Capítulo 22

Al llegar a este punto de mi relato, ¡oh lector que me escuchas, y que, si eres de fina complexión moral, acaso te interesas por los lances de una historia donde hasta este momento nada ocurre de eso que la gente llama sucesos dramáticos!, comprendo que necesito introducir en mi relato una ligera variación, puramente formal. Después que Feíta me desahució, dejándome abatido y desesperado, de tal manera se precipitaron los acontecimientos importantes para los personajes de mi cuento que conoces ya, que si fuese a explicarte el modo, forma y ocasión en que de esos acontecimientos me enteré, y cómo llegué a conocer sus orígenes y móviles; si continuase, en fin, haciendo partir la narración de mi persona, tendría que emplear un tiempo incalculable y llevarte por caminos tan largos, y enfadosos, que sin duda tu buena voluntad se agotaría y se rendiría tu valor. Opto, pues —ahora que estás enterado del carácter e inclinaciones de cuantos juegan en esta verídica narración—, por imitar a los novelistas, que no explican cómo se las compusieron para averiguar los íntimos pensamientos y el secreto resorte de las acciones de sus héroes; y aunque pertenezcan los susodichos novelistas a la escuela llamada del documento humano, la verdad es que jamás nos presentan los comprobantes y justificantes de sus profundas y sutiles observaciones (tal vez por no aburrirnos, en lo cual realizan la mayor obra de caridad que puede ejercerse en este pícaro mundo).

Digo, pues, para empezar a emplear mi nuevo método, que dos días después de mi coloquio con Feíta, a cosa de las diez de una preciosa y diáfana mañana de Abril, el compañero Sobrado, vestido de limpio, con chaqueta nueva, pañuelo de seda al cuello y camisa blanquísima, subió la escalera y llamó a la puerta de D. Baltasar, rogando al criado, con palabras compuestas y atentos modales, que le permitiese ver al señor. «Ya sé que está en casa» —dijo dulcemente, sin alzar la voz ni insistir con exceso cuando el sirviente, que sin duda tenía su consigna, y consigna muy severa, se empeñaba en despedirle. «Me choca que no le haya dicho a V. nada, porque a mí me avisó anoche de que hoy a cualquier hora me recibiría». Ante esta afirmación terminante, hecha en tono tan suave y a la vez tan persuasivo, el criado empezó a titubear. —«Me es igual volver, por que tengo todo el día libre» —prosiguió con la misma moderación el socialista; —«pero de seguro que al señor le gusta más esta hora, después tendrá sus quehaceres, querrá pasear… ». —Y como el criado aún manifestase dudas y tartamudease. —«Voy a preguntar… » —el socialista deslizó la mano hacia el chaleco—prenda que sólo usaba los domingos — y sacó entre los dedos algo que relucía y que puso en la mano del criado, medio abierta y medio crispada, para rechazar la moneda. —«Le estimo qué me deje pasar ahora» —añadió reprimiendo con gran trabajo la valentía, el tono casi metálico de su voz. —«Dios se lo pagará» —prosiguió, demostrando una religiosidad edificante—. Y el fámulo, vencido, se hizo a un lado, le dejó paso, sin atreverse, así y todo, a anunciarle, pero pensando entre sí: —«Al cabo, dicen que este es hijo del señor». —El compañero avanzó, pisando quedo y respetuosamente, y susurrando bajito: —«No hace falta avisar que estoy aquí; el señor me espera».

Baltasar Sobrado, al ver oscurecerse la luz de la ventana con el cuerpo del compañero, que había entrado a paso furtivo, no saltó, no gritó: la sorpresa y el temor le clavaron al ancho y cómodo diván, donde se reclinaba para leer sosegadamente su periódico favorito, mientras enrollaba las orejas del perrillo cánelo. Quiso articular palabras, protestar, hacer un alarde de sangre fría; pero el compañero, con serenidad perfecta, quitándose la gorra y hasta inclinándose, le saludaba ya sin asomos de intención hostil. La actitud del mozo devolvió cierta energía a Baltasar: —«Vamos» —pensó— «en lo que yo me figuré que pararían todas estas misas; viene a suplicarme. Sablazo seguro». —Y, levantándose, preguntó con esa frialdad característica de la bolsa medrosa que se encoge: —«¿Qué se le ofrece, amigo? Yo, a estas horas, no… ». —Baltasar atajó las despachaderas, diciendo de la manera más cordial y afable: —«Ya sé que no quería V. recibirme. Dispense si le molesto, pero tenía que hablarle. Nos conviene a los dos charlar despacio… y por una sola vez: no piense que se ha de repetir esta importunidad». —Nuevamente sintió Baltasar contraerse su bolsillo, pues conocía la estrategia de los pedigüeños, que siempre afirman que solicitan auxilio sólo por una vez. Y, sin embargo, como el cascado libertino no carecía de penetración y comprendía que en aquel instante estaba a merced de su enemigo… de aquella sangre suya sentenciada a la miseria y predispuesta a la venganza, —resolvió pactar, y, sintiéndose generoso, calculó: «Nada, unos cien duretes, por lo corto, va a costarme la visita… A ver si al menos lo lanzo a Madrid, y me quedo libre de este tábano… ».

Aunque entregado a sus reflexiones, o desdeñoso con exceso, no se le había ocurrido a Baltasar ofrecer silla al tipógrafo, este miró alrededor, divisó una excelente butaca, y sin prisa, con íntima y pueril satisfacción, se arrellanó y acomodó en ella, contorneando el torso para gozar mejor del blando asiento y del regalado respaldo. Parecía aquel modo de sentarse una toma de posesión; tenía algo de abandonada y golosa caricia. —El socialista, serio, pero afable, volvió a dirigirse a D. Baltasar, diciendo:

—Doy a V. gracias porque al fin se digna escucharme. ¡Cuánto tiempo hace que le pido audiencia! ¡Como que es la primera vez, que cruzo con V. palabra… que le miro cara a cara! —Y los ojos del mozo cayeron, ávidos y fríos sobre el semblante del que había perdido a su madre.

—Ya ve V… . —farfulló Baltasar, tragando saliva— como nadie le niega a V. lo que es justo… Sólo que anda uno siempre tan ocupado, tan envuelto en negocios… Mire V., ahora mismo tengo ahí sobre la mesa infinidad de papeles, de cartas relativas a asuntos urgentes, que aguardan despacho… Y si V. me hiciese el favor de… de concretar; vamos… de no extenderse mucho…

—En muy poquitas palabras cabe lo que tenemos que hablar por una vez —insistió el tipógrafo, sin alzar en lo más mínimo el diapasón, antes poniendo sordina a su acento—. Entendámonos: con tal que V. no empiece a discutir y a divagar, o me corte la conversación de repente, gritando o llamando a sus criados para que me echen de la casa. —Sepa —apresurose a advertir, al notar el respingo de D. Baltasar, que se sintió adivinado— que no intento ahora, ni siquiera por sueños, usar de violencia contra V. No traigo armas de ninguna especie —añadió, desabrochándose muy despacio y volviendo del revés, uno por uno, los bolsillos de su chaquetón. —Hay más. He renunciado en absoluto a todos mis proyectos relativos a la dinamita; y he renunciado, porque me convencí de que eran un absurdo, una estupidez y una atrocidad inútil. Le juro por la vida de mi madre que, por ese lado, puede estar tranquilo. Como que me pesa de las cartas que escribí, y confieso que aquello fue dejarme llevar de un arrebato, sin mirar bien lo que procedía en justicia. No tiene V., pues, por qué volverse de ese color de difunto. Lo que debe hacer es oírme tranquilo, y echar sus cuentas.

—El mozo —pensó Baltasar, tratando de rehacerse— ha salido de punta. No desenredo esta madeja con los cien duros. Habrá que contar por miles de pesetas… ¿Qué haré? Tal vez —calculó— convenga oírle, a ver si descubrimos todo el juego que se trae… No me faltan medios de atarle corto… y de librarme de su madre, y sobre todo de él; que es un grano, mejor dicho, un tumor maligno que me ha salido en la frente… ¡Hay que operarlo!… Entre un poco de guano y otro poco de buena voluntad en el amigo Mejía, malo será que… —Para que V. no diga —exclamó en alta voz — aquí me tiene dispuesto a escucharle. Puesto que sus intenciones son conciliadoras y pacíficas…

—Sí, señor; pacíficas… al menos por ahora —respondió el tipógrafo—. Y abreviaré; hablaré telegráficamente… por darle a V. gusto y no ser menos… complaciente… que V. En antecedentes está V. lo mismo… es decir, mejor que yo. ¡Quién conocerá como V. lo pasado, la perdición de mi madre, la palabra de casamiento que le dio V. para engañarla; mi nacimiento y mi niñez, y la miseria que he pasado y cuanto he sufrido! —exclamó en tono, no agresivo; sino melancólico, como el de quien evoca penosos recuerdos.

—Sobre eso —tartamudeó cohibido Baltasar—, sobre eso… habría mucho que decir… Cada cual interpreta a su modo las cosas… y las apreciaciones…

—No, si no vengo aquí a discutir, ni a instruir sumaria sobre hechos ya muy antiguos… Tan no vengo a discutir, que si V. jura y per jura que no hubo nada de aquello… y que yo… soy hijo de… de quien V. guste: ¡de un picador de la Fábrica o de un zapatero remendón! amén le digo. Con saber yo lo que sé… me basta para hacer lo que he resuelto.

Es difícil describir la entonación con que el mozo pronunció estas últimas palabras. La calma, la intensidad de su voz eran más terribles que cien gritos descompasados, porque los gritos son la válvula por donde se escapa la energía, y el que vocifera se enerva para la acción. Baltasar sintió todo el viga de las palabras del tipógrafo, y a la luz del día, que entraba por el alta ventana, al través de ricos cortinajes, notó, en la cara de su hijo, a la vez que extraordinaria semejanza con la madre, cuya imagen física evocaba entonces vivamente, esas huellas como de garra de acero que señala en el rostro humano una resolución suprema. El tipógrafo estaba pálido, y sus ojos ardían bajo el negro ceño de dos cejas reunidas sobre la correcta y palpitante nariz, cuyas alas dilataba y contraía maquinalmente la anhelosa respiración.

—Con saber lo que sé —repitió el compañero—, me ha bastado para vivir como he vivido, para querer ilustrarme un poco, y para resolver que, si las leyes y la sociedad y hasta la naturaleza nos han desamparado a mi madre y a mí, mi voluntad y mi arranque nos ampararían. He decidido… quieto, no se asuste, no se levante, señor de Sobrado, que repito que no trato de hacerle ahora mal ninguno… he decidido que, en el plazo improrrogable de tres días, contados desde este de hoy, a las doce de la mañana, se casará V. con mi madre, públicamente, legitimándome a mí al mismo tiempo.

Baltasar; aturdido, guardó silencia al pronto. Aquello no era el petitorio, el sablazo filial que temía. Era el todo por el todo, la voladura del polvorín, la quema de las naves… a no ser que fuese hábil táctica, pedir la luna, para obtener una porrada de dinero, miles de duros… Esta hipótesis tranquilizó a Baltasar, prestándole cierta dosis de sangre fría. En el cajón del escritorio de Sobrado reposaba un bonito mazo de crujientes billetes del Banco de España, y aquellos queridos papelillos le infundían la misma seguridad que al general le infunden sus soldados y sus cañones. Era cuestión de cuartos, y si los cuartos le dolían a Baltasar mucho, más le dolían su bienestar y su vida, una vida en la cual aún solían brotar flores como Rosa Neira (a quien por cierto esperaba a la hora de mediodía; si no engañaba la banderita de señales… )

—Vamos —respondió empleando el tono condescendiente y afable con que se habla a las personas exaltadas, a los dementes— vamos, amigo, V. mismo conoce que eso que pide es otro absurdo como el de la dinamita… Crea que mi mayor deseo es complacerle y servirle, y una vez que nos hemos visto y hablado, sentiría que saliese descontento… Yo también tengo que hacerle proposiciones ventajosas para su porvenir… Pero ante todo, serénese, reflexione…

—Le escucharía a V. el rato que gustase por no faltarle al respeto, si dispusiéramos de tiempo —interrumpió el mozo—; pero es lástima derrocharlo en palabras ociosas. Al negocio, y cuanto más pronto mejor. Me va V. a ofrecer protección, dinero o cosa que lo valga. No se moleste. Nada de eso admitiré. Aunque tuviese hambre, como a veces la tuve, no recibiría de V. limosna. —Si V. no acepta mi proposición… bueno: quiere decir que, para los dos, se ha concluido la farsa de este mundo. —No le pondré a V. dinamita; he caído del burro: podría saltar yo primero, o hacer saltar, sin querer, a algún inocente, y que V. se quedase riendo, sano y salvo. Pero tan cierto como que su hijo de V. soy… le mataré, y me mataré en seguida. —En esta lucha desigual que hemos sostenido tantos años, sólo hay una circunstancia, que al fin nos iguala, o mejor dicho, que me da la ventaja a mí. Y es que yo tengo desde que nací una vida perra, que no vale dos cominos; y que estimaría perder… y V. una vida gustosa y feliz, que debe de importarle. ¿No le importa?… Bien, pues estamos a juego. ¿Le importa? Pues triunfo. V. es más fuerte, al parecer, pero yo tengo prenda… y la prenda es su vida de V. A mí nada me arredra. Me he echado el alma atrás, y aunque fuese V. cien veces mi padre, como ha renegado siempre de mí, no hay cariño que me impida ajustarle su cuenta al céntimo. Lo que reclamo es justo; el crimen de V. no tiene juez en los tribunales de los hombres: me declaro su juez y su verdugo; y si no repara el daño que hizo, le impongo tranquilamente la última pena… —¿Sin indulto, entiende?— Puede que piense V. que esta sentencia no se cumplirá, y que yo soy un farsante a quien le faltarán hígados para tomarse la justicia por la mano. Crea lo que guste, y proceda como quiera. Todo entra en la suerte. Si resuelve V. arrostrar las consecuencias de decirme que no, me será V. algo simpático; me probará que no teme a esa fea de la guadaña… que al fin y al cabo nos ha de atrapar a todos, proletarios y burgueses, ricos y pobres. ¡Ah! Le aviso de dos cosas: primera: que si intenta V. hacer que me prendan o abusa V. de las cartas en que le amenazaba para ponerme a la sombra, entenderé que no acepta V. el trato, y… y haré inmediatamente… lo que debo. Segunda: que si procura V. fugarse de Marineda… también comprenderé que no estamos conformes… y claro; haré con V. lo que hace la Guardia civil con los presos que quieren evadirse. ¡Y repito… que en V. será más digno el no hacerme caso, considerarme un loco, y tenérselas tiesas conmigo! Yo, en el pellejo de V… . firme, firme. —¡Hasta pronto… padre!

Share on Twitter Share on Facebook