VIII Los vencidos

CUANDO pasó el Terror, las letras, que habían subido al cadalso con Andrés Chénier, comenzaron á volver en sí, pálidas aún del susto.

Pigault Lebrun fué el Boccacio de aquella época azarosa, un Boccacio tan inferior al italiano, como la estopa á la batista. Fiéveé, narrador agradable, entretuvo al público con historietas, y Ducray Duminil contó á la juventud patéticos sucesos, novelas donde la virtud perseguida triunfaba siempre en última instancia. De la pluma de Madama de Genlis brotó un chorro continuo, igual y monótono de narraciones con tendencia pedagógico moral; pero la iluminada y profetisa Madama de Krüdener picó más alto, escribiendo Valeria.

No obstante, la figura principal que domina estas secundarias, entre las cuales tantas son femeninas, es otra mujer de prodigiosa cultura y excelso entendimiento, filósofa, historiadora, talento varonil si los hubo: la Baronesa de Staël.

Antes de componer novelas, la hija de Necker se había ensayado con obras serias y profundas, y su Corina y su Delfina fueron para ella como descanso de graves tareas, ó, mejor dicho, como expansiones líricas, válvulas que abrió para desahogar su corazón, cuya viveza de sentimientos no desmentía su sexo. Ella misma fué heroina de sus novelas, y fundó así, rompiendo con la tradición de impersonalidad de los narradores y cuentistas, la novela idealista introspectiva. Delfina y Corina lograron tal aplauso y ganaron tantos lectores, que hasta se cree que Napoleón no se desdeñó de criticar, en su cesáreo estilo, y por medio de un artículo anónimo inserto en el Monitor, las producciones novelescas de su acérrima adversaria.

Al par que trazaba á la novela los rumbos que tantas veces recorrió después, Madama de Staël descubría una mina explotada luego por el romanticismo, dando á conocer en su magnífico libro La Alemania las riquezas de la literatura germánica, romántica ya, y que de tal modo vino á influir en la de los países latinos.

Es de notar que las enciclopedistas, y Voltaire más que ninguno, mientras preparaban la revolución política atacando desaforadamente el antiguo régimen y minándolo por todos lados, se habían mostrado en literatura conservadores y pacatos hasta dejarlo de sobra, respetando supersticiosamente las reglas clásicas; y como si el clasicismo en sus postrimerías quisiese revestirse de nueva juventud y forma encantadora, encarnó en Andrés Chénier, el poeta más griego y más clásico que tuvo nunca Francia, al par que el primer lírico del siglo XVIII. De modo que aun cuando Diderot reclamó la verdad en la escena y en la novela, y Rousseau hizo florecer en su prosa el lirismo romántico, las letras permanecieron estacionarias y clásicas durante la revolución y primeros años del imperio, hasta que vinieron Madama de Staël y Chateaubriand.

Siendo jovencita, Madama de Staël leía asiduamente á Rousseau; el joven emigrado bretón que comparte con ella la soberanía de aquel período, era también discípulo del ginebrino, y discípulo más adicto, porque mientras Madama de Staël se mostró asaz indiferente á la naturaleza, musa del autor de las Confesiones, Chateaubriand se lanzaba á América por anhelo de conocer y cantar un paisaje virgen, y describir con más poesía que su maestro las magnificencias de bosques, ríos y montañas. Por este mismo propósito, donde el poeta tenía más parte que el novelista, resultó que las novelas de Chateaubriand fueron poemas mejor que otra cosa. Al menos Corina se estudiaba á sí propia y á la sociedad en que vivió; no que René se idealizaba, subiéndose al pedestal de su enfermizo orgullo, perdiéndose en nebulosa melancolía, y aislándose así del resto de los humanos. Sus contemporáneos hicieron de Chateaubriand un semidiós; la generación presente le desdeña con exceso olvidando sus méritos de artista. René no es inferior á Werther, de Goethe, como análisis de una noble enfermedad, la insaciable, vaga é inmensa pasión de ánimo de nuestro siglo. El descrédito cada vez mayor de Chateaubriand no puede achacarse sino á la creciente exigencia de realidad artística.

En efecto, cuantos quisieron buscar la belleza fuera de los caminos de la verdad, comparten la suerte del ilustre autor de los Mártires; la indiferencia general arrincona sus obras, cuando no sus nombres. ¿De qué le sirvió á Lamartine su unción, su dulzura, su instinto de compositor metodista, su fantasía de poeta, tantas y tantas cualidades eminentes? ¿Lee hoy alguien sus novelas? ¿Se embelesa nadie con el platónico panteista Rafael? ¿Llora nadie las penas y abandono de Graziella? ¿Hay quien pueda llevar en paciencia á Genoveva?

Si las novelas de Víctor Hugo no han perdido tanto como las de Chateubriand y Lamartine, consiste quizá en que son más objetivas; en los problemas sociales que plantean y resuelven, aunque por modo apocalíptico; en el vivo interés romancesco que saben despertar, y en cierto realismo.... ¡perdóneme el gran poeta! de brocha gorda, que á despecho de la estética idealista del autor, asoma aquí y allí en todas ellas. Y digo de brocha gorda, porque nadie ignora que á Víctor Hugo le son más fáciles los toques de efecto que las pinceladas discretas y suaves, por donde su realismo viene á ser un efectismo poderoso, pero no tan hábil que no se le vea la hilaza. En suma, Víctor Hugo toma de la verdad aquello que puede herir la imaginación y avasallarla: verbi gracia, el soplo por la nariz con que el presidiario Juan Valjuan apaga la luz en casa de Monseñor Bienvenido. Lo que únicamente tiende á producir impresión de realidad, Víctor Hugo no sabe ó no quiere observarlo. En justo castigo de esta culpa, sus novelas van estando, si no tan marchitas 'como las de Chateaubriand y Lamartine, al menos algo destartaladas. Para que produzcan ilusión, hay que verlas con luz artificial.

Por lo demás, ni Chateaubriand ni Víctor Hugo ni Lamartine hicieron de la novela artículo de consumo general, fabricado al gusto del consumidor. Esta empresa industrial estaba guardada para el irrestañable é impertérrito criollo Dumas, abogado de los folletines, á cuya intercesión se encomiendan aún tantos dañinos escribidores.

¡Peregrina figura literaria la del autor de Monte Cristo! Trabajo le mando á quien se proponga leer sus obras enteras. Si la inmortalidad de cada autor se midiese por la cantidad de tomos que diese á la estampa, Alejandro Dumas, padre, sería el primer escritor de nuestra época. Porque si bien está demostrado que, además de novelista, fué Dumas razón social de una fábrica de novelas conforme á los últimos adelantos, donde muchas, como el blanco y carmín de la doña Elvira del soneto, sólo tenían de suyas el haberle costado su dinero; si es cierto que se patentizó la imposibilidad física de que hubiese escrito cuanto publicaba, y si cuando pleiteó con los directores de La Prensa y de El Constitucional, éstos, le probaron que, sin perjuicio de otros encargos, se había comprometido á darles á ellos cada año mayor número de cuartillas de original que puede despachar el escribiente más ligero; si amén de contraer y cubrir todos estos compromisos está averiguado que viajaba, que hacía vida social, frecuentaba los bastidores de los teatros y las redacciones de la prensa, se metía en política y galanteaba, todavía es admirable que haya dado abasto á escribir la prodigiosa cantidad de libros que sin disputa le pertenecen, y á leer y retocar los ajenos cuando salían escudados con su nombre.

Por muchos cirineos que le ayudasen á llevar el peso de la producción, Dumas aparece fecundísimo. Un teatro se fundó sólo para representar sus obras; un periódico para despachar en folletín sus novelas, pues ya no alcanzaban los editores á imprimirlas aparte. En tan inmenso océano de narraciones novelescas como nos dejó, sobreabunda el género pseudo-histórico, especie de resurrección de los libros de caballerías adaptados al gusto moderno. Alejandro Dumas llamaba á la historia clavo donde colgaba sus lienzos, y otras veces aseguraba que á la historia era lícito hacerle violencia, siempre que los bastardos naciesen con vida. Penetrado de tales axiomas, trató á la verdad histórica sin cumplimientos, como todos sabemos. Es cierto que también Chateabriand había sustituido á la erudición sólida y á la crítica severa su fantasía incomparable; pero ¡de cuán distinto modo! Chateabriand bordó de oro y perlas la túnica de la historia; Dumas la vistió de máscara.

En medio de todo, hay dotes sorprendentes en Alejandro Dumas. No es grano de anís inventar tanto, producir con tan incansable aliento y mecer y arrullar gratamente—siquiera sea con patrañas inverosímiles— á una generación entera. El don de imaginar, acaso nadie lo ha tenido en tanta cantidad como Alejando Dumas, si bien otros lo poseyeron de calidad mejor y más exquisita: que en esto de imaginación, como en todo, hay género de primera y de segunda. Y realmente, Alejandro Dumas es el tipo de la literatura secundaria, no del todo ínfima, pero tampoco comparable á la que forjan grades escritores con los cuales no puede medirse el autor de Los tres mosqueteros.

Literariamente, Dumas es mediocre. De ahí proviene su éxito y popularidad. Dumas subió á la altura exacta de la mayor parte de las inteligencias. Si su forma fuese más selecta y elegante, ó su personalidad más caracterizada, ó sus ideas más originales, ya no estaría al alcance de todo el mundo. Su novela es, pues, la novela por antonomasia; la novela que lee cada quisque cuando se aburre y no sabe cómo matar el tiempo; la novela de las subscripciones; la novela que se presta como un paraguas; la novela que un taller entero de modistas lee por turno; la novela que tiene los cantos grasientos y las hojas sobadas; la novela mal impresa, coleccionada de folletines, con láminas melodramáticas y cursis; y la novela, en suma, más antiliteraria en el fondo, donde el arte importa un bledo y lo que interesa es únicamente saber en qué parará y cómo se las compondrá el autor para salvar á tal personaje ó matar á cuál otro.

Hoy, al ver la enorme biblioteca dumasiana, no sabe uno qué admirar más, si su tamaño ó su poca consistencia. El abate Prevost, de sus doscientos volúmenes, logró salvar uno que le inmortaliza: diez ó doce años después del fallecimiento de Dumas, dudamos si alguna de sus obras pasará á las futuras edades.

Bien arrumbado se va quedando asimismo el rival de Dumas, el poco menos fecundo é inventivo Eugenio Sue. En éste había la cuerda socialista, populachera y humanitaria, que tocada diestramente, gana triunfos tan brillantes como efímeros. Sin embargo, Sue tuvo más de artista que Dumas; dió mayor relieve á sus creaciones. Su fantasía, rica é intensa, evocaba con fuerza superior. Pero si en alguien alcanzó esta facultad aquel grado de pujanza que todo lo poetiza y transforma, y sin reemplazar á la verdad, compensa su falta, fué en Jorge Sand.

Jorge Sand es el escultor inspirado de la novela idealista; Alejandro Dumas, y Sue mismo, á su lado, no pasan de alfareros. Gran productor como sus rivales, recibió del cielo, por añadidura, dones literarios, merced á los cuales fué el único competidor digno de Balzac, como Madama de Staël lo había sido de Chateaubriand. Su ingenio era de aquellos que hacen escuela y marcan huella resplandeciente y profunda. En el día podemos juzgar con serenidad al ilustre andrógino, porque aun cuando somos casi coetáneos suyos, no hemos alcanzado el periodo militante de sus obras. Nuestros padres conocieron á Jorge Sand en la época de sus aventuras y vida bohemia, y se escandalizaron con la propaganda anticonyugal y antisocial de sus primeros libros. Hoy, en el vasto conjunto de los escritos de Jorge Sand, esos libros, forma primaria de su talento dúctil y variable, son un pormenor, digno sí de tomarse en cuenta, pero que no empece al mérito de los restantes: tanto más, cuanto que el gusto ha cambiado, y actualmente se cree que la obra mejor de la autora de Mauprat son sus novelas campestres, Geórgicas modernas, dignas de compararse con las del poeta mantuano. ¿Qué importan las teorías filosóficas tan extravagantes como inconsistentes de Jorge Sand? Latouche dijo de ella descortesmente que era un eco que reforzaba la voz; y á fe que no se engañó en lo que respecta á pensamiento, porque Jorge Sand dogmatizaba siempre por cuenta ajena. Pero el escritor insigne no le debe nada á nadie. Hoy sus filosofías son tan peligrosas para la sociedad y la familia como una linterna mágica ó un kaleidoscopio. Valentina, Lelia, Indiana, no nos persuaden á cosa alguna; su propósito docente ó disolvente resulta inofensivo. Lo que permanece inalterable es el nítido y majestuoso estilosa fantasía lozana del autor.

En toda la literatura idealista que revisamos impera la imaginación, demás ó menos quilates, más órnenos selecta; pero siempre como facultad soberana. Podemos decir que ella es la característica del período literario que empieza con el siglo y dura hasta su mitad. También indudable aparece la decadencia del género. No hablemos de Alejandro Dumas y Eugenio Sue: consideremos sólo á Jorge Sand, que vale más que ellos. Lo que sucede con Jorge Sand es prueba palmaria de que la literatura de imaginación es ya cadáver. La célebre novelista, de edad muy avanzada, falleció hace pocos años, como si dijéramos ayer, en 1876, en su tranquilo retiro de Nohant, y hasta los últimos días de su existencia escribió y publicó novelas, donde no se advertía inferioridad ó descenso en la composición ni en el estilo, antes descollaba como siempre la maestría propia del gran prosista. Pues esas novelas, insertas en la Revista de Ambos Mundos, pasaban inadvertidas; nadie reparaba en ellas; para la generación actual, Jorge Sand había muerto mucho antes de bajar al sepulcro. ¿Y por qué? Tan sólo porque estaba fuera del movimiento literario actual; porque cultivaba la literatura de imaginación, que tuvo su época y hoy no cabe. No es que la gente dejase de pronunciar con admiración el nombre de Jorge Sand; es que consideraba sus escritos como se consideran los de un clásico, de un autor que fué hijo de otras edades y no vive en la presente.

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