IV Historia de un motín

ALLÁ por los años de 1829, el conde Alfredo de Vigny, escritor delicado cuya aspiración era encerrarse en una torre de marfil para evitar el contacto del vulgo, dió al Teatro Francés la traducción y arreglo del Otelo de Shakespeare. Esta tragedia y las mejores del gran dramático inglés se conocían en Francia ya, merced á las adaptaciones de Ducis, que en 1792 había aderezado el Otelo al gusto de la época, con dos desenlaces distintos, uno el de Shakespeare, y otro «para uso de las almas sensibles». No juzgó el conde de Vigny necesarias tales precauciones, aunque sí atenuó en muchos pasajes la crudeza shakesperiana; gracias á lo cual el público se mostró resignado durante los primeros actos, y hasta aplaudió de tiempo en tiempo. Pero al llegar á la escena en que el moro, frenético de celos, pide á Desdémona el pañuelo bordado que le entregara en prenda de amor, la palabra pañuelo (mouchoir), traducción literal de la inglesa handkerchief, produjo en el auditorio una explosión de risas, silbidos, pateos y chicheos. Esperaban los espectadores algún circunloquio, alguna perífrasis alambicada, como cándido cendal ó cosa por el estilo, que no ofendiese sus cultas orejas; y al ver que el autor se tomaba la libertad de decir pañuelo á secas, armaron tal escándalo, que el teatro se caía.

Formaba parte Alfredo de Vigny de una escuela literaria entonces naciente, que venía á innovar y á trasformar por completo la literatura. Dominaba el clasicismo á la sazón, no sólo en las esferas oficiales, sino en el gusto y opinión general, como lo demuestra la anécdota del pañuelo. ¡Tan mínima licencia causar tan terrible espanto! Es que lo que hoy nos parece leve, á la sazón era gravísimo. Las letras, á fuerza de inspirarse en los modelos clásicos, de sujetarse servilmente á las reglas de los preceptistas, y de pretender majestad, prosopopeya y elegancia, habían llegado á tal extremo de decadencia, que se juzgaba delito la naturalidad, y sacrilegio llamar á las cosas por su nombre, y las nueve décimas partes de las palabras francesas se hallaban proscritas á pretexto de no profanar la nobleza del estilo. Por eso el gran poeta que capitaneó la renovación literaria, Víctor Hugo, dijo en las Contemplaciones: «¡No haya desde hoy más vocablos patricios ni plebeyos! Suscitando una tempestad en el fondo de mi tintero, mezclé la negra multitud de las palabras con el blanco enjambre de las ideas, y exclamé: ¡De hoy más no existirá palabra en que no pueda posarse la idea bañada de éter!»

Una literatura que, como el clasicismo de principios del siglo, mermaba el lenguaje, apagaba la inspiración y se condenaba á imitar por sistema, había de ser forzosamente incolora, artificiosa y pobre; y los románticos, que venían á abrir nuevas fuentes, á poner en cultura terrenos vírgenes, llegaban tan á tiempo como apetecida lluvia sobre la tierra desecada. Aunque al pronto el público se alborotase y protestase, tenía que acabar por abrirle los brazos. Es curioso que las acusaciones dirigidas al romanticismo incipiente se parezcan como un huevo á otro á las que hoy se lanzan contra el realismo. Leer la crítica del romanticismo hecha por un clásico, es leer la del realismo por un idealista. Según los clásicos, la escuela romántica buscaba adrede lo feo, sustituía lo patético con lo repugnante, la pasión con el instinto; registraba los pudrideros, sacaba á luz las llagas y úlceras más asquerosas, corrompía el idioma y empleaba términos bajos y viles.— ¿No diría cualquiera que el objeto de esta censura es L'Assommoir?

Sin arredrarse, proseguían los románticos su formidable motín. En Inglaterra, Coleridge, Carlos Lamb, Southey, Wordsworth, Walter Scott, rompían con la tradición, desdeñaban la cultura clásica y preferían á La Eneida una balada antigua y á Roma la Edad Media. En Italia, la renovación dramática procedía del romanticismo, por medio de Manzoni. Alemania, verdadera cuna de la literatura romántica, la poseía ya riquísima y triunfante. España, harta de poetas sutiles y académicos, también se abrió gustosísima al cartaginés, que traía las manos llenas de tesoros. Pero en ninguna parte fué el romanticismo tan fértil, militante y brioso como en Francia. Sólo por aquel brillante y deslumbrador período literario merecen nuestros vecinos la legítima influencia, que no es posible disputarles, y que ejercen en la literatura de Europa.

¡Magnífica expansión, rico florecimiento del ingenio humano! Sólo puede compararse á otra gran época intelectual: la de esplendor de la filosofía escolástica. Y tiene de notable haber sido mucho más corta: nacido el romanticismo después que el siglo XIX, un gran crítico, Sainte-Beuve, habló de él en 1848 como de cosa cerrada y concluida, declarando que el mundo pertenecía ya á otras ideas, otros sentimientos, otras generaciones. Fué un relámpago de poesía, de belleza y de encendida claridad, al cual se le puede aplicar la estrofa de Nuñez de Arce:

¡Qué espontáneo y feliz renacimiento!

¡Qué pléyade de artistas y escritores!

En la luz, en las ondas, en el viento

Hallaba inspiración el pensamiento,

Gloria el soldado y el pintor colores.

Un individuo de la falange francesa, Dovalle, muerto en desafío á la edad de veintidós años, aconsejaba así al poeta romántico: «Ardiendo en amor y penetrado de armonías, deja brotar tus inflamados versos, y fogoso y libre pide á tu genio cantos nuevos é independientes. Si el cielo te disputa la sagrada chispa, vuela atrevido á robársela. ¡Vuela, mancebo! Sí, acuérdate de Ícaro: ¡él cayó, pero logró ver el cielo!»

Aunque del movimiento romántico francés descartemos á algunos de sus representantes que, como Alfredo de Musset y Balzac, no le pertenecen del todo y corresponden en rigor á distinta escuela, le queda una cantidad tal de nombres célebres, que bastan á enriquecer, no algunos lustros, sino un par de siglos. Chateaubriand,—hoy desdeñado más de lo justo;—el suave y melodioso Lamartine; Jorge Sand; Teófilo Gautier, tan perfecto en la forma; Víctor Hugo, coloso que aún se mantiene de pie; Agustín Thierry, primer historiador artista, son suficientes para ello, sin contar los muchos autores, quizá secundarios, pero de indisputable valía, que dan señal evidente de la fecundidad de una época y pulularon en el romanticismo francés; Vigny, Mérimée, Gerardo de Nerval, Nodier, Dumas, y, en fin, una bandada de dulces y valientes poetisas, de poetas y narradores originales que fuera prolijo citar. Teatro, poesía, novela, historia, todo se vió instaurado, regenerado y engrandecido por la escuela romántica.

Nosotros, los del lado acá del Pirineo, satélites—mal que nos pese—de Francia, recordamos también la época romántica como fecha gloriosa, experimentamos todavía su influencia y tardaremos bastante en eximirnos de ella. Diónos el romanticismo á Zorrilla, que fué como el ruiseñor de nuestra aurora al par que el lucero melancólico de nuestro ocaso: místicos arpegios, notas de guzla, serenatas árabes, medrosas leyendas cristianas, la poesía del pasado, la riqueza de las formas nuevas, todo lo expresó el poeta castellano con tan inagotable vena, con tan sonora versificación, con tan deleitable y nunca escuchada música, que aun hoy.... ¡que lo tenemos tan lejos ya!, parece que su dulzura nos suena dentro, en el alma. á su lado, Espronceda alza la byroniana frente; y el soldado poeta, García Gutiérrez, coge tempranos laureles que sólo le disputa Hartzenbusch; el Duque de Rivas satisface la exigencia histórico-pintoresca en sus romances, y Larra, más romántico en su vida que en sus obras, con agudo humorismo, con zumbona ironía, indica la transición del período romántico al realista. Mucho antes de que empezase á verificarse, aunque determinada por la francesa, nuestra revolución literaria tuvo carácter propio: nada nos faltó: andando el tiempo, si no poseímos un Heine y un Alfredo de Musset, nos nacieron Campoamor y Bécquer.

Mas el teatro del combate decisivo, importa repetirlo, fué Francia. Allí hubo ataque impetuoso por parte de los disidentes, y tenaz resistencia por la de los conservadores. Baour-Lormian, en una comedia titulada El clásico y el romántico, establecía la sinonimia de clásico y hombre de bien, de romántico y pillo: y siguiendo sus huellas, siete literatos clásicos netos elevaron á Carlos X una exposición donde le rogaban que toda pieza contaminada de romanticismo fuese excluida del Teatro Francés, á lo cual el Rey contestó, con muy buen acuerdo, que en materia de poesía dramática él no tenía más autoridad que la de espectador, ni más puesto que el asiento que ocupaba.

Á su vez los románticos provocaban la lucha, retaban al enemigo, y se mostraban díscolos y sediciosos hasta lo sumo. Reíanse á mandíbula batiente de las tres unidades de Aristóteles; mandaban á paseo los preceptos de Horacio y Boileau (sin ver que muchos de ellos son verdades evidentes dictadas por inflexible lógica, y que el preceptista no pudo inventar, como ningún matemático inventa los axiomas fundamentales, primeros principios de la ciencia), y se divertían en chasquear á los críticos que les eran adversos, como ingeniosamente lo hizo Carlos Nodier. Este docto filólogo y elegante narrador publicó una obra titulada Smarra, y los críticos, tomándola por engendro romántico, la censuraron acerbamente. ¡Cuál no sería su sorpresa al enterarse de que Smarra se componía de pasajes traducidos de Homero, Virgilio, Estacio, Teócrito, Catulo, Luciano, Dante, Shakespeare y Milton!

Hasta en los pormenores de indumentaria querían los románticos manifestar independencia y originalidad, sin cuidarse de evitar la extravagancia. Son proverbiales y características las melenas de entonces, y famoso el traje con que Teófilo Gautier asistió al memorable estreno del Hernani de Víctor Hugo. Componíase el traje en cuestión de chaleco de raso cereza, muy ajustado, á manera de coleto, pantalón verde pálido con franja negra, frac negro con solapas de terciopelo, sobretodo gris forrado de raso verde, y á la garganta una cinta de moiré, sin asomos de tirilla ni cuello blanco. Semejante atavío, escogido adrede para escandalizar á los pacíficos ciudadanos y á los clásicos asombradizos, produjo casi tanto efecto como el drama.

No se limitaba el romanticismo á la literatura: trascendía á las costumbres. Es una de sus señas particulares haber puesto en moda ciertos detalles, ciertas fisonomías, las damiselas pálidas y con tirabuzones, los héroes desesperados y en último grado de tisis, la orgía y el cementerio. Varió totalmente el concepto que se tenia del literato: éste era por lo general, en otros tiempos, persona inofensiva, apacible, de retirado y estudioso vivir: desde el advenimiento del romanticismo se convirtió en calavera misántropo, al cual las musas atormentaban en vez de consolarle, y que ni andaba, ni comía, ni se conducía en nada como el resto del género humano, encontrándose siempre cercado de aventuras, pasiones y disgustos profundísimos y misteriosos. Y que no todo era ficticio en el tipo romántico, lo prueba la azarosa vida de Byron, el precoz hastío de Alfredo Musset, la demencia y el suicidio de Gerardo de Nerval, las singulares vicisitudes de Jorge Sand, las volcánicas pasiones y trágico fin de Larra, los desahogos y vehemencias de Espronceda. No hay vino que no se suba á la cabeza si se bebe con exceso, y la ambrosía romántica fué sobrado embriagadora para que no se trastornasen los que la gustaban en la copa divina del arte.

¡Tiempos heroicos de la literatura moderna! Sólo la ciega intolerancia podrá desconocer su valor y considerarlos únicamente como preparación para la edad realista que empieza. Y no obstante, al llamar á la vida artística lo feo y lo bello indistintamente, al otorgar carta de naturaleza en los dominios de la poesía á todas las palabras, el romanticismo sirvió la causa de la realidad. En vano protestó Víctor Hugo declarando que vallas infranqueables separan á la realidad según el arte, de la realidad según la naturaleza. No impedirá esta restricción calculada que el realismo contemporáneo, y aun el propio naturalismo, se funden y apoyen en principios proclamados por la escuela romántica.

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