Don Pedro se encaminó a la catedral, tuvo tiempo de oír de rodillas y con mucha devoción su misa en el altar del Perdón, de allí pasó al Arzobispado a conferenciar con el provisor, y poco después de medio día se presentó en el Palacio en las habitaciones de un alto personaje y fue recibido en el acto.
El alto personaje era un hombre efectivamente de alto cuerpo, muy erguido, a pesar de la edad, flaco, pero con duros nervios, pómulos salientes, ojillos claros, vivos y benévolos, no obstante que quisieran aparecer siempre enojados. Este personaje, y de veras poderoso en esos momentos, era de carácter irascible y nervioso, tenaz como ninguno, con cierta decisión y autoridad para mandar, sin ningún miedo a la muerte, confiado ciegamente en su pueblo, como le llamaba, y con convicciones políticas ultraliberales, que nadie era capaz, no sólo de cambiar, pero ni aun de modificar ni en lo más insignificante, pero con todo y esto, en el fondo era bueno, de una honradez y desprendimiento ejemplares y de una buena fe tal, que no era difícil sorprenderlo y engañarlo. Don Pedro lo conocía, lo había tratado mucho, y en sus épocas de desgracia había tenido oportunidad de hacerle algunos favores y aun de ocultarlo en su casa, una vez que fue perseguido por la policía del gobierno dictatorial.
—Precisamente iba en este momento a mandar a buscar a usted con uno de mis ayudantes —dijo bruscamente el alto personaje a don Pedro, sin saludarlo ni ofrecerle asiento.
—Aquí me tiene usted —contestó don Pedro con cierta entereza—, ¿me necesita usted para alguna cosa?
—Sí —contestó con visible enojo—, mandaba buscar a usted para fusilarlo.
—Don Pedro no se conmovió, porque sabía la persona con quien trataba, y con calma y medio sonriendo le contestó:
—Pero una vez que he venido por mi voluntad, habrá usted cambiado de opinión y no me fusilará, sino que me ocupará en lo que me crea útil. Ya sabe usted que, aparte mis opiniones religiosas, en lo que no cedo, como usted no cede en sus opiniones liberales, soy amigo del gobierno, porque mi principio es sostener a la autoridad existente: la sociedad no tiene más garantía que el gobierno, sea cual fuere.
—Sí, sí, me gustan los hombres firmes en sus opiniones; pero he recibido varios anónimos en los que se me dice que usted conspira y que facilita dinero a los descontentos, y cuidado, pues si adquiero las pruebas de esta traición, he de hacer un ejemplar.
Don Pedro iba a hablar, pero el enojado funcionario no lo dejó y continuó cada vez más exaltado y como respondiendo a una observación que don Pedro hizo para sus adentros, pero que no llegó a formular.
—Digo muy bien, traición, esa es la palabra propia, traición y muy negra y muy infame. Los enemigos están a las puertas de la República, quizá en estos momentos el ejército norteamericano marcha sobre de San Luis, y el ejército del Norte no se puede mover por falta de dinero, mientras los clérigos, encerrados en su egoísmo, se niegan a todo lo que se les ha propuesto, y en vez de prestar auxilio al gobierno, conspiran contra él. Pues que lo han querido así, ya verán lo que se les espera. Les hemos de quitar hasta el bonete. Ya habrá usted visto la ley, y con ella vamos a tener mucho dinero y les venderemos las fincas que, dándolas baratas, sobrará quien las compre. ¡Traidores! Sí, traidores, ¡que tiemblen estos clérigos fanáticos! Qué tal serán que el doctor Mora, hombre muy recto y honrado, siendo clérigo como usted lo sabe, ha tenido que abandonarlos y volverse contra ellos, es decir, del lado de la razón y de la libertad.
El alto funcionario, que recibió a don Pedro de pie, se dejó caer en un sillón, como fatigado, al mismo tiempo que satisfecho de su calurosa y patriótica peroración.
Don Pedro guardó todavía diez minutos de silencio y dejó que su amigo desfogase su cólera. Así que disimuladamente observó que sus ojillos volvían a su expresión habitual y que se había desvanecido el color rojo de que se pintaron sus pómulos, comenzó a hablar lentamente.
—¿Sería posible que estando usted a la cabeza del gobierno, pudiese yo mezclarme en conspiración alguna? Ni por pienso, y en cuanto a dar dinero, mucho menos. Usted mejor que nadie sabe lo que me han costado las revoluciones y el pago que me han dado esos benditos padrecitos, que ya no me inspiran mucha confianza, porque he tenido pruebas de su egoísmo y de su obstinación en contra de sus propios intereses. Ayer, nada menos, se los decía yo. Encontré por una mera casualidad una reunión de lo más escogido.
—¿No se lo decía yo a usted? Los anónimos tienen un fundamento de verdad. Juntas, juntas de conspiradores. Eso es precisamente lo que me dicen.
—Era una función a la Virgen de Covadonga. Usted sabe que los españoles son muy devotos… era cosa de ellos, tenderos, vinateros, empeñeros, y, por supuesto, los padres y los acólitos; nada de política; lo han engañado a usted, pero, como decía, aproveché la oportunidad de que estuviesen juntos en la sacristía cuando acabó la misa cantada, para manifestarles lo apurado que está el gobierno, lo que realzaría su nombre y su prestigio si hacían el acto patriótico de facilitar al gobierno un medio millón de pesos para ayuda de los gastos de la guerra, y así tal vez la ley sería derogada y podrían salvarse, pero… nada… cerrados, completamente obstinados hasta un grado increíble y fiados en que Dios ha de salvar los bienes de la Iglesia.
—Ni Dios, ni el mismo diablo, los ha de salvar en esta vez —exclamó el alto personaje volviendo a encenderse en cólera—, pues que no quieren entrar en ninguna combinación, y ya por otro conducto se había intentado, que lo pierdan todo.
—Pero el mal no es ese, al fin de una manera o de otra perderán, como se dice, acha, calabaza y miel —prosiguió diciendo don Pedro con la mayor calma.
—¿Pues cuál es el mal entonces?
—La guardia nacional, respetable amigo mío. En México salen todas las cosas contraproducentes. Se ha levantado y armado la guardia nacional para evitar que el ejército se pronuncie y domine, y ahora que el ejército se conserva fiel, al menos el batallón de granaderos que está en la ciudadela, la guardia nacional se quiere pronunciar.
Al oír estas últimas palabras el enojo del funcionario no tuvo ya límites, se levantó de su asiento, y echando chispas por los ojos y algo de espuma blanca por los extremos de la boca, dio una fuerte palmada sobre la mesa y se encaró a don Pedro gritando:
—¡Los hemos de aniquilar, sí, los hemos de reducir a polvo, les echaré al pueblo encima y no quedará uno solo de esos polkos que no saben otra cosa más que bailar en los salones! Yo cuento con mi guardia nacional, y con el batallón de granaderos, y tengo artillería, y les echaré encima a la artillería y al pueblo, y veremos cómo se baten esos señoritos mimados, esos aristócratas de hojarasca que se creen con derecho a dominar al país porque tienen cuatro reales, como quien dice.
—Es que —interrumpió don Pedro—, están bien armados, no les falta dinero, porque cada uno tiene con qué vivir y no necesitan de los dos reales diarios como la guardia nacional de usted, compuesta de hombres valientes, pero pobres…
—Es verdad —contestó con algún desconsuelo—, nos falta el dinero en estos momentos, que son preciosos. Estoy resuelto.
—Ya sabe usted mi situación; usted la conoce mejor que yo —continuó con la mayor calma don Pedro, repitiendo su conocida cantinela—, pero si algo pudiera servir un pico, una friolera, ocho o diez mil pesos para que pudiera usted dar dos o tres días de haber a estos beneméritos ciudadanos que defienden el Palacio, yo podría enviárselos a usted en el acto con mi dependiente.
—Acepto, acepto, y le aseguro que esta noche quedarán desarmados los batallones de polkos, disuelta esa parte de la guardia nacional y reforzada la mía con el pueblo que se viene a presentar. Ya habrá usted visto al entrar que en las puertas y en las cercanías del Palacio hay mucha gente. Es mi pueblo, mi pueblo que quiere armas para pelear contra los invasores extranjeros y contra los traidores.
—Mejor sería —indicó don Pedro con mucha sorna y malicia—, que, puesto que esos señores que les llaman polkos y que, según ellos mismos dicen, han tomado las armas para defender a su patria, marcharan a Veracruz, que de un momento a otro será amenazado por la escuadra americana.
—Cabal, cabal, muy buena idea, pues que son tan valientes, que vayan a batirse con los americanos. Mandaré ocupar el edificio de la Universidad con uno de mis batallones. El coronel, que es de toda mi confianza, se encargará de esto, y mañana mismo que salgan esas fuerzas para Veracruz; mas para esto necesito ahora mismo dinero.
—Dentro de una hora estará mi dependiente en la tesorería y entregará diez mil pesos —contestó don Pedro tomando su sombrero y presentando su mano seca al alto personaje, el que, animado al parecer con un espíritu juvenil y entusiasta, se la estrechó, y bailándole los ojos, no del placer de la venganza, que no conocía su alma, sino del triunfo de la causa política que veía pronto, fácil y cercano, tocó una campanilla y al instante se presentó un ayudante, al que comenzó a dar órdenes precisas, terminantes y a cual más terribles. Si no había obediencia ciega e inmediata de parte de los batallones de polkos, las cosas deberían llevarse a fuego y sangre.
Don Pedro, por su parte, salió con su calma fingida del Palacio, saludando con afabilidad a todo el que encontraba, pero en la puerta tomó su coche, se dirigió a la casa de Fernández y Cía., donde tenía su dinero y que era de toda su confianza.
—Grandes novedades tenemos, amigo Fernández —le dijo al jefe de la riquísima e influyente casa española cerrando la puerta del escritorio.
—Ya me temía algo —le respondió Fernández—; siéntese usted, tome un buen rapé y cuente lo que sepa.
—Ya sabe usted… casualidades; la casualidad me favorece siempre. Pasaba yo por el Palacio y me dio gana de saludar a mi antiguo amigo que, como sabe usted, es el que manda hoy, y lo encontré tan prevenido contra mí, que quería nada menos que mandarme fusilar.
—Ésas son palabras mayores —interrumpió Fernández, asustado—. ¿Cómo ha salido usted con vida del Palacio?
—Amigos más que nunca. Conozco a mi hombre. No es capaz de matar una mosca: eso sí, me cuesta algún dinero su buena amistad, pero ya usted y yo nos pondremos de acuerdo para hacernos pagar el doble o triple. Prepare usted esos créditos viejos, y yo veré a mi amigo mañana o pasado, y haré que me los mande pagar por la aduana de Veracruz, y quedará compensado el servicio que le vamos a hacer hoy, y digo que le vamos a hacer, porque este negocio será de cuenta y mitad si a usted le parece.
—¿Cuánto hay que dar? —preguntó Fernández.
—Una friolera. Diez mil pesos, que es necesario que mande usted ahora mismo con el dependiente a la Tesorería, y que saque su certificado de préstamo sin interés. Lástima que no tenga usted a ese Bolao tan inteligente para estas cosas. Ya ve usted que arriesgar diez mil pesos son por obtener una orden de pago de doscientos mil de créditos viejos que ni están liquidados y que usted probablemente no los considera en su balance ni en mil pesos, vale la pena.
—Va de cuenta y mitad si usted consigue la orden.
—Lo aseguro a usted, pero mande en el acto el dinero.
El dependiente de la casa de Fernández salió con cinco cargadores, y entregó en la Tesorería los consabidos diez mil pesos.
Don Pedro durmió en la noche como un patriarca.
—Triunfo completo —dijo al cerrar los ojos—; Dios me ha dado aquello con que se hacen los sermones.
Al día siguiente, a la hora convenida, se dirigió a la misteriosa sacristía, donde lo esperaba con impaciencia todo el batallón sagrado de clérigos, de mayordomos y demás gente de iglesia.
San Pablo no habría sido mejor recibido. Después de oír la relación que a su modo les hizo de sus pasos y trabajos, fue declarado el primer defensor de la religión, como el varón digno de ser canonizado, y de que se llamase San Pedro el Mexicano.