VII Prosigue la genealogia

EN achaque de novelas hemos madrugado bastante más que los franceses. Hartos estábamos ya de producir historias caballerescas, y florecía en nuestro Parnaso el género picaresco y pastoril, mientras ellos no, poseían un mal libro de entretenimiento en prosa, si se exceptúan algunas nouvelles.

Sin embargo, cuando en sus tratados de literatura llegan nuestros vecinos al siglo XVI, no se olvidan jamás de decir que también tuvieron por entonces su Cervantes. Veamos quién fué el tal.

Poseído de la embriaguez de letras humanas que caracterizó al Renacimiento, cierto fraile franciscano, hijo de un ventero turenés, se dió á estudiar el griego, descuidando totalmente los deberes de su regla. Día y noche vivía encerrado en la celda con un compañero, y en vez de maitines, ambos recitaban trozos de Luciano ó de Aristófanes. Sorprendidos por el Padre Superior, fuéles impuesta penitencia; y cuéntase—aunque los historiadores no lo dan por cosa averiguada—que desde aquel punto y hora el fraile humanista revolvió el convento con mil travesuras diabólicas, nada decorosas ni limpias, hasta que por fin logró escaparse y abandonar el claustro, yéndose mundo adelante á campar por su respeto. Sucesivamente fué monje benedictino, médico, astrónomo, bibliotecario, secretario de embajada, novelista, y al cabo cura párroco; estudió y practicó todas las ciencias y todos los idiomas; disecó por primera vez en Francia un cadáver; satirizó á los religiosos, á la magistratura, á la Universidad, á los protestantes, á los reyes, á los pontífices, á Roma; y todo sin sufrir graves persecuciones, y muriendo en paz, gracias á lo mucho que lo protegía el Papa Clemente VII, al paso que Calvino le hubiera tostado de bonísima gana, y el poeta Ronsard escribía su epitafio encargando al pasajero que derramase sobre la fosa del fraile exclaustrado sesos, jamones y vino, que le serían más gratos que las frescas azucenas.

Ahora bien: este hombre singular, habiendo publicado obras científicas y visto que nadie las compraba, concibió la idea de inculcar al pueblo los mismos conocimientos; pero en tal forma, que le divirtiesen y los tragase sin sentir, para lo cual compuso una sátira desmesurada, extravagante y bufa, un colosal sainetón, del que «despachó más ejemplares en dos meses que Biblias se vendían en nueve años». Y la ponderación no es corta, porque en aquellos tiempos de protestantismo militante se leía harto la Biblia. El autor compara la burlesca epopeya de Gargantúa y Pantagruel á un hueso que hay que roer para descubrir la substanciosa medula; el hueso es verdad que tiene tuétano suculento, pero también grasa, sangre y piltrafas, que es preciso apartar. Es de los libros más raros y heterogéneos que se conocen: aquí una máxima profunda, allí una grosería indecente; después de un admirable sistema de educación, una aventura estrambótica. Para hacerse cargo de la índole de la fábula, baste decir que cada vez que mama el héroe, el gigante Pantagruel, se chupa la leche de cuatro mil seiscientas vacas.

Poner en parangón á Rabelais con Cervantes, es lo mismo que comparar á Luciano de Samosata con Homero. Indudablemente Rabelais era un sabio, y Cervantes no: he de decirlo aunque me excomulgue algún cervantista. Pero á Rabelais, como á su siglo, la erudición no lo salvó enteramente de la barbarie. Rabelais legó á su patria una obra deforme, y Cervantes una creación acabada y sublime en su género. Nosotros podemos encomiar el habla de Cervantes, y los franceses no propondrán nunca por modelo el lenguaje de Rabelais, á pesar de su riqueza, variedad y carácter pintoresco.

Ni formó Rabelais, como el autor del Quijote, escuela de novelistas, ni Gargantúa y Pantagruel son, en rigor, novelas. Más imitadores tuvo en lo sucesivo una mujer, la Reina Margarita de Navarra. En aquel siglo donde nadie era mojigato sino los protestantes, la erudita Princesa, viajando en litera y mojando la pluma en el tintero que su camarista sostenía en el regazo, borroneó el Heptameron, serie de cuentos alegres al estilo de los de micer Boccacio. En este género del cuento breve ó nouvelle fué fecundísima Francia; ya desde el siglo XV se conocía una gran colección, las Cien novelas nuevas. Solían tales historietas narrarse primero de viva voz, imprimiéndose después si agradaban: superiores al cuento popular, eran inferiores á la novela propiamente dicha. Nosotros carecemos de nouvelles: la novela ejemplar, aunque corta, tiene más alcance que la nouvelle francesa.

Los extremos se tocan: Francia, que descolló en semejantes cuentos ligeros, produjo también los novelones monumentales en varios tomos, que abundaron en el siglo XVII, Era moda, á la sazón, imitar á España; nuestra preponderancia política había impuesto á Europa los trajes, costumbres y literatura castellana. Dícese que Antonio Pérez, famoso valido de Felipe II, fué quien trasplantó á la corte de Francia, donde vivía refugiado, nuestro culteranismo; al par el caballero Marini, aquella peste de las letras italianas, gran corruptor del gusto en su tierra, cruzó los Alpes para inficionar á París. Formóse la sociedad del palacio de Rambouillet., donde se conversaba apretando el ingenio, quintesenciando el estilo, discreteando á porfía, y llovían madrigales, acrósticos y todo género de rimas galantes. á ejemplo del palacio memorable en los anales de la literatura francesa, se crearon otros círculos presididos por las preciosas (que entonces aún no eran ridiculas), en los cuales también se alambicaba el lenguaje y los afectos: fruto y espejo de estas asambleas sui generis fueron las novelas interminables de La Calprénede, de Gomberville y de la señorita de Scudery. Los héroes de ellas, aunque llevaban nombres griegos, turcos y romanos, hablaban y sentían como franceses contemporáneos de las preciosas; Bruto escribía billeticos perfumados á Lucrecia, y Horacio Cocles, prendado de Clelia, contaba al eco sus amorosas cuitas. En Clelia levantó la señorita Scudery el famoso mapa del país de Terneza, al través del cual serpea el río de la Afición, se extiende el lago de la Indiferencia y descuellan los distritos del Abandono y la Perfidia. Considerando que tales novelas solían constar de ocho ó diez volúmenes de á ochocientas páginas, resulta que es preferible engolfarse en los libros de caballerías, aun á riesgo de secarse la mollera como el Ingenioso Hidalgo.

Es verdad que no todas las ficciones novelescas del siglo XVII parecen hoy tan soporíferas: las de Madama de Lafayette se sufren mejor: la Astrea de Urfé es linda pastoral; la Novela còmica, de Scarron, imitada del español, ofrece colorido y animados lances. Nosotros abandonábamos el riquísimo venero abierto por Cervantes, y entretanto los franceses muy á su sabor lo explotaban, sacando de él oro puro. Lesage, quizá el primer novelista de Francia en el siglo XVIII, se labró un manto regio zurciendo retazos de la capa de Espinel, Guevara y Mateo Alemán. Bien quisimos disputar á Francia el Gil Blas, en cuyo rostro y talle leíamos su origen castellano; pero ¿quién nos tiene la culpa de ser tan descuidados y pródigos? Inútilmente alegamos que Gil Blas debió nacer del lado acá del Pirineo: los franceses nos responden que lo que hay de español en Gil Blas es lo exterior, la vestidura: el carácter del protagonista, versátil y mediocre, es esencialmente galo. Y en eso, vive Dios que llevan razón. Nuestros héroes son más héroes, nuestros picaros más picaros que Gil Blas.

El abate Prevost, novelador incansable que compuso sobre doscientos volúmenes, olvidados hoy, casualmente acertó á escribir uno por el cual figura al lado de Lesage. Manon Lescaut no es más ni menos que la historia sucinta de dos perdidos, uno varón y otro hembra. El heroe, el caballero Desgrieux, un solemne fullero; la heroina, Manon, una cortesana de baja estofa. Y está lo original y pasmoso del libro en que, con tales antecedentes, Manon y Desgrieux cautivan, interesan, hasta arrancar lágrimas. No es que se verifique en los dos personajes alguna de aquellas maravillosas conversiones, ó redenciones por el amor, que fingen los escritores contemporáneos, desde Dumas en La Dama de las Camelias hasta Farina en Capelli Biondi: nada de eso. La cortesana muere impenitente. ¿Á qué debe, pues, su atractivo singular la historia de Manon? Su autor nos lo revela. «Manon Lescaut—dice—no es sino pintura y sentimiento, pero pintura verdadera y sentimiento natural. En cuanto al estilo, habla en él la naturaleza misma.» La impresión que causa el breve libro de Prevost es la que produce un suceso cierto, el análisis de una pasión hecho por el paciente. Un hombre penetra en la iglesia; arrodíllase al pie de un confesonario, y refiere su vida sin omitir circunstancia, sin encubrir sus vilezas ni sus culpas, sin velar sus sentimientos ni atenuar sus malas acciones: ese hombre es gran pecador, pero ha amado mucho, ha sido arrastrado á pecar por afectos vehementísimos, y el confesor que le escucha siente deslizarse por sus mejillas una lágrima. Esto acontece al que oye en confesión al caballero Desgrieux.

¡Cuán lejos está Rousseau de poseer la naturalidad del abate Prevost! Rousseau es idealista y moralista: predicar, enseñar, reformar el universo, tal es su propósito. Sus novelas rebosan doctrinas, reflexiones y declamaciones: virtud, sensibilidad, amistad y ternura andan en ellas como por su casa. El Emilio, en especial, puede considerarse tipo de la novela docente: el arte, el interés de la ficción, la pintura de las pasiones, todo es allí secundario: el caso es demostrar cuanto se propuso el autor que el libro demostrase. Penetrado de las excelencias y ventajas del estado salvaje y primitivo, Rousseau defendió su tesis hasta el extremo, decía con gracia Voltaire, de infundir ganas de andar á cuatro pies, y solicitó que la igualdad se aplicase tan sin límites, que se casase el hijo del rey con la hija del verdugo. ¡Pícara idea y cuántos estragos hizo en la novela andando el tiempo! Lo noto de paso, y continúo.

Por supuesto que la moral de Rousseau era peregrina: su héroe Saint-Preux, adorando la virtud, seducía á la doncella que sus padres le fiaban para educarla. No obstante, todo lo que se diga de la popularidad y éxito de las novelas de Rousseau es poco. Rousseau ejerció sobre su época el decisivo influjo que alcanzan los escritores si aciertan á erigirse en moralistas. Las mujeres lo idolatraron; las madres lactaron á sus hijos para obedecerle; pulularon las Julias y los Emilios; ciertas comarcas del Norte quisieron tomarle por legislador; la Convención puso en práctica sus teorías, y el torrente de la revolución corrió por el cauce de sus ideas. No ventilemos aquí si todo esto fué vera gloria: lo evidente es que no fué gloria literaria. Como novelista, vale más el abate Prevost.

El mérito literario que no puede negarse á Rousseau, es el de introducir melodías nuevas en el idioma francés, desecado por la pluma corrosiva y aguda de Voltaire. Rousseau supo ver el paisaje y la naturaleza y describirla en páginas elocuentes y hermosas: Pablo y Virginia son la segunda parte de la Eloísa; Bernardino de Saint-Pierre aplicó á un tiempo los procedimientos artísticos y las teorías antisociales de su modelo Rousseau, cuando buscó para teatro de su poema un país virgen, un mundo medio salvaje y desierto, y para héroes dos seres jóvenes y candorosos, no inficionados por la civilización y que mueren á su contacto, como la tropical sensitiva languidece al tocarla la mano del hombre.

Mejor que Rousseau narraba Voltaire. Sus cuentos en prosa son la misma sobriedad, la misma claridad, la misma perfección; no es posible indicar en ellos ni leves errores gramaticales; allí resalta el respeto más profundo, la más completa intuición de eso que se llama genio de un idioma. Pero también se advierte aquella pobreza de fantasía, aquella carencia de sentimiento, aquella luz sin calor y aquel corazoncillo seco y encogido, arrugado como nuez añeja, eterna inferioridad del autor de Cándido. Voltaire cuenta; no es posible que novele. El novelista necesita más simpatía y alma menos estrecha.

Diderot reúne mejores condiciones de novelista. Voltaire sabe literatura, pero Diderot es artista, artista que pinta con la pluma: en él comienza la serie de los escritores coloristas de Francia; él emplea antes que nadie frases que copian y reproducen la sensación, por donde consumados estilistas contemporáneos le reconocen y nombran maestro. Sus teorías estéticas, nuevas y atrevidas entonces, contenían ya el realismo; en sus novelas late la realidad: lástima grande que, obedeciendo al gusto de la época, las haya sembrado de pasajes licenciosos, enteramente innecesarios. No pueden compararse sus aptitudes con las de ningún escritor de su tiempo; lea el que lo dude El Sobrino de Rameau, tesoro de originalidad; lea la misma Religiosa, descartando las manchas de inverecundia que la afean y el alegato contra los votos perpetuos que el acérrimo libertino no supo omitir, y verá un libro interesantísimo, con delicado interés, sin aventuras ni incidentes extraordinarios, sin galanes ni amoríos de reja, con sólo el combate interior de un espíritu y el vigoroso estudio de un carácter. Diderot escribió La Religiosa fingiendo ser las memorias de una doncella obligada por su familia á entrar monja sin vocación, y que tras de mil luchas se escapa del claustro, y dirigió el manuscrito al Marqués de Croismare, gran filántropo, como si la desdichada le pidiese auxilio. El Marqués, engañado por la admirable naturalidad del relato, se apresuró á mandar dinero y á ofrecer protección á la imaginaria heroína de Diderot.

Con estos novelistas de la Enciclopedia hemos llegado á un punto crítico. La Revolución comienza, y mientras dure su formidable sacudida nadie escribe novelas, pero todo el mundo se halla expuesto á vivirlas muy dramáticas.

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