Marzo.—Pontevedra.
¡Ah, Camilo! Hoy sí que te escribo corrido y avergonzado, y lo hago para que al llegar á esa no me hables ya palabra del asunto y olvides el contenido de esta carta. Á la menor guasa, al menor indicio de que quieres aludir á mi historia ó burlarte de ella, dejaríamos de ser amigos para siempre. Lee, pues, estas páginas y rómpelas, rompe ó quema toda mi correspondencia de este invierno.
Por la fecha de la carta comprenderás que ya no estoy en la Fontela. He venido aquí á tomar el billete para llegar á esa por la vía de Portugal. De modo que, veinticuatro horas después de leer mis letras, me tendrás á tu lado y calmaré el disgusto de mis padres, haciéndoles creer (cuento contigo para el caso) que todo fué una pesada broma que quise darte, y á la cual tú prestaste fe.
Abreviando. Has de saber que una semana después de la venida del cura tuve aquí lo que menos pensarás: máscaras. ¡Máscaras en la Fontela! Sí, máscaras. Era el domingo de Carnaval, y estaba yo acabando de comer cuando sentí en el patio grandísima algazara, risas, brincos, prolongados toques de cuerno y repique de castañuelas y panderetas, y asomándome á la
ventana, ví con asombro hasta media docena de máscaras. Se les conocía que lo eran por unas groserísimas caretas de cartón y por ciertos detalles muy exagerados del traje que vestían, que no era otro sino el de los paisanos de esta localidad. Había tres hombres y tres mujeres: tres parejas muy cogidas del brazo. Las mujeres traían panderos y castañuelas; uno de los hombres una gaita, que tocaba áspera y destempladamente; otro esgrimía una vejiga de puerco hinchada y puesta al extremo de un cordel, con la cual sacudía vejigazos á sus compañeros y compañeras, y otro, por la abertura de la careta, soplaba un cuerno descomunal, arrancándole sonidos lúgubres y grotescos. En cuanto me vieron las máscaras, movieron un alboroto formidable, y corrieron al asalto, subiendo la escalera y penetrando en mi habitación, que asordaron con sus gritos y tocatas. En un momento me ví empujado, abrazado, vejigueado, pellizcado y sin saber qué cara poner ante la bulliciosa alegría de los que yo juzgaba aldeanos en día de jarana.
Recordé los deberes que impone la hospitalidad, y corriendo á mi alacena, saqué de ella cuantas botellas de vino y licor poseía, y las ofrecí á mis visitantes. Con gran sorpresa mía no las rehusaron ni se lanzaron á apurarlas, sino que aceptaron cortésmente algunas copas, y una de las máscaras femeninas pidió un vaso de agua. Llamé á Maripepa para que lo sirviese, y empecé á reparar que las máscaras, afectando el lenguaje y modales de los paisanos, mostraban en no sé qué pormenores pertenecer á otra clase social. La observación me interesó, y ya me divertía algo la mascarada. Una de las hembras, destapando la fiambrera que llevaba colgada del cuello, me ofreció con los dedos filloas, especie de tortilla delgada como una hoja de papel, redonda como una hostia y bastante grande, que aquí suele comerse en tiempo de Carnestolendas; y al ver el buen ánimo con que me eché al coleto media docena de aquellas porquerías, las otras dos damiselas (que ya me iban pareciendo tales) me sacaron, quieras que no quieras, al centro de la sala, y empezaron á bailar, meneando panderos y castañuelas y convidándome con muchas vueltas y mudanzas. Por no aparecer pedante me dejé embullar y dí cuatro brincos, con poquísima gracia de seguro, pues ya conoces la extensión de mis habilidades coreográficas. Después dos bailarinas se colgaron de mis brazos, pidiéndome que les enseñase la casa y la huerta.
Insistí para que se descubriesen, y no fué posible lograrlo; resistiéronse, pretextando que tenían una gran broma para mí y les importaba conservar la careta. En efecto, apenas llegamos á la huerta empezaron á darme una carga terrible, describiéndome, con más gracia y donaire del que yo esperaba, y en un chapurrado mitad castellano y mitad gallego, la linda figura que haríamos Maripepa y yo de bracero por Madrid, asombrando á la corte. Competían en chiste las dos máscaras, y á cada una se le ocurrían detalles risibles: ésta pintaba á Maripepa calzándose botitas de raso blanco para ir al besamanos del Rey: la otra recalcaba y la suponía metiendo trabajosamente las manos en los guantes y manejando el abanico al entrar en el cuarto de la Infanta. Por esta manía de considerarme á mí hombre que frecuenta el real palacio y tendría forzosa obligación de ir con su mujer á saludar á las augustas personas, y también por ciertos indicios de estatura, voz gruesa, etc., vine en conocimiento de que mis máscaras no eran sino las señoritas de la feria.
Un rayo de luz me iluminó, y comprendí quiénes debían ser dos, por lo menos, de los máscaras varones. Sin duda alguna el barbarote que soplaba en el cuerno era el notario; el inhábil tocador de gaita sería el señorito, y no me atreví á calcular cómo se llamaría el que con tal agilidad manejaba la vejiga de puerco, por no ofender con juicios temerarios su respetable carácter sacerdotal.
Al punto me hice cargo de las chanzas que iba á tener que sufrir, de todo lo que aquellas gentes se preparaban á decirme, é hice provisión de paciencia; porque, estaba visto, el cura les había informado de todo y venían dispuestos á divertirse conmigo sin misericordia. Poco me agradó la perspectiva; pero echando mano de la reflexión, me resolví á sufrir con resignación y exterior agrado cuánta matraca me diesen, apuntándola como primer partida en la cuenta del subido precio á que el mundo cobra el cumplimiento del deber. Echéme, por decirlo así, en brazos de las máscaras, y ellas comenzaron á zarandearme, unas llevándome á un rincón, otras á otro, y todas diciéndome, en sustancia, lo mismo.
Lo que me dijeron... Lo que me dijeron, Camilo, no fué lo que yo suponía, y aquí empieza la parte de confidencia que más debes olvidar de toda esta denigrante historia. Me dijeron... En fin, Camilo, yo pensaba que me atacarían por ser un Quijote, y resultó que estaba siendo un sandio; resultó que había caído en la más ridícula majadería; que juzgaba haber pisoteado una flor, y no había hecho sino recoger de la carretera la flor pisoteada ya... Y por qué piés, ¡Dios mío! ¡Por qué inmundos y villanos piés!
Sentí que toda la sangre me afluía al rostro, y bajé la cabeza, oyendo resonar en mi cerebro vacío carcajadas afrentosas; no supe qué contestar ni qué hacer; fingí serenidad y oculté la sorpresa, dándome por enterado, y ví con satisfacción acercarse la noche y á mis huéspedes prepararse á partir. Antes que lo hiciesen llamé aparte á uno de ellos, y cogiéndole la mano y oprimiéndosela con rabia, le dije:
—Si eres persona decente, asegúrame á cara descubierta eso que me acabas de contar con ella tapada.
El máscara apartó la careta y ví la faz lánguida, enjuta y grave del señorito de Limioso, que con un aire de sinceridad que hizo penetrar en mí profunda y humillante convicción, me contestó:
—Nos puede creer, Rojas, mire que no le engañamos; á fe, nos daba lástima verle tan equivocado, y nos animamos á venir hoy, más bien para sacarle las telarañas de los ojos que para pasar el rato... Ya sabíamos que se divertía con la chica; ¡cosas de la edad! adelante; nadie tiene que meterse en líos agenos; pero el cura me ha contado que Vd. le dijera que se casaba, y eso ya es gordo, amigo... ¡Ay! Déjeme limpiarme el sudor, que me sofoqué soplando en la maldita gaita.
No obstante, así que la comparsa desfiló, entró en mi ánimo la duda. ¿No podía ser aquello una cruel venganza del notario contra Maripepa? ¿No podían estar de acuerdo todos para burlarse del señorito madrileño? Y, por último, para colmo de rubor, ¿no sentía yo á Maripepa aposentada dentro de mi corazón, y no me traían los afrentosos celos, además de sangre á las mejillas, lágrimas de rabia á los candentes lagrimales?
Tiré, pues, mis líneas, tendí mis redes, esperé y observé. Me convertí en espía, me oculté y me envilecí hasta atisbar... ¡atisbar en un establo, detrás de un pesebre, recogiendo el aliento grueso y húmedo de la vaca, que rumiaba tranquila sus puñados de florida hierba! ¡Cuán poco tiempo necesité para convencerme! ¡Y yo me corría de que el notario me disputase á Maripepa! Ahora mi rival era Manuel, aquel bárbaro al cual la falta de los dedos de la mano daba un aspecto tan repulsivo.
Salí de mi escondrijo deseoso de ocultarme, á ser posible, bajo siete estados de tierra; hice la maleta y dispuse que me ensillasen el jaco para la mañana siguiente. Al traerme algunos objetos que le pedí, observé que Maripepa lloraba, limpiándose con la manga de la camisa el llanto. No pude contener un impulso de ira; la cogí por los hombros, la sacudí y la increpé. Lo confesó todo, como la cosa más natural del mundo, llorando franca y apaciblemente. Manuel es su prometido hace dos ó tres años. Si no se han casado ya, es que no hay cuartos para el grosero ajuar y la comida de boda. He desempeñado papel más lucido de lo que pensaba, pues realmente aquí el engañado fué ese bestia de Manuel. Metí la mano en el bolsillo y saqué todo el dinero que tengo, menos el preciso para el viaje; saqué también el reloj y se lo eché en el regazo á Maripepa. Después la empujé suavemente hacia la puerta. Me parece que esperaba alguna caricia de despedida; pero ya no me sería posible ni tocarle amorosamente al pelo de la ropa. La ví salir, y me quedé abismado. ¡Quién sabe lo que hubiera sido para mí esta mujer, nacida en distinta condición, educada no diré de otro modo, sino de algún modo! Tal vez la más leal de las esposas—de seguro una de las más amantes.
Al día siguiente (hoy), monté temprano, fuí al Pazo de Limioso á apretar la mano del señorito bajo unas parras que entoldan su blasonada puerta, pasé por Naya y seguí á Cebre, despidiéndome con sendos abrazos del cura y del notario, y llegué á Pontevedra á las cinco de la tarde. Estoy escribiéndote porque ya no he cogido el coche que sale á Tuy. Lo cogeré mañana, me detendré un día en Oporto, y veinticuatro horas después de recibir ésta, repito que puedes ir á esperarme á la estación.
Silencio, nada de alusiones, nada de burlas, al menos por ahora, que aún sangra la herida. Sé para mí un juez indulgente. Yo sospecho que lo he de ser con todo el mundo.