Muy temprano al día siguiente de la velada de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, entró Martín de puntillas en la recámara de Manuel, pero por su desgracia dejó caer un cepillo y una jabonera que llevaba en las manos, y con este ruido lo despertó.
—Tu maldita manía —le gritó el capitán colérico e incorporándose en el lecho—, de entrar antes de amanecer a mi cuarto; eso está bueno en campaña, pero en la ciudad y estando en paz es diferente.
—Perdone mi capitán —contestó Martín con mucho respeto y poniéndose los dos dedos de la mano derecha en la frente—; venía yo a coger la ropa para limpiarla, y si no se me cae el traste, mi capitán no me hubiera sentido. Todas las mañanas hago lo mismo, pero en cuanto a estar en paz, quién sabe lo que sucederá, y se me figura que tendremos balazos y nos vamos a agarrar pronto, según lo que me dijeron ayer los soldados de nuestro regimiento que me encontré, y que están agregados al escuadrón de Toluca.
—Veamos, cuáles son tus noticias —dijo Manuel ya de mejor humor y sentándose en la cama—, dame un vaso de agua fresca de la fuente, y lleva la ropa de una vez.
Martín tomó la ropa y el calzado y volvió al momento con un vaso de agua fresca y cristalina, colocado en un platito de plata primorosamente esculpido.
—Cuenta ahora lo que te dijeron los soldados del regimiento —le dijo Manuel devolviéndole el vaso y recostándose de nuevo.
Martín comenzó a hablar, y refirió tantas y tan grandes mentiras, que el capitán instintivamente se incorporó de nuevo y abrió tantos ojos. Entre otras cosas le dijo que al día siguiente en la noche, los gachupines monarquistas y los frailes deberían ser degollados por el pueblo, que en seguida entrarían en el Palacio y fusilarían en el patio al Presidente y a los ministros de la Guerra y los empleados de la Comisaría, sin perdonar ni a las viejas viudas si estaban allí, y que después de esto habría dos horas de saqueo para remediar al pueblo, que estaba tan pobre que ya no podía más, y que si los tenderos se resistían también llevarían su merecido sin perdonar a los marchantes que estuviesen comprando los garbanzos, y que acabado todo esto, el pueblo reunido, iría en masa a la villa a dar gracias a la Virgen de Guadalupe, y pasarían el día muy contentos almorzando y bebiendo pulque.
—De modo —le dijo Manuel sonriendo—, ¿que sólo nosotros y unas cuantas personas más quedaremos con vida?
—Pues eso me dijeron los soldados, y mi capitán se figurará que no lo creí porque ya no soy un muchacho, pero de lo que sí puede estar seguro, mi capitán, es de que tendremos muchos balazos, y yo no sé el partido que tomará mi capitán y dónde se pondrá para batirse, ni me importa, porque yo he de estar siempre a su lado.
En ese momento se inclinó Martín para alzar un par de botas que estaban en los pies de la cama y se le salió del bolsillo un librito que cayó al suelo.
—¿Qué libro cargas, Martín? ¿De cuando acá te has vuelto tan lector? y eso que creo que a pesar de lo que te han enseñado los sargentos de tu compañía no lees muy de corrido.
—Este libro, mi capitán, es el catecismo del padre Ripalda.
—¡El catecismo! Entonces, de cuando acá tan devoto, tú que te dormías en los tiempos en que todavía se rezaba el rosario en la cuadra.
—Como mi capitán —le respondió Martín—, se enojó tanto porque lo desperté, ya no le dije nada, pero quería pedirle licencia para irme a confesar.
—¿A confesar? Eso sí que me asombra, y o tú te has bebido el resto de las botellas que quedaron anoche, o has perdido el juicio. ¿A confesar? ¿Y tú, tú que no sabes si hay Dios, te vas a confesar después de tantos años?
—Confesión general, mi capitán, y por eso compré en casa Abadiano un catecismo que ya sé de memoria.
—¿Pero qué te ha dado? Eso sí que es más curioso que los chismes y noticias de tus compañeros los soldados.
—Pues le diré la verdad a mi capitán, lo que tengo es mucho miedo.
—¿Miedo a los balazos?
Martín se rio francamente y respondió:
—¡Qué me importan a mí los balazos! mi capitán ya lo sabe… al contrario, estoy contento. Hace tiempo que no tenemos nada que hacer, y desde aquel pleitecito con los rancheros del administrador de la hacienda que se quería merendar a mi capitán, mi carabina no ha vuelto a dispararse hasta ayer que la descargué para limpiarla. Tengo miedo, mi capitán, al diablo y al infierno. Al diablo, porque lo mismo es tirarle con confites que con balas, y al infierno, porque no hay modo de salir de allí una vez que se entra, y quien me ha dado ese miedo es ese señor Rugiero, tan amigo de todos los de esta casa. El jueves, nada menos cuando venía con los encargos y las cartas del correo para mi capitán, lo encontré al pardear la tarde saliendo por la garita de San Cosme, y yo no sé qué le vi, ni qué sentí, no se lo puedo explicar a mi capitán, pero siempre que lo miro, lo sueño de noche y se me figura que es el diablo y que me lleva.
El capitán, con estas ocurrencias de Martín, se puso del mejor humor, y le contestó riendo:
—Vaya, que si te ha dado por ese lado, vale más, que no que te vuelvas a inclinar al trago, y ya me debes agradecer la paliza que te di un día en que te me presentaste en Palmillas sin poderte tener.
—Y como que si se lo agradezco, y ya ve mi capitán que desde entonces sólo la copita que me permite mi capitán me refresca la garganta, y después si me matan no bebo ni un trago.
—Pues bien, ningún inconveniente tengo en darte la licencia, vete a confesar y sería curioso oír tus pecados.
—Mi capitán, puede estar seguro que he cometido todos los que dice el catecismo y todavía más, sólo que como la ordenanza no le dio la facultad de echarme la absolución, tengo que buscar un padre que conforme a su ordenanza me perdone el haber ofendido a Dios, pues mi capitán ya lo sabe, soy cristiano, aunque malo. Así me crio mi madre, y así he de ser.
En esto Manuel se había levantado, y Martín, como de costumbre, lo ayudó a vestirse y a asearse, y concluida esta tarea se cuadró y pidiendo el permiso de estilo a su jefe, salió de la alcoba.
* * *
Martín a paso redoblado ganó la calzada, la sombra de los arcos del acueducto de San Cosme, y de allí a la Tlaxpana, y siguió derechito a la Profesa en busca del padre Martín.
En el claustro estaba alojado el batallón Victoria, y la puerta del costado, que da a la calle de San José el Real, se hallaba defendida por una gran guardia, y grupos de nacionales armados rondaban en las inmediaciones y entraban y salían con las formalidades y requisitos de la ordenanza. Martín con disimulo, se detenía en un lugar y en otro, observaba por todos lados, escuchaba las conversaciones de los nacionales, y echaba miradas indagadoras al interior del cuartel, y poco tardó en convencerse que estaba todo preparado para una salida del batallón o para una resistencia obstinada en caso de que fuere atacado. En esa calle y en las que había recorrido Martín reinaba la mayor tranquilidad; las criadas y domésticos, como de costumbre, hacían sus compras de pan, bizcochos, leche y chocolate en las tiendas; otros se dirigían o regresaban del mercado con sus canastas, y los devotos se dirigían a oír su misa. Martín entró en la iglesia de la Profesa; los sacristanes aún no concluían de sacudir y arreglar los altares, y paulatinamente iban llegando algunos fieles a oír la misa de siete.
Cuando Martín el soldado entró, Martín el clérigo se paseaba de uno a otro lado de la sacristía con la cabeza baja y un breviario en la mano, murmurando algunas oraciones. El alba, la casulla, el cíngulo y demás ornamentos estaban ya listos sobre una de las antiguas cómodas de caoba y esperando el acólito que el padre concluyera sus oraciones y se revistiese para celebrar el Santo Sacrificio. El soldado, que de pie junto a la puerta no había llamado la atención del padre, esperó también, pero cuando cerró el breviario y se disponía a vestir el alba, se le presentó delante, y cuadrándose y poniendo los dos dedos en la frente como si estuviese delante de su capitán, le dijo:
—Con perdón de usted, mi padre capellán, me quiero confesar, y pronto.
El padre Martín dejó el alba que ya había tomado, levantó la cabeza, y arrugando los ojos, se quedó mirando al soldado.
—¿Quién eres tú? —le dijo—, ¿no ves que voy a decir misa?
—Soy el asistente de mi capitán.
Al oír esto el padre Martín se puso un dedo en la boca, miró fijamente al soldado y dijo:
—¡Ah! ya caigo; tú eres Martín, el que anda siempre siguiendo al capitán Manuel como si fuese su sombra, soldado de caballería, ¿no es verdad?
—El mismo, mi capellán.
—¿Y por qué te quieres confesar pronto? ¿Estás enfermo, tienes algún dolor que te pueda causar una próxima muerte?
—Nada de eso, mi capellán, estoy sano y fuerte, pero me quiero confesar pronto porque a las once tengo que servir el almuerzo a mi capitán, y aunque me ha dado licencia, yo no falto nunca a la ordenanza, con que si mi capellán gusta…
—Supuesto que no estás en artículo de muerte, puedes buscar otro padre que te confiese, pues no acostumbro yo confesar soldados, y ya te dije, la gente espera en la iglesia y voy a decir la misa.
—Muy bien, mí capellán, entonces no me confesaré nunca, y si me llevan los diablos en la trifulca que va a haber, mi capellán tendrá la culpa, y desde el infierno, donde estaré, le echaré maldiciones.
Martín saludó militarmente, dio un cuarto de convención y se disponía a retirarse.
El padre Martín tuvo un escrúpulo de conciencia, y un pensamiento siniestro atravesó su mente como un relámpago. Si matan a este soldado, muere sin confesión y se va al infierno, yo tendré la culpa, pues que Dios le ha tocado el corazón y quiere confesarse conmigo, tengo que cumplir con mi deber y gano una alma para el cielo. Los que están en la iglesia pueden esperar un poco.
—Bien, Martín, no te vayas —le dijo—; pues que te empeñas, te confesaré.
Dejó el alba que se había ya encajado en la cabeza e indicó a Martín que entrase a una pequeña sacristía que servía también para que tomasen los padres su chocolate cuando acababan de decir misa.
El padre Martín se sentó en un sillón de baqueta, adornado con tachuelas doradas, murmuró las oraciones preparatorias, y Martín se arrodilló delante de él dándose con mucho fervor tan fuertes golpes de pecho que hacían eco en la bóveda de la pequeña sacristía.
—Piensa —le dijo el padre Martín inclinándose—, que estás ante el Tribunal de Dios, y que si callas algún pecado, no te valdrá la confesión. Reza con toda devoción conmigo el Yo pecador y comienza.
Martín el soldado, y Martín el clérigo, entonaron a coro y con mucho fervor la acostumbrada oración, que es la que abre el saco rellena de pecados de los sinceramente arrepentidos.
Martín callaba.
—Vamos, empieza; no tengas ni miedo ni vergüenza.
Martín sacó del bolsillo su catecismo del padre Ripalda, le dio una recorrida y comenzó a desembuchar.
—Acúsome, padre, de que soy muy ladrón.
—Ése es el peor de los pecados, porque se priva al prójimo de lo suyo. ¿Y cuántas veces has robado?
—Pues, padre, yo creo que hace como veinte y cinco años.
—¿Cómo y a quién has robado tanto?
—A todo el mundo, mi capellán.
—¿Y como has robado? dime las circunstancias.
—Pues, mi capellán, las circunstancias son de robar gallinas y cochinitos, y a veces un carnero en los pueblos y ranchos, pues como el gobierno no tiene siempre para el prest, es preciso comer. También le robo a mi capitán sus calzoncillos y sus camisas, y precisamente toda la ropa que tengo puesta es de él, pero de dinero ni pizca. Mi capitán es muy descuidado y deja las onzas de oro tiradas en todas partes, y yo las recojo y se las guardo; eso sí, cuando mi capitán ha estado en campañas y no ha tenido que comer, he buscado gallinas en los corrales del pueblo, y su almuerzo ha sido mejor que en México.
—Vaya; eso es otra cosa, menos de lo que yo había creído. Has cometido siempre un pecado mortal.
—Sí, mi capellán, mortal; pero si volvemos a la campaña y el comisario no nos paga volveré a cometer el pecado mortal.
El padre Martín sonrió de la ingenuidad del pecador, y en el fondo le dio la razón, y dijo para sí: «Mientras el gobierno mande la tropa a campaña y no le dé ni rancho ni dinero, tiene que suceder esto, pero ya, bendito sea Dios, según las cosas se presentan, este gobierno de herejes va a caer y quizá vendrá un Rey que ponga en orden a este país, y en cintura a los soldados para que no se roben las gallinas en los pueblos».
—Continúa, continúa —le dijo a Martín que había quedado silencioso, mientras el confesor había hecho este monólogo interior.
—Acúsome, padre, que yo he matado.
—¡Has matado! ¿Y a quién?
—A mucha gente.
—¿Como a cuántos?
—Pues, mi capellán, no me acuerdo, pero serán más de mil.
El padre Martín dio un pequeño salto en la silla y como acobardado de tener un asesino tan terrible junto a él.
—Explícate; ¿cómo han sido esas muertes?
—Las circunstancias son en la guerra —contestó Martín—. Figúrese mi capellán que llevo quince años de servicio, y todito el tiempo ha sido de guerras aquí y allá, y cuando se me venían encima, pues les daba con el sable o con la culata de la carabina o como podía para que no me mataran. Los últimos que maté creo que fueron cuatro o cinco de los que tenían preso a mi capitán, que lo cogieron a traición y ya lo iban a fusilar.
—Así, así, refiere con toda verdad las circunstancias —le repitió el padre Martín. Desde que el soldado mezcló en su confesión el nombre de su capitán, se despertó en el confesor una invencible curiosidad. Martín la satisfizo refiriéndole con sus pormenores las aventuras de Manuel con el pérfido administrador de la hacienda, y la manera casi milagrosa con que había logrado salvarle la vida.
—Vamos a otra cosa.
—Acúsome, padre, que me gustan las mujeres y que…
—No sigas, a mí también… pero justo Dios ¿qué iba yo a decir? —pensó en su interior el padre—, qué flaca es la naturaleza humana y qué listo anda el demonio para preparar en todas partes las más peligrosas tentaciones.
—Sigue, hijo, sigue, que esos pecados son graves y me figuro que los cometen todos los días los de tu profesión.
—No, padre, no todos los días, sino siempre que se puede, y a veces se me pasan meses, sin ver más que las cocineras muy viejas desde que estoy en casa de mi capitán y de la niña Teresa.
Al oír el nombre de Teresa, removió el padre Martín en su sillón de baqueta, sacó su pañuelo, se sonó y volvió a inclinar la cabeza para escuchar al pecador.
—Sigue, hijo —le dijo con voz suave como pudo—, ¿cuántas veces has cometido ese pecado?
—¡Ouf! —exclamó el soldado ingenuamente y como si se hallase en el cuartel con sus compañeros—, ¡ouf! ni me acuerdo, pero serán dos mil, cuatro mil veces.
—Vaya, no es necesario que digas las circunstancias —le interrumpió el padre Martín—, ya se sabe cómo viven los soldados. ¿Has sido casado?
—Nunca, padre.
—Habrás estado entonces en mala vida.
—Al contrario, padre, en buena.
—Vaya, es bastante. A otra cosa.
—Acúsome, padre, que yo soy curioso y todo lo escucho.
—Eso no es pecado, pero haces mal, porque cada uno es dueño de sus asuntos y de sus secretos, y no debemos meternos en las cosas del prójimo.
—Es verdad, padre, pero he oído tantas cosas, que se me figuró pecado mortal el saber tanto como…
—Di, pues que crees que es pecado y tal vez habrá seguido mal por tu curiosidad a alguna persona, y en ese caso, sí es pecado y debes decir las circunstancias.
—Pues las circunstancias son que como mi capitán y la ama Teresa, y doña Florinda y el niño Arturo, y don Josesito y don Luis y todos hablan y platican delante de mí, he sabido cosas que me parecen pecado mortal, y me resolví a confesarme con usted, que me dirá si por fin son pecados, y si yo he cometido también un pecado en no decírselo a usted desde que sé lo qué está pasando.
El padre Martín, agitadísimo desde que oyó estos nombres, para él muy conocidos, se puso en pie, dio dos vueltas por la pequeña sacristía, y después humilde y resignado se volvió a sentar en. el sillón de baqueta, clavateado con tachuelas doradas, y continuó oyendo los pecados mortales del soldado.
—Para descargo de tu conciencia tienes que decir cuanto sepas y hayas oído. Tu curiosidad puede haber causado perjuicio de tercero. Todos los criados tienen la mala costumbre de escuchar las conversaciones de sus amos para saber lo que pasa en el interior de las casas y quitarles el crédito.
—Acúsome padre —continuó Martín dándose de nuevo fuertes golpes de pecho—, que he oído que ese señor rico y muy viejo que es el que tiene los bienes de la niña Teresa, la llevó a engaños a una casa sola de un barrio, y la quiso matar, y por milagro de Dios se apareció allí un padre tan bueno como es usted, y la libertó de ser asesinada, y que después le ha robado y le ha gastado su dinero, y las haciendas las tiene como suyas, con criados que ha puesto, y uno de ellos también por engaños trató de matar a mi capitán, según ya le conté a usted, y si no llego tan pronto ya estaría en la barriga de los coyotes y fieras del monte. Desde que supe estas cosas me pareció que se las debía denunciar al comandante general, o al mayor de plaza, para que mandase con un piquete de soldados por ese señor don Pedro, para ponerlo arrestado en la prevención hasta que, aclarándose las paradas lo mandasen fusilar. Creo, padre, que he cometido un pecado en estarme callado, y me arrepiento de todo corazón.
Martín continuaba dándose fuertes golpes de pecho.
—Sigue, sigue tu confesión, hijo mío —le dijo el padre Martín—, lo que me dices es muy grave.
—Pues he oído también que tienen encerrada a la niña Aurora, que es amiga de mi ama, en el convento de la Concepción, porque no se quiso casar con don Pedro, y que es muy rica, y que le han cogido también todito su dinero, y que las monjas la quieren emparedar.
—No, eso no es cierto, ni se le ha cogido su dinero, ni la emparedarán —dijo el padre Martín—, porque yo lo impediré.
—Pues si puede mi capellán hacer que no la empareden, será mejor; pero creo que ya lo han hecho, y la niña Aurora llora y llora, y el niño Arturo, que es su novio, se la iba a robar una noche con una escalera que hizo de mecate, y se la quiere robar otra vez. Todo esto platican cuando se quedan solos, y las niñas se van a aeostar, y yo tiendo mi manta, cerca de las puertas para estar listo en cuanto me llame mi capitán, pero en vez de dormir me estoy con los ojos abiertos y oigo todito lo que se cuenta.
—¿Qué más dicen? —le interrogó ya muy agitado el padre Martín.
—Pues que a don Josesito le quieren quitar su casa, que a doña Florinda le han robado lo que tenía, y que al niño Arturo lo han dejado en un petate, y por eso no se casó con una niña doña Celeste que se fue de Hermana de la Caridad.
—¿No más?
—Sí, padre, pero yo que no tengo miedo delante de un escuadrón con sable en mano, no puedo decirle a usted lo demás.
—Estás en el santo tribunal de la confesión, y te mando en nombre de Dios que todo lo que tengas en tu conciencia lo digas.
—Pues padre —respondió Martín rascándose con una mano la oreja y dándose golpes de pecho con la otra—, yo he oído, no diré a quién, pero es un señor que me da mucho miedo porque se me figura el diablo y se llama don Rugiero, que entre usted y don Pedro se han robado todito el dinero de las niñas doña Aurora, doña Teresa y doña Florinda, y del niño Arturo y de don Luis, y vamos, de todos.
—Eso es una calumnia, no es cierto, y sólo el diablo mismo puede decir semejantes infamias —exclamó el padre Martín levantándose y dando una palmada en el brazo del sillón de baqueta.
Martín retrocedió asustado. Había soltado su gran pecado, no hallaba como contarlo al mismo padre Martín antes de ir a denunciar, como tenía pensado, todos estos enredos al comandante general, y lo que mejor pensó fue hacer una confesión general con el mismo padre Martín.
—¿Tú no creerás que yo soy un ladrón? Para nada me sirve el dinero ajeno, cuando el mío propio lo he dado a los pobres.
Martín, el soldado, bajó la cabeza, continuó dándose golpes de pecho, y guardó silencio.
—Pronto te convencerás de que eso que dicen es una invención del diablo, y esa persona, cuyo nombre me has revelado sin querer, no tiene motivos sino para respetarme, pues él sabe que no tengo más que una humilde renta con que vivo escasamente para poder consagrarme al servicio de la Iglesia y hacer el bien que pueda a mi prójimo.
Dijo el padre Martín con tanta humildad y convicción estas palabras, que penetraron hasta el corazón encallecido del soldado, el que también sincera y espontáneamente respondió:
—Nada creo de usted, y sí todo lo que dicen de ese don Pedro, porque yo he visto a mi capitán y a los que puedo decir que son mis amos, perseguidos y siempre tan sobresaltados como si un regimiento les fuese a tirar de balazos. Yo le ruego a mi capellán que les haga cuanto bien pueda.
—Y como que lo haré, y a ti también, que, aunque pecador viejo y endurecido, tienes un corazón sincero y bueno. ¿Te arrepientes de los pecados que has cometido y prometes no volverlos a cometer?
—Sí, padre.
—Ego te absolvo in nomine Patri, etc.
El eclesiástico echó con todo fervor la bendición, impuso sus manos en la redonda cabeza, pelada a peine, del soldado, y se levantó del sillón de baqueta, claveteado con tachuelas doradas.
Martín le besó la mano, y tan preocupado estaba que se puso la gorra de cuartel sin advertir que tenía que pasar por el templo, y fue saliendo lentamente.
El padre Martín le advirtió que se quitase la gorra militar, lo saludó con la cabeza, y se entró en la sacristía grande, donde el sacristán lo esperaba para ayudarlo a revestir el alba y decir la misa.
—No, no digo misa hoy, me hallo un poco indispuesto. La larga confesión de ese soldado me ha mareado, me ha trastornado la cabeza.
—¿Tomará usted su chocolate? —le preguntó el sacristán.
—Tampoco; búscame un poco de café, que me despejará el cerebro.
—Al instante —respondió el sacristán, y salió a pasos precipitados.
La iglesia estaba casi sola, otro padre había dicho misa, y los fieles se habían retirado. Por la calle se notaba alguna agitación. Ruido de espadas arrastrando por el suelo, y de fusiles que, ya descansaban, ya iban al hombro, grupos de gentes y de muchachos delante del batallón Victoria, pero nada todavía de serio, ni de alarmante. Preludios de que nadie hacía caso, acostumbrada como estaba la ciudad de México a esas agitaciones y conatos de pronunciamiento que en nada quedaban y se deshacían con la misma facilidad con que se formaban.
El padre Martín dio una vuelta por la iglesia, se arrodilló delante del altar del Santísimo Sacramento, murmuró algunos rezos, entró después a la sacristía que estaba sola e impregnada de ese inexplicable olor místico que parece inclina a la oración y se relaciona con los pensamientos religiosos.
—¡Miserable naturaleza humana! —dijo recio el padre Martín—. Ha sido menester que este soldado rústico, encenegado en los vicios carnales, acostumbrado a la sangre y los horrores de la guerra, haya venido a quitarme la espesa venda que tenían mis ojos. Sus pecados son los de todos los soldados; él ha robado por necesidad, ha matado en defensa propia, ha sucumbido a las insinuaciones de la carne como todos los hombres, pero ha conservado un corazón limpio, y no ha hecho en su vida más que servir bien a su patria y a su capitán, en tanto que yo, víctima de errores y de preocupaciones antiguas, creyendo ganar almas para el cielo, no he sido más que el cómplice inconsciente de ese malvado y pertinaz don Pedro, que tiene un pie en el sepulcro, y que se agarra a los bienes terrenales como uno que se está ahogando al madero que se le presenta. Este soldado me ha venido a confesar a mí. Yo era el que necesitaba su absolución y su perdón. Esas gentes que se ocupan de mí, y que hablan según sus intereses, tienen razón. Ese Rugiero que me salvó cuando caí del carruaje en una zanja de donde si no es por él me habrían sacado muerto, tiene razón y ha dicho la verdad. Y si es el diablo, tanto mejor, el diablo mismo, al mostrarnos el camino del mal, nos indica cuál es el camino del bien de que nos hemos separado. ¿Por qué valerse de la religión y aterrorizar con las penas del infierno a las jóvenes que en su florida juventud no piensan más que en el amor y en la felicidad? ¿No he sido yo joven? ¿No he sentido también esas emociones de la naturaleza a las que no he podido resistir? ¿Por qué exigir de los 18 años de una mujer que haga lo que la anciana de 70? ¿No ha sido necesario que el tiempo, los pesares y los desengaños me conduzcan a este claustro para dedicar el resto de mis días al servicio de Dios? Oprimir a la juventud, secuestrar los bienes ajenos, mezclarme en rebeliones contra la autoridad, ser miserable instrumento de la avaricia y de la lujuria de un ciego y endurecido pecador, he aquí mis obras y mis méritos en estos últimos días, ¡y así revestir los ornamentos sagrados! ¡Decir misa, llamar al mismo Cordero de Dios a estas manos pecadoras! ¡Qué sacrilegio! ¡Qué profanación! ¡Y este soldado es el que ha venido a dar claridad a mis ideas y a echarme en cara mis errores! ¡Vive Dios! y a él se lo pido humildemente, que en lo de adelante no pasarán las cosas así, y que, si es posible, repararé el mal que haya causado…
Y el padre Martín, al decir estas últimas palabras cayó de rodillas delante de la cómoda de caoba, donde aun estaban los ornamentos de lino blanco y de tela de oro que iba a revestir para celebrar la misa. Oyó los pasos del sacristán, y como si hubiese cometido una falta, se levantó violentamente, dio un paseo por la sacristía, se limpió la frente con su pañuelo, y procuró componer su semblante. Ya estaba tranquilo. Martín, el soldado, lo había confesado.