I. Mariana obsequia con un banquete al capitán

Mientras que el elegante y afortunado don Francisco va en camino, pensando recorrer con sus seis mil pesos toda la Europa y el Asia, y recoger laureles amorosos, ya en París, ya en Londres, ya en Atenas, ya en Palestina, sin importarle un ardite sus acreedores, ni la suerte de Aurora, volvamos un momento a nuestros antiguos amigos, a los cuales hemos abandonado desde que partieron del tranquilo curato de Jaumabe.

En un día claro y apacible del fin de Septiembre de 184… en que a falta de los Nortes, que comienzan a anunciar la proximidad del Equinoccio, soplaba un viento terral un poco cálido, entraba por la única calzada que comunica el puerto de Tampico con el interior, una numerosa cabalgada. Al frente de ella iba un joven que vestía una chaqueta de paño azul turquí con cuello y vueltas rojas, y portaba en los hombros dos galones o divisas de capitán de caballería, y a quien seguía a cierta distancia un lancero, de torva e imponente fisonomía y erizado bigote negro: de su cintura pendía un sable corvo, y montaba un caballo tordillo-quemado, con pequeñas orejas, cañas delgadas y abundante crin y cola. Detrás iban otros dos jóvenes vestidos al estilo con Tamaulipas, es decir, con unas calzoneras anchas o mitazas de gamuza amarilla, una cotona de lo mismo con agujetas y pequeñas águilas de plata en la espalda y botonadura, y un sombrero jarano. Como se deja suponer, y es costumbre en los caminos de México, no faltaba a nuestros viajeros un par de pistolas en el cinto, una espada debajo de la pierna izquierda y un lazo atado en los tientos. Detrás venían seis mozos, vestidos poco más o menos lo mismo que los amos y montados en los grandes y buenos potros que producen en abundancia los criaderos de Tamaulipas. Todavía más lejos y envueltos en una nube de polvo, seguían a los amos tres arrieros con las mulas que cargaban el equipaje. Toda esta comitiva entró en la ciudad e hizo alto un momento en la plaza, entre tanto que el capitán Manuel, Arturo y el padre Anastasio, a quienes habrá reconocido el lector, y que eran los tres viajeros de que hemos hablado, consultaban entre sí dónde se alojarían.

Aunque en Tampico, como en todo puerto, es casi diaria y frecuente la entrada de semejantes caravanas, nunca dejan los curiosos y las curiosas de asomarse a las ventanas o puertas de las casas, e indagar quiénes son los recién venidos, qué objeto traen, y sí se quedan en el puerto, se embarcan, o regresan a tierra dentro. Pero fatigados nuestros viajeros con el camino, y deseosos de descansar, no ponían por su parte mucho cuidado en las gentes que los salían a ver; sin embargo, el capitán, al soslayo creyó reconocer el semblante de una antigua amiga: volvió su caballo; pasó más cerca de la ventana donde se había asomado con semblante alegre y fresco una aldeana; y exclamó:

—¡Mariana!

—¡Señor capitán!

Casi a un mismo tiempo se reconocieron y saludaron Manuel y la antigua lavandera, en cuya aseada y pintoresca casa tuvo el capitán la entrevista con su adorada Teresa.

Cerrar la ventana, salir de un brinco al zaguán y colgarse de la cintura del capitán, todo fue uno para la lavandera.

—Niño, mi capitán, mi niño querido, ¡cuántos trabajos habrá pasado, y ni se ha acordado de mí, ni lo he visto…! ¡Ingrato! ¡Cuántas veces me he acordado de él, y tanto que lo podía haber servido! Todavía tengo media docena de las camisas y una docena de las mascadas, y el pañuelo blanco de la niña Teresa… Y dígame, ¿ya se casó, o dónde está la niña? ¡Pobrecita! era linda como un ángel.

El capitán se inclinó, y pasó con un verdadero cariño el brazo por el cuello de la lavandera, mientras ésta sin dejar de hablar, se limpiaba los ojos con una punta de su rebozo.

—¡Vamos, vamos, Mariana! Tú estás tan guapa, y buena moza como siempre, pero… todo lo quieres saber a la vez. Vamos… no hay que llorar. Las gentes se reirán de nosotros… y por otra parte, criatura —continuó el capitán—, ¿cómo quieres que te dé razón de tantas cosas? ¡Teresa!… Hace mucho tiempo que no la veo… ya te contaré… precisamente vengo a buscarla; ya lo sabrás todo, y te vendrás con nosotros a vivir, porque tú eres como de nuestra familia… Pero ¿cómo es que te encuentro aquí?

—¡Oh! ya contaré a usted todos mis trabajos, señor capitán; pero el sol quema… y el camino es pesado… baje usted del caballo, y entre en mi casa.

—Ésta es la casa —dijo con alegría la lavandera—, donde vivirá el señor capitán. ¡Tan franco y tan gente que ha sido conmigo! ¿Cómo lo había de dejar?

Esta conversación la interrumpió un coronel de artillería, de fisonomía amable e insinuante, que se acercó al capitán.

—¡Bribón! apenas llegas a una población, y antes de bajar del caballo y de entrar en el alojamiento, estás abrazando y seduciendo a las muchachas.

Mariana, en efecto, llamaba la atención: su fisonomía, lejos de haber cambiado, parecía más fresca y más lozana; vestía unas enaguas de finísima muselina blanca, que dejaban perfectamente descubiertos unos pies pulidos, calzados con un zapatito de raso verde oscuro; y el rebozo que alternativamente dejaba caer o llevaba a sus ojos humedecidos, permitía ver su camisa bordada, limpia y llena de curiosos encajes, que mal cubrían un seno abultado y perfectamente modelado. El coronel conocía ya a Mariana, y le había echado algo más que sus tiempos, como suele decirse. Atraído por la muchacha, y deseoso de saber con quién hablaba, se acercó y reconoció a un antiguo amigo y camarada de colegio.

—¡Valentín! —dijo el capitán, volviendo la cara, y tendiendo la mano al coronel de artillería.

—El mismo, que después de muchos años de no verte, te ha sorprendido en uno de tus muchos amoríos.

—Decididamente, como Gil Blas, estoy en país de amigos: esta muchacha es una alhaja que te presento: generosa, buena, ingenua, honrada y además bonita, es el tipo de nuestras mexicanas del pueblo; pero dime, ¿cómo es que te encuentro aquí, cuando yo te hacía en la plaza de Campeche?

—Es verdad, allí estaba hace quince días; pero ahora me tienes aquí de comandante general, y ya te ajustaré las cuentas a ti y a la alegrona de Mariana. ¿Vienes de guarnición? ¿Traes tus órdenes y tus papeles en regla? ¡Pero, vaya! nunca acabaremos con tanta pregunta: entra a mi casa, que es aquella de enfrente; que descarguen el equipaje, y que tus compañeros tomen posesión de ella como suya: hay piezas para todos, y caballerizas y cuanto es necesario. Figúrate, que es la comandancia general; que el dinero sobra en la aduana, y que las pagas están puntuales: nos pasaremos unos buenos días. Apéate, y ven, y que te siga Mariana si quiere… Somos hombres solos, y no hay niñas que se escandalicen.

Mariana hizo una muequilla de burla al coronel; dio la vuelta sin decir palabra, y echando un garboso salero, se metió en su casa. Manuel se apeó del caballo; invitó a sus compañeros, que habían permanecido a poca distancia, a que hiciesen lo mismo, y toda la comitiva entró en la cómoda y elegante casa que ocupaba el comandante general de Tamaulipas.

Allí, después de quitarse el polvo y descansar, fumando buenos cigarrillos habanos, y con una botella de Madera delante, Valentín y Manuel se contaron sus aventuras, sus viajes y sus amores: éste fue reservado, y no dijo sino aquello que suponía pudiese saber el coronel, con cuya amistad y auxilio contaba en caso ofrecido; y aquel, al contrario, refirió más de cuarenta lances amorosos, todos diferentes. Durante cuatro años, había corrido la República, desde las fronteras del Norte hasta Campeche; y en cada ciudad, en cada pueblo, en cada rancho, había dejado un amor pendiente: en San Luis, lo esperaba Josefita, para fugarse con él; en Monterrey, Tulitas, para casarse; en Matamoros, Felipita, para sacarle los ojos, por inconstante e ingrato. Era, en fin, Valentín, un muchacho alegre, gastador de dinero, violento de genio, aunque de un fondo bueno, y con el suficiente talento para hacerse necesario a los generales y al gobierno, y con un corazón capaz de querer, sin fatiga ni esfuerzo, a más de seis docenas de mujeres a un tiempo. Como hemos dicho, había sido condiscípulo de Manuel en el colegio militar, y su amistad se estrechó más, por la semejanza de carácter, y porque sufrieron fatigas y peligros juntos en la campaña de Tejas, hasta que aconteció la derrota de San Jacinto, de donde se retiraron a pie, habiendo llegado a las villas del Norte, pasando mes y medio de fatigas y penalidades. Después se separaron, y cada uno sirvió en divisiones y guarniciones distintas, hasta el momento en que la casualidad hizo que se reunieran de nuevo en el puerto de Tampico.

Como entre chanzas y pláticas había pasado ya con mucho la hora de medio día, los estómagos comenzaron a entrar en una especie de sublevación o pronunciamiento: hay cada cierto número de horas, un momento prosáico, positivo, en la vida, en que todo cesa; momento en que no se tienen penas, placeres, dolores, poesía, filosofía, y no hay más que una idea fija: comer.

Esta necesidad sentían nuestros viajeros, muy particularmente Arturo, que se había limitado a escuchar las aventuras del coronel de artillería, sin tomar parte muy activa en la conversación. El cura se quitó sus atavíos de ranchero; vistió su traje negro; endosó su cuello de eclesiástico, y salió a un pequeño jardín, a divertirse con las flores y plantas, por no escuchar los diálogos un poco libres de los dos militares. La conversación, pues, iba decayendo, y estaba muy próximo a reinar el silencio, cuando se presentó la lavandera, seguida de cuatro de los criados de Manuel: cada uno traía una cesta llena de comestibles. Pescado, guisados, fruta, conservas; cuanto podía de pronto encontrarse en el puerto, todo lo había reunido la cuidadosa solicitud de Mariana.

—Para mi capitán —dijo al entrar, y haciendo una seña significativa al coronel de artillería.

—Muchacha, me has ofuscado, me has perdido, me has tapado el monte —exclamó el coronel poniéndose en pie—: Había mandado disponer una comida a lo soldado, y tú ofreces un banquete a mis amigos. Ya veo que el capitán es tu conocido viejo.

—Y como que sí —respondió Mariana, poniendo en una mesa las canastas—. Figúrese usted, señor coronel, que durante muchos años yo le lavé la ropa; pero ¡qué!… si yo no necesitaba de lavar a otra gente, bendito sea Dios. Semanas y meses enteros ni un medio… pero el día menos pensado, entraba el capitán en mi casa, me abrazaba… así de buenas, como si fuese mi padre o mi hermano, y allá va eso; me dejaba sobre la mesa donde planchaba, las cuatro y seis onzas; y con esto, yo me procuraba camisas bordadas, y enaguas de castor, y zapatos de seda por docenas, sin necesitar de verle la cara a nadie, ni de andar por las calles de noche en malas tentaciones.

Sin dejar de hablar, y con una inteligencia y actividad admirables, Mariana puso la mesa, pues el comedor que daba al jardín era fresco y bien ventilado.

—Señores, si ustedes gustan, pueden acercarse a la mesa —dijo Mariana dando la última mano a la obra.

—¡Soberbio, Mariana! te has portado; buena fruta, excelentes pescados…

—Sólo falta el vino —dijo Mariana con cierta tristeza—. ¿Qué quiere usted? una pobre no tiene siempre para todo lo que quiere. Lo que puede hacer una mujer agradecida, es echar la casa por la ventana; pero eso no siempre es lo bastante. Ustedes dispensarán; y al decir esto, se le humedecieron los ojos, y como de costumbre, llevó a la cara la punta de su rebozo, y dejó ver su primorosa y limpia camisa.

—¡Guapa, guapa chica! —dijeron los dos militares—. No hay remedio, diga lo que quiera la población, te sentarás con nosotros, y comerás… en cuanto a vinos, los tendremos en abundancia.

—¿Sentarme yo con los señores? —dijo Mariana, poniéndose encarnada—: No, eso no; las pobres no nos sentamos con los señores: ¿qué dirían los comerciantes y el señor cura? No, yo les serviré, eso sí; y además, si me sentara, ni un bocado comería. El cuchillo me cortaría la lengua, el tenedor me picaría los labios. No, serviré, serviré a ustedes, y así estaré muy contenta.

Arturo estaba ya tan encantado con la lavandera, que formaba en su cabeza el proyecto de robársela. Arturo, como hemos visto, era hombre muy impresionante, y de un corazón generoso, y se enamoraba apenas veía una buena acción y una muchacha bonita.

El cura, por su parte, contemplaba aquella buena y noble alma de una mujer del pueblo, que a pesar de su lenguaje común, reunía la generosidad, la gratitud, la honradez y la franqueza. La oportunidad de la comida, la conversación de la lavandera, que les servía al pensamiento, y la brisa fresca que comenzaba a soplar, predispusieron singularmente el espíritu de nuestros amigos, y tuvieron uno de los momentos más agradables de su vida, olvidando pesares, disgustos, amores y esperanzas.

Por la tarde, Manuel y Arturo fueron a hacer algunas visitas, y a presentar sus cartas de recomendación; en la noche dieron un agradable paseo por las orillas del Pánuco, se retiraron a acostar, y durmieron un sueño apasible, tranquilo y profundo.

A los pocos días, todo Tampico estaba ocupado con los viajeros; jóvenes bien parecidos, de buen talento, con una educación fina y esmerada, y con crédito en el comercio, no hubo casa que no se abriera para recibirlos, ni joven de la mejor familia que no se hiciera su amigo íntimo. Todos los días eran paseos en botes por el río, o por la mar, excursiones a caballo en compañía de las más bonitas muchachas del puerto, francachelas y serenatas en las noches, que duraban hasta las dos y tres de la mañana, y Arturo, Manuel y Valentín, que tenían para todos la risa en los labios, la alegría en los ojos y el dinero en la mano, eran adorados de la población. Nuestros amigos estaban tan divertidos y distraídos, que todo al parecer lo habían olvidado; gozaban del presente, borraban de su vida el pasado, y parecía que no pensaban en el porvenir; así es la naturaleza humana, y así es el corazón del hombre a los veinte y cinco años. En cuanto al cura, triste en el fondo de su alma, pero siempre con un semblante sereno y amable, no concurría a ninguna de las francachelas, y se dedicaba a la lectura.

La próxima partida de la fragata Anselma, que tocaba en La Habana, les hizo reflexionar que no podían ya entregarse por más tiempo al ocio y al olvido de sus amores y de sus negocios. Resolvieron antes buscar y traer a Teresa a su patria, y después arreglar sus cuentas con don Pedro. Los jóvenes del comercio dispusieron dar a los viajeros un convite de despedida; se escogió una hermosa quinta, situada en las márgenes del anchuroso Pánuco, y en un amplio comedor se dispuso un verdadero banquete, con tal abundancia de legumbres, de pescados, de aves y de frutas, que seguramente no podría tener igual ni aún en París mismo; el mejor de los cocineros del puerto se encargó de esta solemnidad.

Como las principales familias de Tampico fueron convidadas, y asistieron con toda puntualidad, antes de la mesa se improvisó un baile en el salón; cuadrillas, valses, contradanzas, todo se bailaba sin interrupción, hasta rendir el aliento. Entre los bailadores se hacía notar un hombre de cuerpo muy bien hecho, fisonomía severa, pero interesante, y hasta podría decirse hermosa, y vestido con una elegancia sin afección, pero lo que sobre todo llamaba la atención, era su camisa, más blanca que la nieve, y en cuya pechera brillaba un ópalo como una pequeña llama roja.

—Apuesto —dijo a Arturo dándole una palmadita en el hombro—, que entre todas las muchachas extrañáis todavía a la generosa e interesante Mariana.

—¡Rugiero! —exclamó Arturo volviendo la cara.

—¡Y qué tiene de extraño! yo he salido de Jaumabe un día o dos antes que ustedes, mis caballos son buenos, y he tenido tiempo sobrado para llegar, presentar mis cartas de recomendación, y hacer mis visitas.

—Pero no os había visto en la calle.

—Es muy posible, he estado encerrado, escribiendo para Italia, y despachando la barca Adela, que salió ayer para Génova.

Arturo involuntariamente fijaba los ojos en el ópalo, llamándole la atención la llamita roja que formaba con la luz, y que a veces parecía que se extendía por todo el pecho de Rugiero.

—¿Os gusta? pues nada más sencillo, os lo regalaré.

—No lo permita Dios —respondió Arturo—, antes bien, yo tengo que entregaros el hermoso fistol de diamantes…

Rugiero hizo un gesto desagradable, y volvió la espalda, dirigiéndose a un joven alemán que recorría el salón, buscando a Mister Rugiers, a quien llamaba en voz alta.

—¿Cómo —dijo Arturo sin haber advertido el movimiento de desagrado que hizo Rugiero—, os llamáis Rugiers y sois inglés, y en México érais italiano, y os llamabais Rugiero?

—¿Qué queréis? yo he aprendido desde niño todos los idiomas de Europa y aún muchos orientales, y cuando se logra esta ventaja, merced a una oportuna educación, se puede ser indistintamente inglés, francés o alemán, lo mismo da. Además, yo no tengo patria, mi patria es por ahora toda la tierra, y a donde yo quiero ir, tal vez no llegaré nunca; así, viajo sin cesar de una parte a otra no sólo por mis asuntos, sino también por los ajenos. Si comprendéis el alemán, acercaos.

Rugiero se puso a hablar con el alemán, que se llamaba Gustavo Adolpho Stahkeketfhentehk, con tanto aplomo como si hablara su propio idioma; aumentó el grupo un inglés que se llamaba Hardingson, y Rugiero le dirigió la palabra en un inglés puro y tan correcto, como se habla en Nueva York y en Londres; Canaletti, que era encargado de una casa genovesa en Tampico, se presentó, y todos se quedaron encantados de la dulzura y armonía del italiano que hablaba Rugiero; parecía que estaban escuchando a Petrarca o al Taso.

Se trataba de que Rugiero cantara una aria de Norma o de Lucía, o acompañara a algunas de las señoras en un dúo o terceto. Debemos decir que Rugiero, con el nombre de Rugiers, pasaba en Tampico por ser el agente o socio de una rica compañía de comercio, se le creía nacido en Italia y educado en Inglaterra, y se sabía que era un músico consumado y un hábil orientalista. Todo el mundo decía: es un guapo mozo, un cumplido caballero. ¡Qué lástima que sus pies sean tan singulares, y su calzado tan agudo!…

—¡Óperas, óperas! —dijo Rugiero—, esto es muy común, muy cansado. Si ustedes me lo permiten, improvisaré una cancioncilla, por el estilo de las que se suelen oír en las montañas del Tirol.

Rugiero se sentó al piano; recorrió con mucha maestría la escala, e hizo dos o tres trémolos, insinuó ligeramente algunos motivos de Bellini, y después sus manos no se veían, todas las teclas del piano se movían y sonaban ya con notas lúgubres que helaban el alma, ya con tonos dulces, melancólicos y sostenidos, como si fueran repetidos por el eco. Eran Bellini, Rosini, Meyerbeer, todo a un tiempo, o mejor dicho, unas notas superiores o lo más patético de Don Juan, a lo más tierno de Sonámbula, a lo más armonioso de Semíramis; los alemanes, que son conocedores en la música, jamás habían oído notas semejantes.

Apenas Rugiero cesó un momento de tocar, cuando estalló un aplauso estrepitoso. Don Gustavo, el alemán, rogó encarecidamente a Rugiero que le escribiese las variaciones que acaba de escuchar; Rugiero, sin hacerse de rogar, pasó a la otra pieza, y a pocos momentos volvió con las variaciones escritas; y como don Gustavo se preciaba de tocar a primera vista los papeles más difíciles, se sentó al piano, lo registró con habilidad y maestría, y dirigió la vista al papel. ¡Imposible! sus dedos se encorvaban, y no podían pasar de una tecla a otra; cuando fijaba la vista en las notas escritas en la pauta, le parecía que aumentaban de tamaño, que se movían, que se iluminaban, y tomaban formas fantásticas y raras, que en nada se parecían a los objetos del mundo. Cerraba los ojos, haciendo un esfuerzo superior, recorría las escalas, y los dedos producían sólo en las teclas unos sonidos extravagantes. Después de diez minutos de una fatiga inútil, algunas gotas de un sudor frío corrían por su frente.

—Ésta es una música infernal —exclamó lleno de cólera, cerrando el papel que estaba abierto en el atril.

—Nada de infernal tiene —dijo Rugiero acercándose—, es simplemente una melodía rusa que me enseñó en Astracán Sofía Kutosof, una de las señoras más hermosas de la corte del Czar. Es difícil, sí, convengo, pero con cuatro o cinco años de estudio, podía llegar a tocarla el célebre Talberg.

El alemán corrido hasta por demás, se deslizó entre los grupos, y no paró hasta el lugar donde estaba la cantina, y allí de un trago sorbió un vaso de cerveza.

Rugiero se sentó de nuevo al piano, tocó una introducción muy patética, y cantó con una voz angélica de tenor, una canción muy extraña. Cuando concluyó, los aplausos sonaron de nuevo en la sala, y las señoras tenían sus ojos húmedos de lágrimas, pues jamás habían escuchado notas más tiernas y sentimentales.

—¡Eh, señores! —dijo Rugiero—, si yo he condescendido en cantar esa mala cancioncilla, ha sido sólo por respeto a tanta hermosura, pero de ninguna suerte para que la tristeza reemplace a la alegría de que hemos disfrutado… Vamos, los jóvenes a bailar; y a matar el tiempo en el juego los que hemos pasado de los cuarenta.

—¿Juega usted ecarté, don Gustavo? ¿Y usted Mr. Hardigson? Haremos un terceto.

Don Gustavo, picado de su mal éxito musical, aceptó el convite; era el mejor jugador de ecarté de Tampico, y además tenía siempre una fortuna loca.

El baile comenzó de nuevo, y en otras piezas inmediatas se organizaron mesas de tresillo y ecarté. Rugiero sacó un bolsillo de seda nácar lleno de oro.

—¿Cómo jugamos? —preguntó el alemán.

—De a cuatro onzas el paso.

—Corriente, aceptado —dijo don Gustavo pensando vengarse de Rugiero.

En menos de una hora Rugiero había ganado treinta onzas al inglés y otras tantas al alemán; éste, mohíno por demás, tiró la baraja contra la mesa.

—Supongo —dijo Rugiero—, que no es un insulto que tratáis de hacerme.

—Y supongo que tampoco estoy obligado a dar cuenta a nadie de mis acciones.

—En la sociedad, caballero, cada uno está obligado a dar cuenta de sus acciones; si os molesta el dinero que habéis perdido, ved el caso que yo hago de él.

Rugiero se acercó a la ventana, al pie de la cual había varios marineros y cargadores mirando el baile.

—Hijos míos, bebed a la salud de las hermosas tampiqueñas —y una a una fue tirándoles las sesenta onzas.

Los marineros quedaron tan sorprendidos, que ni aún se atrevieron a recogerlas.

—Tomadlas, tomadlas, buenas gentes —dijo Rugiero—, son de vuestro amo don Gustavo, que os escatima hasta el último centavo, cuando vais bañados de sudor a dejarle los tercios a su casa; ha perdido una apuesta, y esto es todo.

El inglés, muy seco y muy formal, se acercó a Rugiero, y estrechándole una mano, le dijo:

By God, esta es una verdadera acción de un gentleman: se conoce que habéis sido educado en Londres.

Don Gustavo estaba temblando; la cólera quería ahogarlo; Rugiero lo tomó del brazo afectuosamente, y lo sacó al jardín.

—¿Qué queréis que quite a ese hermoso chupamirto que vuela en la copa de aquel árbol? ¿El pico, el pie derecho o el izquierdo?

—El pie derecho —dijo el inglés.

Rugiero sacó del bolsillo una pistola de Manton incrustada en oro, y tiró; el chupamirto, que apenas se distinguía como una pequeña ráfaga de esmalte, cayó al suelo.

El inglés corrió, y volvió a poco con el animalito, que estaba intacto; sólo le faltaba la mitad de la pata derecha.

—Ya véis, don Gustavo —dijo Rugiero—, seamos buenos amigos, y démonos un abrazo. Esos pobres diablos tendrán para pasar una noche bien alegre, y quizá dentro de algunos momentos puedan ser útiles al puerto. Para usted poco importan treinta onzas.

El alemán, vencido en cuanta lucha había emprendido, abrazó a Rugiero, y los tres entraron en el salón, de donde la concurrencia se disponía a partir al comedor, pues la mesa estaba ya dispuesta.

Como sucede siempre, los primeros momentos de la comida fueron silenciosos; pero apenas comenzaron los estómagos a sentir la influencia de los suculentos manjares y del espumoso champaña, que como topacio líquido, circulaba con profusión en la mesa, la alegría renació con más fuerza y vigor; los brindis se sucedían sin interrupción, y las improvisaciones en prosa y verso daban que reír y eran aplaudidas estrepitosamente.

—¡Bomba! ¡Bomba! —decía uno levantándose de su asiento y con la copa llena en la mano:


Casta deidad, a quien rendido adoro;
Belleza de mi amor, dulce paloma,
Hermosa flor de celestial aroma,
Maga o mujer de los cabellos de oro,
El pecho entusiasmado a ti se rinde:
En esta copa de champaña hirviente
Bebamos con placer puro y ferviente,
Y todo el mundo por Adela brinde.
 

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaron todos vaciando las copas.

—Ahora el ritornelo —dijo uno de los jóvenes.

—¡Jip, jip! ¡Hurra! ¡Hurra!

—¡Jip, jip! ¡Hurra! —y todos repetían tres veces el grito, acompañado de los golpes que con los cabos de los cuchillos daban en la mesa y copas.

—¡Silencio! ¡Silencio! que tengo una improvisación:

—¡Silencio! ¡Oído! ¡Atención!

—¡Bomba!! ¡¡Bomba!! —repitieron todos, dando de nuevo con los cuchillos en la mesa.

Un joven se levantó con su copa en la mano:


Eufemia hermosa,
Mas pura y más graciosa que la rosa
Olorosa:
Brindo por tu salud y tu dicha
Y tu felicidad
Hoy día de la fecha
Y con humildad;
Repitiendo: ¡viva Eufemia hermosa
Muy dichosa
Por toda la eternidad!
 

—¡Bravo!! ¡¡Magnífico!!… este estuvo mejor que el otro —y siguieron los aplausos, los hurras y el estrépito.

—Voy a brindar en humilde prosa —dijo Rugiero—: «La hermosura es como la flor; la dicha como el colibrí; la vida como la mar agitada: bebamos por la hermosura que se marchita, por el colibrí que muere y por la vida, que es una borrasca.»

Todos quedaron en silencio. Un ruido lejano y sordo se escuchó al mismo tiempo, y el cielo se cubrió rápidamente de gruesos y negros nubarrones; eran las cinco de la tarde, y se hacían ya necesarias las bujías.

—No hay que entristecerse, señores —dijo otro—, el señor Rugiero ha brindado como un filósofo, lo que queremos son brindis de locos, de calaveras, de gente de rompe y rasga.

—¡Jip! ¡Jip! ¡Hurra! —Repitieron este grito los concurrentes; pero un fuerte trueno cubrió la estrepitosa voz de la orgía; un rápido y eléctrico movimiento de terror estremeció a las señoras. El viento comenzó a silbar, y los relámpagos amarillos iluminaban las botellas medio vacías y los esqueletos de los pescados y pavos. Sea que Arturo y Manuel fuesen presa de una alucinación, sea que el contraste que presentaba la alegría de un festín con los fenómenos imponentes de la naturaleza los predispusiesen de una manera singular, el caso es que creían ver aquellos restos del banquete moverse, y revestirse de una luz fosfórica; y cuando volvían los ojos a donde estaba Rugiero, se les figuraba que al través de la bolsa de su chaleco veían su reloj con la carátula iluminada, y la manecilla señalando la hora de las cinco. Como estaban próximos a desvanecerse, cosa que atribuían a las copas de Champaña y Lacrima-Christi que habían bebido, quisieron levantarse, pero les fue imposible.

—¡¡Bomba!! ¡Bomba!! —gritó otro, tomando una botella en la mano—. Va en verso.

No fue menester gritar «silencio», porque reinaba el más profundo.


Va a soplar el huracán;
No hagamos caso, señores:
Apuremos los licores,
Que los que están en el mar,
Van muy pronto a naufragar,
Y sin duda morirán.
 

Este brindis, que fue poco aplaudido, hizo una impresión profunda en el ánimo del capitán Manuel; en un momento se le vino a la mente su encantadora Teresa, y la horrible visión o pesadilla que había tenido la noche que durmieron en Jaumabe en casa del cura; por otra parte, el brindis de Rugiero le pareció terrible y misterioso.

—¿Qué idea —decía para sí—, ha tenido este hombre de arrojar la tristeza en medio de esta sociedad tan alegre?

El viento arreciaba; las nubes se agolpaban unas contra otras, como si viniesen de rumbos opuestos a reunirse en un solo punto, y gruesas gotas de agua comenzaron a caer. Las señoras se fueron levantando de la mesa, asustadas y silenciosas, refugiándose en grupos de dos y tres en las piezas inmediatas, pues el viento y los relámpagos eran insoportables en el comedor. Manuel se levantó, y con voz fuerte y grave, dijo:

—Señores, quizá en estos momentos habrá cercano a la costa algún buque que corra peligro, brindo porque los que sean animosos y esforzados, acudan a socorrer a los náufragos: yo ofrezco ser el primero.

—Y yo, y yo… —dijeron cuatro o cinco voces a un tiempo, entre ellas la del inglés; los demás concurrentes quedaron callados; fueron escurriéndose silenciosamente y tomaron el camino de sus casas.

—Decididamente es un huracán —dijo un marino viejo—, el viento era Nordeste y ha cambiado; es mala señal.

—Aun no acababa de pronunciar estas palabras, cuando una fuerte ráfaga empujó las vidrieras y las hizo pedazos; al mismo tiempo se escuchó una vocería en el río; era una lancha que acababa de llegar.

—¿Qué bataola es esa? —preguntó Rugiero, asomándose a la ventana.

—Una goleta que se ha visto muy cerca de la costa, ha tirado dos cañonazos, y parece que ha perdido el trinquete; los marinos de esa lancha, que salió a pescar, la han visto muy cerca.

—¡Hola! —gritó Manuel—, una onza, dos onzas, tres onzas de oro para cada marino que me acompañe a la mar; el que quiera que me siga. De un salto se puso en la puerta, y de otro en la embarcación que acababa de llegar, que era una lancha grande y fuerte, construida en el astillero de Campeche, de esa madera llamada jabín, que es más dura que el fierro.

—¡A la mar! —gritó Rugiero, quitándose la levita, y enrollándose las mangas de la camisa, dejó ver un par de brazos hercúleos y completamente cubiertos de vello—, en esta vez no habrá remedio, todos serán míos.

—¡A la mar! —dijo Arturo, poniéndose un poco pálido.

—¡A la mar! —dijo el inglés con mucha flema, y echando, por último, un trago de Oporto.

En la orilla del río, Arturo encontró al padre Anastasio que, acostumbrado a ver esos torbellinos de la costa, contemplaba con serenidad el furioso huracán que soplaba.

—¿A dónde vais, Arturo?

—Hay un buque cerca de la costa que va a naufragar, y vamos a la mar a salvar a los pasajeros.

—¿A la mar? —contestó el padre Anastasio—, es una locura; vais a perecer todos; yo conozco mucho esta costa y estos temporales. No hay lancha que pueda resistir una mar tan fuerte.

—¡Bah! ¿Y quién dice miedo? ¿No es Dios el que manda los vientos y las aguas de la mar?

—Decís bien; yo no sé nadar, ni sé nada de marina; pero puesto que os empeñáis, mi deber es acompañaros. Vamos, en último caso mi bendición no os hará falta.

Arturo hizo muchas instancias al padre para que se quedara, pero todo fue en vano. En cuanto a Manuel y a Arturo nadaban bien, sabían perfectamente los ejercicios gimnásticos, y su corazón era fuerte y animoso; así, en vez de tener miedo, casi sentían una especie de placer en dar esta prueba de ánimo a la vista de todas las muchachas de Tampico, que a pesar del viento y de la lluvia, se agruparon a las ventanas, las unas llorando y las otras rezando a todos los santos del cielo.

Entre tanto, ocho marineros robustos habían tomado los remos de la lancha; el inglés, fumando un habano, se había apoderado del timón; Rugiero, con una figura imponente, estaba sentado tranquilamente en la proa, y Manuel gritaba: «¡A la mar! ¡A la mar!» Arturo y el cura subieron a bordo, y los dos perros de un salto entraron también con su amo a la embarcación.

—¡Malditos sean estos perros de Satanás! —gritó Rugiero.

—Son buenos nadadores, y nos podrán servir —le contestó el cura con modestia.

Rugiero no respondió, y bajó los ojos.

A un grito de Manuel los ocho remos azotaron las aguas, y la lancha comenzó rápidamente a descender el río, saludada por las muchachas que habían asistido al baile y al festín.

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