable corriente del tiempo, de nuestros actuales horizontes literarios, y los que no bajaron á la tumba muérense en vida, de la indiferencia del público inteligente, del desdeñoso silencio de la crítica, y en suma, del olvido, que es la peor muerte para un escritor; mientras Alarcon, resistiéndose como el que más á aceptar las nuevas tendencias, reina aún, es dueño de los corazones y de las imaginaciones, y sostiene con sus hábiles manos el ruinoso edificio de la novela idealista. No sé si habrá algún novelista contemporáneo que hechice al público como el autor de El escándalo; no sé si existirá alguno tan leído y predilecto de todos, sin distinción de sexos ni edades; pero sé que harta gente me pide prestada «una novela de Alarcon» con preferencia á las de otros autores. Y no es el público de Alarcon aquel que devora con bestial apetito entregas y tomos de Manini; es el que Spencer llamaría la mediania ilustrada; se compone de personas que demandan á la novela entretenimiento ó, como se decía antaño, honesto solaz, y abundan en él las damas. ¿Agradará Alarcon por conservar aún cierto perfume romántico? Pienso que no: á los españoles les dan mucho que hacer los partidos políticos y poco que pensar las escuelas literaria. Lo que atrae en Alarcon es el ingenio amable, «la buena sombra», la galantería morisca que respiran sus retratos de mujer, tocados con pincel voluptuoso y brillante; el estilo suelto, fácil y animado, el interés de las narraciones, y en suma, una multitud de cualidades ajenas al romanticismo y que no le deben nada á nadie, salvo á Dios que se las privilegió con larga mano. Si en los tipos de la Pródiga, del Niño de la Bola, de Fabián Conde y de otros héroes y heroínas de Alarcon se descubre la filiación romántica, en cambio el ya citado Sombrero de tres picos ostenta un colorido español neto, una frescura tal, que le hacen en su género modelo acabado. Y es que el ingenio de Alarcon gana con reducirse á cuadros chicos: su cincel trabaja mejor exquisitos camafeos, ágatas preciosas, que mármoles de gran tamaño. Descuella en el cuento y la novela corta, variedad literaria poco cultivada en nuestra tierra, y que Alarcon maneja con singular maestría. Por todas estas peregrinas dotes, es Alarcon poderoso mantenedor de la antigua divisa novelesca y temible adversario de la nueva; mas los del campo enemigo, pedimos á Dios que desista de colgar la pluma.—¿Dictará su resolución la coquetería de retirarse cuando más le ama el público, dejando de sí radiante memoria? ¿Será por cansancio? Lo cierto es que se halla en la plenitud de sus facultades, y que jamás su fantasía pareció tan lozana como estos años últimos.

Con la retirada de Alarcon, pierde el idealismo el adalid más fuerte; Valera, aunque idealista, es un novelista aparte, que no formará escuela, porque es recio de imitar, según se entiende, á poco que reflexionemos en las condiciones que reúne. La más alta valla que separa de Valera á la profana turba de imitadores, es su elegante y pura dicción, tomada, mejor que del espontáneo Cervantes, de los místicos, escritores castizos por excelencia. No sólo bebió en ellos Valera la limpieza un tanto arcaica de su estilo, sino el esmero y perspicacia conque escrutan y sondean los arcanos misteriosos del alma para explicarlos en frases de oro y párrafos de labrado marfil. Así es que, cuando se tradujeron al francés las novelas de Valera, bajo el título de Narraciones andalusas, fué forzoso suprimir mucho de ellas, porque, según la Révue littéraire, contenían trop de théologie. Pensaban nuestros vecinos que las hijas de Dom Valera eran unas gitanas alegres, armadas de castañuelas, dispuestas á bailar seguidillas y jaleo, y se encontraron con unas monjas contemporáneas de Santa Teresa y Fray Luis de Granada, que apenas dejaban asomar por entre los pliegues de la toca su bello rostro helénico, donde lucía una volteriana sonrisilla! Con efecto, Valera enamora á los sibaritas de las letras, fundiendo la nata y flor de tres ideales de belleza literaria: el pagano, el de nuestro siglo de oro, y el de la más refinada cultura moderna; á todo lo cual hay que agregar una vena andaluza, dicharachera y jocosa. Como además Valera es muy sagaz, muy psicólogo, muy dueño de sí, parece que los hados le reservaban en la novela española el lugar de Stendhal en la francesa—un Stendhal perfeccionado, impecable en la forma cuanto fué pecador el verdadero perora Valera le alejan del realismo varias cosas, y sobre todo su condición atildada y aristocrática, que le mueve quizá á considerar el naturalismo como algo tabernario y grosero, y la observación de lo real como trabajo indigno de una mente prendada de la hermosura clásica y suprema. Así es que el mayor título de gloria de Valera será la forma, esa forma aún más admirable aislada, que relacionada con los asuntos de algunas de sus obras.

No cabe duda que Pepita Jiménez, Doña Luz y otras heroínas de Valera hablan muy bien, y con muy concertadas y discretas razones; mas tampoco puede negarse que, por desgracia, hoy nadie habla así, á estilo de personaje de Cervantes. Y cuenta que si nombro á Cervantes para encarecer la perfección con que disertan los héroes de Valera, no omitiré advertir que el genio realista de Cervantes le impulsó á hacer que Sancho, por ejemplo, hablase muy mal, y cometiese faltas, y que Don Quijote le enmendase los voquibles. En Valera no hay Sanchos; todos son Valeras, y esto hace que se le estudie más bien como á un clásico que como á un novelista moderno; lo cual para unos será elogio, y para otros censura, y allá se las hayan, que yo por mi parte leo á Valera hasta con nimia delectación. Y si es cierta una teoría literaria que hallé no sé en qué famoso crítico francés, y establece que los novelistas copian la sociedad, pero ésta á su vez imita y refleja á los novelistas, aun pudiera ocurrir que nos entrase á todos tentación de hablar como los héroes de Valera, y redundaría en pro del idioma. Dejemos á un lado hipótesis, y pasemos á nombrar los novelistas que representan en España el realismo.

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