Celeste continuó andando muy aprisa, sin saber el rumbo que debía tomar. Estaba tan desconcertada con el lance que acababa de pasar, que no sabía cuáles eran las calles por donde transitaba, y se le figuraba que todavía venía siguiéndola la furia de doña Ventura, tratando de emprender una pelea más feroz todavía que la que había comenzado con Macaria.
La hizo volver en sí del enajenamiento con que caminaba, la voz suave y cortés de un caballero.
—Señorita, ha dejado usted caer su pañuelo y su bolsillo, y a juzgar por su semblante, parece que tiene usted o un gran susto o un gran pesar.
Celeste se estremeció de pronto; pero volviendo la vista, notó que su interlocutor era, no un joven, sino un hombre en el vigor de su edad, de una fisonomía insinuante y simpática, y vestido con una elegancia perfecta.
—Efectivamente, caballero —contestó tomando su pañuelo, en el cual estaba envuelto el bolsillo con el dinero de la cuenta que había cobrado—, no advertí que había perdido… pero, mil gracias por tanta bondad. Habría tenido un grave disgusto si este bolsillo se me hubiera extraviado…
—Pero estáis muy pálida y muy demudada.
—En una de estas calles ha habido un pleito de dos mujeres, y yo hablaba con una de ellas, que era una pobre conocida mía: llegaron a las manos, se reunió la gente, y esto me asustó; pero ya todo ha pasado.
—Sin embargo, dadme el brazo y os acompañaré a vuestra casa.
Celeste estaba ya tan acobardada, que temió otra nueva desgracia; pero no teniendo valor de desairar al que acababa de entregarle la bolsa que había perdido, le dio el brazo, y el caballero, con la mayor delicadeza y sin que Celeste le indicara nada, la condujo hasta la puerta de su almacén. Celeste, al llegar, reflexionó que faltaba a la suma cobrada el puñado de pesos que había dado a doña Venturita, y que esta falta le podría producir un grave disgusto con Olivia; así, su primer cuidado, después de dar las gracias al caballero que la había conducido, y que entró también al almacén, fue contar el dinero; pero con asombro suyo resultaron completos los cien pesos. Celeste no pudo menos que echar una mirada de gratitud a su galán compañero; pero le llamó la atención el que hubiese acertado a completar exactamente la misma suma que ella había dado a doña Ventura; mas no parando de pronto la atención en esto, entró muy contenta a dar cuenta a Olivia del resultado de su comisión, y a referirle, por supuesto, sin los verdaderos pormenores, el susto que había tenido con el pleito de las dos mujeres, y el oportuno auxilio que le había dado un caballero, que la había acompañado y se hallaba en el almacén.
Olivia, curiosa por demás, a pesar de su resfrío, se envolvió en un chal de lana, arregló un poco su peinado, y salió a saludar al recién venido.
—Madama, dijo el caballero en un francés muy correcto, habéis corrido mucho riesgo de perder el importe de una cuenta de trajes y de peinados: esta niña venía tan asustada por la calle, que dejó caer su bolsa con el dinero, sin advertirlo. Afortunadamente yo iba detrás de ella, alcé la bolsa, le ofrecí el brazo y la he acompañado hasta el almacén, donde he tenido el gusto de encontrarme con una hermosa francesa.
Olivia sonrió con mucha coquetería y miró al soslayo al caballero, esperando que continuaría prodigándole nuevos elogios.
—¡Es cosa singular! —dijo el caballero—; juraría que esta fisonomía no me es desconocida. Había en Pau una muchacha muy parecida… sumamente parecida a vos: a consecuencia de unos amoríos, su tía riñó con ella y… en fin, yo creo que se embarcó en Burdeos, y que pocas semanas después desembarcó en Veracruz, no sin haber, durante la navegación, cautivado el empedernido corazón del piloto, que le dio cuanto dinero pudo reunir. Es una de tantas historias curiosas de las modistas de París, que jamás han sabido lo que es moda ni conocido a París, pero que en este país pasan por mujeres de gran virtud, además de adquirirse una reputación de lo que podríamos llamar artistas. Pero dejando esto a un lado, repito que sólo dos gotas de agua se parecen más que la amable Olivia y la aventurera y desgraciada Jeannette… ¡Es singular!
Olivia, aunque estaba pálida con la calentura que había padecido, se fue poniendo roja como una amapola, a medida que el caballero refería esta historia. Celeste no pudo menos de notarlo, y fijando su atención en la narración de su desconocido, casi no le cupo duda que la historia que contaba era la misma de Olivia. Ésta, que no quería que su vida anterior fuese conocida, hizo un esfuerzo sobre sí misma, y procurando sonreír contestó:
—Conozco esa historia mejor que vos: se trata de una prima mía, bien desgraciada por cierto; y éramos tan parecidas, que aun juntas no podíamos distinguirnos en nada. Yo tuve que acompañarla en su viaje, y me establecí en México: ella se casó hace pocos meses con un propietario, y se marchó al interior.
Olivia no pudo sostener la mirada del desconocido: así es que bajó los ojos, y tartamudeó algunas palabras sin orden ni concierto. El desconocido notó su turbación, y cambiando de tono, dijo:
—No es mi ánimo llevar más adelante esta chanza, y puesto que he cumplido con mis deberes, conduciendo a su casa a esta señorita, no quiero separarme de este almacén, sin ofrecer mis servicios a la propietaria.
Olivia respiró, y dio gracias con los ojos al caballero.
—Precisamente —continuó éste—, tengo necesidad de alguna ropa blanca, pero que sea de la tela de lino más fina que se encuentre en el comercio. De pronto necesito una docena de camisas, cosidas y bordadas precisamente de mano de costureras mexicanas. Tomad, Olivia, y así tendréis más desahogo para vuestras compras.
El caballero sacó una bolsita color de fuego, la vació sobre el mostrador, y contó hasta diez onzas en oro menudo. El resto lo guardó en la bolsita.
Olivia abría tamaños ojos. Desde que se estableció en México, jamás había tenido un cliente tan generoso. Por otra parte, este hombre tan simpático, tan bien parecido, y que sabía su historia, le llamaba mucho la atención, y le interesaba de una manera extraña.
—¿Tendréis la bondad —dijo Olivia recogiendo los escudos—, de pasar un momento a que tomemos la medida del cuello y de los puños?
—No hay inconveniente —dijo el desconocido entrando a la trastienda—, con tal de que no dilatemos mucho tiempo, porque va a dar la hora en que tengo precisión de estar en la casa de diligencias: espero a unos amigos que tal vez llegarán de Tampico o de Veracruz.
—¿De Tampico? —preguntó Celeste con interés.
—Sí, de Tampico —respondió con indiferencia el desconocido—: son unos comerciantes alemanes, que vienen a arreglar el pago de sus derechos con el gobierno, y seguramente el ganar un treinta por ciento más, vale la pena de hacer un viaje de algunas leguas.
Celeste suspiró y bajó los ojos: sus esperanzas quedaban burladas.
Olivia tomó medida del cuello y de los puños al nuevo parroquiano, y con la curiosidad propia de las mujeres, advirtió que su cutis blanco y fino estaba cubierto de un espeso vello negro.
—¿Es posible que estéis reducidas a vivir en esta alcoba tan estrecha? —dijo el desconocido.
—¿Qué queréis? —respondió Olivia—: cuando el trabajo aumente, ya buscaremos otra casa más amplia.
—¿Y esta señorita —dijo el desconocido—, tiene algún interés pecuniario en este almacén?
—Ninguno todavía; pero como ella es una excelente muchacha, pienso dentro de uno o dos años…
—¡Uno o dos años! En México, donde se vive tan de prisa, eso es una eternidad; desde ahora deseo que sea vuestra compañera. Se borrará este letrero, y mañana amanecerá ya otro, que diga: Modas de París. Olivia y Cía. Tomad este vale de tres mil pesos, que es una cantidad igual a la que tenéis empleada, y cobrada que sea esta suma en la calle de Capuchinas, formad ante un escribano una sociedad formal con esta señorita. Sus protectores quizá no volverán pronto de Tampico: aun cuando vuelvan, de muy poco podrán servirle.
Cuando las dos muchachas quisieron responderle y pedirle algunas explicaciones, les fue imposible, porque el caballero había desaparecido, y sólo Celeste, que salió a la puerta, pudo notar que en momentos había andado ya dos calles.
El asombro de Olivia y de Celeste no tuvo límites: sonaban el oro y registraban el vale por todos lados, y todavía no querían creer lo que les había pasado. Este hombre seguramente tiene un interés decidido por alguna de las dos, decían: es rico, y quiere gastar su dinero a lo príncipe. ¿Qué debemos hacer? Olivia, que se sintió completamente restablecida, resolvió cobrar el vale al día siguiente, formar ante el escribano la sociedad que había recomendado el desconocido, y hacer compras en los almacenes de efectos nuevos y exquisitos que acababan de llegar de París.
Celeste consintió en todo, con la condición de que la sociedad se hiciera entre Olivia Jardín y el desconocido, cuyo nombre, una vez averiguado, se le diría al escribano. Celeste no quería quedar obligada ni comprometida con un hombre a quien no conocía; en cuanto a la francesa, que tenía otras ideas y otras opiniones, aceptó, y al día siguiente, a la hora de medio día, tomó un coche, y se dirigió al centro de la ciudad, a activar todos sus negocios, dejando a Celeste el cuidado de la casa.