Capítulo 19

Al dejar el café reconocí que salía derrotado. La entrevista con el tipógrafo no había dado más fruto que el de redoblar mis inquietudes y exasperar mi deseo de ver a Feíta, de disfrutar la picante delicia de su conversación, y de discutir sabrosamente, pareciéndome que un palique con la chiquilla era lo único que podía quitarme la murria, y a la vez, que en ese palique descubriría yo la veta de su sentir y sabría hasta qué punto la era o no indiferente el peligroso compañero. Tuve, sin embargo, valor para resistir y para recogerme aquella noche sin ceder a la tentación de presentarme en la tertulia de Neira; pero no estaba en condiciones de luchar más contra mí mismo; no en balde me habían acostumbrado a darme gusto, a evitarme sensaciones penosas o desagradables; no en balde era mi propio niño mimado. Perdemos la disciplina moral, y con ella el vigor; la filancia, que nos acaricia, nos enerva. A la mañana siguiente, llegada la hora en que Feíta acostumbraba visitar la biblioteca, no salí de casa, y esperé con ansia digna de un cadete el ruidito del mueble o el susurro de la hoja volteada. Oí el campanillazo; sentí andar en el pasillo… y no tardé en comprender que se encontraba Feíta en el cuchitril. Me levanté, corrí gozoso a herir con los nudillos la puerta… y al primer golpe, otro golpe respondió desde adentro. Al mismo tiempo que yo la llamaba, me llamaba Feíta a mí.

Volví el picaporte y entré. La muchacha me esperaba de pie, con el sombrero puesto, sin haber tocado a un libro.

—Venga V. —dijo con una seriedad muy distinta del tono desenfadado y chancero que habitualmente gastaba—. Rabio por verle.

—¡Qué casualidad, Feíta! —exclamé, mirándola con avidez—. Rabiábamos los dos… yo sobre todo. Pero ¿qué sucede? ¿Ocurre algo grave? ¡Si parece V. otra! ¿Está V. enferma?

—Enferma, no; disgustada, muy disgustada, sí. Quiero contarle mis penas… ¿No le fastidio? Sea franco. Necesito que me oigan, que me consuelen, que me ayuden.

Sentí que se me iba el alma hacia Feíta, en quien por primera vez apreciaba un rasgo de flaqueza femenil, algo que me halagaba y enternecía. La independiente venía a someterse, a que la sostuviese mi brazo… Un intenso goce, una emoción que no supe disimularme embargó, y mi cara debió de traducir esta ráfaga de engreimiento viril, porque a su vez el rostro de la indisciplinada se suavizó y despejó, sus labios se entreabrieron, y sus ojos verdes me enviaron un rayo, no quiero decir de cariño (sería mucho asegurar), pero sí de simpatía y concordia; de algo sumiso, ingenuo y dulce, que me transportó al quinto cielo: ¡tal y tan profunda era ya mi herida!

Siéntese V. —pronuncié solícito—. Así… aquí… Descanse, tome aliento, acepte un caldo, o una copa de buen Jerez… Esta V. pálida, ¡ya lo creo! y muy desencajada…

—Acepto el caldo —contestó la muchacha—. No me he desayunado aún. Tengo frío y debilidad, y la debilidad es tan mala consejera, que estuve a punto de soltar el trapo a llorar cuando le he visto a V. ¡Yo llorar! No me ha sucedido otra desde que mamá se murió y desde que yo era así —y bajó la mano—. Aborrezco los pucheros y las lagrimitas. Deme ese caldo… y también, también el Jerez.

Salí para pedir lo que Feíta deseaba, y después de una breve conferencia con doña Consola, volví a la librería y encontré a la niña recostada en el sofá de crin, en actitud tan meditabunda, que podía graduarse de melancólica. Me apresuré a sentarme a su lado, conteniendo las ganas de apoderarme de sus manos —manitas ya bien cuidadas y pulcras— y apretárselas para comunicarle la efusión con que solicitaba ser su guía y su apoyo.

—Hasta que tome el caldo no hablo —dijo con abatimiento—. Me faltan ánimos.

Cinco minutos a lo sumo tardaría en aparecer la insigne patrona, y en presentar a Feíta el sopicaldo más caliente, restaurador y bien calado que pudiera soñar un enfermo. Yo mismo escancié la copa del rancio oloroso, y ofrecí los bizcochos ligeros y crocantes. Feíta comió y bebió con gusto y ansia; a cada cucharada, a cada sorbo, se la veía revivir. Tal vez la pobre niña llevase mucho más tiempo del que decía sin probar bocado. En esta suposición me confirmó el oírla exclamar:

—¡Qué bueno estaba! Dios bendiga a doña Consola… Desde ayer por la mañana se me cerró el pico… ¡Ay! Esto es otra cosa, Abad. ¡Maldito cuerpo, que no ha de pasar sin lastre!

Así que doña Consola recogió la taza vacía, dejando la botella y la copa «por si acaso», me acerqué a Feíta nuevamente.

—Sepamos qué ocurre —dije en tono que convidaba a la expansión—. Aquí me tiene V. todo envanecido de que me elija para confidente…

—¿Pues a quién había de elegir?… Hace tiempo que mi padre no le calla a V. cosa ninguna… De cuantos vienen a casa… sólo V… . sólo V. no entró en ella para dañarnos. V. se ha portado mejor que todos. Sé que reserva V. lo que le dicen, y se me figura que no me desea V. ningún mal. ¿Verdad que no me lo desea?

—¡Qué criatura! —exclamé conmovido—. Toda clase de bienes. Si me he peleado con V. más de cuatro veces, ha sido por… por eso… cabalmente por eso. Buenos deseos, amistad… interés que…

—No lo dudo —declaró ella, sacándome sin querer del atolladero—. Por eso resolví despedirme de V… . y que no ignore el motivo de mi marcha… De pedir favores a alguien…

—¿Su marcha de V.? —interrumpí aturdido.

—Me voy a Madrid… a ver si allí puedo encontrar trabajo suficiente para mantenerme.

—¿Pero qué significa esto? ¿Qué arrechucho?…

—No hay tal arrechucho. Las ganas de emigrar las tengo de antiguo. Además, mi casa… ¿Le parece a V. que yo encajo bien en mi casa? No hay idea, no hay pensamiento, no hay cosa de este mundo en que estemos conformes los que viven a mi lado y yo. A mí se me figura que allí no se hace cosa al derecho; y ellos piensan que yo deliro. Disputas vanas, choques continuos, asperezas, caras de cuerno, belenes… eso es allí el pan de cada día. Yo repruebo el modo de vivir de mis hermanas; ellas dicen que el mío las pone en berlina, y que no quieren por hermana a una maestra, a una rara, a un marimacho. Cuanto oigo, cuanto veo, en vez de contribuir a que me perfeccione, a que valga más, no hace sino agriarme, corromperme el hígado. Como dice uno de los pocos poetas que me gustan, «vivir quiero conmigo». En aquel bureo no me encuentro a mí misma, no me conozco, no me poseo, y se me lleva Barrabás. Creí que la libertad consistía en salir sola a la calle. No; también consiste en estar sola dentro de casa.

—¡Ah, Feíta! —murmuré con ahínco y pena—. ¿Ve V., ve V. las consecuencias fatales de esa desatinada e imposible emancipación? ¡Ya sueña V. con abandonar el hogar doméstico y con renegar de la familia, imitando a las desatentadas y monstruosas heroínas de Ibsen, que se marchan cuando se las pone en el moño, pegando un portazo… y a correr mundo!

—V. perdone —respondiome Feíta con su brío acostumbrado, que delataba la beneficiosa influencia del caldo y del añejo jerez—. La heroína de Ibsen a que V. alude deja a su marido y a sus hijos. Se dan casos de mujeres que los dejan por motivos peores que los que guían a Nora; pero, en fin, ello es que Nora abandona a tres inocentes. ¡Yo… abandono a varios culpables! No se asuste, ya le probaré que no exagero. Si estos culpables fuesen mis hijos… ¡puede que no tuviese valor para tanto, culpables y todo! No son mis hijos. Por algo he formado la resolución de no casarme. —Los hijos deben de ser una cadena atroz… —No se figure V.: me duelen las niñas pequeñas y mi padre. He de estar tristísima las primeros tiempos lejos de aquí. Desde que me convencí de que era preciso marcharme, no he comido; así me puse tan débil. Pero hay que armarse de valor. Convencida de que debo marcharme, me marchó, y salga el sol por Antequera. Cuanto más pronto…

—¡Hija, hija… cómo se amontona V., y qué pronto abraza decisiones heroicas! Vamos, vamos, agua fría por la cabecita… y tenga la amabilidad de explicarse. Yo no le digo a V. que su propósito… andando el tiempo… preparándose… sea malo, sea indigno desaprobación… Por lo mismo que se trata de una cosa que levantará polvareda, hay qué pensarlo: déjeme V. respirar. ¿Por qué tal prisa?

—Porque… —respondió la muchacha estremeciéndose— porque allá suceden cosas… Así como así, tiene que llegar a saberse, y quiera Dios que no se sepa ya. ¿Me va V. a convencer de que no lo sospecha? Yo, al ver que V., que siempre concurría a la tertulia, falta de ella desde hace un mes, supuse que había olido… Las de Tardejón también dijeron pies para qué os quiero: se han escandalizado, y supongo que llevarán el cuento a todas las esquinas. Y mi padre… mi padre… ¡ciego, sordo, embaucado, echándolo todo a buena parte, creyendo que mis hermanas han encontrado novio!… cuando, lo que han encontrado es…

Hizo Feíta, al pronunciar estas palabras, un gesto tan expresivo, de asco, de desprecio, de repulsión, que cambió su fisonomía y la hizo diez años más vieja.

—¿De veras? ¿Según eso… ? ¡Baltasar..!

—Baltasar… y Mejía… ¡sí! ¡Y ellas… ! Ya ve V. que debo marcharme… hasta por sentido moral. O me marcho… o se lo canto a mi padre y le doy la muerte… porque a esto no resiste. Sé que no resiste.

—¡Qué infamia! —exclamé—. ¡Los canallas esos! ¡A unas señoritas! ¡A las hijas de tan buen hombre! ¿Pero está V. cierta, Feíta? De Rosa… francamente… ya tenía yo mis barruntos… ¡De Argos, no! ¿No será error de V.?

—Ojalá.

—¿Cómo lo averiguó V.?

—Por… por su descaro —respondió Feíta ruborizándose y con un tono humilde y dolorido, que daba pena.

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