Capítulo 14

—Sí —repitió riéndose, con una risa melodiosa y apacible— la libertad es quien ha obrado estos milagros. ¡Si yo le dijese a V. los efectos beneficiosos que noto en mí, y todo por obra y gracia de la señora libertad! —Vaya V. contando. En primer lugar (y siempre en primero debe ir la salud), cuando proclamé los derechos de la mujer, yo me sentía floja y desmadejada. A veces me figuraba que mi cuerpo me decía: «hija, zarandéame, que lo necesito mucho». ¡Pero no poder salir sino en comandita, a la hora que me ordenasen… siempre por las mismas calles, dejo atrás la ciudad, me meto por los sembrados, los huertos, los caminitos vecinales; tengo sed o tengo hambre; saco mi vasito —¿lo ve V.? aquí en el bolsillo va— bebo en el primer arroyo o la fuente de la carretera… cojo un mendrugo de pan y le hinco el diente… si se me ha olvidado echarme en la faltriquera el mendrugo, compro un cuarterón de brona y me sabe a gloria divina… ando una legua, dos leguas, tres… ¡y vuelvo a Marineda en estado de beatitud! Dígame V., Abad, pero con la conciencia en la mano: ¿hay algún mal en estos? ¿Infrinjo alguna ley humana o divina? ¿No? Pues creo que tampoco sea ningún crimen el dedicarme a enseñar a los que no saben… y el leer a troche y moche, para curarme a mi vez de la ignorancia. Esta es toda mi vida; a ver si en ella hay qué tachar. ¡Abad de mil demonios! créame V., estoy muy contenta de la señorita Feíta, y si los demás no lo estuviesen… peor para ellos.

Y me dio un palmo de narices, poniendo en fila las manos delante de su remangada naricilla.

—Quedamos —prosiguió— en que la salud, inmejorable. Nada de languideces ni de nerviecitos: un sueño de marmota, un apetito de par en par, y la cabeza más fresca que una lechuga. Bueno. Pues vamos ahora a lo de dentro… que suele ser el corolario de lo otro. Por dentro, maese Abad, ¡me siento tan cambiada! Me he vuelto muy buena, y hasta se me ha despertado un deseo atroz de ser útil a mis semejantes, empezando por mi familia… Los últimos tiempos de mi opresión (patachín, patachín) cuando aún vivía sujeta al ominoso yugo (¡pataratachiiin!) me iba volviendo mala… ¡malísima, infame! No sentía nada de las desventuras que en casa ocurrían: parece que tenía gustillo en que se fastidiasen, ya que me fastidiaban a mí no dejándome hacer cosas buenas e inocentes!… ¡sí señor! Desde que he roto las cadenas, he visto que aquel modo de sentir mío era perverso. A mí debe importarme la familia. Y me importa, ¡cuidado si me importa!

—¡Y es natural que le importe a V.! —respondí haciendo aspavientos—. ¡Pues me gusta! ¿Dónde habrá cosa que para V. valga más que su padre y sus hermanas?

La insubordinada me miró traviesamente y se quedó muy grave.

—¡Qué bobalicón es V., o qué hipócrita! —respondió—. ¡Abad, o D. Mauro, o como V. quiera! Ha soltado V. eso lo mismo que soltaría una verdad de Perogrullo… ¡y no es sino una insigne patochada! La cosa que más me interesa a mí es Feíta Neira, y a V., Mauro Pareja. Después, lo que sigue. Pero antes, el número uno.

Quedeme estupefacto al oír salir de aquella boca virginal, y formulada tan crudamente, la teoría de la filaucia, que yo, sin embargo, había erigido en norma de mi existencia.

—¿A que me va V. a decir que no? —continuó Feíta—. No se atreverá. Estoy cierta; no se atreve. Pero venga V. acá y hágame el favor de ser franco, franco: ¿tengo o no tengo razón? Dios nos manda, en primer término, que nos salvemos a nosotros mismos: después de mirar por nuestro propio bien, por nuestra felicidad propia, es cuando podemos pensar en la del prójimo. El deber supremo es para con nosotritos, Abad. Y lo digo porque estoy harta de que a las mujeres no nos consientan vivir sino por cuenta ajena. ¡Caramba! No ha de haber nada de eso… Para mí vivo, para mí.

—Es V. un monstruo, Feíta —exclamé conteniendo la risa.

—Y V. un serpentón… —replicó ella soltando la carcajada—. Diga —añadió, metiendo las manos en el bolsillo de su chaqueta y sacando unas monedas que soltó sobre la mesa triunfalmente—: y de esto, ¿qué opina V.?

—¡Cinco duros! ¡Zambomba! ¡Las ganancias!

—Mi primer mes de sueldo, que me lo han adelantado los de Boliche: y me querían adelantar el segundo, porque están encantados de mí —prosiguió la joven—. ¡Dinerito del alma! (Y al decirlo cogió una de las monedas y con infantil movimiento la acercó a los labios.) ¡Qué bien me sabes! ¡Qué embelesada estoy contigo! Te he ganado yo, yo misma; no te he recibido de manos de ningún hombrón; no eres señal de mi esclavitud, ¡eres prenda de mi emancipación total y absoluta!

—¡Pobre criatura! —murmuré en tono compasivo—. ¡Qué ilusiones!

—¿Ilusiones? Desde el mes entrante tengo una lección más: me la han buscado los de Boliche y doña Consola. ¡Eh! ¿V. qué creía? ¡Quince duritos! Con quince duros se vive pobremente, pero se vive. El día que no tuviese lecciones en Marineda, a Barcelona o a Madrid me largo a buscarlas. ¿Qué se figura V.? ¿Que yo me apoco? Sí, bonita soy para apocamientos. Tengo la seguridad de ganarme el pan en cualquier punto del globo. Lo que más risa me da, es cuando la gente, que no acaba de entender mis ideas, dice por ahí que proyecto «dedicarme a poetisa». Aquí, aún no bien una mujer sabe cómo se llama la capital de Rusia, poetisa la tenemos. ¿Qué entenderán por poetisa esos lilailas? ¡Yo que casi no manejo poetas; que prefiero leer de medicina o de historia! ¡Yo que no acertaría a asonantar una mala aleluya! El otro día estuvieron tan necias las de Tardejón con tumba y daca la poetisa, y vuelta que les leyese mis inspiraciones, que para tomarlas el pelo recité un romance del Cid, aquel de

Afuera, afuera, Rodrigo,

el soberbio castellano…

 

y se tragaron que era mío, las muy estúpidas. ¡En fin, Abadillo o Abadejo, que con este hermoso duro, primero que gané, voy a hacerme un imperdible… y lo usaré siempre! ¡Veinte reales del alma! ¡Sueño plateado!

—Lo que noto en V., Feíta —dije en tono incisivo y creyendo que la desconcertaría— es que desde la santa libertad se arregla V. mejor; trae V. el pelo más coquetoncillo; se nota en V… . cuidado, primor…

—Así es en efecto —repuso con aplomo—. Antes, mi abandono era como una especie de protesta, una forma de mi rabia contra el yugo… Desde que soy libre, he comprendido muchas, muchísimas cosas que antes no podía alcanzar… No crea V.: esto de la libertad tiene de bueno que ensancha el meollo y le abre a uno no sé qué registritos allá en el entendimiento, que se ven sin esfuerzo las verdades. Cuando me tenían presa entre cuatro paredes, me decía Rosa: «Mujer, abróchate bien ese cuerpo, que pareces el trasno… Mujer, atusa esos pelos, que eres la mismísima estampa de un puerco espín»… Y yo, por llevar la contraria, respondía: «Mejor, estoy así porque me da la gana; métete en tus narices, presumidona». Ahora conozco que si ella era entrometida, yo era rara y mal criada… ¿Ve como lo conozco? Y desde que me he convencido de ello, aunque no me gusta vivir esclava de los moños, me arreglo lo posible, todo lo que cabe, sin derrochar un tiempo que debo dedicar a cosas mejores. Para andar aseada, lavo y plancho yo misma mi ropa, mis cuellos: ¿ve V. qué reluciente este de hoy? No lo llevará V. más blanco. Gasto mucha agua, remojo la cabeza dos veces por semana, y me paso el pelo con unos cristalitos de soda… a lo pobre, porque el shaampoing cuesta un sentido, y las yemas de huevo… son muy buenas para almorzarlas. También cuido las garras: ya he perdido la mala maña de comerme las uñas; las limo, las recorto, y así me ahorro guantes. Voy sin ellos. Ahora las tengo negras de polvo, y el pañuelo también, porque anduve revolviendo ahí arriba, y claro… Pero si V. me da un poco de agua y jabón… ¡verá qué manos de señorita!

Al hablar así la extravagante, parecíame más evidente su transformación, que allá en mis adentros, valiéndome de un símil nada nuevo, comparaba a la de la crisálida cuando pugna por romper el capullo.

—Adelante; que se nos va V. a convertir en una mujer encantadora, Feíta. ¿Ve V. cómo yo tenía razón? ¿No la he predicado a V. cien veces que es preciso arreglarse, y que a su sexo de V. le sienta bien un poquillo de coquetería?

—En eso disparataba V. De mis reflexiones resulta que debe uno arreglarse por higiene, por decoro, por respeto a nuestros semejantes; por coquetería, niquis. Con esos principios, vamos derechitas a Rosa y a sus… a sus…

Vi que Feíta, tan decidida en la frase, titubeaba, lo cual me sorprendió.

—A sus exageraciones, dirá V… . ¡Corriente! Todo extremo es vicioso. Rosa no vive sino para los pingos. Pero ¿no cree V. que el arte, manifestado en el atavío femenino, hermosea la vida? ¿No opina V. que el placer que nos causa ver a la mujer prendida con esmero y gusto, es lícito y hasta puro y noble? A ver, Feíta; V. que tiene tanto talento y tanta imaginación…

—¡Chist! ¡Alto… no descarrile! Soy poco amiga de incienso y de farsas…

—Bueno… pues V… . que… en fin, que ha leído y no es… ¡un animal… ! (creo que no extremo la lisonja) ¿no se hace cargo de que la mujer fina y ataviada es una de las conquistas de la civilización, y que el descuido, la indiferencia, la vuelve al estado salvaje?

—No niego eso —respondió sonriendo Feíta—, siempre que V. me haga extensiva la teoría al hombre. Ese mismo gusto que Vds. pueden hallar en vernos artísticamente arregladas, lo hallaríamos nosotras en verles a Vds. menos ridículos de lo que andan con el traje de ahora, que ni buscado con candil podría ser más horroroso. Vds. dicen que visten así por comodidad y por higiene. Pues nosotras, con atender a la higiene y a la comodidad… despachadas. ¿Qué obligación tenemos de recrearle a Vds. la vista? ¿Somos odaliscas, somos muebles decorativos, somos claveles en tiesto? Gaste V. cuellos de encaje y bucles, y yo haré un sacrificio y me ataviaré a la Pompadour.

—Me aplasta V. —respondí irónicamente, fingiéndome convencido.

—Crea V. que, suprimidos los moños, no por eso dejarían Vds. de hacernos caso. Vestidas de estameña nos miran Vds., y con botas de cuero gordo hacemos conquistas. Ya que viene a cuento, antes de que se lo diga a V. Primo Cova, le quiero enterar de que tengo… ¿qué dirá V.? Un adorador ferviente y decidido.

—¡El gobernador! —exclamé, levantándome amostazado, con una vehemencia colérica que, según entendí, demostraba mi antipatía hacia el hombre doble.

—¡El gobernador! —repitió Feíta con expresión despreciativa, pero dirigida a mí—. ¡El gobernador! ¡Si será V. camueso! ¡También a V. se la ha pegado ese truhán, con su falsa maniobra! Le creí más perspicaz, Sr. Mauro. ¿No tiene V. ojos? ¿No ha visto que, mientras discute, se chancea y arma peloteras conmigo, los guiños y las señas del tal Mejía se dirigen a mi hermana Argos? Pues la de Cabrera y las de Tardejón lo pescaron ya. Y por cierto que se me figura que esta vez… Argos… ¡le dará que hacer a mi pobre padre!

—Pero, ¿es de veras?

—Y tan de veras. ¿Acostumbro mentir?

—¿Y el melenudo?

—¡Bah! Ese siempre dije yo que no iba a ninguna parte. Es un manso, un corderillo que bala. Argos… Argos… quiere leones; se muere por los audaces, por los insolentes, por los perdidos. Hay bastantes mujeres del temple de Argos. ¿Y sabe V. cómo se llama tal predisposición? Falso romanticismo, y telarañas en mollera vacía.

—Pues —contesté respirando—, me alegro, Feíta, de que no sea V… . Porque el tal Mejía me huele a pirata… Le tengo entre ceja y ceja… ¡Sentiría que la eligiese a V. por víctima!

—¡Bravísimo! —gritó Feíta aplaudiendo y señalándome burlonamente—. Con que si me eligiese… ¡paf! ¿víctima me declara V. y al sacrificio me conduce Mejía? ¡Pobre de mí! Puede tranquilizarse; no me persigue Mejía. Hay en la costa otros moros…

—¿Quién, quién? Feíta, hónreme V. con su confianza —supliqué lleno de inexplicable afán.

—Pues mi trovador —respondió la sabia— es un obrero socialista… V. le conocerá… El compañero Sobrado. Un paso de novela. Me encontró el otro domingo en un huerto, a espaldas de la fábrica La Industrial Marinedina; yo estaba sentada en una piedra merendando mi zoquete de brona, y él venía solo, cabizbajo, muy pensativo. Me saludó, me preguntó qué hacía; se lo expliqué, le ofrecí pan, y más de una hora charlamos. No crea V., es ilustrado; ha leído cosas… que parece mentira. Allí salió Proudhón y el príncipe Kropotkine, y una obra de Bebel, y hasta el Evangelio… ¡porque él asegura que el Evangelio es socialismo puro, de lo refinado! Yo le enteré de mis ideas y él me contó sus penas, el abandono en que D. Baltasar dejó a su madre, cómo aprendió un oficio para ayudarla, cómo no le gusta emborrachar se ni ir a bailes de candil. Nos hablamos con confianza, lo mismo que si toda la vida nos conociésemos, a pesar de que no le había visto jamás. Me fue simpático. —¿Por qué pone V. ese gesto? —A él le caí tan en gracia, que desde entonces se mete en los portales para verme pasar. Otra le miraría con ceño o le echaría una ojeadita de soslayo: yo le miro cara a cara, pero él no entiende lo que significa mi mirada, y apenas tenga ocasión, le llamaré a capítulo y le cantaré muy claro que se deje de boberías: temo que esas exterioridades me quiten un adarme de la santa libertad o un céntimo del ideal duro, del plateado sueño. Además me fastidia que no sea mi amigo a secas, porque su conversación me divirtió bastante, y si le da por cantarme endechas, no podemos echar otro palique comiendo brona. Creí que ya se lo habrían contado a V., hombre… ¡Atiza! ¡El French que da la media! ¡La hora del almuerzo! Adiós, adiós, Abadito. Continuaremos la sesión… pasado mañana.

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