La armonía de las dos amigas no se turbó en muchos días: Celeste, no sólo por la obligación que había contraído, sino por la necesidad de sobreponerse a su infortunio y de no pensar en su situación, trabajaba sin cesar: en las noches caía rendida y lograba un sabroso sueño. La actividad y la esperanza formaban su vida.
Olivia, por su parte, estaba satisfecha y contenta con su nueva compañera: veía en ella un instrumento que su buena fortuna le había enviado para formar en menos tiempo del que pensaba su deseado capital. Es menester añadir que ambas habían cumplido exactamente sus estipulaciones: Olivia había hecho el aumento a su mesa de un huevo, de algunos granos más de café y de un par de tortas de pan, y con esto y una botella de vino de vez en cuando, bastaba para que dos personas sobrias pudiesen alimentarse. Los sábados daba a Celeste cuatro o seis reales, que la muchacha guardaba pensando que una suma de ocho o diez pesos podría servirle para vivir quizá un mes en caso de que volviese a hallarse en la misma situación que cuando tuvo que abandonar la gran dulcería queretana. En cuanto a ropa de cama y alguna interior, Olivia le había dado la más necesaria en cambio de la hechura de algunas camisas que Celeste cosía en horas avanzadas de la noche. Arreglados así los asuntos de estas dos personas, nada parecía turbar la monotonía de una vida oscura y dedicada al trabajo. Sí Olivia no hubiese creído, como creía frecuentemente, que estaba desterrada por muchos años de su patria y forzada a ganar su fortuna en un lejano país de bárbaros, y si Celeste no hubiese tenido en su corazón las ideas elevadas que en medio de su pobreza y de sus desgracias había adquirido en sus primeros años, y sobre todo, si no hubiese deseado ser amada de Arturo, seguramente se habrían considerado muy felices. Pero faltaba a la una su patria y a la otra su amor; y ambas, sin quererlo, suspiraban profundamente, y en los pocos ratos de ocio reflexionaban que no eran felices. Así es la vida y así es la condición humana: nada es completo, con nada se satisface el corazón: los pobres rodeados de su miseria y los ricos entre la seda y el oro son igualmente desgraciados.
Sin embargo, era preciso conformarse con la suerte y nuestras amigas a más no poder se conformaban con la suya: Celeste no salía más que los domingos muy temprano a oír misa a la iglesia cercana y los días de trabajo apenas de vez en cuando aparecía por el mostrador. Esta conducta no dejaba de causar sospechas en el ánimo de Olivia; pero la buena conducta de Celeste, su habilidad en la costura y su semblante, en que se revelaba la buena fe y podría decirse la inocencia, la tranquilizaban, y día por día concebía por ella mayor cariño, hasta el grado de quererla como a una hermana y no separarse de su lado un momento. Un día fue absolutamente preciso que Celeste saliese del almacén: Olivia se hallaba con calentura y era necesario cobrar una cuenta en la calle de San Felipe, pues de otra suerte no habría habido para la raya de las costureras, ni para los gastos más indispensables. Como ya había pasado algún tiempo desde la aventura de la calle de San Juan, y Celeste había adquirido más confianza por una parte, y por otra no podía excusarse de prestar un servicio a Olivia, se puso un traje de seda, que había podido comprar, su sombrero de paja y con todo el aire de una señora acostumbrada a andar por el barrio de San Germán en París, salió a la calle. Llegó a la casa, se encontró con una familia muy obsequiosa, que después de hacerle mil preguntas y llenarla de elogios, le pagó la cuenta, que era de cien pesos, y regresaba muy contenta con su dinero al almacén, cuando en la calle de Tiburcio sintió que alguien la tomaba del brazo: volvió la cara y se encontró con doña Ventura. Gran tápalo de seda amarillo, traje de lana rosado, fichú azul y peinado a la moda con algunos lazos rojos; tal era el equipo de la vecina, bien diferente del que tenía cuando entró a servir en la chocolatería; se conocía que eran todavía los restos del capital del padre Anastasio.
—Párese un ratito, mialma, guarde el dinero, y hable a las amigas —le dijo doña Ventura, encarándose con Celeste y estorbándole el paso.
Apenas Celeste reconoció a doña Ventuna, cuando se puso pálida, la lengua se le anudó, y no supo si hablar o callar, permanecer en pie o echar a correr.
Doña Ventura, que observó la turbación de Celeste, pensó aprovecharse de ella al momento mismo.
—No hay que asustarse, mialma, y ni motivo encuentro para ello. A nadie he chistado una palabra, y cumplí a fe de mujer; ni tampoco diré que se fugó la niña de la casa llevándose las alhajitas y el dinero de las pobres muchachas que con el sudor de su frente ganaban su vida… pero ya todo se acabó, mialma —continuó llorando doña Venturita—, sólo pude sacar una poca de ropa; eso sí ganada con mi trabajo, porque yo a nadie insurpo nada, y como dice el refrán, pan por mi dinero… Pero la pobre Paula, como era tan crédula, se fue con don Romero el músico; y mi comadre Isabel, esa sí casó bien, y como su marido es trabajador tiene una velería por Puesto Nuevo y les va muy bien. Allá vivo, mialma, porque mi comadre me hace la caridad de darme un rincón… ¡Ah! pero ¡pobres muchachas! ¿Quién dijera que les habían de quitar lo que era suyo para volverse franchuta y andar de gorro y zapatones?
—Doña Ventura —le contestó Celeste llena de cólera—, déjeme usted en paz y váyase por su camino; no sé de qué dinero y de qué alhajas habla usted. Paula e Isabel no eran más que criadas mías, y no tenían sino lo que yo les pagaba… Pero… me canso en contar a usted lo que sabe mejor que yo. Adiós…
Celeste trataba de marcharse, pero doña Ventura la detuvo del brazo.
—No, mialma, eso necesita aclaración, porque yo, aunque pobre, he sido honrada, y ni usted ni naide me puede señalar con el dedo. Sí es verdad que tengo este mal tápalo, no lo he ganado por nada malo.
—Pero, doña Ventura —dijo Celeste muy afligida—, hable usted en voz baja… y además yo nada digo contra el honor de usted… déjeme, por Dios, que tengo muchos quehaceres, y…
—Sí, irse con los franchutes; esos son los quehaceres, mialma; pero usted considerará que una pobre como yo, no puede quedar así, sin honra…
—Pero si yo no he pensado quitarle la honra… vamos, déjeme usted, y todo se acabó.
—Sí, se acabó para usted, que está de gorro y zapatones, y que tiene siempre quien la proteja; pero yo que soy una mujer sola… Ya se ve, siempre me ha querido usted poner el pie encima… ¡Ah! ¡Ah! porque me ve sola, que si Cipriano, lo supiera…
Doña Ventura hacía por hablar cada vez más recio, y gritaba como si le dieran de golpes: la gente que pasaba se detenía y observaba, y una rueda de muchachos cercaba ya a las dos interlocutoras. Precisamente lo que deseaba doña Ventura era que el público escuchara sus lamentos, y de esta manera comprometer a Celeste a que capitulara con ella. Como doña Ventura había ya descubierto su nueva residencia en el almacén de Olivia, y sospechaba que la muchacha protegida por algún amante oculto, que para su cuenta debería de ser franchute, como ella les llamaba a los extranjeros, era otra vez rica, trataba de que se la llevara al almacén, en clase de costurera, y de jugarle otra pasada semejante a la de la chocolatería. Con esta intención, hacía días que espiaba a Celeste, y si no se había atrevido a entrar en el almacén, era por temor de Olivia, que según sus arranques y la fama que tenía en el barrio, habría sido muy capaz de darle una senda paliza, y enviarla a la cárcel con el hombre de la linterna, como llamaba a los serenos. El día que salió Celeste, doña Ventura había estado desde muy temprano en una tapicería situada enfrente del almacén de Olivia: tan luego como observó que la francesa no estaba como de costumbre detrás de su mostrador, creyó que estaba ausente, y se proponía entrar, y hacer el primer ensayo de su segundo plan; pero a ese mismo tiempo Celeste salió a la calle, y doña Ventura a una vista la siguió, esperó que saliese de la casa de la calle de San Felipe, y antes de que torciese para el almacén, la atacó de la manera que se ha referido. Excusado es decir que la historia que doña Ventura había en pocas palabras contado a Celeste, era en sustancia verdadera: las francachelas y los bailes caseros habían concluido con el capital de la chocolatería; Paula se fugó con uno de los tertulianos, que al día siguiente le dio su buena felpa de porrazos, enterado de que no había sacado ningún dinero con que mantenerlo, e Isabel, más cuerda, hizo algunos ahorritos que escondía debajo de las vigas, con lo cual logró casarse con Romero, y marcharse a buscar su vida, haciendo la buena obra de cargar con su madre ya inútil, ciega y casi moribunda. Desgranada así la mazorca, como suele decirse, vacíos los armazones y sin el recurso de ocurrir al convento por dinero, doña Ventura traspasó la chocolatería, y con lo poco que le quedó, después de pagada la renta de la casa, se compró algunos tápalos y vestidos propios para lucir en una nueva, aunque poco honrosa profesión, que había pensado adoptar, entretanto podía de nuevo explotar a nuestra infeliz y abandonada huérfana. No siempre salen bien los planes que se conciben, por más bien combinados que sean, y en esta vez doña Venturita no fue de lo más afortunada, como veremos.
Celeste, que comprendió lo peligroso de su situación y el escándalo público que doña Ventura le armaba, se apresuró a transigir con ella a todo riesgo.
—Vamos, doña Ventura, calle usted, calle usted, y consuélese —le dijo disimulando cuanto pudo el susto y la cólera de que estaba poseída.
—Bien, me callo; pero mi honor no puede quedar así, y ¿qué van a decir estos señores que nos oyen? Yo soy una pobre —continuó cada vez más recio—, yo soy una pobre, pero con mucha honra.
—Calle usted, calle usted, por el amor de Dios —le dijo Celeste poniéndole un puño de pesos en la mano.
Doña Ventura tomó el dinero, lo guardó en la bolsa de su vestido, y continuó como si nada hubiera recibido:
—Ya ve usted, niña, que con dinero no se pagan los servicios que uno hace, y usted como es rica, también quiere sobajarme, y yo, eso sí, pobre, pero soberbia.
Celeste quería que la tierra se abriese, y se la tragase. El medio que a todo riesgo había adoptado, tomando parte del dinero de Olivia, le había salido mal.
Entre las gentes que se habían detenido a escuchar, había una mujer gorda vestida con unas buenas enaguas de castor y un finísimo rebozo de Tenancingo. Había puesto al diálogo más atención que las otras personas que escuchaban un momento y después seguían su camino, y además casi acercaba su cara a la de Celeste con un aire de curiosidad muy marcada. Celeste, pensando que tal vez con más dinero podría salir del aprieto, estaba tan preocupada y tan deseosa de acabar de cualquier manera de desprenderse de doña Ventura, que no había fijado su atención en este incidente.
La mujer gorda, haciendo a un lado con la mano a doña Ventura, se colocó, por fin, frente a frente de Celeste, se detuvo un momento, y después, como segura de la idea que había concebido, se arrojó a sus brazos.
—Sí, es ella, ella misma, la pobre niña Celeste. Tan linda… ¡qué!… ¡más linda que antes! ¡Y cómo se conoce que es una señorita! ¡Qué bien que le sientan el sombrero y el vestido de seda… y el peinado y todo, todo! ¡Bendito sea Dios, que me concedió volverla a ver otra vez! Niña, niña Celeste, ¿qué no se acuerda usted de Macaria, de la pobre Macaria?
Celeste se desprendió un momento y suavemente de los brazos de Macaria, se la quedó mirando y reconociéndola, la abrazó con ternura, recordando sus buenos y eficaces servicios, aunque en el fondo habría dado diez años de su vida, por no haber encontrado en una calle pública a las dos antiguas conocidas que le recordaban los días más amargos de su vida. Como nada tenía ya de extraño que tres personas estuviesen reunidas platicando, los muchachos curiosos se dispersaron, y Celeste vio el cielo abierto y un medio de deshacerse de doña Ventura.
—Conseguí que me indultase el Presidente el día 16 de Septiembre y me dieran por compurgada con el tiempo que había pasado en la cárcel, y por mi servicio como presidenta, me abonaron 20 pesos, con eso compré unos muebles y me mudé a una casita de la calzada de Santa María y me he ingeniado en hacer mandados a las Hermanas de la Caridad del colegio de las Bonitas, que me pagan mi casa y me dan el bocadito, pero válgame Dios, si no me canso de verla, algo flaquita eso sí, pero creo que esta señora la hizo poner descolorida por algunas cosas que le decía y que no me parecen bien… con que vámonos y la acompañaré a su casa.
—Eso no —dijo doña Ventura—, porque entonces yo diré que soy una mujer honrada, y que esta niña, que parece franchuta, no es como todos la creen.
Macaria, sin hacer caso de la charla de doña Ventura, la desvió bruscamente, tanto que la hizo vacilar.
—¿Y quién le da vela en este entierro a la fregona? ¿No ve que somos dos señoras, y que ella es una cualquiera? —dijo doña Ventura llena de cólera.
Macaria se acercó, y en voz muy baja le contestó:
—Mire cállese, porque yo no tengo gorro ni túnico de seda, ni le tengo miedo. Déjeme ir con esta niña, que quiero más que si fuera mi hija, y no arme escándalo. Si algo quiere, nos veremos en otra parte.
—¡Afuera la lépera y la fregona! —contestó cada vez más colérica doña Ventura—, y váyase por su camino, que yo tengo que decir a esta señora, y usted no es sujeta de impedírmelo.
Doña Ventura se dejó llevar de la rabia de que estaba dominada, porque veía que Celeste se le escapaba de las manos, y se atrevió a dar un empujón en el pecho a la robusta Macaria.
No bien había hecho esto cuando Macaria le dio un revés tan formidable en la mitad de la cara, que bañada en sangre, cayó rodando hasta fuera de la banqueta, dejando descubiertas unas piernas flacas, vestidas, eso sí, con medias listadas de la patente color de carne subido.
Doña Ventura quedó por un momento aturdida; pero a poco se levantó, dio un brinco, y se colgó con las dos manos de los cabellos de Macaria. Entonces comenzó una lucha terrible: Macaria era una leona robusta y Venturita una pantera ágil. Con la boca, con las uñas, con todo lo que podían, se maltrataban, y se ofendían estas dos mujeres, quedándose mutuamente con los mechones de cabellos en la mano. El tápalo voló por un lado, los pedazos de listón y la peineta de carey por otro y los pesos que Celeste le había dado rodaron por el suelo. Por su parte, Macaria, lo único que defendía era su paño de Tenancingo; pero su camisa estaba hecha girones por las uñas de doña Ventura, y ambas tenían la cara llena de sangre.
En un momento la gente se agolpó, salieron los artesanos de sus talleres, y los muchachos y cargadores acudieron de una y otra esquina, de suerte que se formó un gran círculo de gente, que observando que no tenían arma ninguna, las dejaba pelear como si fueran dos gallos, y aplaudía a la que obtenía más ventaja o silbaba sin compasión a la que parecía que debería ser vencida.
Celeste al primer lance de las dos antagonistas, quedó como petrificada del susto, y sin atreverse a mover; pero inmediatamente reflexionó, y aprovechando la confusión y el desorden de la calle, echó a andar, dio vuelta a la esquina, y en breve se alejó del lugar de la escena.
Cerca de un cuarto de hora hacía que las dos atletas luchaban, y ya Macaria había logrado echar por tierra a doña Ventura, y la sofocaba poniéndole una rodilla en el pecho, cuando apareció un cabo de policía a caballo, se abrió paso por entre la multitud, y penetró hasta el lugar del combate. Así que vio que eran dos mujeres, calmó un tanto su ardor bélico, y les dirigió algunas interjecciones bien duras y significativas; pero como no hacían caso, tomó el término medio de vapularlas con las correas del cinturón de su espada que tenía colgada en la cabeza de la silla: Macaria entonces alzó la cara, reconoció al policía y con un aire completo de seguridad dijo:
—Vaya, estese, don Pioquinto, y sepa quiénes son las personas.
—¡Oh Macaria! tú aquí, siempre en pleitos, ¿no escarmientas? Álzate, y deja a esa mujer, y di lo que ha sucedido.
Macaria se levantó, y dejó a doña Ventura que respirase.
—Lo que ha sucedido, que la lépera, aunque está vestida ridículamente queriendo imitar a las decentes, quería robar o robó a una pobre niña que pasaba por aquí, y que es conocida mía. Yo traté de defenderla, y ella me faltó, ya ve usted… esto es todo. Por ahí ha regado el dinero, y si la registran, todavía deberá tener en la bolsa…
El policía se bajó del caballo entregando las riendas a un muchacho y alzó bruscamente del brazo a doña Ventura, que aturdida, desgreñada y llena de araños y de mordidas no podía hablar una palabra, y apenas sabía lo que le pasaba.
El policía metió mano a la bolsa del túnico de Venturita, guiado del sonido que había hecho el dinero al levantarla, y sacó unos tres pesos.
—¿Lo ve usted, don Pioquinto? —dijo Macaria arreglándose los cabellos, recogiendo su rebozo y limpiándose la cara—; yo nunca miento, y ésta se ha disfrazado de rota para robar en la calle. ¿Dónde está la niña? ella dirá.
Macaria buscó por entre la multitud a Celeste, la que había desaparecido.
Otro policía de a caballo llegó también en ese momento, y ambos dispusieron llevarse a la cárcel a las dos mujeres; pero Pioquinto habló al oído a su compañero, y resolvieron llevarse sólo a doña Ventura y dejar ir a Macaria, porque era su antigua conocida, y sobre todo, porque en sustancia no había cometido delito alguno, puesto que la lucha había sido por aprehender a una ladrona.
Doña Ventura, cuando entendió que la llevaban a la cárcel, prorrumpió en sollozos y en quejas, acusó a Celeste, y suplicó y se desesperó; pero como nadie sabía quién era Celeste, no le hicieron caso, y los policías fueron inflexibles, y uno de un brazo y otro del otro la hicieron caminar por en medio de la calle entre una porción de muchachos que la seguían en tropel, mientras Macaria, echando las enaguas de uno a otro lado de la acera con sus meneos, se retiraba contenta de haber servido a Celeste y satisfecha con los aplausos de los que habían presenciado su triunfo.