III Seguimos filosofando

TAL cual la expone Zola, adolece la estética naturalista de los defectos que ya conocemos. Algunos de sus principios son de grandes resultados para el arte; pero existe en el naturalismo, considerado como cuerpo de doctrina, una limitación, un carácter cerrado y exclusivo que no acierto á explicar sino diciendo que se parece á las habitaciones bajas de techo y muy chicas, en las cuales la respiración se dificulta. Para no ahogarse hay que abrir la ventana: dejemos circular el aire y entrar la luz del cielo.

Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce á unidad la oposición del naturalismo y del idealismo racional. En el realismo cabe todo, menos las exageraciones y desvaríos de dos escuelas extremas, y por precisa consecuencia, exclusivistas.

Un hecho solo basta á probar la verdad de esto que afirmo. Por culpa de su estrecha tesis naturalista, Zola se ve obligado á desdeñar y negar el valor de la poesía lírica. Pues bien; para la estética realista vale tanto el poeta lírico más subjetivo é interior como el novelista más objetivo. Uno y otro dan forma artística á elementos reales. ¿Qué importa que esos elementos los tomen de dentro ó de fuera, de la contemplación de su propia alma ó de la del mundo? Siempre que una realidad—sea del orden espiritual ó del material—sirva de base al arte, basta para legitimarlo.

Citemos cualquier poeta lírico, el menos exterior, lord Byron ó Enrique Heine. Sus poesías son una parte de ellos mismos: esas quejas y tristezas y amarguras, ese escepticismo desconsolador, lo tuvieron en el alma antes de convertirlo en lindos versos: no hay duda que es un elemento real, tan real, ó más, si se quiere, que lo que un novelista pueda averiguar y describir de las acciones y pensamientos del prójimo: ¿quién refiere bien una enfermedad sino el enfermo? Y aun por eso resultan insoportables los imitadores en frío de estos poetas tristes; son como el que remedase quejidos de dolor, no doliéndole nada.

El gran poeta Leopardi es un caso de los más característicos de lo que puede llamarse realidad poética interior. Las penas de su edad viril, la condición de su familia, la dureza de la suerte, sus estudios de humanidades y hasta los miedos que pasó de niño en una habitación obscura, todo está en sus poesías, como indeleble sello personal, de tal modo que, si suponemos á Leopardi viviendo en diferentes condiciones de las que vivió, ya no se concibe la mayor parte de sus versos. Y digo yo: ¿no es justísimo que quepa en la ancha esfera de la realidad una obra de arte donde el autor pone la medula de sus huesos y la sangre de su corazón, por decirlo así? Aun suponiendo, y es mucho suponer, que el poeta lírico no expresase sino sus propios é individuales sentimientos, y que éstos pareciesen extraños, ¿no es la excepción, encaso nuevo y la enfermedad desconocida lo que más importa á la curiosidad científica del médico observador?

Pero si todas las obras de arte que se fundan en la realidad caben dentro de la estética realista, algunas hay que cumplen por completo su programa, y son aquellas donde tan perfectamente se equilibran la razón y la imaginación, que atraviesan las edades viviendo vida inmortal. Las obras maestras universalmente reconocidas como tales, tienen todas carácter anchamente realista: así los poemas de Homero y Dante, los dramas de Shakespeare, el Quijote y el Fausto. La Biblia, considerada literariamente, dejando aparte su autoridad sagrada, es la epopeya más realista que se conoce.

Á fin de esclarecer esta teoría, diré algo del idealismo, para que no pesen sobre el naturalismo todas las censuras y se vea que tan malo es caerse hacia el Norte como hacia el Sur. Y ante todo conviene saber que el idealismo está muy en olor de santidad, goza de excelente reputación y se cometen infinitos crímenes literarios al amparo de su nombre: es la teoría simpática por excelencia, la que invocan poetas de caramelo y escritores amerengados; el que se ajusta á sus cánones pasa por persona de delicado gusto y alta moralidad; por todo lo cual debe tratársele con respeto y no tomar la exposición de sus doctrinas de ningún zascandil. Busquémosla, pues, en Hegel y sus discípulos, donde larga y hondamente se contiene.

Entre naturalistas é idealistas hay el mismo antagonismo que entre Lutero y Pelagio. Si Zola niega en redondo el libre arbitrio, Hegel lo extiende tanto, que todo está en él y sale de él. Para Zola, el universo físico hace, condiciona, dirige y señorea el pensamiento y voluntad del hombre; para Hegel y sus discípulos ese universo no existe sino mediante la idea. ¿Qué digo ese universo? Dios mismo sólo es en cuanto es idea; y el que se asuste de este concepto será, según el hegeliano Vera, un impío ó un insensato (á escoger). ¿Y qué se entiende por idea? La idea, en las doctrinas de Hegel, es principio de la naturaleza y de todos los seres en general, y la palabra Dios no significa sino la idea absoluta ó el absoluto pensamiento. Consecuencias estéticas del sistema hegeliano. En opinión de Hegel, la esfera del arte es «una región superior, más pura y verdadera que lo real, donde todas las oposiciones de lo finito y de lo infinito desaparecen; donde la libertad, desplegándose sin límites ni obstáculos, alcanza su objeto supremo». Con este aleteo vertiginoso ya parece que nos hemos apartado de la tierra y que nos hallamos en las nubes, dentro de un globo aerostático. Espacios á la derecha, espacios á la izquierda, y en parte alguna suelo donde sentar los pies. Y es lo peor del caso que semejante concepción trascendental del arte la presenta Hegel con tal profundidad dialéctica, que seduce. Lo cierto es que con esa libertad pelagiana que se desplega sin límites ni obstáculos, y con ese universo construido de dentro á fuera, cada artista puede dar por ley del arte su ideal propio, y decir, parodiando á Luis XIV: «La estética soy yo.» «El arte—enseña Hegel—restituye á aquello que en realidad está manchado por la mezcla de lo accidental y exterior, la armonía del objeto con su verdadera idea, rechazando todo cuanto no corresponda con ella en la representación; y mediante esta purificación produce lo ideal, mejorando la naturaleza, como suele decirse del pintor retratista.» Ya tiene el arte carta blanca para enmendarle la plana á la naturaleza y forjar «el objeto», según le venga en talante á «la verdadera idea».

Pongamos ejemplos de estas correcciones á la naturaleza, tomándolos de algún escritor idealista. Gilliatt, el heroe de Los trabajadores del mar de Víctor Hugo, es en realidad un hombre rudo, que casualmente se prenda de una muchacha y se ofrece á desempeñar un trabajo hercúleo para obtener su mano. Nada más natural y humano, en cierto modo, que este asunto. Pero, por medio del procedimiento de Hegel, el hombre se va agigantando, convirtiéndose en un titán; sostiene lucha colosal con los elementos desencadenados, con los monstruos marinos, venciéndolos, por supuesto; por si no basta, concluye siendo mártir sublime, y el autor decreta su apoteosis.

Sin salir de esta misma novela, Los trabajadores del mar, aún encontramos otro personaje más conforme que Gilliatt con las leyes de la estética idealista: el pulpo. Pulpos sin enmienda los vemos á cada paso en nuestra costa cantábrica; cuando aplican sus ventosas á la pierna de un bañista ó de un marinero, basta por lo regular una sacudida ligera para soltarse; por acá, el inofensivo cefalópodo se come cocido, y es manjar sabroso, aunque algo coriáceo. Pero éstos son los pulpos tal cual Dios los crió, la apariencia sensible del pulpo, que diría un hegeliano; lo real del pulpo, ó sea su idea, es lo que Víctor Hugo aprovechó para dramatizar la acción de Los trabajadores. Allí el pulpo ideal, ó la idea que se oculta bajo la forma del pulpo, crece, no sólo física, sino moralmente, hasta medir tamaño desmesurado: el pulpo es la sombra, el pulpo es el abismo, el pulpo es Lucifer. Así se corrige á la naturaleza.

Un heroe idealista de muy diversa condición que Gilliatt es el Rafael de Lamartine. Este no representa la fuerza y la abnegación, no es el león-cordero, sino la poesía, la melancolía, el amor insondable é infinito, el estado de ensueño perpetuo. Complácese el autor en describir la lindeza de Rafael, muy semejante á la del de Urbino, y además le atribuye las cualidades siguientes: «Si Rafael fuese pintor—dice—pintaría la Virgen de Foligno; si manejase el cincel, esculpiría la Psiquis de Canova; si fuese poeta, hubiera escrito los apóstrofes de Job á Jehová, las estancias de la Herminia del Tasso, la conversación de Romeo y Julieta á la luz de la luna, de Shakespeare, el retrato de Haydea, de lord Byron....» Ustedes creerán que Rafael se conforma con pintar lo mismo que su homónimo, esculpir como Canova y poetizar como Job, el Tasso, Shakespeare y Byron en una pieza. ¡Quiá! El autor añade que, puesto en tales y cuales circunstancias, Rafael hubiese tendido á todas las cimas, como César, hablado como Demóstenes y muerto como Catón. Así se compone un héroe idealista de la especie sentimental. ¡Cuán preferible es retratar un ser humano, de carne y hueso, á fantasear maniquíes!

Los hombres de extraordinario talento suelen poseer la virtud de la lanza de Aquiles para curar las heridas que abren. En la Poética de Hegel doy con un párrafo que es el mejor programa de la novela realista. «Por lo que hace á la representación, la novela propiamente dicha exige también, como la epopeya, la pintura de un mundo entero y el cuadro de la vida, cuyos numerosos materiales y variado fondo se encierren en el círculo de la acción particular que es centro del conjunto. En cuanto á las condiciones especiales de concepción y ejecución, hay que otorgar al poeta ancho campo, tanto más libre, cuanto menos puede, en este caso, eliminar de sus descripciones la prosa de la vida real, sin que por eso él haya de mostrarse vulgar ni prosaico.» Si se tiene en cuenta la época en que Hegel escribió esto, cuando la novela analítica era la excepción, es más de admirar la exactitud de la apreciación independiente del sistema general hegeliano, como lo es también en cierto modo lo que dice acerca del fin y propósito del arte. En este terreno lleva inmensa ventaja á Zola: para Hegel, el arte es objeto propio de sí mismo, y referirlo á otra cosa, á la moral, por ejemplo, es desviarlo de su camino verdadero.

«El objeto del arte—declara el filósofo de Stuttgart—es manifestar la verdad bajo formas sensibles, y cualquiera otro que se proponga, como la instrucción, la purificación, el perfeccionamiento moral, la fortuna, la gloria, no conviene al arte considerado en sí.» El error que aquí nos sale al paso es que Hegel, al decir verdad, sobreentiende idea, pero al menos no saca á la belleza de su terreno propio; no confunde, como Zola, los fines del arte y de las ciencias morales y políticas.

El idealismo está representado en literatura por la escuela romántica, que Hegel consideraba la más perfecta, y en la cual cifraba el progreso artístico. Esta escuela, que tanto brilló en nuestro siglo, fué al principio piedra de escándalo, como lo es el naturalismo ahora. Sus instructivas vicisitudes merecen capítulo aparte.

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