En esta vez no era (como en la otra que hemos referido en uno de nuestros capítulos anteriores) un capitán aturdido y calavera a quien se encomendaba que asaltara el Palacio, un viejo que quería alejar a su rival, y un agiotista que buscaba el éxito de un negocio en el cambio del ministerio; no, no era nada de eso, sino otra cosa mayor, porque el miedo, la rabia, la venganza, el egoísmo, la avaricia, el fanatismo, la envidia, todos los monstruos terribles de las pasiones se cernían sobre la desgraciada sociedad de México, y las dos cabezas gigantescas y deformes, más fatídicas que la temible cabeza de Medusa, estaban acompañadas como de un cortejo necesario de otras tantas cabezas, moviéndose, gesticulando, enseñando sus aguzados dientes, agitando entre sus grandes bocas sus lenguas regordidas y pastosas y tratando de devorar en instantes la agricultura de los campos, el comercio de los puertos, la tranquilidad de las villas, los festines de las ciudades y la paz de las familias.
Pero estas figuras fantásticas y apocalípticas que solían pasar por el transparente cielo, medio veladas con las nubes del verano, no las veía ninguno de los altos personajes de que nos hemos ocupado en el capítulo anterior, demasiado conocidos por desgracia, de los viejos habitantes de la antes fiel y leal ciudad de México.
Una parte de los altos personajes elaboraba su trabajo en el palacio, donde se oían el crujir de los sables, que acababan de romper el enladrillado de los corredores; en el ruido estridente de las culatas de los fusiles de la guardia nacional; en el hablar y discutir de la mañana a la noche; en la multitud de viudas y de desgraciados y desamparados militares, esperando un escaso prorrateo, que era el último; en las esperanzas locas de esos mismos altos personajes que pensaban reunir dentro de pocos días en las cajas de la Tesorería, millones de oro y de plata y salir triunfantes, por esas calles de Dios a proclamar la libertad y anunciando a las masas que los derechos del hombre se habían al fin conquistado y reconquistado definitivamente.
Los altos personajes del otro bando político hacían sus trabajos en medio de la beatitud, del silencio y de la oración.
En efecto, nada anunciaba que podría tramarse una conjuración, ni que hubiese en muchas leguas a la redonda ninguna entidad hostil al gobierno, ni a ningún partido, ni a ninguna persona.
Era un convento de religiosas. Los oficios sagrados habían terminado; el perfume de la mirra y del incienso embalsamaban la atmósfera del templo; el sacristán atizaba su lámpara y arreglaba los altares; el saltapared daba al viento sus notas monótonas y como quejosas, y trepaba por las columnas; las monjas, arrodillándose para hacer desde su enrejado coro su última reverencia al altar, abandonaban el coro y se dirigían a los corredores y patios del solitario y silencioso claustro. Uno que otro de los fieles que habían alargado mucho sus oraciones, salía de la iglesia haciéndose una cruz de agua bendita en la frente, otros entraban de la calle, hacían en la puerta la misma ceremonia, se arrodillaban ante el altar de Nuestro Amo, se daban dos o tres golpes de pecho y se dirigían en seguida a la sacristía. Todo era silencio, paz y quietud.
Las iglesias y conventos de México afectan infinitos caprichos arquitectónicos que no reconocen orden ni regla, pero perfectamente adecuados a las necesidades y usos religiosos a que estaban destinados, y las obras anexas, después de construido el templo, eran hechas por la largueza de algún bienhechor; así transcurriendo los años se agrandaban e invadían casas vecinas hasta formar una masa compacta, una especie de castillo que, para casos ofrecidos era a propósito para los coroneles de esos temibles regimientos que quitaban muchas noches de sueño al ministro de la guerra.
De la sacristía de este convento se entraba por una puerta estrecha a un largo y oscuro callejón, y de este callejón se pasaba a otro a la izquierda que terminaba en una puerta aun más estrecha que la primera; pero, una vez abierta, era otra cosa; la luz que venía de grandes ventanas, de estilo romano, deslumbraba los ojos que apenas alcanzaban de pronto a distinguir una atrevida bóveda casi plana. Era una especie de segunda sacristía o definitorio que se comunicaba con los claustros a donde las religiosas solían salir, para asearlo y barrerlo, o cuando había elección de prelado o alguna Junta para asunto grave de la comunidad.
En el centro de ese majestuoso salón, semejante al que las historias románticas describen tratándose de los castillos feudales de la Edad Media, había una larga mesa con la tapa o plancha de transparente tecalli, tan grande, neta y bien pulida, que parecía imposible que sin los medios de que hoy se sirve la mecánica hubiese podido ser transportada desde la cantera a México. Al derredor de esa mesa, sillones de caoba y ébano labrados en el respaldo, y figurando capillas, ermitas o cuadros enteros de la vida de Jesucristo, sillones de un mérito y valor que no podían ni comprender las venerables madres, dueñas y poseedoras de esas rarísimas antigüedades. Las paredes, hasta cerca de la altura donde arrancaban las medias muestras que sostenían la bóveda, estaban cubiertas de cuadros pintados por Cabrera y por el padre Herrera, los excelentes especialistas de la magnífica escuela mexicana, que han pintado monjas de un mérito sólo comparable a los frailes y anacoretas de Zurbarán. Cualquiera que penetrase en ese recinto, animado de un espíritu artístico y religioso, y algo familiarizado con las cosas de otro tiempo, y ayudando a su meditación la luz indecisa y misteriosa de la última hora de la tarde, veía materialmente animarse las dulces imágenes de las religiosas, descender de sus cuadros, sentarse en aquellos sillones que ocuparon tantas veces cuando estaban en esta vida, y deliberar bajo el mandato de la abadesa sobre los asuntos graves, del régimen y disciplina del convento. Pero en la hora en que colocamos esta narración, las monjas retratadas por el fraile Herrera, se quedaron quietas en sus cuadros, y si algo hicieron, fue levantar sus castos ojos para echar una mirada de indignación a los que iban a profanar aquella vieja y silenciosa sacristía.
Una hora bastó para que hubiese ya una reunión capaz de ocuparse de los asuntos que tenían entre manos. Entró uno; después otro y otro. Don Pedro estaba entre ellos. Cada persona al entrar tomaba agua bendita en la fuente de tecali, colocada cerca de la puertecilla, y se hacía una cruz tan grande que el agua corría por las narices y carrillos. Todos vestían de frac y chaleco blanco o claro, muy rasurados, calvos o con los pocos cabellos que cada uno tenía arreglados, extendidos, distribuidos y alisados con pomada, para cubrir lo más posible el lustroso cráneo. Ninguno tenía bigote, y en la reunión había tres clérigos, uno o dos canónigos, los demás representaban conventos, obras pías, cofradías y archicofradías, el conjunto con un olor de vejez mezclado desagradablemente con el de incienso y de cera. Después de sentados y quietos en sus sillones parecían pintados por Cabrera y el fraile Herrera, mientras las monjas retratadas que tapizaban todas esas altas paredes parecían vivas y deseosas de tomar parte en la deliberación.
—¿A qué hemos venido? —se atrevió a preguntar alguno de los que ocupaban los sillones.
—No lo sé —le contestó el que estaba junto—. Yo vine en busca del padre capellán, y me encontré con esta respetable reunión.
—Pues lo mismo me sucedió a mí. Tenía que encargar para mañana dos misas y creí encontrar aquí al sacristán.
—Y luego dicen que no hay cosas raras en la vida —dijo el de enfrente—, yo venía a encargar cuatro misas. Hasta el dinero traía en la bolsa para dejarlo al padre Melgarejo, que suele venir por aquí a estas horas.
—Pues yo lo que tenía era calor, la iglesia estaba llena de gente y tuve que aguantar de pie la misa mayor, y entré aquí a descansar y tomar el fresco.
El resultado era que se hallaban reunidos y habían sido citados a junta por un influyente personaje, y todos lo negaban. Era el miedo que tenían a los puros que movían y arrojaban las masas contra la Iglesia.
Uno de los mayordomos, más resuelto y atrevido que los demás, echó por el atajo y rompió el hielo.
—¿Para qué hemos de disimular? Hemos sido citados, no hay necesidad de decir por quién, y autorizados por los que pueden hacerlo, para defender a la Iglesia a todo trance. Aquí nadie puede sorprendernos y el secreto se guardará, pues ninguno de los presentes es capaz de revelarlo, y defendemos unos mismos intereses; nuestras creencias están atacadas, la canalla más vil se ha apoderado del gobierno y nuestros intereses y hasta nuestra vida están amenazados. Es necesario hablar la verdad y obrar con toda franqueza y sin perder el tiempo.
El orador, en su entusiasmo, se había puesto en pie, y sus carrillos tomaron un tinte encarnado; pero, dicha la última palabra, se calmó y se volvió a sentar.
—¿Han visto ustedes la ley que llaman de manos muertas? —preguntó don Pedro.
—No hemos podido conseguir un ejemplar todavía; pero mañana aparecerá íntegra en los periódicos —dijeron varios a un mismo tiempo.
—Aquí traigo precisamente un ejemplar, y me lo mandó un amigo que tengo en el Palacio mismo —dijo uno de los clérigos, y sacó un impreso; la mitad de la concurrencia se puso en pie y rodearon al que tenía en sus manos la terrible ley de manos muertas—. Es necesario que se lea íntegra, y el señor canónigo, que lo hace admirablemente, tendrá la bondad de…
—Con mucho gusto —contestó el canónigo tomando el impreso.
Los concurrentes se sentaron, guardaron silencio, y el canónigo, con voz clara y sonora y como si estuviese predicando un sermón de cuaresma, leyó, y cuando dio fin, las caras de los personajes que formaban la junta estaban tan demudadas y pálidas que parecía que Cabrera y el fraile Herrera habían tomado a su cargo el borrarlas.
—Ya ven ustedes —dijo el intrépido mayordomo que tomó al principio la palabra—, nos han tirado el guante y no hay otro remedio que recogerlo.
—El clero —dijo el canónigo—, debe defenderse con las armas que le ha dado la Iglesia misma. Cerrar los templos; suspender la administración de los Santos Sacramentos, amenazar con excomunión mayor a los inquilinos que le paguen al gobierno y amenazarles con segunda paga cuando vuelvan las cosas al orden. Con sólo estos medios la nación se levantará en masa (también el buen canónigo creía en las masas) y el gobierno tendrá que sucumbir por su propia virtud o pedirnos perdón y caer de rodillas ante el poder espiritual. Nosotros nos lavaremos las manos, y pues que él busca su caída, no somos nosotros los llamados a sostenerlo. Ya el pueblo ha comenzado.
La lógica y la elocuencia del canónigo fueron debidamente aplaudidas, y quedó acordado que se cerraran los templos, que por medio del púlpito se hiciesen saludables advertencias a los inquilinos, que el cabildo se disolviese y el deán de la Catedral se marchase de la ciudad.
Don Pedro triunfaba. Era su mismo plan.
—La oportunidad no puede ser mejor, y debemos explotar el odio del partido liberal moderado contra el partido puro. Se detestan, y el moderado se unirá con nosotros con tal de derribar al gobierno —dijo uno de los mayordomos—; ya yen ustedes que tenemos por acalorado defensor un alto personaje de Guadalajara, que en el cuerpo es verdaderamente grande lo mismo que en el alma. Es el atleta de la religión, el hijo predilecto de Cristo.
—No hay que fiarse mucho de ese atleta y de otros que hoy se le parecen. Todos están dirigidos por un herejón de marca mayor. Necesitan de nosotros para tirar a los puros, como se les llama a los furiosos demagagos —interrumpió don Pedro—; pero una vez afirmados en el poder serán nuestros más temibles enemigos y el golpe que den al clero ha de ser seguro, porque en ese partido hay hombres de talento, de reflexión y, sobre todo, de muchas mañas; por ahora no hay más sino servirse de ellos como ellos se sirvieron de nosotros, favor por favor, y después ya veremos. Lo esencial también en estos casos es el dinero. ¿Tienen ustedes dinero?
—Dinero —respondió el mayordomo regordete y vivaracho, y que, aunque ya de edad, parecía tener el brío y la actividad de un joven de 20 años—, no nos falta; la dificultad es que consienta el señor arzobispo.
—No hay que decirle nada, porque de seguro, si sabe que es para una revolución en que pueda correr sangre, no consentirá —dijo otro de los mayordomos.
Los demás guardaban un profundo silencio, levantando de vez en cuando sus ojos al cielo como esperando recibir la inspiración del Altísimo, y luego los bajaban con humildad al suelo, como si habiendo recibido ya las órdenes del cielo manifestasen que las obedecían y se conformaban con ellas.
—Pues sin dinero nada se puede hacer, y es inútil que ustedes hayan venido. En cuanto a mí, ni sabía la reunión —les dijo don Pedro dirigiéndose con cierto tono de autoridad a la junta—, entré por casualidad a la iglesia, y una vez aquí, he querido cooperar… es decir, ilustrar la cuestión… no, tampoco… en fin, este negocio es de ustedes, que tienen un deber de conciencia de salvar a las religiosas; pero les repito: sin dinero, y mucho, no es posible ni siquiera intentar la salvación… vaya, estamos de más aquí. Por mi parte también me lavo las manos, como Pilatos, o mejor dicho, las tengo limpias y no hay necesidad del agua. Quería cumplir el encargo de una persona que para mí es muy respetable. Esto es todo. Pues que nada se puede hacer, me retiro. Que ustedes lo pasen muy bien.
Don Pedro se levantó, tomó su sombrero y lentamente se dirigió a la puertecilla.
—Cuidado, señores —añadió al abrirla—, porque sopla mucho frío, y además, pueden ser sorprendidos no obstante lo apartado y escondido de este sitio, y los puros no juegan. Podrían pasarlo muy mal.
Como si hubiese tocado don Pedro el resorte de una maquinaría, se pusieron en pie los santos personajes como buscando la manera de salir o esconderse.
—Habrá dinero, señor don Pedro. Yo me encargo de ello. Tomaré sobre mis hombros esta grave responsabilidad. Venga usted, siéntese y discurriremos con calma. No creo posible que nadie sospeche que estamos aquí reunidos. La calle, la iglesia y las cercanías de este barrio apartado presentan un aspecto de tranquilidad tal que ni aun las mismas monjas dirían que nos estamos ocupando de sus intereses, sin embargo, importa no perder el tiempo en proyectos y discusiones inútiles. Habrá dinero.
El que decía esto era el mayordomo activo y regordete que ya conocemos. Don Pedro, alisando su sombrero con un pañuelo blanco, dio la vuelta, y mirando a las fisonomías, un tanto demudadas, de los asistentes, sonrió maliciosamente, y tomó de nuevo su lugar en el antiguo sillón.
—Esto es algo —dijo—; ahora veamos qué plan tienen ustedes.
—En general, el plan —contestó el mayordomo—, es echar abajo al gobierno y que se derogue la ley de manos muertas.
—Pero ese no es un plan. Eso será, cuando mucho, uno de los objetos del plan.
—Dice usted muy bien —respondieron varios a la vez.
—Entonces procederemos a formarlo y discutirlo —dijo otro.
—No creo que tengamos tiempo de muchas discusiones —contestó don Pedro—; pero, en cuanto al plan, un licenciado muy amigo mío, y más amigo todavía de la Iglesia, me dio anoche un borrador, que no he visto y que me recomendó mucho.
Don Pedro sacó de su bolsillo porción de papeles, de los cuales escogió y separó algunos, que colocó sobre la mesa, y guardó el resto.
—Éste es —dijo—, precisamente; este es, ya creía haberlo olvidado; no me figuraba que nos pudiese servir tan pronto.
—Lea usted, señor don Pedro, léalo usted —dijeron en coro tres o cuatro de los concurrentes.
—Sería bueno antes —dijo don Pedro—, dar un vistazo por la iglesia y por la calle, no sea que…
—Precisamente en eso pensaba —interrumpió otro de los concurrentes, que, menos intrépido que el regordete, no había cesado de moverse en su asiento, de mirar a la puertecilla y de cambiar de color cada vez que la conversación tomaba un giro decisivo y un tanto bélico.
—Pues no hay sino dar una vuelta por la iglesia y por la calle y observar lo que pase —le respondió don Pedro.
—Con mucho gusto.
Y de puntillas, como si alguien estuviese durmiendo y no lo quisiese despertar, se deslizó por la puertecilla, quedando los demás en silencio como esperando una gran noticia. Antes de diez minutos volvió diciendo:
—Mucha tranquilidad; la calle sola; en la iglesia tres o cuatro ancianas y el sacristán durmiendo en un confesionario. Ningún peligro, podemos echar pestes y maldecir a estos puros, que cuando se mueran se han de ir a lo más profundo de los infiernos, y en vida estoy seguro que el señor de Santa Teresa los ha de castigar.
—Vale más obrar que hablar, compañero —le interrumpió el mayordomo regordete—. Escuchemos el plan.
—Mi vista está cansada y la letra es menuda. Si usted me hiciese el favor de leer —dijo don Pedro.
—¿Y cómo no? —contestó el mayordomo regordete, y tomando de manos de don Pedro el cuaderno de papel escrito, leyó.
Era el plan una obra maestra de elocuencia y de combinaciones políticas. De seguro no lo elaboraron jesuitas, porque lo habrían formado más positivo y más sólido, pero menos entusiasta y cristiano. Después de cuatro hojas de considerandos, que fueron aplaudidos por unanimidad e interrumpidos con aclamaciones de admiración, seguían, multitud de artículos. Por el primero se derogaba la ley de manos muertas. Por el segundo se desconocían los poderes supremos, sujetando los funcionarios liberales puros a un severo juicio; por el tercero se convocaba una junta de notables que tendría la facultad de nombrar el presidente provisional de la República, y así seguían los demás, y poco faltaba para que se previniese el inmediato restablecimiento de la Inquisición y la próxima venida de un monarca extranjero.
—¿Y qué dirá de esto el general Santa Anna? —preguntó el canónigo—, me aseguran que, creyendo que le van a mandar mucho dinero para las tropas, ha aprobado plenamente la ley, y hay cartas suyas que lo prueban y que me han prometido enseñar.
—El general Santa Anna está lejos —respondió don Pedro—, y lo mismo que el provisor y el arzobispo tendrá que pasar por hechos consumados, y en último caso, para eso es el dinero. Si no le agrada el plan se le promete que el clero lo sostendrá, que será nombrado dictador por la junta de notables, y en ese caso se hace el sacrificio de prestarle medio millón de pesos con tal de que nombre un ministerio que sea conservador, aunque entre uno que otro moderado.
—Bien pensado, perfectamente —dijeron tres o cuatro de los conspiradores.
El canónigo, suspirando, añadió:
—Quizá será el único medió, y al fin nos ha de costar el dinero.
—Eso no tiene duda, señor canónigo —contestó don Pedro—, y a propósito, diré a la muy respetable junta, que de aquí a mañana necesitaré quizá seis u ocho mil pesos para hacer un préstamo al gobierno, mejor dicho, un regalo al gobierno.
—¿Al gobierno? —interrumpieron en coro—, ¿al gobierno? ¿A nuestro mayor enemigo darle dinero para que se sostenga? Si alguna cosa ha de contribuir a su caída es la miseria, ya no puede pagar ni a esa canalla que ha reclutado y que le llama guardia nacional.
—¿Tienen ustedes confianza en mí o no? —preguntó don Pedro con un poco de enojo.
—Y mucha, ilimitada —contestaron en coro.
—¿Pues entonces?…
—Comprendo perfectamente lo que quiere hacer el señor don Pedro, y es decidir al gobierno a que choque con los polkos, y para esto es necesario inspirarle confianza; y el mejor modo es prestarle dinero. Le durará el día y la víspera; y el objeto se habrá logrado. Queda, pues, autorizado el señor don Pedro para gastar esa suma y mucho más si es necesario.
—Me ha comprendido usted, mejor dicho, ha adivinado mi pensamiento, pero sobre esto mucho silencio —contestó don Pedro poniéndose un dedo en la boca—, y pasemos a otra cosa. ¿Aprueban ustedes el plan?
—Aprobado —contestaron por unanimidad los santos conspiradores.
—Entonces lo imprimirá de noche y con mucho secreto, nuestro amigo Larios.
—¿Los cajistas podrán denunciarnos? —interrogó uno de los clérigos.
—Usted sabe bien, señor doctor —le contestó don Pedro—, que Larios, al mismo tiempo que es dueño de la mejor imprenta que hay en México, es jesuita de corazón. Él mismo formará la planta, y lo imprimirá, y el trabajo se hará esta noche. Pasemos a otra cosa. Es necesario mandar acuñar unas medallitas de plata con la imagen del Niño Cautivo, del Señor de Santa Teresa, de la Virgen de los Remedios o de cualquier santo por el anverso, y por el reverso una leyenda que diga: Viva la Religión. Religión y fueros. A los defensores de la Religión, u otra cosa semejante. Estas medallas se ensartan en un listón encarnado, y a la hora del pronunciamiento se distribuyen con el plan a los soldados y oficiales de nuestros regimientos de guardia nacional, y digo nuestros, porque podemos contar con ellos.
—Sin duda —contestó uno de los mayordomos—, figúrese usted, señor don Pedro, que uno de los batallones está compuesto de albañiles, canteros y carpinteros que trabajan en las fincas de los conventos, y no harán sino lo que les mande mi compañero, que es el teniente coronel.
—Usted, amigo mío, se encargará de esto, ocupando a los plateros de más confianza que trabajan para la iglesia. ¿Usted me comprende? Las monjitas se encargarán de preparar las medallas y algunos escapularios para los jefes, y cada mayordomo debe dar a su convento las instrucciones respectivas. Nos volveremos a reunir mañana aquí, a la misma hora que hoy, para que cada uno dé cuenta de lo que haya adelantado y veamos con claridad los elementos con que contamos. Yo me voy a hablar cuatro palabras con el señor provisor y en seguida al Palacio.
—¡¡¡Al Palacio!!! —exclamaron asombrados los conspiradores—. ¡Qué valor! Este señor don Pedro es el héroe de la religión.
—Su humilde servidor y nada más, y no hay que tener cuidado por mí. El presidente, los ministros y hasta ese gobernador, que es más bien un niño que un hombre, es amigo mío. Lo conocí desde que estaba en la escuela, y aunque de diferentes opiniones, me considera, mejor dicho. me respeta; y primero se dejaría matar que permitir que se me hiciese el menor daño. Es conveniente tener amigos en todas partes y en todos los partidos, y servirse de las gentes cuando el caso llega. Somos en la vida las piezas de un ajedrez, y cuando son movidas por un buen jugador… ya ustedes me comprenden; jaque mate, y de eso se trata hoy. Mucha reserva, mucha cautela, mucho dinero y mucho valor, también eso es lo que necesitamos hoy, porque quién sabe si tendremos que andar a los balazos.
—Evite usted, señor don Pedro, ese lance, por Dios —le dijeron los clérigos—. Nosotros somos ministros de paz.
—Y nosotros servidores de la Iglesia, que no debe nunca meterse en guerras intestinas —dijo un mayordomo.
—Pero nos provocan —interrumpió el mayordomo regordete—, y no se cansen ustedes, es menester hoy sacar el dinero y también la espada.
Don Pedro paseó su vista por las descompuestas fisonomías de las santos varones, sonrió maliciosamente, alisó de nuevo su sombrero con el pañuelo blanco, y desapareció tras de la misteriosa puertecilla, y uno a uno, de puntillas, tomando agua bendita y arrodillándose al pasar por la iglesia, delante del altar del Santo Sacramento, fueron saliendo a la calle y dispersándose los terribles conspiradores. El imponente salón quedó solo y silencioso, y las bellas monjitas, pintadas por el admirable pincel de Cabrera y del Padre Herrera, sonrieron dirigiendo una mirada de gratitud a los valientes clérigos y mayordomos que las iban a defender quizá hasta en los sangrientos campos de batalla.