Capítulo 15

Y salió escapada, como un rehilete, dejándome asaz preocupado y descontento de mí mismo. ¿No había yo entrado allí para rogarla que variase la hora de sus visitas a la librería? Y en vez de tan necesaria advertencia, ¿no me había dejado enredar en conversación y oído cien mil cosas que ni me iban ni me venían, pero tenían la fatal condición de revolverme la bilis? Era indudable que yo había cometido una inadvertencia gorda dejando que se acercase aquella muchacha a mi guarida. Tipo tan original y tan vivaz como Feíta no entra impunemente en ninguna parte. Su natural virtud es la de agitar, trastornar y embrollar una existencia, por bien arreglada que la supongamos.

Después de su marcha, sin querer quedé rumiando sus revelaciones. Lo que más me irritaba era descubrir en mí extraña indulgencia para las rarezas de la independiente, y propensión a que su carácter y modo de proceder en vez de indignarme o serme antipáticos, se me antojasen defendibles, atractivos, y hasta (Dios me ilumine) grandes y hermosos. En el episodio del encuentro con el obrero me pareció que existían encantadores detalles, y mi fantasía empezó a trabajar activamente, como si la inflamase la reciente lectura de alguna novela. Yo veía el cuadro, el huerto, la piedra, la muchacha mordiendo su tarugo de pan, sentada cerca del arroyo, a la sombra de desmedrado arbolillo, y ante ella, en pie, el tipógrafo, fascinado por su presencia, dando vueltas a la gorra, escogiendo las frases, buscando las que significasen mayor respeto, y dirigiéndose a ella como el innovador al neófito, como se comunican los que alimentan una aspiración que no comprenden las muchedumbres, plétora de ideas que no pueden derramar y que les ahoga, la visión de un mundo nuevo alzándose sobre las ruinas del caduco mundo clásico, otra sociedad, otras costumbres, otra noción del derecho y de la vida… A mi juicio, Feíta no podía menos de entenderse divinamente con el compañero; las tendencias que los dos representaban enlazábanse con estrecha solidaridad. «¿Le querrá?» —pensaba yo—. «De fijo acaba por quererle… ¿Y si le quiere, qué diantres me importa? Que les haga buen provecho».

Doña Consola me trajo el aromoso chocolate, y cuando empezaba a despacharlo sin ganas, entró Primo Cova, con el aire reservado y truhanesco de los días en que hay mucho que contar. Acomodose en la butaca y cruzó las piernas, esperando a que yo le interrogase.

—¿V. gusta? —le dije—. ¿Mando hacer otra taza?

—¡Quia! Ya sabe que como a la antigua española, a las dos.

—¿Un puro?

—Tampoco… Mis Susinis, y de ahí no salgo.

—¿Y que trae hoy?…

—Cosillas, cosillas… ¡Algunas célebres, muy célebres! Las Neiras, en esta temporada, están de beneficio. Hay más historia en esa casa que en diez tomos de Cantú. ¿V. se ha retraído?

—No voy a la tertulia desde hace un mes… Estuve ocupado… y resfriado…

—¡Bah! A mí no me dé pretextos… Se asustó del paso de Feíta y tiene pocas ganas de encontrarse con el papá… Ese sí que anda malucho; las hijas conseguirán muy pronto echarle a la sepultura. Además, creo que esta semana hipotecó otros lugares… y a cada pedazo de tierra que le llevan así, le arrancan el corazón. Ese infeliz es un Ecce Homo.

—¡Cuitado! —respondí suspirando—. Preferiría no ser amigo suyo, ni conocerle siquiera. Ahí se prepara el trueno gordo: van a pedir limosna.

—No lo sabe V. bien. Todo anda como Dios quiere en la casa. A Feíta la dejan por cosa perdida: la chiquilla tiene más carácter que el papá (poco necesita para eso), y D. Benicio ya se convenció de que no la mete en vereda. Está desvanecido con la esperanza de que Baltasar le pida a Rosa en matrimonio…

—Ello es que Rosa, a Baltasar, bien le gusta. Hace años no le vi tan al retortero de ninguna muchacha. Ya no visita a la Caracola… No se le encuentra en aquel callejón…

—¡Ah, eso!… Gustarle, sí… Rosa le chifla… pero… —y el gesto expresivo y cínico del maldiciente completó la idea.

—¿Qué dice V.? —exclamé con mayor sobresalto, con mayor impresión de bochorno de la que yo podía suponer que me causara tal insinuación.

—Lo que V. adivina… y lo que sé… y no porque nadie me lo haya contado.

Al expresarse así, Primo Cova estiraba con el dedo índice, hacia la mejilla, el párpado inferior del ojo izquierdo.

—¿Se acuerda V. —prosiguió— de aquella señita de la bandera de cinta que sorprendimos días hace? Pues la tal seña me puso en guardia. Yo rumiaba entre mí: podrá ser que la bandera sea una monería así… inocente… de guagua… de natillitas… en fin, de enamorados filadélficos; pero… me quedaban dentro las hormigas, un hormiguero que no cesaba de rebullir… Piensa mal… y acertarás de cien veces noventa y nueve y media… Por fin averigüé la verdad.

—¿Es V. brujo?

—Valiente falta hace ser brujo… Basta con no ser tonto. El día de la banderita, cuando me separé de V., me encontré, un cuarto de hora después, a D. Benicio, en el barrio de las Afueras. «¡Tate!» —(calculé)—. «Este viene de bastante lejos… falta de su vivienda desde hará una hora… ¿Si la seña querría decir eso, precisamente eso, papá no esta en casa?… ». Ya no necesité devanar más hilo. Otra vez que acerté a ver a Neira en la calle, desde lejos (él no me vio), volví atrás, subí las escaleras de Sobrado, y llamé en el piso de Neira, preguntando por D. Benicio. Me respondieron que había salido… y yo, como al descuido: —«Pues bajaré a ver si está D. Baltasar; tengo que hablarle». —Descendí y llamé… —«¿D. Baltasar?». —«No está». —«Pues a estas horas acostumbra… ». —«Pues hoy le digo que salió». —«Pues es asunto que me interesa y que urge: le esperaré, porque él vendrá a almorzar infaliblemente». El criado, aturdido, lo que se dice sin saber a qué santo encomendarse, me zampa en un cuartucho que hay a la parte de atrás de la casa, y me dice que tome asiento. —«Pero este no es el despacho ni el gabinete de tu señorito. ¿Cómo me recibes en este chiribitil? Cuando venga, verás… ». —Y el fámulo tartamudea, y me pide excusas… —«Bueno, basta, aquí aguardo… ». —Se retira precipitadamente y quedo solo. Entreabro la puerta, me deslizo por el pasillo, y me pongo en acecho, atisbando qué sucede en la antesala. Un recodo del pasillo me oculta y me permite evitar cualquier sorpresa. No han transcurrido cinco minutos, cuando risch, risch… crujir de seda… tiqui, tiqui, tiqui… pasitos furtivos de mujer… ¡La caza!

—¡Jesús!

—Iba tapadita, caído el velo del manto… pero, supóngase V… . Aunque llevase capuchón… ¡Para mascaritas está el tiempo!

—¡Ay Primo! —exclamé con verdadero ahínco y dolor—. ¡Por Dios, por su conciencia de V… . no hable de esto con nadie, con nadie más que conmigo! ¿No conoce V. que sería malísima acción cubrir de deshonor y de vergüenza a ese pobre Neira? Primo, por el alma de su madre de V., ¡silencio! ¡silencio! Me lo va V. a prometer.

—¡Caramba, y con qué calor lo toma don Mauro!

—Sí por cierto. No he de ocultar que quiero mucho a ese hombre de bien, a ese desgraciado padre, más desgraciado aún de lo que yo mismo creía. ¡Cómo ha de ser! Tenemos nuestras flaquezas. Soy compasivo. Siempre queda un rincón para la sensibilidad. D. Benicio ha llegado a excitar la mía.

—¿Pero es D. Benicio la persona que le interesa a V. en casa de Neira?

—¿Pues quién ha de ser?

—¡Hombre! Donde hay tantas chicas jóvenes, guapas, atractivas cada cual por su estilo…

—Vade retro —respondí sonriendo para ocultar la escama y el desagrado—. No tema que le dispute la conquista a D. Baltasar.

—Ahora sí que me pone en cuidado el disimulo que V. gasta —replicó el maldiciente—. Claro que a V., de importarle una Neira, no le había de importar ni el pavo real de Rosa, ni la pava de Constanza, ni la pájara pinta de Argos; claro que si alguna le trae a mal traer, es la que me traería a mí, si ya no estuviese asegurado de incendios; la simpática, la original de la casa; la única que no se parece ni a sus hermanas, ni a ninguna muchacha de Marineda ni del mundo!

—Déjese V. de bromas pesadas conmigo, Cova —respondí amoscadísimo—. No tiene V, ningún motivo para suponer que me he vuelto loco. Con Feíta no hay que dar matraca a nadie, y menos a mí. Feíta pincha y araña. Si no hubiese en el mundo más que hembras así… Por fortuna son la excepción.

—No sea marrullero ni zorro: Feíta es una delicia de criatura, y a V. le hace tanta gracia como a mí. Yo al pronto no la entendía, y hasta la creí disparatadora: ahora la entiendo, y digo que vale cuanto pesa, y que los únicos que la desaprueban y la roen los zancajos son los tontos.

—Pues tonto me declaro, porque la desapruebo. ¡Vaya si la desapruebo! Pero no se me escape V. por la tangente. Volvamos a Rosa. ¿Ha comunicado V. el descubrimiento a alguien?

—¡Ingrato! Ya sabe que siempre le guardo las primicias de la murmuración, de ese sabroso pan del alma.

—Entonces… ¿no lo divulgará en la Pecera? ¿Me lo promete? Porque, bien mirado, Primo, ¿no conoce V. que es terrible eso de que por una palabra que se nos escape quede infamada una familia? ¿Qué nos importa a nosotros, después de todo, lo que haga Rosa ni lo que haga nadie? Considere V. que somos hombres honrados, que nos preciamos de caballeros, que tenemos el deber de no cavar fosas donde se rompa las piernas una mujer, una señorita. Nada, chitón… y ruede la bola. No meterse en honduras.

—Nos metemos porque somos, V. y yo, y los demás, una entidad que se llama la opinión… y la opinión no se compone nunca de los dos o tres a quienes puede afectar real y verdaderamente la conducta de una mujer, sino de los cien mil a quienes en realidad debería serles indiferente. Representamos lo colectivo, la justicia social. Y V., que ya tiene retorcido el colmillo, ¿cree buenamente que, si yo me callo, lo de Rosa queda oculto? Secreto entre tres… y este ya anda entre cuatro, porque el criado lo sabe. ¡Que si lo sabe el galopín!

—Le aseguro a V. —dije, rechazando la bandeja del chocolate, que se quedó a casi intacto— que no creí a Rosa capaz de tanta ligereza, ni a Sobrado tan falto de aprensión. ¡Qué tío!

—Rosa no es tan liviana como amiga del lujo…

—¡Ah! —exclamé con mayor y más triste sorpresa.

—¿Pero V. puede aguantar la risa cuando el papanatas de Neira alaba la maña de la Rosita para adquirir, por diez reales, tres corpiños de seda? Estos días hubo racha de galas. Ha estrenado la chica cuatro pingos nada menos: uno de paño, otro de raso, otro de no sé qué tela a rayas, y un abrigo con pluma y azabache. Pues no anda poco escandalizada la gente por ahí. Muchos ya sospechan. Ella triunfa, luce sus trajes, se va a La ciudad de Londres… y «mándenme esto» y «envíenme a casa lo otro» sin que jamás se la vea abrir el portamonedas para pagar.

—¡Qué cosa tan horrenda! ¡Pobre D. Benicio! —murmuré espantado.

—Era visto. Sobrado tiene al padre y a la hija cogidos por medio del dinero; al uno le presta a réditos, y va haciéndose poco a poco con sus bienes; a la otra la facilita esos trapos, por los cuales es capaz de echarse de cabeza en la boca del infierno… Baltasar es un gran pillo, un vicioso avaro, lo peor de la clase. Merece que el compañero Sobrado le ponga dinamita en el portal. Dicen que le tiene emplazado y amenazado con la bomba.

Al oír por segunda vez el nombre del compañero Sobrado, sentí un choque raro y desagradable, una especie de malestar violento y repentino, una repulsión. ¿No era ese individuo el que acosaba con anónimos al pobrete de Neira, el que no le dejaba vivir, el que le tenía bajo el peso de una coacción y una violencia constante? Y al experimentar este movimiento, noté que, por primera vez de mi vida, a la impresión moral se unía la imagen física de la persona que la causaba. Vi, con extraordinaria claridad, dibujarse sobre el fondo de mi cuartito amueblado al estilo del Imperio, la figura del compañero, mozo, robusto, guapo, moreno, con rizosa cabellera, que casi le caía sobre los ojos. En nada recordaba el clásico tipo del socialista puesto en caricatura por las publicaciones ilustradas: ni gastaba barba de ruedo, ni tenía ojos zainos, ni fumaba en pipa. Un bigote negro y fino, le adornaba el labio superior; su faz, aunque enérgica y sombría, no era fosca ni espantable; y en algunos rasgos, en la forma de la nariz, en el corte de cara, noté cierto parecido con D. Baltasar. El compañero me pareció, en suma, agradable aparición para una muchacha emancipada, que tal vez, a orillas del arroyo, sueña un idilio modernista… y al pensar en este lance de la vida de Feíta, narrado por ella misma con tal sencillez y franqueza, advertí una gran pesadumbre, un escozor intenso, y juzgué que se me llevaban tres docenas de diablos… «Cepos quedos, amigo Mauro» —pensé—: «cuídate, que se me figura que has contraído algún mal. ¡Mis presagios, mis presagios! ¡La serpiente!».

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