Capítulo 21

Apenas articulé estas palabras decisivas, cuando se me figuró que las había pronunciado otro, una persona desconocida que estaba allí, dentro de mí, agazapada en lo profundo de mi ser, pero que no era yo mismo, sino más bien mi antagonista, un espíritu hostil, alguien que procuraba mi daño y mi muerte. ¡Arrechucho de incalculables consecuencias! ¡Repentón sentimental, de que nunca me hubiese creído capaz a sangre fría, en mi sano juicio! Acababa de dirigir a una mujer casadera una proposición de matrimonio en regla, con toda formalidad; acababa de tender voluntariamente el cuello al yugo, y de trazar la línea de mi porvenir con una sola frase, prólogo de la más grave e irrevocable determinación que adopta en su vida el hombre.

Mas no me dio tiempo mi vencedora para apurar el susto de recudida. Al oír mi proposición, permaneció silenciosa, como si reflexionase; sus reflexiones —si las fueron—, durarían un minuto escasamente. Rehecha ya de la sorpresa, que no debió de ser floja, me miró con una mezcla extraña de satisfacción y recelo; sin duda —así me lo sugirió la vanidad masculina— la abrumaba el peso de tanto bien, y no lo creía posible ni verosímil. Sinceramente juzgaba yo que el haber ofrecido a Feíta mi mano era rasgo de estupenda magnanimidad, y que cuanta gratitud tuviese disponible la muchacha sería poca para estimar y pagar mi generoso arranque. Provenía esta opinión de mi concepto de que el hombre que se decide a casarse, dispensa señalado favor a la mujer elegida y realiza un acto de heroica abnegación, resolviéndose a una existencia de trabajos y sacrificios. Era mi celibatismo, era mi inveterado miedo a la gran locura lo que en aquel instante predominaba en mí, encogiéndome de pavor el alma.

Al cabo, Feíta abrió la boca, y fue para decir, con afectuosa apacibilidad:

—Gracias, Pareja; en tal ocasión, el ofrecerme la blanca manita es una prueba de amistad y de simpatía ¡de las mayores! Se conoce que tiene V. un corazón noble, y que, aparentando ser un solterón muy duro de pelar, en realidad es V. extremadamente bondadoso, y capaz de jugarse, en un momento dado, su tranquilidad, por seguir el impulso de un sentimiento compasivo… Esto me demuestra que no me había equivocado al creerle a V. mi mejor amigo… la única persona que sin propósitos infames entró en nuestra pobre casa. Le aseguro que este momento es señalado para mí, y que después de tantos días como llevo de tragar quina y de pasar berrinches, ahora de pronto me parece que se me ha aligerado el corazón. Como que —añadió dirigiéndome una sonrisa de celestial dulzura— hasta me late fuerte… hasta me he puesto temblona. ¿Qué quiere V., amiguito? No es una de estuco, y la primera vez que la piden en matrimonio, la cosa hace su efecto… ¡Al fin es una demostración de aprecio muy grande! La más grande que, hoy por hoy y según están las cosas, puede un hombre dar a una mujer de su misma esfera, sobre todo si la mujer es tan mal partido como yo… Vengan esos cinco, Pareja; tengo ganas de apretárselos.

Me apoderé ávidamente de la mano desnuda que me tendía la singular muchacha, y al aprisionarla entre las mías y experimentar ese choque eléctrico que determina el roce de la palma de la persona querida, conocí por primera vez que no era mi ilusión tan espiritual como había imaginado. En esto del análisis amoroso siempre nos aguardan sorpresas, porque no hay instrumentos para pesar y aislar los sentimientos y las sensaciones.

—De modo —exclamé turbado y haciendo esfuerzos para ocultar la índole de mi alteración— que ya es mía esta rica manita. ¿Mía para siempre? ¿Me la entregan?

Prontamente, de un modo casi violento, Feíta retiró su diestra, y dijo sin afectación de desdén, pero en tono muy categórico:

—Eso no.

Casi arrepentido cinco minutos antes de mi proposición matrimonial, al rechazarla Feíta pareciome que toda la felicidad a que yo podía aspirar en el mundo se desvanecía y disipaba al eco de aquellas palabras concisas y durísimas. Un frío mortal cayó sobre mi alma, y como si en el orbe no existiese otra mujer sino Feíta, me vi de repente solo, eternamente solo, y aquella imagen de la soledad, que antaño me parecía halagadora, en tal instante me horripiló, pues la idea de tener por compañera a Feíta había cristalizado ya, sin que yo mismo lo notase, en lo más hondo de mi espíritu, allí donde radican y perseveran las ilusiones invencibles, las ilusiones amadas, las que tienen el bello color de la esperanza y el ardiente color del deseo.

—¿Que no acepta V.? —exclamé dolorido y asombrado—. ¿Que no quiere V. aceptar? ¿Me desaira V., Feíta… desaira V. al amigo, al único leal, al que la hizo a V. justicia y la comprendió… cuando ninguno la comprendía ni la disculpaba siquiera?

—Entonces —dijo sonriendo— con quien debo casarme es con Primo Cova, que me comprendió antes que V. Hablando formalmente, no es desaire —añadió aproximándose y dejando a sus verdes ojos que, a falta de otro lenguaje más embriagador, irradiasen gratitud y puro cariño—. Aquí no caben desaires… Es —atiéndame, atiéndame, no se alborote— es que, ya lo sabe V. de antiguo… que no pienso casarme. ¿V. creía que era por falta de novio? No; era que sencillamente deseo continuar soltera. No sé si variaré de opinión; lo que es hoy, pienso así. También le digo a V. que de casarme, no me casaré jamás… por chiripa.

—¿A qué llama V. casarse por chiripa, Feíta?

—A esto que ha pasado, Mauro; a que yo resuelva marcharme de mi casa, y V. lo sepa, y para evitar mi viaje y conjurar un conflicto y salvarme de peligros que V. imagina, se me ofrezca por esposo, y yo para asegurar mi porvenir lo acepte… Bien recordará V. que no entraba en mis planes ir al ara, ¿no se dice así? Pero en estas circunstancias, mucho menos. No; no es de este modo como debe casarse la gente… como debe casarse Feíta, si es que algún día se casa… que tampoco eso será obligatorio; digo, me parece a mí.

—Pero, niña —exclamé sintiéndome elocuente para defender el bien que ya juzgaba perdido—; está V. en un error al suponer que yo me ofrezco a casarme con V. por chiripa. La estoy queriendo desde que la conocí; desde que andaba V. de corto; desde hace seis o siete años… Sí, por lo menos. Esto es verdad, Feíta; sólo que yo no lo sabía. ¿No cree V. que esto puede suceder? Pues vaya si puede suceder, y si sucede. Mientras V… . lo que V. representa, el tipo que V. realiza, la clase de mujer que V. es… existía dentro de mi corazón y yo lo soñaba como un ideal… como un ideal que ni uno mismo sabe definir, porque no encuentra en la realidad nada con qué compararlo… yo me distraía acercándome a otras mujeres, y apenas las conocía, huía de ellas desencantado, aburrido. ¿No indica algo este síntoma? ¿No ve V. en mi terca soltería y en mis conatos amorosos y matrimoniales frustrados inmediatamente, la señal de que yo no encontraba a esa que podía ser mi mujer, mi mitad, no sólo ante la ley sino en espíritu? Vamos a ver, Feíta; ¿cree V. sinceramente que sólo por caprichillo, por manía rara, o por un egoísmo refinado y seco, me había yo propuesto permanecer toda la vida aislado como el árbol maldito, y que por antojo también era por lo que ataba y desataba amoríos y rompía lazos y curioseaba mujeres? Si V. creyese eso, no sería V. Feíta; no sería V. la personita inteligente, sagaz y razonadora. Si parezco un enigma, este enigma tiene solución, tiene clave. La clave es que al aproximarme a la mujer… me quedaba frío; iba hacia ella atraído por una ley que no es posible eludir sin sufrimiento, y al querer cumplirla, al ver de cerca a la que podía llegar a ser compañera de mi vida… entre ella y yo se alzaba algo inexplicable entonces para mí… ¡algo… ! y aquella llamarada repentina se apagaba, y yo apuntaba en mis memorias una desilusión más, un nuevo chasco del corazón. Engañándome a mí mismo, tal vez me creía enamorado; pero a los pocos días el convencimiento contrario surgía en mí, desconsolador e invencible, y padecía, no el dolor de perder a aquella novia, sino el de sentirme helado, incapaz de verdadera pasión… Novias he tenido a docenas, y todo Marineda lo sabe; pero a ninguna hablé de bodas. Se lo juro a V. y puedo probárselo. Ahí tengo las cartas mías, que me han devuelto: puede V. leerlas, y verá si la engaño. Con V., en cambio, lo primero que se me ocurre, casi por instinto, sin dar lugar a la reflexión, es una unión que dure toda la vida. ¡Ya lo oye V., toda la vida! ¡Qué cosa tan seria! ¡Qué cadena, qué lazo! Pues a ese lazo presento la garganta; esa cadena deseo que me ate las manos… ¡Feíta, por Dios! ¡Sea V. buena! Préndame V.

—Y qué —respondió ella con mucho tiento para no lastimarme, y a la vez con la resolución propia de su índole— ¿para mí no es lazo, no es cadena? ¿Hay razón para que mi estado de ánimo sea el mismo que el de V.? Tengo veintidós años no cumplidos, he leído y estudiado con furia, pero desconozco el mundo; sólo aspiro a gozar de la libertad… no para abusar de ella en cuestiones de amorucos… ¡que en ese terreno, bien libres andan en cualquier situación que ocupen las mujeres y los hombres!; sino para descifrarme, para ver de lo que soy capaz, para completar, en lo posible, mi educación, para atesorar experiencia, para… en fin, para algún tiempo, y ¡quién sabe hasta cuándo!, alguien, una persona, un ser humano en el pleno goce de sí mismo.

—Feíta —exclamé volviendo a apoderarme de su mano, como si no pudiese resistir al deseo de apropiarme algo de aquella mujer indómita—: Feíta, no sabe V. lo que se dice. Con todo el talentazo que Dios la ha dado a V. —sí, señora; con todo ese talento macho— la yerra V. de medio a medio; porque para acertar en esta cuestión, niña de mi alma, no basta el talento; se necesita también ese conocimiento de la vida real que V. no posee, y que aspira a conseguir. V. lo conseguirá; pero, pobre criatura; ¡a costa de cuántas penas, de cuántos sufrimientos, de cuántos desengaños, de cuántas privaciones y humillaciones! La sociedad, al presente, es completamente refractaria a las ideas que inspiran los actos de V. La mujer que pretenda emanciparse, como V. lo pretende, sólo encontrará en su camino piedras y abrojos que la ensangrienten los pies y la desgarren la ropa y el corazón. Yo, Feíta, no había reflexionado jamás sobre estas cosas hasta que V. empezó a conquistarme. Sin duda estaba predispuesto, porque aquel huir de la mujer general, de la mujer, según la han hecho nuestras costumbres y nuestras leyes, y esta atracción que V. ejerce sobre mí, indican que soy un prosélito… involuntario… porque al principio… lo confieso, Feíta… pequé, señor, pequé… me parecía… que era preciso encerrarla a V. en una casa de locos! En fin… he reflexionado… o he sentido… ¡qué sé yo! a veces tanto da lo uno como lo otro… y aquí me tiene V., Feíta, diciendo que la sobra a V. la razón… pero que la falta la oportunidad, el sentido práctico, el saber de qué lado sopla el aire… Todas las novedades que la bullen a V. en esa cabecita revolucionaria… serán muy buenas en otros países de Europa o del Nuevo Mundo; lo serán tal vez aquí en mil novecientos ochenta; lo que es ahora… ¡desdichada de V. si se obstina en ir contra la corriente!

—Soy joven —respondió Feíta—. Tengo mucho horizonte, y el tiempo no pasa en balde. Esperaré, daré ejemplo…

—Cuando las ideas no están maduras —repliqué esforzando el argumento, que parecía hacer alguna mella en la razón de la muchacha— los que las predican son crucificados… ¡Y esto sería lo de menos!… Además son escarnecidos. Todavía no es lo peor la burla… Lo peor es cuando ni les crucifican, ni les escarnecen, pero les dejan pasar encogiéndose benignamente de hombros, como se hace con los maniáticos inofensivos… Eso, si no ocurre señalarles con el dedo a la vindicta pública, ¡como se hace con los malvados y los criminales!… Ahí tiene V. lo que la espera, Feíta. No logrará V. ser útil a las otras mujeres; pero V. se prepara un porvenir bien amargo y bien cruel… Lo que la voy a decir es tan claro y tan cierto, que con su lealtad y su franqueza acostumbradas va V. a convenir conmigo en seguida. La sociedad actual no la reconocerá a V. esos derechos que V. cree tener. Sólo puede V. esperar justicia… ¿de quién? Nunca de la sociedad; de un individuo, sí. Ese individuo justo y superior será el hombre que la quiera a V. y la estime lo bastante para proclamar que es V. su igual, en condición y en derecho. ¿Qué más da, Feíta? Nuestro corazón está formado de tal modo, que parece inmenso en sus ansias, y sin embargo, otro corazón puede bastarle, puede llenarle por completo. En la vida íntima, en la asociación constante del hogar, encontrará V. esa equidad que no existe en el mundo. Conténtese con eso, y habrá resuelto el problema de la dicha. Yo seré ese hombre racional y honrado, ese que no se creerá dueño de V., sino hermano, compañero… y qué diablos ¡amante! ¡Y ya verá V. cómo tampoco esto último es cosa de despreciar! ¡Verá V. qué bien sabe querer a su maridito… ! Piénselo V., niña mía… loquita mía… La ofrezco a V. la libertad… dentro del deber… y con el amor de propina… Me parece que no hay motivo para que V. vuelva la cara. ¿Qué dice V… .?

—Que deseo recorrer la senda de abrojos, Mauro amigo —respondió conmovida a pesar suyo la muchacha—. Me llama, me tienta, me seduce. —Puede suceder que dentro de algunos años me duelan tanto los pies, que sueñe con el descanso y el apoyo que V. me brinda. Claro es que V. no me ha de estar aguardando quietecito y con los brazos abiertos. V. es libre, tan libre como yo. ¡Más!, porque yo debo a V. un gran agradecimiento por mil razones y por todo lo que acaba de decir… ¡y sería una ingratona antipática si no se lo pagase! ¡y V. nada me debe… al contrario… me porto malamente con V… . le suelto un no… y si a otro poco me importaría… a V. lo siento, lo siento… me da rabia!

El dolor que me causaba la repulsa de Feíta, y que en aquel instante, se caracterizaba por una repentina desazón nerviosa, me impulsó a proferir esta frase agria y despechada:

—Puede que la libertad que no quiere V. perder por mí, la perdiese gustosa si se presentase… ese otro.

—¿Otro? ¿Quién? —interrogó ella—.¡Ah! —exclamó de pronto—: ya adivino, ya entiendo la indirecta… ¿Por el socialista… cree V. que perdería yo mi libertad?

—Sospecho que de buena gana —respondí brutalmente—. Si el compañero fuese un señorito… Vamos, que he acertado.

—Como si tirase V. al blanco con los ojos vendados —respondió Feíta, no sin muestras de enojo—. Y basta, basta ya de cháchara tonta. ¡Recojo estos treinta duros… que debo a V… . y le pagaré volando! Y no se ponga tristón, no, porque me vaya de Marineda. Es para bien de todos; es preciso, es indispensable. Aún tengo que aguardar una quincena, porque necesito completar el mes de lección en las casas donde enseño y arreglar cosillas.

—¿Me escribirá V.? ¿O tampoco… quiere V. escribirme?

—¡Escribir! ¡Ya lo creo! ¿No le he dicho a V. que es V. mi mejor amigo? ¿A quién quiere V. que cuente mis esperanzas, mis batallas, mis triunfos, toda mi historia? ¡Ya verá V. cómo mis cartas no le aburren y cómo no me las de vuelve después! Adiós, Pareja, adiós… no quiero enternecerme; necesito ánimos… Gracias… perdóneme V… . ¡No, no me acompañe, ya sé la casa!

Share on Twitter Share on Facebook