Capítulo 18

Mis ojos se clavaron en él, estudiándole para establecer esa comparación minuciosa, forma inevitable de los celos. Y aunque mi vanidad y mi amor propio sufran, debo confesar que reconocí ventajas en el tipógrafo. Veintiséis años contaría, y a pesar de ciertos rasgos fisionómicos en que había sellado su paternidad don Baltasar, a quien se parecía era a su madre, a la hermosa cigarrera, flor de la Fábrica de tabacos, y ejemplar popular de lo más neto y brioso. Hay tipos femeninos que ganan al ser transmitidos a un varón. El de la Tribuna, aunque magnífico, siempre me había parecido material. En su hijo resultaba, si no exquisitamente fino, más espiritual e inteligente. El tipógrafo era moreno; sus facciones expresivas, que apenas empezaba a marchitar el trabajo nocturno, tenían alma, unida a esa corrección de líneas que se observa en los modelos italianos; su bigote chico descubría una, boca fresca, unos dientes blancos e irreprochables; su pelo se rizaba y caía gracioso sobre la lisa frente, y sus ojos negrísimos, algo tristes, cuando hablaba despedían fuego. Una blusa azul, casi nueva y mal cortada, desfiguraba las buenas proporciones de su cuerpo, que así y todo se adivinaba nervioso y robusto. En suma, mi presunto rival había salido guapo e interesante como cree el vulgo que salen siempre los hijos del amor, criaturas a quienes la desgracia o la dureza de un padre sujeta a una esfera social para la cual no nacieron. La cara del socialista era una protesta contra la suerte. En lo físico y en lo moral me pareció —y al notarlo me reconcomí de despecho— que el mozo era pintado para ocupar la imaginación de Feíta, como Feíta ocupaba la mía. No tenía yo delante a un adocenado obrerete, a un pelagatos por el estilo del que venció la afectada esquivez de Tula, la hija mayor de Neira. El compañero reunía condiciones especiales; quizás entre los que en Marineda vestían levita no existiese ninguno tan a propósito para impresionar a la extravagante como aquel galán de blusa y gorrilla de seda.

Cuándo le tendí la mano, dudó y retrocedió: su actitud fue hosca y glacial; al fin, venciéndose, me alargó la diestra a su vez. La presión con que correspondió a mi movimiento me pareció nerviosa; la mano estaba fría: un pedazo de mármol que suda. Acaso estrechaba por primera vez la diestra de un burgués; acaso recelaba que yo me burlase de él tratándole con demasiada cortesía. Me dio sordamente las buenas noches, y le convidé a sentarse a mi mesa. «Tengo que hablarle —dije sin rodeos— y creo que aquí es buen sitio. ¿Nos oirán?».

—No —respondió, mirándome de soslayo y como si se aprestase a defenderse—. Aquí se tratan cosas más reservadas que las que V. pueda traer. Colocándonos en el rincón, ¿ve V.?, cerquita del soportal… y bajando la voz… se van las palabras hacia la calle, y esos que juegan al dominó allá atrás sólo podrían coger, caso que atendiesen, alguna palabra suelta.

—¿Qué va V. a tomar? —pregunté, trasladándome al sitio indicado por el socialista y situándome de modo que el ruido del diálogo se perdiese al aire libre.

—Café —respondió—. Vengo de cenar, y aquí echo la taza de café y la copa todos los días.

—¿Copa… de algún anisado… de… de aguardiente?

—Dispense… De fine champagne.

—¡Mozo, coñac del mejor, y dos tazas de café! —ordené, sin dar indicios de que me sorprendía tal refinamiento.

—Sírvase decir lo que guste, porque sólo dispongo de veinticinco minutos. Tengo que largarme a la imprenta. Los hijos del trabajo no derrochamos el tiempo como…

—Como nosotros —respondí sonriendo, no sin un matiz de ironía—. No le robaré a V. más que esos minutos, si V. se hace cargo de que me guían las mejores intenciones.

—Sepamos de qué se trata —barbotó con desconfianza y mal humor, apoyando los codos en la mesa y la quijada en las palmas, de suerte que la carne de sus mejillas, subiendo a los ojos, se los achicaba extrañamente. En aquella posición me pareció feo y ordinario, lo cual me consoló.

—Se trata de un aviso que quiero darle a V.

—¿Un aviso?… Y V. ¿a honra de qué santo me da avisos a mí? Por interés mío no será, de seguro.

—¿V. qué sabe?

—¿No he de saber? Sin cuidado le tendría a V. y a los otros que yo reventase… En fin, sea por lo que sea, venga ese aviso, qué yo lo tomaré… si se me antoja.

—Muy lógico —respondí sin poder reprimir a mi vez la irritación—. V. no se fíe de mí, pero escuche y haga luego lo que le parezca.

—Convenido… Aquí tenemos el café… Déjalo —ordenó al mozo—, yo lo serviré, yo colocaré las tazas… ¡Lárgate! —repitió con imperio. Y mientras el socialista ponía azúcar y vertía la infusión humeante, yo, procurando dominarme y expresarme con tono franco y cordial, dije ensordeciendo la voz, pero articulando bien:

—No trate V. de solemnizar el primero de Mayo… No incite V. a la huelga, ni organice manifestaciones, meetings o números extraordinarios de periódicos… Procure que su nombre no aparezca mezclado directa ni indirectamente en ningún complot ni en el disparo de un petardo, aunque sea de esos con que juegan los chiquillos… Entérese V. de cómo acostumbra proceder este gobernador; de cómo procedió en Guadalajara, por ejemplo, con los carlistas…

—¡Este gobernador —interrumpió con sorna el tipógrafo— es la gran ficha! Les debería avergonzar mandarnos gente así, si les quedase cara honrada adonde saliesen los colores de la vergüenza.

—No discuto con V. la personalidad del gobernador —respondí, poniendo a pesar mío en la entonación del con V. cierto desdén—; pero sea lo que quiera este gobernador, parece que viene resuelto a no consentir que se turbe el orden en lo más mínimo. Aquí entre nosotros… sepa que hay autoridades que… que casi se alegran de hallar ocasión de hacer un escarmientito y enriquecer su hoja de servicios… Más le diré a V., por si aún no le basta. Y es que… en las esferas oficiales… hoy… prevalece el criterio de… de no sujetarse a los medios de estricta legalidad… porque la ley… a veces… cohíbe… y… En fin, que después de esta advertencia leal… V… . echará sus cuentas y se tentará la ropa.

El compañero guardó silencio, ocupado en llenar nuestras copas de coñac. Terminada la operación, irguió la cabeza y me miró un rato, frunciendo las cejas y con el rostro contraído por la intensidad de la reflexión. Así como suele verse el paso de las nubes que ya encubren ya descubren un trozo de cielo, veía yo las pupilas del mozo, tan pronto luminosas como veladas por la sombra de sus turbias cavilaciones. Por fin tendió la mano hacia la copa de licor, y bebió lentamente un sorbito; se pasó la lengua por los labios, y con sonrisa agridulce y astuta, profirió estas palabras:

—¡Cuando V. va ya estoy yo de vuelta! Siento que me haya tomado por un infeliz… V. calcularía: a un obrero cualquiera le engatusa… Soy de esfera superior, y este, a mis primeras palabras, ¡boca abajo!

Se me encendieron las mejillas. El compañero, al paso que crecía mi confusión, recargaba el mortificante carácter de su sonrisita mofadora.

—De dónde saca V… . —murmuré tragando quina a grandes dosis— que mis avisos…

—¡No se moleste más, no se moleste más! — murmuró él con una ironía mansa y resignada que me cortó doblemente los vuelos—. Sería raro que a un hijo del pueblo le hablase un señorito con el alma en la lengua. Se han tragado Vds. que somos unos chiquillos, y que con gritarnos desde lejos: «Ahí viene el coco» o «mira que te encierro en el cuarto obscuro», nos ponen más blandos que un guante. Viven equivocados, y algún día se desengañarán. Con esos resortes poca carrera haría V. de mí D. Mauro. Y más valdría, entre hombres que se afeitan, decir las cosas reales: esto, y esto, y esto, y si no lo quieres así te abro en canal… V. no se ha llegado a este café de mala muerte para evitar que yo me comprometa el primero de Mayo. Ea, le voy a dar una leccioncita de claridad y de verdad; voy a cantarle por qué viene V… . y otros secretillos.

—Si lo toma V. así… —dije, haciendo ademán de levantarme ofendido y adusto.

—No, perdone V.; yo le he escuchado, y V. me ha de oír, porque supongo que a menos no lo tendrá.

—¡A menos! Haga V. el favor de dejarse de inocentadas. Ni yo me considero superior a V., ni me acuerdo siquiera, en este momento, de burgueses y proletarios y demás andróminas. Soy un hombre que habla a otro hombre…

—A su igual, ya lo sé —contestó con torvo ceño el compañero—. A su superior en lealtad… Voy a enseñarle el juego.

Callé porque me subían a la boca réplicas agresivas, y el anuncio de las revelaciones del socialista me interesaba demasiado para que no me contuviese.

—Si V. se ha dignado venir aquí —no me interrumpa— es porque hay en Marineda dos personas de su clase de V… .

—¡Dale con las clases! —gruñí para mis adentros, impaciente, olvidando que al entrar en el cafetucho también yo pensaba en ellas.

—De su clase de V… . y que me han cogido… un poco de asco… un respeto… en fin, boberías. Al aconsejarme que no turbe el orden, lo que V. me aconseja es que no quite el sueño a D. Baltasar Sobrado y a su futuro suegro D. Benicio Neira. ¿Acerté?

La ocasión venía rodada; el mismo enemigo me presentaba el flanco; y simulando un arranque de franqueza respondí:

—Para que vea; acierta V… . en parte, en parte. Esas personas a quienes V. se refiere… han recibido cartas… cartas anónimas… cartas para asustar, para molestar. En ellas se habla de venganza, de justicia, ¡de muerte!, y se alude a la posibilidad de un atentado semejante a los que por medio de substancias explosivas se han cometido en Barcelona y en París. V. en esas cartas ni aun trataba de disimular la letra; y con ellas en la mano, no este gobernador, pero el funcionario más tolerante, encontraría tela para…

—Para echarme a presidio —pronunció con calma el compañero, bajando la voz hasta convertirla en un susurro, a causa del grave giro que iba tomando nuestro diálogo—. Ya lo sé. En el terreno en que me he colocado y dada mi resolución actual, no me importaría. —Hizo una pausa, y apuró lo que restaba de su copa de coñac—. Para demostrar —prosiguió— que le doy un gran ejemplo de franqueza, le diré que lamento haber escrito esas cartas. Cuando las escribí me encontraba ofuscado, medio loco, porque tuve un arrebato… vamos, así como un calenturón… al enterarme de la conducta de mi padre —de mi padre, ya sabe V. quién es— para con mi madre. Ella, la pobre mártir, nunca me había querido contar esta historia. Cuando oyó que D. Baltasar pensaba casarse, me reveló ciertas cosas. Y claro: la primer idea, vengarme y que saltasen todos por los aires y que se los llevase judas al infierno. A V. le parecerá muy mal, y me creerá un monstruo, una fiera; ¡pero V. qué sabe! ¡Ha nacido V. con el pan asegurado; no ha tenido frío nunca por falta de ropa; no le han escupido a la cara el desprecio, porque no tenía V. padre, y porque su madre, al darle a V. a luz, perdió la honra, su único caudal! La injusticia social no ha pesado sobre V.; por mejor decir, la injusticia social le ha sido favorable. Ha cogido V. sitio a la sombra. Yo me aguanté con la cabeza al sol, y los sesos se me requemaron. A puntapiés me destetó el pícaro mundo. Y a puntapiés me empujaría a la hoya, si yo no fuese capaz de valerme. Me valdré. ¡No faltaba otra cosa! ¿Que las leyes, que las costumbres, que todo es iniquidad? Pues me tomaré la justicia por la mano. El que viva verá lo bueno. También yo he aprendido que en ciertos casos la legalidad no vale tres caracoles. ¡Ah! Estoy decidido. Y ha de ser pronto, así como así, ¡día que se pierde, no vuelve!

—¡Chist! ¡Bajito! —exclamé alarmado, porque a pesar suyo la voz del compañero vibraba—. ¿Ve V. —proseguí— si vuelve a recaer en los delirios que le dictaron aquellas cartas que pueden perderle?

—Para que V. comprenda —respondió él con sombría y repentina tranquilidad— lo natural que es que a veces me vaya del seguro, como ahora, le diré que si temo ser perseguido no es por las cartas que escribí a D. Benicio Neira. Me parece incapaz de denunciar a nadie.

—Es, en efecto, un santo.

—O un lila —continuó el tipógrafo sonriendo con hiel—. Lo cierto es que si de alguien recelo que me tienda asechanzas para dar conmigo en Ceuta o Melilla, es de… de mi propio y amoroso papá… ¡Ese, ese! —repitió crispando los puños—. Ese… ¡como ese pudiera desembarazarse de mí! ¡Ah! Pero le prometo que se lleva chasco. Se ha de hablar de este asunto años en Marineda.

—Ya está V. otra vez fuera de quicio. ¿No decía V. que le pesaba haber escrito esas cartas, haber pensado en violencias?

—Y lo repito. No debí escribir tales papas, ni soñar en tal colocación de cajas explosivas. Eso se hizo, se hizo… por espantar… ¿Sabe V.? y al pronto es cosa que seduce: parece que al estallar el chisme va a hundirse el mundo. Pero ya va pasando el furor de la dinamita, porque resultaba una castaña de las gordas. La máquina salta o no salta. Bueno, que saltó. Si no hace cisco al mismo que la coloca ¡y ya es suerte!… rompe cuatro vidrios, perniquiebra a una portera infeliz que de nada tiene la culpa, y deja tan frescos y tan sanos a los que pretendía castigar. Y la policía le trinca a V. y le mete en chirona, y viene el juez y le envuelve… y al grillete… o a otra cosa más fea… ¡Ah! Que vivan tranquilos, que salgan, que entren… El compañero Sobrado no pondrá bombas en el portal ni en la escalera de nadie. ¡Y en la escalera de esa casa… menos que en ninguna!

Al pronunciar esta sencilla frase, la cara del tipógrafo cambió; de alterada y contraída se volvió radiante, se dilató, y en sus ojos se descubrió de una vez limpio el trozo de firmamento. No pude dudar: esa casa… quería decir la casa de Feíta.

—Que se les pase el cerote —continuó casi afable, mirándome como con fisga—. Puede V. decirles a sus amigos… y a la autoridad, que por el compañero Sobrado ni se alterará el orden, ni estallarán petardos, ni habrá meeting, ni manifestación. Los demás… no puedo yo responder por ellos; por mí respondo, y mi palabra es palabra.

—¿Según eso renuncia V. a… a toda violencia?

—¡Ah! Eso no le importa a nadie, y en mi derecho estoy al callar —contestó el agitador levantándose y calando la gorrilla sobre los copiosos rizos—. Poco ha de vivir el que no lo vea. Y al Sr. de Neira… agradeceré que le diga que, lejos de intentar molestarle, me complacería servirle, y que puede disponer de mí y de cuanto valgo, y que este ofrecimiento no es palabrería, que me sale de aquí —y el compañero se golpeó sobre el corazón—. Pero si se empeña en que su hija Doña Rosa ha de ser la señora de Sobrado… que pierde el tiempo. Que la busque otro marido. Y adiós, D. Mauro: celebro conocerle personalmente. Aunque sé que no vino V. para hacerme ningún favor… es lo mismo, D. Mauro. No haya rencores. Si me quiere mal, no puede hacerme daño; y si me desea bien… no está en mano de V. mi destino. Estas me valdrán —añadió, abriendo las anchas y musculosas manos—. Amigos no podemos ser, porque esto —y sacudió su blusa— lo impide. No importa; si me necesita… Abur.

Fuese rápidamente, porque era la hora de su trabajo, y yo quedé más confuso que antes de venir, más picado de la víbora de los celos, cortado, preocupado, con el presentimiento de que algo serio latía bajo aquellas gastadas y cursis diatribas antisociales.

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