LAS VELADAS DE LA QUINTA
PRIMERA VELADA
Lenta, muy lentamente transcurría el tiempo para Teresa; los minutos le parecían horas y las horas días enteros. Acostumbrada ya al trato y sociedad de las personas con quienes la casualidad la había puesto en contacto, las consideraba, más que como amigos, como de su propia familia, y esperaba con impaciencia el momento en que, cumpliendo su palabra, comenzasen a llegar para inaugurar las veladas, tan oportunamente ideadas por Josesito. Así pensaba al caer la tarde sentada debajo de uno de los fresnos que ya conoce el lector, cuando de entre un espeso bosquecillo de manzanos salió Mariana con un ramillete de flores en la mano.
—Vea usted, señorita, qué pensamientos tan grandes y negros, como si fueran de terciopelo. Estoy segura que no los hay iguales en los jardines de las cercanías —dijo Mariana acercándose a Teresa y presentándole el ramillete.
—En efecto —le contestó Teresa—, nunca los había visto mayores, pero sabes que las flores que no tienen aroma no me gustan mucho. Prefiero las mosquetas, las azucenas, los claveles, y de las flores sin aroma la camelia me llama la atención, es tan difícil aquí su cultivo que es menester prescindir…
—De ninguna manera. Como sabía el gusto de usted y le sienta tanto en la cabeza una camelia roja o blanca, he cuidado mucho los macetones que regaló a usted mi capitán, y va usted a ver qué cosa tan hermosa.
Mariana corrió y a poco regresó con dos camelias en la mano, la una blanca y la otra roja, y las dos rellenas, redondas y perfectamente hechas. Teresa las admiró y las colocó después entre sus abundantes cabellos. Mariana, que creía cumplido el trabajo que tenía todas las tardes de cortar flores y formar un ramillete para colocarlo a la hora de la comida en un elegante centro de plata, se retiraba, pero Teresa la detuvo y le hizo lugar y seña para que se sentase junto de ella.
—Pues que algún día ha de ser —le dijo Teresa con amabilidad—, vale más que sea hoy y no mañana. Lo que voy a decirte te ha de lastimar. El común de la gente cree que los pobres no sienten, y yo pienso que las mujeres, pobres o ricas, cuando se trata de amores y de pesares de familia, sentimos lo mismo. Temía yo este momento, pero no hay más remedio. ¿Qué piensas acerca de Carmela?
Mariana bajó los ojos y guardó silencio.
—Vamos más claro. ¿De quién crees que es hija Carmela?
Mariana callaba.
—Habla sin rodeos; dime lo que te dice tu corazón. ¿Crees que no he observado que esa alegría aparente ocultaba una gran tristeza, y que tienes una duda de que quisieras salir? Has conocido ya a tu hija, ¿no es verdad?
—Sí, es verdad —respondió Mariana—, mi corazón la ha conocido, y no me he engañado desde que la vi, pero tenía miedo y vergüenza decirlo. Es Carmela, sí, Carmela, cuyos pasos he seguido, cuyos hermosos cabellos he adornado con flores, es mi hija, la hija de mi corazón a quien creí no volver a ver jamás.
—Ya ves, es una señorita —le interrumpió Teresa con cierta indiferencia para no dar pábulo a la ternura de Mariana—, y una señorita no como quiera, sino de las más, bien educadas de México. Escribe muy bien, toca admirablemente el piano, canta, borda en blanco y en metal, y tiene conocimientos de porción de cosas que tú ni has oído mentar y que yo misma ignoro, porque no fui educada con tanto esmero como ella; de manera que su desgracia en los primeros días de su vida la condujo por caminos misteriosos a una posición que tú misma ni su padre le hubiesen podido dar. Aurora primero y Florinda después, han puesto sus cinco sentidos y la han cuidado y educado con más esmero que si hubiese sido su hija.
—Adivino, señorita Teresa, adivino lo que me va usted a decir. Una niña, así, no puede ser hija de una pobre lavandera, de una mujer del pueblo que no se ha vestido más que con las enaguas y el rebozo.
—Y sin embargo, querida Mariana, es tu hija, y el coronel Valentín es su padre. Desde el momento en que Arturo fijó su atención en esto, me he ocupado de hacer todas las indagaciones posibles y he concluido por averiguar la verdad… ya ves, mi pobre Mariana, el coronel Valentín no puede casarse contigo, quizá si Manuel, Arturo y yo nos empeñáramos lo haría, pero no te daría tal consejo. A los pocos días de casada pasarías de seguro mala vida y los dos darían pésimo ejemplo a esta criatura.
—¿Qué debo hacer entonces? —preguntó Mariana.
—Un gran sacrificio, hija mía; un sacrificio que sólo puede exigirse a una madre. Que tus amores, que en verdad no han dejado de ser una historia escandalosa, jamás lleguen a los oídos de Carmela; que ignore siempre que tú eres su madre, de lo contrario comprometes su porvenir y con una sola palabra destruyes los sacrificios y cuidados de Aurora y de Florinda, y haces a la vez desgraciada a la propia hija. ¿Qué quieres, hija mía? La suerte no es igual para todos… no llores, porque me afligirás en los momentos en que quiero olvidar tantas desgracias que por mí han pasado y que tú no ignoras. Me encargué de esta dolorosa misión porque nadie mejor que yo puede consolarte.
—Con que es decir —contestó Mariana, procurando reprimir su sentimiento—, que ya no podré ni abrazarla, ni darle de besos, ni hablarle, ni verla tal vez. Es verdad, es verdad, Carmela es una señorita rica y yo no soy más que la pobre lavandera.
—Es muy duro, en efecto, Mariana, pero ¿qué le vamos a hacer, hija mía? ¿Querrás declarar ante todos unos amores ilegítimos y llenar de vergüenza a tu hija? ¿Si algún día se casa tendrá que negar o avergonzarse de su madre?
—Es verdad, es verdad, señorita Teresa, haré lo que usted me mande, la obedeceré, me resignaré al sacrificio completo.
—Mucho valor necesitas, y si dentro de algunos días te crees segura de ti misma, te prometo que verás a Carmela, mejor dicho, vivirás con ella, porque por mi parte, haré el sacrificio de que te separes de mi lado y pases largas temporadas en la casa de Florinda.
El ruido de un carruaje que entraba al primer patio, interrumpió esta penosa conversación. Mariana se limpió los ojos y se separó del lado de Teresa, a la vez que Josesito y Celestina penetraban por la puerta del comedor.
—Pues que las veladas de la quinta son de mi exclusiva invención, querida Teresa —dijo Josesito tendiendo su mano a la interesante castellana (porque no había ningún inconveniente en llamar también castillo a la modesta casa de campo)—, he querido ser el primero en llegar acompañado de Celestina para dar el ejemplo, y que entre tanto os haga compañía. Todos están avisados y vendrán, estoy seguro de ello.
Celestina había abandonado ya la toilette chillante y podíamos decir escandalosa que usaba antes y sustituídola con otra de medios colores modesta, pero de extrema elegancia. Sus modales y maneras habían cambiado y podía decirse que era una cumplida y verdadera dama, la que en otro tiempo figuraba como costurera y doncella de confianza de la madre de Arturo. Teresa no dejó de notar con gusto esta buena transformación, y acogiendo graciosamente a sus visitas, las invitó con los ojos a sentarse junto a ella, y efectivamente, lo hicieron y comenzaban la conversación con esas frases sin sustancia con que dan principio aun las más interesantes conferencias, cuando se escuchó el relincho lejano de un caballo.
—Es el Árabe —dijo Teresa levantándose con agitación—, nunca deja de anunciarme la llegada de Manuel, sus otros caballos no hacen eso.
Teresa corrió como una chicuela a recibir a su amante, y a poco entraron los dos abrazados de la cintura.
Manuel venía de muy buen humor. En vez de saludar, tiró de la perilla de Josesito hasta que lo hizo levantar del asiento y andar buen trecho de puntillas.
—Así se trata a estos perillanes, hermosa Celestina —dijo Manuel—, y no haga usted otra cosa con él si quiere que le sea obediente y fiel.
Teresa y Celestina rieron al ver la cara apurada y descompuesta de Josesito, y Manuel dio la vuelta y entró en su alcoba para cambiar de traje.
En esto había cerrado la noche, los gorriones y tordos antes de recogerse entablaban a competencia su concierto nocturno en las copas de los fresnos; las luciérnagas se levantaban del prado y formaban una aureola al derredor de las cabezas de las dos muchachas; los candelabros del comedor estaban encendidos, y el ruido de los carruajes y caballos se repetía sin intermisión. Eran Florinda, Carmela y Luis, después Arturo y el padre Anastasio. La primera velada, iba a estar plena. Teresa condujo a las visitas al gran salón, y tal era el contentamiento, que difícil sería referir lo que platicaban, porque ni ellos mismos lo sabían.
Josesito, que aspiraba siempre a ser el director de escena, trató de que se colocasen los concurrentes ordenadamente en el salón y de comenzar una especie de discurso para elogiarse a sí mismo por haber sido el inventor de las veladas, pero Teresa no lo permitió.
—Nada, nada de orden, por el contrario, debe reinar el desorden más absoluto; el orden es excelente, nadie lo puede negar, pero es triste y frío; que cada cual haga lo que quiera y sobre todo, después de la mesa, a la hora del café, comenzarán las conversaciones, las historias o las novelas.
—Celestina será o hará las veces de Madame Mornin o Confin —dijo Josesito.
—Un momento, un momento; me ausento y antes de cinco minutos vuelvo —interrumpió Teresa, y abandonó precipitadamente el salón.
A los cinco minutos volvió con dos llaves muy grandes en la mano.
—Por esta noche —dijo—, todos ustedes son mis prisioneros. He cerrado yo misma las dos puertas y nadie saldrá.
Un clamor general se levantó protestando contra esta violencia.
—Como se los digo —continuó Teresa—, nadie saldrá; cada uno tiene su habitación lista y hay sobradas recámaras para todos. Las señoras pueden entrar para arreglarse, pues no tardarán en anunciarnos que es hora de ir a la mesa.
Sin réplica se disponían a obedecer, cuando se oyó en el silencio de la noche el rodar de un carruaje, y a poco recios toquidos en el zaguán principal.
Todos quedaron atónitos y alarmados, y para ello había motivo, pues los tiempos no eran de lo más tranquilos.
Josesito, siempre valiente y animoso, arrancó las llaves de las manos de Teresa y salió a recibir al enemigo. Manuel y Arturo lo siguieron, y Luis, que era el prudente, el viejo, digámoslo así, entre aquellos jóvenes, quedó cuidando a las damas.
—Ni se pueden figurar a quien van a ver —dijo Josesito al entrar con una bujía en la mano, pues Teresa de intento había mandado apagar los faroles de las entradas y patio.
—¿A quién, a quién? —preguntaron a un tiempo repuestos de la sorpresa.
—¡A Juan Bolao! —gritó el mismo personaje penetrando en el salón—. Apenas nos hemos quitado el polvo del camino, pues acabamos de llegar. Imposible de pasar la noche en la ciudad sin venir a la quinta, pero adivinen ustedes quién es mi compañero de viaje.
—El mejor amigo de ustedes —dijo Valentín, que a su vez entró seguido de Arturo y de Manuel.
Al ver a los dos buenos amigos, hubo una explosión de franca alegría, y sin ceremonias y de pie, comenzaron a contar su viaje y a explicar por qué se hallaban en la quinta.
—Recibí de la Secretaría de Guerra —dijo Valentín—, la licencia que esperaba para venir a esta capital con el fin que ustedes pensarán, pues me tiene inquieto y casi loco el negocio… pero ¿qué iba yo a hablar?… vamos, en vez de tomar el camino de la Huasteca que es el más corto, me dio corazonada de que había de encontrar a don Juan en la hacienda de «La Florida» y no hubo más, un galope, como quien dice, y lo encontré, en efecto, en momentos de salir para ésta… ¡cáscaras! hemos caminado como unos postillones, pero sin accidente alguno y estamos ya en medio de nuestros amigos… en un abrir y cerrar de ojos, me parece que anoche dormí en Tampico.
—Y ahora dormirá usted y descansará aquí —dijo Teresa—, no en una mala cama, sino en una muy buena, y si ustedes me permiten un momento, yo misma voy a dar las órdenes a Mariana.
Al oír Valentín el nombre de Mariana, se conmovió y quiso hablar, pero disimuló, sacó su pañuelo y lo pasó por su ropa como para sacudirse el polvo que no tenía, pues, como debe suponerse, los viajeros habían cambiado de traje antes de presentarse en la quinta.
Teresa volvió al salón, y Martín muy limpio y con su uniforme nuevo, anunció que la sopa estaba servida.
—La cocina ha sido dirigida por Mariana —dijo Teresa conduciendo a sus convidados y designándoles sus asientos en el comedor.
—Todo lo que hay en la quinta —respondió desde luego Josesito—, tiene que ser, no sólo bueno, sino superior, y la primera de nuestras veladas se inaugura con un verdadero banquete, a juzgar por el primor con que está puesta la mesa y lo que ya hay sobre ella.
Con la mejor voluntad los tertulianos se sentaron, e inútil es decir que Mariana y Teresa se lucieron, y que lo que Josesito había dicho nada tenía de exagerado. Después pasaron al salón donde estaba servido el café.
—En cada velada es preciso que se cuente una historia o novela, o se lea algo muy divertido —continuó Josesito—, para imitar o seguir hasta donde podamos el ejemplo de ciertas damas muy bellas que se encerraron en un castillo a referir historias mientras la peste diezmaba la ciudad vecina. No recuerdo en este momento cómo se llama el autor de esos cuentos, pero su nombre es como algo de comer.
—Por cierto —le contestó Luis—, que no podríamos referir aquí cuentos semejantes a los de esas damas italianas, y además con nuestras propias historias tenemos para pasar la noche, aun cuando no hiciéramos uso de los magníficos lechos que están preparados y que sólo al verlos convidan al descanso y al sueño.
—Yo tengo que dar cuenta de lo que se me ha encargado —dijo Arturo—, pero será bueno que comience Luis.
—Con mucho gusto, y realmente interesa algo más lo que tengo que decir que el mejor de los cuentos de Bocaccio.
—Bocacho, eso es —interrumpió Josesito—. En la punta de la lengua tenía ese nombre y mañana mismo voy a la librería a comprar la obra, pero, ¡quiá!, si no habrá quizá tiempo, pues lo que yo también tengo que comunicar a esta esclarecida reunión es muy importante.
—Sentémonos, pongámonos en orden, guardemos silencio y que comience Luis.
—Las dificultades han terminado —comenzó a decir Luis mirando que se habían acomodado los tertulianos en los cómodos sillones y que lo escuchaban con atención—, y las intrigas han cesado del todo y nada hay que temer de don Pedro.
—¿Cómo así? —exclamaron varios a una voz.
—De la manera más sencilla. Cuando hay justicia y se cumplen las leyes, todo es fácil. Dije a ustedes que mi padre es el juez que tiene los autos. Yo no podía obrar personalmente, pero sustituí el poder que tengo de ustedes en el Lic… y éste, que goza de gran reputación y es el más acertado y oportuno en sus consejos, con un escrito de cuatro renglones, ha desembrollado toda la maraña que había tejido don Pedro. Simplemente pidió la revocación del poder que Teresa le había dado, la entrega inmediata de los bienes y la rendición de cuentas, pues ha transcurrido, y con mucho, el tiempo que la ley permite para terminar la testamentería. El auto fue dictado con el mayor sigilo, de modo que don Pedro no pudo parar el golpe y ha tenido que agachar la cabeza. Están ya en nuestro poder las casas de México y se ha librado exhorto a San Luis para que se entreguen las haciendas que de hecho están ya en poder de Juan Bolao. Por el examen de los documentos que tengo, las rentas de las casas y las haciendas debe haber dado un producto fabuloso en el último decenio, pero de esa suma sólo se han recogido ochenta mil pesos y se le ha dado un mes improrrogable para que rinda las cuentas y entregue el saldo. Esto no se podía evitar. Una vez que Teresa ha entrado en la administración de sus bienes, podrá revocar, modificar o confirmar las donaciones que don Pedro ha hecho en su nombre. Eso es más fácil y correrá por cuerda separada y tiempo tenemos de pensar en ello.
—Estoy asombrada —dijo Teresa—, y sólo porque Luis es un hombre serio y formal lo creo. ¿Cómo don Pedro se ha dejado sorprender? ¿Cómo no ha resistido o puesto en planta alguna de las intrigas que son, según siempre me han dicho ustedes mismos, tan fáciles en los tribunales?
—Usted ha dicho bien, Teresa —le respondió Luis—; materialmente se ha sorprendido don Pedro. Su abogado descuidó el negocio, porque estaba acostumbrado a componerlo todo con el dinero. Como mi padre tiene una posición modesta, tuvieron por seguro que lo ganarían y que no sería más que cuestión de precio; pero ¡qué chasco tan redondo llevaron! Le ofrecieron, como suele decirse, el oro y el moro; mí padre la única contestación que les dio fue que obraría en justicia y conforme a la ley. Intentaron mil recursos y moratorias: mi padre fue inflexible, nada admitió. Lo han amenazado con acusarlo ante la Corte, pero él se ríe, porque está seguro de lo que ha hecho y apoyado por la ley.
Cuando Luis acabó de hablar, Teresa se levantó y le estrechó la mano, Manuel lo abrazó con efusión, los demás lo felicitaron y Josesito fue a buscar al comedor una botella de champagne y volvió seguido de Martín cargado de bandejas de plata y de vasos.
—Es nuestro salvador verdaderamente —dijo Teresa—, y con mucho gusto bebo esta copa a su salud y a la de su honrado padre, y ruego a mis amigos que me acompañen.
Una explosión de alegría llenó la sala y las copas quedaron vacías.
—Ahora me toca a mí —dijo Josesito—, pero ya verán cómo mis noticias no merecen champaña como las de Luis.
—¡Que hable José, que hable! —dijeron Arturo y Manuel.
—Que hable —añadió Juan Bolao—, con la condición de que nada se le crea.
—Ustedes son muy dueños de creerme o no —contestó José—, pero lo que les voy a decir es tan cierto como estar nosotros aquí.
—No les haga usted caso. José, y cuéntenos lo que sepa —dijo Florinda—; las mujeres somos muy curiosas. Lo que ha referido Luis lo sabía yo, pero quise que él mismo se lo refiriese a mi querida Teresa.
—¿Y tus asuntos, hija mía, cómo van? —le preguntó Teresa—. ¡Qué egoístas somos! Cuando somos felices no nos ocupamos de los demás.
—En manos de Luis no pueden ir mal.
—Casi arreglados —añadió Luis—, y lo iba yo a decir, pero José no me deja concluir nunca.
—Ustedes son los que no me dejan hablar nunca, y ya les pesará.
—Vamos, que hable —dijo Florinda—, ya tendré tiempo de contar despacio a Teresa todas mis cuitas, que, gracias a Dios, van a terminar también pronto.
—Pues, señores, atención en lo que voy a decir. Mañana en la noche, o a más tardar pasado mañana, nos vamos a pronunciar.
—A pronunciar, ¿y por qué, o por quién? Yo no sé nada, y algo debía habérseme dicho, pues soy capitán de una compañía de la guardia nacional —dijo Arturo.
—Tiene mucha razón José —dijo Luis—, me parece que va a ocurrir algo grave, atendido el odio que hay entre la guardia nacional que se llama de los polkos y los batallones que están en Palacio que se llaman puros, y por esa razón no he descansado un momento en activar la conclusión de los negocios, no fuese a metérsenos el tiempo en agua, como suele decirse. Ahora, por lo que toca a nuestros negocios, ya estamos seguros.
—Es extraño —dijo Manuel—, que la Comandancia de la plaza no me haya mandado decir algo.
—Nosotros somos como extranjeros —dijo Valentín—, acabamos de llegar y apenas hemos hablado con una que otra persona; pero no hemos dejado de notar ciertos síntomas. ¿Qué dices de eso, Judn?
—Que son fantasías y cuentos de José; yo nada he notado.
—Pues, vaya… les diré —interrumpió José muy animado—. Estoy en los secretos; todo está arreglado para echar abajo al gobierno: no habrá ni un balazo, porque la única resistencia que se ha encontrado es en el batallón de granaderos, pero eso se vencerá. La guardia de la torre de la Catedral es nuestra, y esos batallones de aguadores, cargadores y léperos de la esquina, tendrán que disolverse y sucumbir… en fin, yo soy dueño de los secretos, y no quiero decir más: me basta haberles dado este aviso.
—¿Y tú qué harás, Manuel? —preguntó Teresa—. Estoy alarmada por ti, que por lo demás, las mujeres no tenemos que meternos en la política.
—Mi resolución está tomada desde ahora —contestó Manuel—. Como militar no tengo más que obedecer al gobierno, y no me vuelvo a meter en otro lío como la vez pasada que me engañaron como un niño, mejor dicho, lo hice por Arturo, él lo sabe.
—Soy de la misma opinión que Manuel —dijo Valentín.
—Gana es que se estén cansando —dijo Juan Bolao—, ni ha de haber pronunciamiento ni nada. A José que lo conocen turbulento, lo han engañado.
—No pasarán dos días, y ya verán si yo estoy o no en los secretos.
—Pero a nosotros ¿qué nos sucederá? —preguntó Carmela, que había permanecido callada escuchando la conversación.
—Carmela —dijo Florinda—, discurre mejor que todos nosotros, y ha dado en el clavo; lo que nos importa saber es lo que nos puede suceder.
—Nada, absolutamente nada —contestó Luis—. Sea que estemos aquí reunidos, sea que cada uno se encierre en su casa, caso de un conflicto, nada nos puede suceder si permanecemos extraños a las cosas políticas. Lo que temo es que si cambia el gobierno cambien también los jueces, y entonces nuestros asuntos no marcharán tan bien como ahora, y esto quizá no sucederá, pero de una manera o de otra no hay motivo para turbar nuestra alegría.
—Ni el más leve —añadió Josesito—. Vaya, y siempre con la mayor reserva les diré que yo dirijo el pronunciamiento; el general que va a ponerse a la cabeza es todo mío, hago de él lo que se me antoja; y les repito, no habrá un solo tiro y sí muchos cohetes y repiques de campañas; si oyen la campana mayor de la catedral, no se alarmen, ya saben por qué es.
No dejaron Arturo, Manuel, Valentín y Juan Bolao de burlarse de la fatuidad de Josesito, y no obstante que la política estaba en esos momentos más que revuelta, no creyeron en un movimiento inmediato, ni que fuese dirigido por Josesito, con tanta más razón, cuanto que perteneciendo Arturo a la guardia nacional y los otros al ejército de línea, no habían tenido ni la más insignificante noticia; así continuó la velada como había comenzado, pues el champagne, aunque gustado con moderación, causó el necesario efecto de ensanchar el ánimo y alegrar los corazones.
Carmela tocó muy bien el piano; Arturo, como joven bien educado en Europa, cantó y tocó, pues de todo sabía un poco; Josesito tuvo a Florinda por compañera, haciendo frente en unas cuadrillas a Manuel y a Teresa; Celestina fue muy obsequiada por el coronel Valentín, ocupando el costado de las cuadrillas, y Juan Bolao, para completar, fue a traer a Mariana, que salió a tirones y tapándose la cara, pero sus amos, realmente la recibieron con tal agasajo, que consintió al fin en ser la compañera de Bolao, y desempeñó la suplencia como cualquiera dama.
El placer e inocente satisfacción de una reunión así, quizá no es conocido en otros países donde las preocupaciones de aristocracia, de clases y de nacimiento ejercen demasiado influjo.
—Para descansar —dijo Arturo cuando acabaron las cuadrillas—, les daré una noticia que les ha de ser más agradable que la del fantástico pronunciamiento que dirige este valiente e impertérrito José.
Era ya muy entrada la noche, y Carmela, que ya cerrando los ojos y trastornando el compás había con esfuerzo acabado de tocarles la última cuadrilla, se deslizó sin despedirse de nadie y fue a acostarse a su recámara. El padre Anastasio hizo otro tanto y los demás tomaron sus asientos para escuchar con atención la buena noticia anunciada por Arturo.
—Las diligencias —dijo éste—, para el matrimonio de Manuel están al concluirse; mejor diré, concluidas, las amonestaciones dispensadas, en fin, falta la firma del cura del Sagrario para no sé qué cosa, pero mañana la recogeré, pues el sacristán me ha prometido que antes de las once no habrá ya que hacer otra cosa, sino que se presenten los novios. La licencia del gobierno la tendrá Manuel mañana mismo.
Esto dio margen a una discusión reñidísima, a que todos hablasen a un tiempo, y a que ninguno se entendiese. Josesito quería que el casamiento fuese muy solemne, que el arzobispo diese las manos a los novios, que se convidara de padrino al ministro de la Guerra y asistiese la Plana Mayor del ejército.
—Pero pedazo de bárbaro —dijo Juan Bolao con una voz de bajo profundo, para dejarse oír—; si dices que mañana o pasado va a ser el pronunciamiento y ha de caer el gobierno, ¿cómo quieres convidar al ministro de la Guerra, que mañana quizá estará preso o fusilado?
—Tienes razón, Juan, no me acordaba. Tengo tantos y tan graves negocios en mi cabeza, que no es extraño que en estos momentos se me haya olvidado el pronunciamiento; pero no importa, no es un obstáculo. Yo haré que el ministro de la Guerra quede en su puesto para que nos sirva de padrino, o el otro ministro de la Guerra que le suceda, es igual, y además, les repito, es cosa de uno o dos días el negocio para desembarazarnos de esta canalla de la guardia nacional de puros que está en Palacio, pero fuera de esto, todo quedará lo mismo. Vaya, el mismo gobierno, que no tiene ya con qué mantener a su guardia nacional, está de acuerdo. Es un secreto, un secreto todo esto, pero yo se los confío en el seno de la amistad.
Después de una tumultuosa discusión que sostuvo acaloradamente el bello sexo, quedó acordado, a pesar de que ninguno creía en los secretos de Josesito, en que se dejarían pasar dos o tres días para ver venir los acontecimientos, y entonces se decidirían los pormenores de la ceremonia, que de una manera o de otra terminaría con una solemne velada en la quinta.
Una botella de Champaña que trajo Josesito del comedor, sirvió para refrescar la garganta de los concurrentes, que cayeron en los sillones como cansados de la discusión del asunto que de veras era el más importante, vistas las desgracias y obstáculos que habían impedido la unión de los dos tiernos cuanto infortunados amantes.
Cuando los tertulianos de la quinta hubieron descansado de su grave discusión y volvieron a entablar conversaciones sobre diversas materias, y no les faltaban por cierto, Teresa tomó la palabra, y como la consideraban como si fuese la princesa encantada del magnífico castillo, callaron, y se propusieron escucharla con atención.
—No tendré ni el talento ni la gracia que las bellas damas florentinas para referir una historia y hacer agradable una velada, pero procuraré al menos interesar a algunos de mis oyentes, y al mismo tiempo daré el ejemplo para que en las veladas siguientes cada uno de ustedes traiga aprendida o escrita alguna historia o novela, o por lo menos una relación de los sucesos que pasen en la ciudad, y que tendrán mucho interés si comienza por tener efecto la revolución, a cuya cabeza está José.
Varios iban a hablar y José el primero, pero Teresa no se lo permitió y continuó diciendo:
—Es condición precisa que oigan lo que oyeren de mi boca los que están aquí presentes, no me han de interrumpir.
Habiendo accedido todos con una seña significativa que aceptaban la condición, Teresa, con la gracia y dulzura que le era natural, prosiguió:
—El matrimonio tiene muchos inconvenientes por más que se diga, entre otros el de que los que creyeron adorar eternamente como amantes, se suelen aborrecer como esposos.
—Es decir que tú piensas… —le interrumpió Manuel.
—Pienso que tú me has de querer siempre —le contestó Teresa sin dejarlo concluir—, pero ya he dicho que si me interrumpen no contaré la historia.
—Tiene razón Teresa —dijo Bolao—, Dejémosla hablar.
—Pero el matrimonio, con todo y lo que pueda decirse en contra, es lo menos malo, o el término mejor y más natural de las relaciones entre el hombre y la mujer.
—Cabal, cabal —interrumpió Josesito—; y la prueba más convincente es la dicha que gozamos Celestina y yo; pero que siga Teresa su historia y prometo no interrumpirla.
—Eso quisieran ustedes, pero no será, porque entonces no tendría atractivo la segunda velada y la reservo para entonces.
No hubo forma de persuadir a Teresa, y conformándose a su parecer, la dejaron retirarse a su alcoba y lo mismo que a las otras damas, y los hombres quedaron en el salón charlando de una y otra cosa hasta bien entrada la noche.